Capítulo 6

En el momento en que llegamos a mis aposentos, doña Ana se dirigió a mí.

—¡Qué vergüenza! ¿Qué pensaría su majestad, vuestra madre, si hubiera visto esto? ¡Sin duda os habría dicho que unos cuantos votos en una antecámara no hacen un matrimonio!

Al oír que mencionaba a mi madre reaccioné con frialdad.

—Ha sido su majestad quien me ha enviado aquí, y la mismísima archiduquesa Margarita me ha dicho que Besançon celebrará esta boda en la catedral en la que insistís.

—¡Ajá! ¿Qué sabrá ese cerdo francés vestido de raso? ¿Acaso no insistió en que os quitarais el velo con menos ceremonia que si fuerais la hija de un menesteroso?

Le temblaban los carrillos mientras me hacía un gesto admonitorio con el dedo.

—Supongo que pensáis que es perfectamente aceptable que os exhiban como si fuerais un trofeo. Siempre os gustó ser el centro de atención.

—¡Válgame Dios! —exclamé.

Mis damas lanzaron un grito ahogado y se santiguaron.

—¿Vais a decirme que hay algo de malo en un simple baile entre esposos?

—¡No es vuestro esposo! Os prometisteis a él en España por poderes. Estáis prometidos y nada más. Ante Dios, lo que deseáis hacer con él esta noche es un pecado.

Las damas susurraron por lo bajo.

—¿Cómo sabéis lo que deseo hacer? —dije en voz baja.

—Lo leo en vos —soltó—. Veo vuestro libertinaje. Y como vuestra dueña os prohíbo que le permitáis la entrada a vuestra cámara, si es que se atreve a llamar a vuestra puerta.

—¿Me lo prohibís?

Mis ojos se encontraron con su fría mirada. Disfruté con su estremecimiento, con la manifestación, por una vez, de mi propio poder después de años de estar sometida al suyo.

—Cuidado, señora —añadí—. Ya no soy la niña a la que regañabais.

—Ojalá lo fuerais, porque de niña jamás os atrevisteis a llegar tan lejos.

Su rostro se endureció.

—Si le permitís acercarse a vos antes de que el matrimonio sea santificado no quiero asumir la responsabilidad ni tampoco lo desean vuestras damas. No podemos serviros en esas condiciones.

Titubeé. Mis damas siempre me habían acompañado. Durante toda mi vida, había contado con ellas para ayudarme con las tareas privadas que otras mujeres llevaban a cabo por sí mismas.

Me volví a mirarlas. Mis damas apartaron la mirada como si hubiera sido mancillada.

—Como deseéis —dije en voz baja—. Quienes lo desaprueben, pueden irse.

Mientras hablaba me maravillé de mi audacia. ¿Qué diría mi madre cuando se enterara de lo ocurrido? Sin saber por qué, la idea de desafiarla, aunque estuviera a cientos de leguas de distancia, me causó un pequeño escalofrío.

Mi dueña se irguió cuan alta era.

—Como digáis.

Se fue indignada, seguida inmediatamente por las damas. Al darme media vuelta me encontré con que sólo quedaban Beatriz y Soraya en la cámara.

—No abandonaremos a vuestra alteza en su noche de bodas —dijo Beatriz.

Lancé un suspiro de agradecimiento.

—Por favor, ayudadme a desvestirme.

Permanecí inmóvil mientras reemplazaban mis mejores galas por un camisón de lino que había aparecido, inesperadamente, en uno de los baúles. Soraya fue a preparar la cama. Beatriz me cubrió los hombros con una bata de seda color ámbar.

—La he encontrado antes mientras buscaba vuestro vestido rojo —dijo, y mientras me sentaba delante del tocador deshizo mi trenza y empezó a cepillar mis cabellos.

Fijé la mirada, sin verme, en la pulida superficie del espejo. No tenía la menor duda de que Felipe acudiría a mi lecho esa noche y de que iba a dar el paso final e irrevocable que me haría mujer. No era demasiado tarde para cambiar de opinión. Podía dar la orden, hacer que la puerta se cerrase con llave y pedir a Beatriz que informase al archiduque de que los acontecimientos del día me habían agotado y que necesitaba descansar.

—Beatriz, ¿pensáis que estoy casada a los ojos de Dios? —susurré.

Beatriz dejó de cepillar mi cabellera. Nuestras miradas se cruzaron en el espejo.

—Alteza, no tenéis nada de lo que avergonzaros. Estáis casada. Tanto mejor que doña Ana y esa bandada de cuervos no esté aquí para arruinaros la noche. Juro que lograrían apagar la lujuria del mismísimo Lucifer.

Reí.

