Capítulo 4
El día de mi casamiento, las campanas de Valladolid repicaron al unísono, resonando en el cielo perturbador. Yo esperaba con mi vestido blanco en mis aposentos de la Casa Real y en compañía de mis damas, mientras se producía la llegada de mi escolta, el incondicional y apuesto don Fabrique, el almirante de Castilla que había luchado en defensa de mi madre durante su ascensión y que era uno de sus más devotos seguidores.
—Llegaré tarde —anuncié mientras me levantaba de mi silla.
—Su excelencia el almirante no tardará en llegar —repuso doña Francisca de Ayala, una de las damas de honor elegidas para viajar conmigo a Flandes—. Pero si vuestra alteza no se está quieta, el vestido estará totalmente arrugado para entonces.
Contuve mi respuesta. Ése no era un día para mostrar mi genio. Iba a casarme por poder, a unirme por los sagrados votos, al menos en papel, a un hombre al que nunca había visto.
Felipe no asistiría. Mi madre me había explicado que un príncipe nunca va a recoger a la novia, sobre todo porque la esposa de sangre real, a menos que sea una reina soberana, debe vivir en el país de su marido. Sea como sea, la situación no me gustó. ¿Qué clase de hombre es capaz de no asistir a sus esponsales?
Sin embargo, no le di mayor importancia. Quería que la ceremonia se celebrase sin contratiempos. Dando la espalda a doña Francisca, hice una seña a la joven de pelo castaño rojizo que estaba sentada en el asiento de la ventana.
—Beatriz, ¿queréis venir y aflojar un poco los cordeles de mi corsé? Me siento como un pavo listo para cocinar.
Con una sonrisa, Beatriz de Talavera se acercó a mi.
Me había agradado desde el día que fue elegida para estar a mi servicio. Era la única de mis damas hacia la que sentía alguna afinidad. Un año más joven que yo, la disposición de Beatriz reflejaba sus vivos rasgos físicos. Tenía unos ojos negros enmarcados por pestañas rizadas y su figura era esbelta y grácil. Sobrina de la marquesa de Moya, la dama favorita y de mayor confianza de mi madre, Beatriz poseía todos los requisitos de sangre y habilidades de una dama de honor real, y un sano ingenio del que la mayoría de aquellas mujeres carecía.
Con dedos hábiles aflojó los cordones.
—¿Os sentís mejor, mi princesa?
Me incliné hacia ella.
—No es que a ese gordo flamenco que ha enviado mi esposo como su representante vaya a importarle lo más mínimo. Salvo que uno sea un barril de cerveza, creo que no presta la menor atención.
Riéndose, Beatriz me giró hacia el espejo.
—No obstante, juro que ese gordo flamenco nunca ha visto una novia tan bella.
A pesar de las horas invertidas en acicalarme y vestirme, aún no me había mirado. Entonces contemplé intimidada mi esbelta figura enfundada en un canesú recubierto de perlas, mangas festoneadas y faldilla de damasco plateada. Un enorme rubí regalo de mi madre, una de las pocas joyas que no había vendido o empeñado para financiar sus guerras, me adornaba el cuello mientras que metros de velo plateado caían en cascada de la toca. Entre tanto exceso, el rostro brillaba pálido como el marfil. Los cabellos, coloreados de un pecaminoso rojo carmesí gracias a un lavado reciente con ceniza y henna, resbalaban sobre los hombros indicando mi virginidad.
—¡Virgen santísima! Apenas me reconozco.
—Tampoco os reconocerá el flamenco. Pensará que la mismísima Virgen ha descendido del cielo.
—Puede que, entonces, si piensa que soy virgen, no cometa el mismo error que cometió nuestro enviado en Flandes durante la boda por poderes de mi hermano.
Nos echamos a reír recordando cómo el embajador español en Bruselas, durante el simbólico acto de mostrar su pierna desnuda a la archiduquesa Margarita, se había equivocado de botón al querer desabrocharse las medias y se había quedado en paños menores ante la corte flamenca. La risa me calmó los nervios y cuando doña Ana entró apresuradamente, rechoncha como una perdiz en su flamante traje de terciopelo, la saludé con una sonrisa.
—Su excelencia se acerca por el pasillo. Deprisa, señoras, en pie. Beatriz, cubrid la cara de la infanta con su velo y poneos junto a las otras.
