Capítulo 9

El año 1497 se desvaneció. Según el luto castellano debía permanecer aislada un mes. Sin haberse recuperado por completo, doña Ana insistió en volver a hacerse cargo de mi casa, pero lo cierto es que nunca volvería a ser la misma. Le di la bienvenida en aquellos momentos de dolor porque necesitaba una presencia familiar. Esperaba encontrar alivio en los viejos rituales del luto pero pronto me resultaron interminables. No tardé mucho en dejar que Felipe se reuniera conmigo para cenar y jugar a las cartas, bromeando como cualquier joven sobre las horas de rezos y la obligación de vestir de un color tan poco favorecedor como el negro.

Felipe odiaba verme de negro. Decía que parecía un cuervo y me arrancaba la fea toca que cubría mi cabeza. Despeinaba mi cabello, decía entre susurros que echaba de menos tenerme en el salón a su lado y, después de algunas copas de vino, invariablemente se volvía amoroso y me besaba en la garganta mientras me murmuraba al oído lo mucho que me deseaba. Doña Ana me avisó que debía rehusar sus avances hasta que terminara el luto, pero su necesidad era tan febril y sus caricias tan suplicantes que tuve que ceder. Me costaba ver el pecado en buscar consuelo en la carne que Dios nos había dado, y la manera en que Felipe me tomó en sus brazos, quitándose la ropa con delicadeza justo antes de hundirse en mí, fue un bálsamo que no podían igualar las velas ni las letanías. Decidí que aunque rompiera con la tradición, el dolor no podía seguir interrumpiendo nuestra vida. Pese al enojo de doña Ana, antes de que el mes hubiera pasado volví a la corte y di por terminada mi reclusión.

Una mañana a principios de mayo de 1498, me desperté con unas náuseas que me hicieron abandonar precipitadamente el lecho. Antes de que pudiera llegar al retrete, me doblé y vomité en la alfombra. Con un martilleo en la cabeza y el cuerpo empapado de sudor, regresé a la cama y me hice un ovillo.

Debí de volver a dormirme porque no oí que se abría la puerta de la cámara hasta que Beatriz dijo con brío:

—Buenos días, vuestra alteza. Son más de las diez. ¿Habéis dormido bien?

El olor a pan recién horneado y a queso de cabra caliente que provenía de la bandeja que llevaba me golpeó como si se tratara de una maza. Sentí arcadas y me asomé por encima de la cama. Mi estómago se contrajo pero no tenía nada que arrojar. Gimiendo, me recliné en los almohadones.

Beatriz dejó la bandeja y corrió a mi lado.

—¡Alteza, está enferma! ¡Cuántas veces os he pedido que no cenéis tanta cantidad! No es bueno para la digestión.

—Habláis como doña Ana —musité—. Además no es eso.

—Entonces será el vino. El nuevo clarete francés que bebisteis anoche. Sabía que olía rancio.

—Beatriz, no es el vino —dije, mirándola—. Creo… me parece que podría ser…

Ella abrió los ojos de asombro.

—¡Santa María! Estáis diciendo…

—Sí, creo que estoy embarazada.

Con sólo de pronunciar en voz alta estas palabras me invadió la ternura. Era posible que llevara dentro al hijo de Felipe, a su heredero. Qué maravilloso sería, y qué tributo tan adecuado a la memoria de mi hermano. Juré que si se trataba de un niño lo llamaría Juan.

—¡Benditos sean todos los santos!

Beatriz me abrazó y yo me aparté rápidamente.

—Pero no debéis hacer grandes esfuerzos. Miraos, con nada encima salvo vuestro camisón. ¡Cogeréis un resfriado!

Corrió hacia donde estaba la ropa planchada en busca de una bata.

—Os traeremos las mejores comadronas y las hierbas más frescas. He oído que la camomila sienta de maravilla. Doña Ana sabrá qué hacer. No os mováis mientras voy a buscarla.

Tuve que reír al ver que mi dama, por lo general muy serena, se ponía tan nerviosa.

—Beatriz, me estáis mareando. Parad un momento. No quiero que no se hable de otra cosa en palacio.

Se detuvo y me miró con mucha atención tal como acostumbraba hacerlo. Eramos como hermanas, confidentes que a veces podíamos leernos los pensamientos la una a la otra.

—No se lo habéis dicho —repuso.

—No, todavía no.

Me puse de pie con cautela y cogí la bata que sostenía en las manos.

—Podría estar equivocada. O no, podría perderlo. Quiero estar segura.