—Sois incorregible.

—Digo la verdad de lo que veo. Sois su esposa y él es vuestro esposo. Y no hay más que hablar.

Se inclinó hacia delante.

—Y si vos y el hermoso archiduque hacéis lo que la mayoría de las parejas hacen de forma natural, podríais ser madre de un príncipe antes de que termine el año.

Lancé un grito y le pellizqué el brazo. Beatriz me guiñó un ojo y se volvió a Soraya, que se había parado cerca de nosotras, con una almohada entre las manos.

—¡Tú! ¿Qué haces ahí, aguzando las orejas a ver qué oyes? Haz la cama. Su excelencia el archiduque puede llegar en cualquier momento y…

Se quedó inmóvil. Yo tampoco me moví al escuchar una canción subida de tono que provenía del corredor. Beatriz reanudó el cepillado, alisando con las manos los rebeldes rizos hasta que la aparté.

—Estoy bien —dije.

Pero no tuve tiempo de mirarme en el espejo. Mientras me ponía en pie mi corazón latía desbocado.

Se oyó un golpe en la puerta. Beatriz me miró, y yo a ella. Se oyó un segundo golpe, éste más fuerte. No nos movimos. Hubo cuatro más.

—Virgen bendita —exclamé—, abrid la puerta antes de que la echen abajo.

Felipe y tres de sus caballeros entraron en la cámara. Su rostro estaba enrojecido de la juerga y llevaban las camisas abiertas hasta el ombligo. Cuando uno de ellos abrazó con picardía a Soraya, Beatriz se abalanzó sobre él. La detuve, me acerqué hasta el estúpido y le aparté dándole un manotazo en la mano.

—¿Qué significa esta intrusión? —dije en un tono que habría hecho sentir orgullosa a doña Ana. No parecieron notar que temblaba bajo mi bata.

El esbelto hombre que había importunado a Soraya lanzó una mirada lasciva.

—Es una costumbre flamenca acostar a los recién casados en su lecho, hermosa muchacha, a menos que queráis que lo estrenemos antes.

Los otros se echaron a reír estrepitosamente. ¿Acaso habían olvidado a quién se dirigían?

—Mi señor, vuestras costumbres no son todavía las mías. Os ruego que mandéis salir a estos caballeros.

Felipe asintió.

—Por supuesto. Caballeros, marchaos.

Los hombres se quejaron y salieron ruidosamente. Beatriz hizo ademán de acercarse a mí.

—Marchad —dijo Felipe—. La chica también. Deseo estar a solas con mi esposa.

Beatriz hizo una reverencia. Tomó de la mano a Soraya, que tenía el ceño fruncido, y la condujo hacia la antecámara.

Al cerrarse la puerta, una corriente de aire apagó la vela que había junto a la cama.

Ahora que estábamos solos, parecía enorme, un gigante de manos como platos. Me abrumaba el ansia de encontrarme en la estancia que había compartido con mis hermanas, del susurro de sus voces en la oscuridad y los ronquidos silenciosos de nuestras damas en su camastro. ¿Qué debía hacer? ¿Qué esperaba que hiciera? Busqué en mi mente algún sabio consejo entre todos lo que había recibido. Me acordé de mi madre. Ella siempre ofrecía a mi padre una copa de vino cuando regresaba después de una ausencia.

—¿Os apetece beber vino, mi señor? —dije casi sin aliento.

Lanzó una suave carcajada.

—Creo que ya he bebido bastante.

Extendió la mano y añadió:

—Ven aquí.

Retrocedí. Tenía la boca seca. Sus dedos apresaron mi muñeca, empujándome hacia él. Al inclinarse sobre mí, aparté la cara.

—Mi señor, os lo ruego —susurré—, tengo miedo.

Se detuvo.

—¿Tienes miedo? No te imaginaba capaz de semejante emoción, mi feroz princesa.

Mientras hablaba, sus dedos acariciaban el interior de mi muñeca. Era una caricia ligera, como el roce de una pluma, y sin embargo encendió dentro de mí más fuego que el de mil braseros juntos.

Me observaba atentamente. Sonrió.

—Ah, sí. No tienes miedo. Sólo te sientes insegura. Pero lo sientes, ¿no es verdad, mi dulce Juana? Sientes cuánto te deseo.

Mi corazón se alborotó como si varios caballos galoparan dentro de él. Respirando apenas, me quedé inmóvil mientras posaba la otra mano en mi cintura y desabrochaba mi camisón. Éste resbaló por mis hombros con la delicadeza de unas alas, revoloteando.

Mon Dieu! —exclamó sin aliento—. Eres más hermosa de lo que había imaginado.