Beatriz hizo una reverencia pero no pudo frenar la risa cuando me vio hacerle un guiño.
La ceremonia fue interminable. Mientras el arzobispo Cisneros oficiaba la misa mayor, temí derrumbarme delante del altar como un pastel derretido al sol. Aprisionada bajo mis mejores galas, mi tocado pesaba tanto que me maravilló que mi columna no se quebrara bajo su peso. Mientras me escoltaba hasta allí, el almirante me dijo que estaba muy bella y yo me pavoneé bajo su gentil mirada, sus maneras firmes y una elegante y prominente estatura que había provocado suspiros en muchas mujeres de la corte. Sin embargo, en aquel momento, sólo me sentía cansada y deprimida. Lo único que deseaba era quitarme aquella ropa y darme un baño de agua caliente.
A mi lado, el enviado flamenco, cuyo aliento apestaba a cerveza, hizo un ruido áspero. Los braseros despedían nubes de incienso que se mezclaban con el humo de las lámparas votivas, de las velas y del almizcle de los nobles, cortesanos y enviados que abarrotaban los bancos. Inmóviles como efigies. Mis padres ocupaban los asientos reales.
Finalmente, Cisneros habló de los tan esperados votos. Tuve que reprimir una carcajada cuando el enviado repitió con su horrible acento:
—Yo, Felipe de Habsburgo, archiduque de Borgoña y de Flandes, os tomo a vos, Juana, infanta de Castilla y de las Indias, como mi esposa…
Al llegar mi turno, invertí el ridículo orden de títulos.
—Yo, Juana, infanta de Castilla y de las Indias, os tomo a vos, Felipe, archiduque de Borgoña, como…
Así, con unas cuantas palabras sin significado, me uní formalmente en matrimonio al archiduque Felipe.
El invierno azotó con la fuerza de una bestia. Las tormentas ennegrecieron el cielo y cubrieron los caminos de hielo, incluso mientras mi madre recorría Castilla de una punta a otra, llevándonos con ella.
No descansaba un momento ni dejaba que lo hiciera yo. Se añadieron nuevos deberes a mi horario, de por sí excesivo, junto con pruebas de ropa para mi ajuar y conferencias nocturnas sobre todos los temas diplomáticos. Se esperaba que ganara influencias en la corte de Felipe y, sobre todo, que nunca lo dejara firmar, negociar ni demostrar ningún tipo de favor hacia Francia. Mi madre nunca me explicó exactamente cómo se esperaba que lo hiciera, pero tampoco importaba. Aunque había decidido cumplir con mi deber, por las noches seguía golpeando con rabia las almohadas, odiando un matrimonio que sólo parecía una estratagema política.
Poco después de la fiesta de los Reyes Magos, el 6 de enero, llegaron noticias de que mi abuela materna, la reina viuda, estaba gravemente enferma. Desafiando el mal tiempo, mi madre cabalgó hasta Ávila acompañada de la marquesa de Moya y, para mi sorpresa, de mí.
No había visto a mi abuela desde la niñez. Ni tampoco ninguno de mis hermanos. Contaba veintitrés años cuando murió su marido, el rey Juan y el padre de mi madre, y tuvo que retirarse de la corte tal como corresponde a una viuda. En los años siguientes padeció una enfermedad mental inducida por el dolor, hasta que finalmente se debilitó tanto que no podía viajar ni soportar la presencia de extranjeros.
Durante cuarenta y dos años había vivido en Arévalo. Para mí era como si llevara muerta mucho tiempo. No comprendí la explicación de mi madre, que argumentaba que dada mi inminente partida a Flandes, debía despedirme de mi abuela. Seguramente, si estaba tan enferma para abandonar Arévalo, ¿cómo iba a acordarse de una nieta a la que había conocido años antes durante una visita familiar? Yo, desde luego, apenas la recordaba. Sólo tenía el oscuro recuerdo de unos ojos distantes que me miraban y de una mano espectral que me acarició el cabello durante un instante.
Vista a través del viento cargado de copos de nieve, Arévalo me pareció un solitario baluarte en la llanura tan inhóspito como las tierras que lo rodeaban. El guardián del castillo y su corpulenta esposa nos dieron la bienvenida y nos condujeron a la sala. Lo primero que hizo mi madre fue consultar a los médicos que había enviado antes. Me dejaron sola con una copa de sidra caliente y deambulé por el salón.