—En primer lugar —dijo mientras sacaba mi cabellera de debajo de la bata y abrochaba los cierres de ágata de la cinturilla—, no estáis equivocada, las mujeres sabemos estas cosas. Y segundo, ¿por qué ibais a perderlo? Sois joven. A vuestra edad, su majestad daba a luz…

—Con la facilidad de una yegua —interrumpí—. Sí, he oído cómo, después de dejar a su recién nacido en la cuna, mi madre subía a su caballo y volvía a las cruzadas, todo ello en menos de una hora. Eso no significa que yo comparta su fortaleza. Recordad que también sufrió varios abortos.

—Eso fue después, cuando era más mayor y estaba bajo gran tensión.

Me señaló con un dedo, reprendiéndome.

—Y ahora basta de hablar de perder al bebé. Debéis tener cuidado, pero no sois ninguna jovencita flamenca pusilánime. Y debéis decírselo a su alteza.

Sonrió con picardía y añadió:

—Al fin y al cabo compartió parte de los esfuerzos. ¿Queréis que le llame?

—No, déjame a mí. Quiero decírselo en persona.

Cogiéndome en brazos, Felipe me dio vueltas en el aire hasta que temí volver a ponerme enferma.

—¡Un hijo! Voy a tener un hijo.

Me eché a reír.

—No lo sabremos hasta que nazca.

Pero, por supuesto, no me escuchaba. Volvió a cogerme en brazos.

—Proclamaré la noticia ahora mismo. ¡Que todos se alegren! ¡Sus altezas de Flandes van a tener un hijo!

A veces podía ser un niño exuberante, irresistible en su entusiasmo. Y cuando atrajo mi boca a la suya, empecé a comprender cuánto significaba para nosotros tener un hijo.

Felipe proclamó mi preñez por todo Flandes y mandó llamar a un auténtico ejército de médicos, boticarios y comadronas para que supervisaran todos mis caprichos. Viajamos a la adorable ciudad de Lierre, donde los médicos dictaminaron que el aire era más saludable para una mujer en mi delicado estado. El regreso al espacioso palacio junto al río donde Felipe y yo nos habíamos conocido, unido a la llegada de la primavera y al repentino cese de mis náuseas, resultó ser una excelente elección. Sentada bajo un rosal con mi bordado olvidado en el regazo, pasaba horas contemplando las masas de tulipanes y caléndulas que florecían en los jardines alineados a lo largo de todo el trayecto y hasta las orillas plateadas del Nethe. No había visto semejante abundancia desde Granada. Era como si la fértil tierra flamenca hiciera gala de toda su belleza para mi solaz. Y me sentía satisfecha.

A finales de abril, Besançon regresó a la corte.

No le había perdonado lo ocurrido con mis damas, pero estaba sumida en una agradable languidez gracias a mi embarazo y me sentí aliviada cuando el arzobispo vino a expresarme su felicitación. Después se encerró con Felipe y el consejo para discutir asuntos de negocios. Me abstuve de hacer preguntas cuando mi esposo reapareció al anochecer, tras abandonar una de esas prolongadas reuniones, para cenar conmigo. Parecía cansado y preocupado. No quise atosigarlo más. No obstante, tuve mis dudas hasta una noche en que, vestida de damasco y enjoyada, fui a su encuentro para cenar con él en su cámara y lo encontré esperándome en compañía de Besançon.

—Creía que esta noche cenaríamos solos —dije lanzando una fría mirada al arzobispo.

Un nervio se crispó en la mejilla de Felipe.

—Lo haremos —repuso—, pero primero, amor mío, toma asiento. Hay algo de lo que monseñor Besançon y yo queremos tratar contigo.

El arzobispo hizo una reverencia. Tenía la cara ancha y colorada, y cubría su corpulencia con lujosas vestiduras color carmesí. Una cruz con piedras preciosas colgaba de su cuello y en sus dedos relucían varios anillos. Cualesquiera que fuesen las tareas que realizara por encargo de Felipe, no afectaban su buena disposición.

—Alteza —dijo—, es un placer. Confío en que gocéis de buena salud.

Hablaba con exagerada deferencia, pero capté una mirada furtiva que intercambió con Felipe. ¿Nos había reunido mi esposo para que hiciéramos las paces? Sinceramente esperaba que no fuera así.

—Mi salud es excelente, monseñor.

Levanté la mano para acariciar la de Felipe, que descansaba en mi hombro. Me imaginé disfrutando con una muestra de humildad por parte del arzobispo.

—Eso está bien.

Tomó asiento frente a mí. Los servidores entraron con una jarra de cerveza ligera y tradicional, popular entre los flamencos.

—Los médicos aseguran que esperáis un varón.

El que hubiera admitido que había hablado con ellos me hizo poner los pies en la tierra:

—Bueno, sea cual sea su sexo, lo amaremos igualmente.

Miré a Felipe. Replicó rápidamente.