Alzó la vista.

—¿Y yo, mi infanta? ¿Me encuentras hermoso?

No pude decir ni una palabra, pero como si adivinara la respuesta en mi silencio su sonrisa se volvió más grande y empezó a tirar de las enredadas cintas de su camisa.

Un brote de inesperada confianza me empujó hacia él. Aparté sus dedos y deshice los nudos. En mis cejas sentía su aliento apasionado mientras lo desnudaba. Su pecho brilló a la luz del candelabro. Tímidamente puso las palmas de mis manos sobre él y me maravilló que una piel tan suave pudiera ser tan firme al tacto. Gimió. Advertí que parpadeaba y cerraba los ojos. Tan rápidamente como apareció, mi confianza se desvaneció. Me aparté, sonrojada. ¿Qué hacía? Doña Ana me había acusado de libertina, y él pensaría lo mismo.

Sentí su mano sobre la mía.

—No. No pares. Te prometo que no te haré daño.

Me arrastró hacia él, enterró las manos en mi cabellera y la apartó de mis pómulos. Sentí su erección contra mi pierna y quise mirar para ver cómo era ser un hombre.

Acercó sus labios a los míos. Esta vez el beso fue apasionado, exigente. Finalmente hice lo que había querido hacer desde el momento en que lo vi: rodear sus hombros con mis brazos, presionar todo mi cuerpo contra el suyo y sentir cómo liberaba los últimos cordones que sujetaban mi camisón.

Nuestros cuerpos entablaron su propio diálogo. Dejé que mis manos recorrieran a su antojo cada milímetro de su torso con una impaciente inexperiencia, encontrando los lugares secretos de su piel que lo hacían gemir de placer. Me estrechó contra él, empujando mi camisola hacia arriba hasta que voló por los aires y cayó al suelo, arrugada.

Me quedé parada delante de él. Nunca había estado desnuda delante de nadie, salvo mis damas, pero no sentía vergüenza. Sabía que tenía un cuerpo hermoso, que mis pechos eran firmes y altos, mi cintura esbelta y mis piernas torneadas de años de montar a caballo. Sus ojos lo confirmaron e inclinó la cabeza para provocarme con su boca. Nunca me hubiera imaginado semejante intensidad de placer. Eché la cabeza hacia atrás mientras él avanzaba más y más abajo, despertando un ansia que jamás había experimentado.

En algún rincón alejado de mi mente, un resquemor clamaba que aquello no era lo que se suponía que debía ser. Debería esperarlo en el lecho, él debería apagar las velas, y recién entonces meterse bajo las sábanas con la camisa puesta. Se suponía que debía ser breve y doloroso. Debía engendrar un hijo, no levantar una pasión que amenazara con atraparnos y consumirnos en ella.

Pero ahora nada podía saciar los deseos que había despertado. Cuando me tomó por la cintura y me alzó en el aire, mis piernas lo abrazaron con ferocidad y nuestras caderas se restregaron una contra la otra en una danza primaria. Susurraba, escaldando mis caderas mientras me depositaba en el lecho.

Hizo un alto. Su rostro, envuelto en sombras, me miraba.

—Enséñame —dijo—. Enséñame todo.

Dejé escapar una risa repentina. Era la audible liberación de una alegría casi tan grande como la sensación eufórica de yacer desnuda ante sus ojos. Entonces, nuestras miradas se encontraron, bajaron hasta mis caderas y separé las piernas muy despacio, con una lascivia hasta entonces desconocida para mí. Al principio no se movió. Luego, se desanudó el suspensorio, las calzas y se quitó los calzones. Las calzas resbalaron hasta las ingles y cayeron rodando a sus pies.

Nunca había visto nada tan magnífico.

Tenía el cuerpo cincelado de nervios y músculos, la piel blanca como el alabastro, y al final de un ancho torso unas caderas esculpidas que exaltaban su pene erecto.

—¿Te gusta lo que ves, pequeña infanta? —preguntó.

Yo asentí, doliente de deseo.

Se subió a la cama. Sus dedos escudriñaron todos los rincones de mi cuerpo con exquisita sofisticación, llegando a todas partes y avivando mi deseo, hasta que justo cuando empezaba a temblar y pequeños gritos ahogados se escapaban de mi garganta, colocó mis piernas sobre sus hombros y se hundió en mí.

El dolor fue tan fuerte que me cortó la respiración. Instintivamente, curvé el cuerpo para recibir sus embestidas. Nos fundimos el uno en el otro, las manos entrelazadas, las bocas devorándose, hasta que su cuerpo se arqueó para depositar su semilla, y me susurró al oído:

—Ahora, Juana mía, ahora somos uno.