Sobre el suelo de madera cubierto de alfombras, descansaban muebles de tejo y roble macizos. Candelabros forjados en hierro iluminaban los desgastados tapices que acusaban los años de luz y polvo. Aunque apenas lujoso si se lo comparaba con la corte, el castillo parecía lo bastante confortable para que una anciana y un puñado de criados vivieran en él.
—Recuerdo bien este salón —dijo la marquesa a mis espaldas—. Su majestad y yo jugábamos aquí de niñas, fingiendo ser damas prisioneras a la espera de ser rescatadas.
Había olvidado que, en su niñez, mi madre y la marquesa habían vivido en Arévalo con mi abuela. Me costaba el mismo esfuerzo imaginarme a mi madre de niña que a la aburrida marquesa, por lo que, a falta de nada más que decir, murmuré:
—Debía de ser un lugar muy solitario.
—Oh, lo era —replicó ella—. Afortunadamente, su majestad y yo nos teníamos mutuamente. Inventábamos juegos, cosíamos juntas y salíamos a dar paseos a caballo. Era adorable en verano, sobre todo cuando hacía buen tiempo, pero en invierno… ¡Brrr! Era espantoso como lo es hoy. Veías tu propio aliento.
El fuego crepitaba en la chimenea y se habían esparcido braseros por toda la sala. Mi capa, forrada de lana, me protegía del frío y sin embargo me estremecí. Me imaginaba el viento filtrándose a través de las ventanas y las grietas de los muros y silbando por los pasillos como un fantasma. ¿Qué hacía mi abuela durante aquellas largas y amargas noches? ¿Deambulaba por los retorcidos pasillos, acompañada por el viento y atormentada por las penurias y la indefensión de una reina viuda? ¿O vagaba sola, olvidada, atrapada ya en su propio laberinto interior?
Como si leyese mis pensamientos, la marquesa dijo suavemente:
—No temáis. Su majestad, la reina viuda, es una anciana que está enferma. No os hará daño alguno.
Fruncí el ceño.
—No tengo miedo.
Me detuve al ver que mi madre me hacía un gesto desde las escalinatas.
—Vuestra abuela está en el piso de arriba —dijo la marquesa—. Os reuniréis con ella allí.
La cámara estaba a oscuras. Me detuve en el umbral para dar tiempo a que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad, mientras mi madre irrumpía en la habitación golpeando pedernales y encendiendo candelabros. Un rosario de luz parpadeó, extendiéndose por el aposento.
—Juana —llamó—, entra y cierra la puerta. Siento una corriente.
Ignorando un inexplicable escalofrío de miedo, entré en la habitación. En la semipenumbra divisé un viejo telar en un rincón, una mesa y unas sillas y un trono destartalado. Esperaba encontrarme con una enfermería abarrotada de medicinas y olor a enfermo y me dirigí, aliviada, hacia el lado de la cama donde estaba de pie mi madre.
El momento se alargó. Ella permaneció en absoluto silencio, mirando hacia una figura apenas distinguible bajo un montón de mantas. Luego oí que decía:
—¿Madre?
Era una voz diferente de todas las que le había oído antes. Sonó casi como un suspiro y estaba cargada de una profunda tristeza. Entonces me miró y me hizo una señal con la mano.
Me acerqué a la cama y no me moví.
Sólo eran visibles la cabeza y el torso de mi abuela, que descansaba apoyada en los almohadones. Mechones de cabellos descoloridos caían sobre el pecho hundido y sin señal visible de respiración. Los huesos del rostro parecían cincelados con un molde de cera y los amoratados párpados estaban cerrados. Parecía tan inmóvil, tan insustancial, que pensé que debía de estar muerta. Me obligué a acercarme a ella. Un ruido imperceptible, tal vez el roce de mis dedos contra la cortina del dosel o el clic de un tacón la despertó. Lentamente abrió sus ojos, de la tonalidad del mar helado, paralizándome con su mirada vidriosa. Su boca reseca se movió en un murmullo apenas audible:
—Eres mi alma.
—No —repuso mi madre—. Es Juana, madre. Es tu nieta.
Y en voz baja, añadió:
—Hija, acércate a la luz. Deja que te vea.