—Sí, por supuesto. Después de todo es el primero. Aunque sin duda vendrán más.

Lanzó una risita que me sonó forzada.

—Su alteza y yo aún somos jóvenes.

—Cierto —añadí—. Y al ser nuestro primer hijo, naturalmente deseamos ocuparnos de su educación.

Besançon entrecerró los ojos. Ni yo le engañaba a él ni él a mí. Para bien o para mal, aquel hombre evasivo había educado a Felipe. Él convirtió a mi esposo en el hombre que era. Sin duda, no recibió de buen grado la indicación de que yo quería tomar parte en la educación de mi hijo, y menos aún que yo mereciese alguna consideración más allá de la de ser una esposa complaciente.

Me esforcé para no desviar la mirada.

—Confío en que no habrá ningún malentendido en este asunto como lo hubo con mis damas, monseñor.

El arzobispo enrojeció visiblemente.

—Alteza, aquello fue un desafortunado accidente. Os aseguro que yo…

Lo interrumpí con un gesto de mano.

—No hay más que hablar. Rezad y olvidadlo.

Pero mi tono dejaba claro que aunque hubiera elegido perdonarle, nunca lo olvidaría.

Inclinó la cabeza.

—Su alteza es muy generosa.

Su mirada fría se posó en Felipe.

—Si a vuestra alteza le place, creo que deberíamos tratar el asunto que nos ocupa.

—Sí, faltaría más, adelante —repuse prestando toda mi atención a Felipe.

Mi esposo vació de un trago su copa y luego habló sin preámbulos:

—Monseñor y yo hemos hablado de la situación actual de España. Dado que tus padres han perdido a su heredero varón, creemos que yo podría tener prioridad en la sucesión. A cambio, apoyaríamos a tu padre en su reivindicación del reino de Nápoles como propio, en contra de los franceses.

Me quedé inmóvil. Allí había gato encerrado.

—Pero ahora, la heredera de mis padres es Isabel.

—Vuestra hermana puede ser la heredera de Castilla —intervino Besançon—, pero la ley Sálica prevalece en Aragón. Las Cortes de vuestro padre no reconocerán nunca como heredera a una mujer.

Apreté los dientes, maldiciéndole. ¡Debí haberme imaginado que tras la debacle en los estados, volvería a la corte y llenaría la cabeza de Felipe con sus ideas grandiosas! Lamenté haber renunciado a darle una buena reprimenda antes, dado que parecía que iba a pagarme con una moneda falsa.

—Aragón reconoció a mi madre —dije, finalmente—. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con mi hermana?

—El título de su majestad la reina Isabel como reina de Aragón es nominal, una formalidad requerida por el tratado matrimonial de vuestros padres. Aragón retiene su derecho de sucesión.

Lo miré fijamente durante un largo momento, ofendida por que se atreviera a darme lecciones sobre España como si yo fuera una alumna desinformada. Tendría que andarme con cuidado. Pese a la supuesta informalidad de nuestro encuentro, me di cuenta de que habíamos entrado en un potencial campo de batalla.

—Según parece, estáis muy al tanto de lo que ocurre en España. Sin duda, también debéis saber que mi hermana Isabel acaba de casarse con el nuevo príncipe de Portugal. Si alguien debería ser nombrado infante, es él.

—No necesariamente. Portugal ya tiene bastante poder. Los derechos que reclama sobre el Nuevo Mundo ya rivalizan con los de España. Si el nuevo esposo de vuestra hermana fuera nombrado infante, que España cayese bajo el yugo portugués dependería sólo de la muerte de vuestros padres y de que gobernase a través de vuestra hermana.

Besançon suspiró.

—La muerte del hermano de vuestra alteza es una tragedia, pero se podría mitigar a través de la alianza de España con nosotros. Al fin y al cabo, su alteza es vuestro esposo, sois la siguiente heredera al trono y ya estáis encinta, mientras que vuestra hermana permanece estéril. Nuestra propuesta será una bendición para vuestros padres en este doloroso trance.

Mi alarma aumentó. Nunca me había visto como heredera de nada, mucho menos del trono de España. Mi hermano siempre había sido el que gobernaría, y después de él, sus hijos. Aunque mis hermanas y yo habíamos recibido una educación ejemplar, ya que mi madre no creía que una mujer debiera renunciar a las ventajas de la educación, nuestro último papel era el de reinas consortes de nuestros reales esposos. Me habían educado para ser una persona instruida, pero no demasiado; era capaz de conversar de muchos temas pero no era experta en ninguno, lo justo para ser decorosa y hábil, y siempre discreta.

A ninguna de nosotras nos habían enseñado a gobernar.

Miré a Felipe. Me sonrió con cautela.

