Capítulo 22

—Princesa, princesa, ya están aquí. Os esperan en la cámara contigua.

Estaba arrodillada en el reclinatorio. Hacía días que no hablaba. No había llorado ni me había desmoronado.

Cuando Beatriz, con los ojos llenos de lágrimas, me entregó la carta de mi padre, una breve aunque tierna misiva que prometía enviarme más noticias mediante una embajada, fui a mi cámara y cerré la puerta. Allí, en la oscuridad, recé para que el alma de mi madre se elevara lejos de este mundo.

—Adelante, madre —susurré—, no mires atrás.

Los guardias que vigilaban la entrada de mis aposentos fueron retirados, restableciendo el espejismo de libertad. Felipe vino a verme. Aunque la noticia del fallecimiento de mi madre había sumido a buena parte de Europa en el luto, pues ella, como mínimo, se había ganado el respeto de todos los soberanos, apareció tambaleándose y medio borracho. Rígida en mi lecho, escuché cómo avanzaba a tientas en la oscuridad, el grito ahogado de Beatriz cuando la despertó de un empellón a su carriola, el crujir de ropas al despojarse de ellas y el tanteo de las sábanas. Ordenó a Beatriz que se retirase.

Cuando sentí sus manos en mis caderas, levantando mi camisón y separando mis piernas, lo único que pude hacer fue no gritar de rabia y asco. Ahora odiaba su roce, el olor y el contacto de su piel, cuando en el pasado había sido lo único que deseaba. Pero ahora no podía detenerlo. Volvería a violarme si me resistía, y no le daría esa satisfacción. Todas las noches acudía a mi lecho y yo cerraba los ojos, huyendo de mi cuerpo cuando se hundía dentro de él. Después de correrse, se levantaba y se iba, caminando despacio, orgullosamente, y yo me levantaba del lecho para restregarme, deseando que doña Ana estuviera conmigo, porque ella seguro que conocía el secreto de algunas hierbas para evitar la preñez.

Por supuesto, sus visitas nocturnas eran intencionadas. No tenía la menor duda de que don Manuel lo había aconsejado. Querían que me quedara encinta, porque de esa manera sería más vulnerable a lo que planearan para mí. De hecho, don Manuel tenía la osadía de visitarme durante el día, claramente, para preguntar si necesitaba alguna cosa en aquellos momentos de dolor, mientras me observaba a la busca de cualquier signo de palidez o de náuseas.

Ignoré sus halagos mirando por encima de él. Aunque los guardias hubieran desaparecido, la prisión continuaba y era más efectiva que cualquier puerta cerrada con cerrojo.

Ya sabía que estaba embarazada.

Todos los días me levantaba al amanecer, me forzaba a ingerir los alimentos que Beatriz me había traído y me arrodillaba en el reclinatorio, donde permanecía hasta el anochecer, sola e inmóvil.

En aquellas horas de soledad revivía el pasado. Veía a la niña inocente absorta en los murciélagos y recordaba cómo mi madre me parecía un ser casi divino, tan distante que nunca podría ofrecerle algo tan falible como el amor. Viajé de nuevo a Flandes, Francia y de regreso a España. Estuve de pie en el muelle de Laredo y sentí la reconciliación de una despedida final. No derramé ni una lágrima.

Entonces, Beatriz se acercó a mí.

—Princesa, os traen nuevas de su majestad, vuestro padre.

Padre.

Me volví para mirarla.

—¿Es la embajada de mi padre?

Asintió.

—Su alteza se ha reunido con ellos antes de partir a un encuentro con sus estados. A uno de ellos se le ha concedido permiso para veros.

Se detuvo.

—Se trata de don Lope. ¿Le recibiréis?

Don Lope, el secretario de mi madre a quien había visto por última vez en la Mota. ¿Por qué estaba allí?

Me levanté. Tenía las piernas entumecidas. Al pasar por delante del espejo evité mirarme. Me dirigí a mi cámara principal y me senté en mi silla tapizada. Me cubrí el rostro con un velo. Las cortinas de las ventanas estaban corridas y llenaban la habitación de sombras.

Don Lope entró acompañado de don Manuel. Se me encogió el corazón al ver lo mucho que había envejecido el secretario de mi madre, encorvado como si sostuviera el peso de alguna pena interna. Recordando las severas palabras que le había dirigido en España, lo saludé con un gesto vacilante.

—Vuesa merced —dije dirigiéndome a él—, llegáis en una hora terrible pero me alegro de veros.

Inclinó la cabeza.

—Vuestra majestad —dijo, sobresaltándome—. Vuestra majestad, os doy mi más sincero pésame.