Rodeé la cama con un cosquilleo de miedo en la nuca mientras mi abuela volvía la cabeza para mirarme. Luché contra el deseo de apartar los ojos. No quería encontrarme con esa mirada sin fondo, no quería ver los horrores, cualesquiera que fuesen, que merodeasen en ella.
Su frágil voz llegó como si proviniese de un abismo.
—¿De qué tienes miedo?
Levanté la vista. Los latidos de mi corazón se disolvieron.
Nunca había experimentado una angustia tan inexplicable. En los ojos de mi abuela contemplé la proximidad de la muerte, de una soledad que la había devastado sin darle socorro ni alivio. Obligada a sufrir un aislamiento que ningún mortal debería soportar, ahora imploraba misericordia con sus ojos, un rápido final a una existencia que había dejado de tener ningún significado.
Me arrodillé, y hurgué a tientas bajo la manta de piel. La mano que cogí con la mía era tan frágil como una hoja seca. No hubo más palabras. La reina viuda lanzó un suspiró y, cerrando los ojos, se sumió en un sueño irregular. Al cabo de un largo momento solté su mano y me puse en pie. Me giré para mirar a mi madre. Inmóvil y pálida, tenía la barbilla levantada como si estuviera a punto de emprender la batalla.
—Madre, ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué le hiciste esto?
—No le hice nada —replicó, pero percibí el temblor de su voz, un dolor lacerante, que intuí que la había carcomido mucho más tiempo de lo que nadie sospechaba—. Mi madre estaba enferma —prosiguió a toda prisa, como si quisiera purgarse de una carga terrible—. Ya no podía vivir en este mundo. Yo no era más que una niña cuando empezó a tener sus primeros embelesamientos. Después, cuando fui reina, quedó dolorosamente claro que nunca se recuperaría. No podía hacer otra cosa. Éste era el único lugar donde podía mantenerla a salvo.
—¿A salvo? —repetí.
La rabia asomó a su voz.
—No me mires así. Te aseguro que no sufrió ningún daño. Tenía a su servicio a sus damas y a sus guardianes, gran cantidad de médicos, todo el castillo para caminar, todo lo que podía desear.
—Todo no. En el pasado fue una reina.
Hice un alto.
—¿No es cierto?
Mi madre clavó sus ojos en mí. Casi podía sentir su miedo, su culpa.
—Te he traído para que te despidas de ella, no para que hagas preguntas. Ya te he dicho que nadie le hizo daño. Hasta que no me aseguraron que su enfermedad sobrepasaba los remedios conocidos, no sentí la obligación de aplicar otras medidas. No… no podíamos dejarla salir. No estaba en condiciones.
Apreté los puños.
—¿Por qué me has traído? ¿Por qué justo ahora?
Sus palabras me sonaron a venganza.
—Para que tú también puedas ver que tuve que hacer sacrificios, que a veces incluso una reina debe actuar contra su voluntad para sobrevivir. No tuve elección. Lo hice por España y por nuestro linaje. ¿Te imaginas lo que habría pasado si el mundo se hubiera enterado? No podía arriesgarme. Había demasiado en juego. Mi deber era proteger Castilla por encima de todo lo demás. Castilla debía ser lo primero.
Sentí un nudo en la garganta. Era obra suya. La reina Isabel había ordenado el confinamiento en Arévalo. Era sencillo, espantosamente sencillo. Su madre, la reina viuda, se había convertido en un estorbo. Por el bien de España había sido condenada a la oscuridad, escondida para que nadie supiera que la locura mancillaba nuestra sangre. ¿De qué más cosas era capaz esta reina de corazón férreo? ¿Qué no haría o sacrificaría para salvaguardar su reino?
Bajé la cabeza, incapaz de soportar el terrible secreto que encerraba la mirada de mi madre.
—No deberías haberlo hecho —dije—. Somos una familia, ella comparte nuestra carne y nuestra sangre. Su lugar está con nosotros.
Mi madre profirió un sonido ahogado, casi un grito.
—¿Te atreves a juzgarme? No sabes, no puedes saber la responsabilidad a la que me enfrentaba, el enorme deber que tuve que sobrellevar sola.
—Oh. Pero eso ya lo sé, madre —repuse en voz baja—. ¿Cómo podría olvidarlo?
Y dándome media vuelta, abandoné la estancia.