—Estamos pensando en el futuro de España, Juana. Tus padres no llevan mucho tiempo en sus tronos. Tú misma me has hablado de los problemas a los que se enfrentan. La muerte de tu hermano podría provocar malestar entre los nobles, y si Aragón no se aviene a reconocer a tu hermana como heredera, ¡quién sabe lo que puede ocurrir!

Entrelacé las manos sobre mi vientre. Lamenté no sentir a mi hijo todavía. Necesitaba recordar la reciente felicidad que había sentido y que esta conversación se hubiera desvanecido de un plumazo.

Como si lo hubiera entendido, Besançon se levantó.

—Con el permiso de sus altezas, me retiraré ahora.

Felipe asintió con un gesto. No miré al arzobispo mientras se marchaba con paso torpe. En el momento en que oí que se cerraba la puerta, levanté la mirada y la clavé en Felipe. Me contempló durante un instante. Luego, se arrodilló delante de mí y tomó mis manos entre las suyas.

—La amenaza de Francia es real. Nadie sabe lo que pretende Luis, pero durante nuestra visita a los estados, tanto Besançon como yo escuchamos rumores de que sus aspiraciones a Nápoles son más agresivas que la de su predecesor. España y Francia siempre han sido enemigas. No necesito decirte lo que supondría una guerra para tus padres y para nosotros.

Asentí, ahora, asustada. Mi padre me había prevenido contra Luis. Me había dicho que el nuevo rey de Francia carecía de escrúpulos y de conciencia. Las arcas de mis padres estaban casi vacías. Un conflicto con una nación tan rica y poderosa como Francia traería el desastre a España, que se había reunificado recientemente bajo el mandato de mis padres y que todavía buscaba afianzarse entre las potencias establecidas de Europa.

—¿Crees…? —Hice un alto antes de tragar saliva—. ¿Crees que declarará la guerra?

—No lo sé. Si lo hace, no avisará con antelación. Pero si soy nombrado sucesor, es posible que se lo piense antes de actuar. No le interesa que nosotros y tus padres nos aliemos contra él.

En cuclillas, Felipe prosiguió:

—Besançon quiere mandar un enviado a Castilla para presentar mi propuesta a tu madre. Me gustaría que le escribieras una carta diciendo que apoyas mis empeños.

—¿Una carta? —Titubeé, dejando escapar una tensa sonrisa—. No conoces a mi madre. El cuerpo de mi hermano aún no se ha enfriado en su tumba. Juzgará que hemos escogido el momento más inoportuno.

—Tu hermano murió hace casi seis meses. Tu madre es una reina. Lo entenderá.

Adivinaba la mano de Besançon en todo aquello, manipulando a Felipe para hacerle creer que semejante idea era posible.

—Que así sea —dije cuidadosamente—. Pero sigo pensando que lo tomará como un insulto. No tienes sangre española. ¿Cómo podría nombrarte heredero aunque lo desease? Sus Cortes y las de mi padre se opondrán.

Felipe frunció el ceño.

—Esto no tiene nada que ver con la legislación. Se trata de mis derechos reales.

Reprimí un suspiro de impaciencia.

—Felipe, en España, las Cortes representan la nobleza y los intereses del pueblo. Antes de que podamos reclamar legalmente nuestros tronos, primero deben investirnos. Es una formalidad, sí, pero siempre han mantenido que España debe tener un rey que haya nacido en España.

—¿Y vamos a dejar que dicten las órdenes los nobles y los comerciantes? —murmuró. Y con una sonrisa forzada, añadió—: No pido ser rey. Sólo quiero que mi nombre entre en la línea de sucesión como salvaguarda, y el título de infante. Cuando nazca nuestro hijo, él podrá asumir ese derecho. Comparte la sangre de ambos. ¿Puede heredar, no?

—Felipe, nuestro hijo no ha nacido todavía. Podría ser una niña.

—No lo será.

Se inclinó hacia mí.

—¿Escribirás esa carta? Necesito tu ayuda.

¿Qué otra cosa podía hacer? Si a pesar de todo enviaba ese despacho, una misiva que la acompañara escrita por mí suavizaría la desfachatez y tal vez abriría el camino hacia un compromiso.

Me besó en la mejilla.

—Y ahora quiero que te olvides de este asunto. Escribe esa carta y deja el resto a Besançon. Recuerda que tienes un hijo del que ocuparte.

Su convicción me preocupaba sólo un poco menos que el anuncio de que dejaría nuestros asuntos en manos del arzobispo. No podía evitar el temer una desagradable sorpresa. Conocía a mi madre. No descansaría hasta que Castilla y Aragón nombraran heredera a Isabel. Y no aceptaría de buen grado ninguna propuesta que sugiriese lo contrario, fuera cual fuese su objetivo.

Después de cenar juntos regresé a mis habitaciones, preguntándome cómo explicaría mi dilema en una carta. Debía a Felipe mi lealtad como su esposa, y él deseaba ampliar su apoyo. Mi madre me había aleccionado, para ser exactos, mandado, defender los derechos de España por encima de todo, pero nunca me explicó que a veces estas situaciones no eran tan claras como parecían. Sin embargo, sentada ante mi mesa con la pluma en la mano y una hoja de papel en blanco delante, podía imaginarme la ansiedad de mis padres ante la ambición de Luis y su terrible dolor por la muerte de Juan. Felipe tenía razón. Todo aquello por lo que habían luchado ahora pendía de un hilo. Sin un heredero varón, Castilla y Aragón podían separarse, caer presas de la avaricia de la nobleza. Tal vez mi padre y mi madre ya hubieran pensado en ello. Tal vez acogerían bien la propuesta de Felipe. Y si yo esperaba un varón, como tantos creían, llevaría mi sangre. El legado de mis padres sobreviviría a través de él.

Suspiré mientras miraba mi vientre y cogí la pluma. Mojé su punta afilada en el tintero y empecé a escribir.

El verano dio paso al otoño y me ocupé con los preparativos del nacimiento de mi hijo. La cámara elegida para mí era espléndida. La cama estaba tapizada con las telas más finas y los tapices procedían de Brujas y habían sido tejidos especialmente para la ocasión. Me entretuve durante horas en mis aposentos, inspeccionando muestras de tejidos enviados por los burgueses, deseosos de conseguir mis favores para sus mercancías.

—Ya que las ventanas deben permanecer cerradas, ¿no creéis que ese satén de color melocotón para las cortinas —dije señalando la muestra que sostenía Beatriz— iluminaría un poco más la cámara?

Fruncí el ceño.

—Todo esto me resulta tan primitivo. ¿Por qué debo dar a luz como si fuera un oso en una cueva?

Beatriz puso los ojos en blanco en señal de simpatía y se inclinó para coger una muestra de terciopelo verde del montón que había a sus pies.

—¿Y éste? Quedaría adorable con el cobertor de satén ámbar.

Asentí.

—Sí. Pediremos diez metros y…

Levanté la vista al oír un ruido en la antecámara. La puerta se abrió. Besançon entró con tal ímpetu que la ropa se arremolinó a su alrededor.

—Dejadnos —dijo a Beatriz—. Deseo hablar a solas con su alteza.

Beatriz me miró. Asentí con un gesto.

No podía creer que se atreviese a irrumpir en mis habitaciones sin ser anunciado. Era la primera vez que estábamos solos. Viéndolo ahora, en toda su exagerada gloria, me despertaba deseos de reprenderle seriamente por todo lo que había hecho. No lo hice porque confiaba en que Felipe no tardaría en llegar. Cuando mi esposo no apareció, dije fríamente:

—¿Y bien, monseñor? ¿Cuál es el significado de esta intrusión?

Me devolvió la mirada en absoluto silencio. Podía ver que estaba enfadado. Sus mejillas, de por sí coloradas, estaban aún más rojas, dándole un aire de jabalí demasiado asado.

—Hemos recibido la respuesta de su majestad, vuestra madre, a nuestra propuesta —dijo.

Sacó un pergamino doblado de su bolsillo y lo depositó en mi regazo.

—Sugiero que vuestra alteza lo lea y vea la alta estima en que su majestad nos tiene.

No toqué el papel. Adivinaba lo que decía.

—Tal vez deberíais decírmelo vos —repliqué—, dado que, según parece, habéis venido aquí con ese propósito.

—Muy bien. Nos informa de que su alteza, como esposo vuestro, no tiene derechos legales en España y supone que hemos padecido un desafortunado fallo de juicio. Nos ordena que respetemos la decisión de sus Cortes de declarar al hijo de vuestra hermana Isabel como heredero.

Me enderecé.

—¿El hijo de Isabel? ¿Mi hermana está embarazada?

—Así es, de siete meses. Sus comadronas han asegurado a vuestros padres que la criatura es un varón. Será nombrado heredero de Castilla y Aragón. Un giro interesante, ¿verdad? El hijo de vuestra hermana será rey no sólo de España, sino también de Portugal. Ahora el gran reino no caerá bajo el yugo de su vecino, sino todo lo contrario. Creo que su majestad se ha propuesto crear un imperio.

Estrujé el pergamino. Apreté los dientes para reprimir el deseo de comunicarle que no era digno ni de limpiar las botas de montar de su majestad.

—Su alteza no parece sorprendida —le oí decir.

Sostuve su mirada.

—Por supuesto que lo estoy. No tenía idea de que Isabel estaba encinta.

—Pero estáis aliviada. Nunca quisisteis que su alteza fuera heredero. Lo dejasteis bien claro.

—Y vos, monseñor, deberías tener cuidado porque parecéis olvidar con quién estáis hablando.

Apoyé las manos en los brazos de la silla y me levanté:

—Si eso es todo, por favor, decidle a mi esposo que deseo verlo.

Besançon me contempló.

—Su alteza se siente muy agraviado por este asunto y ha salido a dar un paseo a caballo.

Pese a mis esfuerzos de conservar la calma, mi voz sonó nerviosa.

—Entonces le informaréis, allá donde se encuentre, de que yo también me siento agraviada pero que no soy culpable de lo sucedido. No le pedí a mi madre que rehusara esta propuesta ni fue idea mía presentarla ante ella.

—Ah, sí —dijo para mi incredulidad—. Y sin embargo vuestra alteza representa a España en Flandes, y por lo tanto, debéis comprender que, al negarnos esta petición, España ha insultado a Flandes.

—¿Negarnos? —Enfadada, di un paso hacia él—. Ese plural, monseñor, sólo nos atañe a mi esposo y a mí. Y no lo he insultado. Nunca lo insultaría como vos me insultasteis a mí y a él mismo, tratando a mis damas como lo hicisteis.

Sus ojos eran como fragmentos de hielo.

—Olvidáis que fui yo quien os elegí. Su alteza podría haber elegido otra esposa si yo me hubiese empeñado en ello.

Yo temblaba como una hoja y deseaba ardientemente golpearle la cara con el pergamino que sostenía en la mano.

—En el momento en que mi esposo regrese, le hablaré de vuestro atrevimiento. No contáis con su favor tanto como para que se ponga de vuestro lado en lugar del mío. Por si acaso lo olvidáis, soy yo quien le dará un heredero, no vos.

Hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y miró por encima de su carnoso hombro.

—Os sugiero que reconsideréis poner a prueba la paciencia de su alteza —dijo con tono cantarín como si acabáramos de discutir sobre el almidonado de la ropa blanca—. No está acostumbrado a que nadie le interrogue sobre sus acciones, mucho menos su esposa o su madre. Podría tomarse a mal que en vuestro celo por defender España, aparentemente ignorarais el hecho de que él también es un monarca con un reino propio que considerar.

Cogí aire.

—Esto no quedará así. Tenéis mi palabra como infanta de Castilla.

Él inclinó la cabeza.

—Ofrecimos nuestra ayuda a España en momentos de dificultad. Visto que no ha sido valorada en su justa medida, que así sea. Flandes se verá obligada a elegir, y elegir es lo que haremos.

Antes de que pudiera reaccionar a su implícita amenaza, abrió la puerta de mis aposentos.

—Os deseo una agradable velada —dijo y se marchó.

Me mordí el labio. Abrí la carta de mi madre y me obligué a leerla, palabra por palabra. Fue como si se encontrase en la habitación conmigo, su presencia tan inmutable como la de una roca. Tenía el tono que esperaba, de reprimenda matriarcal a un príncipe que ha traspasado los límites. El tratamiento prepotente me provocó deseos de hacer trizas la carta, incluso cuando sabía que sólo había hecho lo que Besançon la había incitado a hacer.

Beatriz entró en la cámara. Su palidez indicaba que lo había oído todo.

—Princesa, ¿puedo ayudaros? Asentí.

—Sí. Id e intentad averiguar cuándo tiene previsto volver Felipe.

Cuando salió doblé la carta hasta formar un cuadrado perfecto, la deposité en la mesa y me acerqué a la ventana. Afuera, el día había empezado a declinar. Los últimos rayos de sol arrancaban reflejos dorados del Nethe, de los setos y parterres de los jardines. No era tan ingenua como para no saber que Felipe sabría primero de nuestro altercado a través de Besançon, pero aun así vendría a mí. Y cuando lo hiciera le pediría que mandase a ese odioso hombre lejos. No podía seguir viviendo bajo el mismo techo que él. Tenía que irse, aunque sólo fuera por la salud de nuestro futuro hijo.

Beatriz regresó con la noticia de que Felipe había salido a dar un paseo a caballo, pero acompañado sólo de un pequeño séquito, y se esperaba que regresara al anochecer. Aguardé el resto de la tarde, mientras mis damas se afanaban en distraerme. Soraya y Beatriz me sirvieron la cena pero apenas probé bocado. A cada rato me parecía oír pasos al otro lado de la puerta. Envié a Beatriz a investigar y me informó de que Felipe acababa de regresar y se había dirigido a sus aposentos.

—Habrá ido a cambiarse de ropa —dije.

Recogí el bastidor que había abandonado y reanudé el bordado mientras esperaba su llegada. El reloj mecánico situado encima de la chimenea dio cada hora con insoportable lentitud. Cuando tocaron las doce comprendí que no tenía intención de verme esa noche. Era la primera vez que no pasábamos la noche juntos estando en el mismo palacio, y mientras mis mujeres apagaban las velas y se retiraban a sus camastros, me dirigí impaciente a mi lecho con los pensamientos dando vueltas como si fueran un remolino.

Empecé a imaginarme lo peor. Las palabras de Besançon se repetían una y otra vez en mi cabeza. La opción que había mencionado sólo podía significar que Felipe se pusiese del lado de Francia, que estableciese una alianza con el enemigo de España para herir a mis padres y doblegarlos a su voluntad, causándome un sinnúmero de problemas.

Apreté los puños. Tenía que poner fin a esto antes de que el asunto llegara más lejos. Iría a hablar con Felipe. No permitiría que Besançon empañara nuestro amor con sus tretas.

Me puse una bata y unas zapatillas de tacón bajo. Doña Ana dormía en una habitación separada, y mientras pasaba de puntillas por delante de mis damas, hice un gesto a la siempre alerta Beatriz para que se quedara donde estaba.

Con pies ligeros, recorrí el oscuro palacio. Sólo me crucé con algún perro extraviado, con un cortesano roncando en una habitación y los centinelas de noche.

Me detuve al llegar a la puerta de sus aposentos. Las velas de la pequeña cámara de guardia estaban apagadas. En la chimenea sólo quedaban rescoldos. No había rastro del paje que normalmente dormía allí, listo para atender el menor deseo de Felipe durante la noche.

Sentí alivio. Dejaría que Felipe expresara sus frustraciones mientras le escuchaba pacientemente, sabiendo que no había nadie en la antecámara que pudiera recordar sus palabras. No tenía la menor duda de que ganaría. El arzobispo, con toda su astucia, no podía competir con una esposa ansiosa y visiblemente embarazada.

La puerta de su cámara estaba entornada. La luz de las velas parpadeaba dentro. Sentí un amago de pena. Él también estaba despierto, seguramente incapaz de dormir, afligido como yo, inseguro de cómo…

Oí un estallido de risa contenida. Miré por encima del hombro. ¿Acaso estaba el paje allí, acompañado de alguien y en algún rincón? Se oyó otra carcajada, esta vez, seguida de una voz inconfundible.

—Guarda silencio, muchacha. Despertarás a todo el palacio.

Me quedé paralizada. El tiempo pareció detenerse. Puse la mano sobre el pasador de la puerta sin saber qué hacer. La empujé y se abrió sin esfuerzo.

Delante de mis ojos se hallaba el lecho. Las cortinas de brocado azules con hilos de plata estaban descorridas. Tuve la furtiva impresión de sábanas blancas arrugadas antes de que mi mirada se posara en el suelo. Había ropa desparramada encima de unos juncos pisoteados. Mi mirada se detuvo en el zapato femenino, de satén blanco, tumbado. Todos los sonidos se desvanecieron. Alcé la mirada muy despacio, con una creciente y horrorizada incredulidad, mientras sentía como si todo mi cuerpo se hubiera convertido en un bloque de hielo.

Un candelabro situado encima del aparador envolvía el lecho en una semipenumbra, rota por las fugaces apariciones de piel desnuda. Unos muslos carnosos entrelazados alrededor de las caderas masculinas se balanceaban en el aire con los dedos de los pies, con las uñas pintadas de rojo, crispados hacia arriba. Vi doblarse los finos y flexibles músculos de las nalgas de Felipe, la tensión de su espalda cuando aumentaba el ritmo, hundiéndose en la criatura que yacía debajo de él.

Los sonidos me envolvieron con una enfermiza velocidad. Escuché los gemidos, los lloriqueos, el golpeteo de la carne contra la carne, y la voz de una mujer que repetía sin cesar:

Oui, mon coeur, oui, oui, oui

Felipe se arqueó, emitió un gruñido ronco que yo conocía muy bien, luego se estremeció y se desplomó. Las caderas blancas que yacían bajo su espléndido cuerpo se desparramaron sobre el colchón. La mujer, medio oculta entre las almohadas apiñadas contra el cabezal de la cama, soltó una carcajada que sacudió sus grandes senos veteados de venillas azules, mientras se retiraba de la cara mechones enredados de rubísimos cabellos y se sentaba recta.

Sus ojos volaron hasta mí. De su garganta escapó un sonoro grito ahogado.

Mon Dieu!

Felipe se rió.

—¿Qué pasa ahora? ¿No has tenido bastante, putilla viciosa?

Miró a su alrededor. Yo tenía la mirada fija en él, en su miembro, todavía erecto y húmedo. Las lágrimas pugnaban por escapar de las comisuras de mis ojos.

—¡Oh, Dios mío! —susurré, y a ciegas me di la vuelta y me dirigí hacia la antecámara.

Detrás de mí se produjo una cierta agitación. La orden brusca de Felipe «lárgate», el golpe de unos pies desnudos contra el suelo. Me llevé el puño a la boca para reprimir un gemido de dolor y pena cuando la mujer pasó por mi lado apresuradamente, encorvada sobre las ropas y las zapatillas blancas que apretaba contra su pecho.

No sabía quién era. Podría haber pasado por delante de ella cientos de veces en los pasillos o los salones y no saber nunca que se había acostado con mi esposo.

A continuación oí que Felipe se acercaba y me di la vuelta. Se había puesto una bata escarlata.

—Mi infanta, yo…

Parecía escarmentado, como un muchacho que se hubiera comportado mal.

—¿Cómo? ¿Cómo has podido? —me oí decir en un tono lastimero y angustiado, ajeno a mí—. ¿Cómo has podido hacerme esto?

—No era mi intención hacerte daño —murmuró.

No intentó cogerme. Las manos, torpes, colgaban inmóviles a lo largo del cuerpo. Me pregunté si sus dedos olerían a ella.

—Sólo trataba de divertirme un poco. No significa nada.

—¿Nada? —susurré, sin contener las lágrimas—. ¿Llamas nada a haberme traicionado?

—¿Traicionarte?

Por un momento, pareció desconcertado.

—¿Cómo? ¿Por ella? Te acabo de decir que no es nada. Un pasatiempo. Ha habido docenas como…

Se detuvo, alarmado.

—¿Has hecho esto antes? —repetí, y un sollozo apagó mi voz.

—No, no.

De repente, hizo el ademán de acercar su mano a mí como si tratara de tranquilizarme. Estremeciéndome, retrocedí.

—Lo juro. No, desde que nos casamos —añadió apresuradamente—. Por favor, Juana, te lo prometo.

Quería creerle. La traición que sentía era tan insoportable, tan impensable que sólo quería que desapareciese, que sus caricias me ayudasen a olvidar el abrasador recuerdo de su cuerpo dejando su semilla en otra.

Pero no lo hice porque sabía que nunca lo olvidaría. Algo precioso e irreparable se había roto dentro de mí.

—Debo irme —dije, y me encaminé hacia la puerta caminando con pesadez.

Me cogió del brazo, sin apretar, pero con la fuerza suficiente para detenerme.

—¿Adónde vas? —dijo. Vislumbré un parpadeo de impaciencia en su mirada.

—Lejos —contesté, soltándome—. A cualquier parte lejos de aquí.

—¿Qué? ¡Esto es ridículo! Todos los maridos lo hacen, Juana. Cuando su esposa espera un hijo, buscan alivio en otra parte. No tiene importancia.

Sentí que mi corazón daba un vuelco. Era un extraño. Había cometido un terrible error. Me había casado con un hombre al que no conocía. Me invadió una rabia profunda.

—¿Es eso lo que te dice Besançon? —dije con los dientes apretados—. ¿Que no importa? ¿Que puedes hacer lo que desees porque estoy preñada? ¡Pues bien, importa! ¡A mí me importa! Soy tu esposa. ¡Y te quería!

—Estaba enfadado —me espetó—. ¡Por Dios! Estaba enfadado y herido. Tu madre me ha insultado. Me ha negado mis derechos como consorte y me ha regañado como si fuera un mocoso. No quería que te enteraras. Si hubieras permanecido en tus aposentos, nunca te habrías enterado.

—Sí —murmuré—, nunca me habría enterado. Y nunca me lo habrías dicho.

Volví a dar media vuelta y me dirigí a la puerta.

—Juana, por favor, vuelve aquí para que hablemos de esto. No estás siendo razonable.

Salí al pasillo y me detuve. Miré a mi alrededor como si nunca antes hubiera estado allí. Él seguía en la puerta, su silueta recortada contra las sombras que proyectaba el candelabro que tenía detrás. No podía ver su cara.

Eché a correr, llena de desesperación. No sabía adónde iba, sólo que cuando llegué a mis habitaciones debía de dar miedo. Tenía el cabello alborotado, los pies descalzos y manchados de la tierra de los pasillos, las zapatillas perdidas en alguna parte.

Beatriz y las otras mujeres estaban despiertas, esperándome. Se quedaron boquiabiertas al verme.

—Haced el equipaje —grité—. Nos vamos ahora mismo.