Tragué saliva con la mirada en don Manuel. Tenía los ojos fijos en mí, y una sonrisa petulante rondaba detrás de sus gruesos labios. Esa criatura, propiedad de mi esposo, disfrutaba con la farsa.

—Os lo ruego —repuse suavemente—, no os dirijáis así a mí. Sigo siendo vuestra princesa, dado que no he sido investida por las Cortes y por lo tanto no puedo recibir el tratamiento dado a mi difunta madre.

Esto borró la sonrisa de deleite del rostro del odioso embajador.

—Disculpadme —repuso Lope—, no es mi deseo afligiros más, princesa.

Experimenté una sensación de repentino peligro.

—No lo hacéis. Por difícil que me resulta la pérdida de mi madre, tengo toda la intención de cumplir con mis obligaciones. Tengo entendido que traéis nuevas de mi padre.

—Sí, por supuesto.

Don Lope introdujo la mano en su jubón y sacó una pequeña caja de terciopelo. En aquel instante recordé que mi madre le había confiado el codicilo. Ésa debía de ser la razón por la que mi padre le había enviado. Mi padre sabía que no me traicionaría.

Don Lope se arrodilló a mis pies y elevó la caja hasta mí.

—Alteza, las Cortes de Toledo y su majestad el rey Fernando me han ordenado que os entregue el anillo con el sello oficial de Castilla. Ruegan que os apresuréis a regresar a España para que podáis ser investida y coronada reina soberana.

Su declaración tuvo un ahogado impacto. Al coger la caja y abrirla, reconocí el anillo con el rubí quebrado que había visto por última vez en la mano de mi madre. Un nudo me atenazó la garganta. Inmóvil en lo que parecía una eternidad, contemplé fijamente la gema sin brillo con la apagada insignia de un castillo y una corona, los símbolos de Castilla, que no habían abandonado la mano de mi madre desde el día de su coronación. Lentamente lo saqué de su envoltorio y lo deslicé en el dedo índice de mi mano derecha, cuya vena, se decía, corría directamente hasta el corazón.

Levanté los ojos para mirar a don Manuel. No se había movido de su posición, a corta distancia, como si buscase dar una apariencia de respetuosa intimidad. Su rostro era inescrutable. Tenía en mi poder el anillo de mi madre. Mi padre me había llamado. ¿Qué podría hacer ahora? ¿Qué le diría a Felipe que hiciera?

Volví la mirada hacia don Lope. Sus cansados ojos castaños permanecían fijos en mí. Había algo más que necesitaba decir, algo que no se atrevía a decir en voz alta.

—No deseo cansaros —añadió—. Sólo he venido a entregar a vuestra alteza el anillo y a deciros que si necesitáis de mis servicios, me encuentro a vuestra entera disposición.

El leve énfasis que puso en la palabra «servicios» pareció pasar inadvertido para don Manuel. El embajador había bajado los ojos y ahora se miraba las uñas con obvio aburrimiento. Me alivió notar que, en su arrogante modelo de urbanidad, era obvio que no pensaba que aquel anciano secretario y su arcaica ceremonia representaran alguna amenaza real.

—Me gustaría dictaros algunas cartas para los servidores de mi madre, dado que la atendieron durante años y comparten mi dolor —dije.

—Será un honor —repuso don Lope y se volvió hacia don Manuel—. Su alteza requiere mis servicios como secretario, señor. ¿Dais vuestra aprobación?

Vi que don Manuel vacilaba. Su mirada saltaba de don Lope a mí. El velo le impedía adivinar mi expresión, pero yo confiaba en que viera una imagen patética: la de una mujer que recientemente había sido encerrada en sus aposentos sin nadie de importancia para socorrerla. Traidor renegado como era, también era español y como tal debía fingir un mínimo de respeto hacia mí, al menos en presencia del secretario. Yo, después de todo, era su reina.

Aproveché su momentánea indecisión para hacer un gesto a Beatriz, que esperaba de pie en un rincón.

—Mi dama os servirá un refresco en la antecámara si deseáis esperar, señor. Me temo que las cartas nos ocuparán un tiempo.

Don Manuel me miró con dureza. Entonces, lanzando una mirada airada, hizo una breve reverencia y se retiró a la antecámara. En cuanto Beatriz cerró la puerta, me confié a don Lope:

—El embajador no es de fiar. Defiende los intereses de mi esposo.

Miró por encima del hombro y se acercó a mí.

—Estoy al tanto. Desde la muerte de vuestra madre no ha dejado de conspirar para situar a vuestro esposo por encima de vos.

Lo miré con fijeza.

—¿Por encima de mí?

—Sí. Su alteza se ha autoproclamado nuevo rey de Castilla y heredero de Aragón.

Sentí un nudo en el estómago.

—Ya veo. ¿Y qué tiene que decir mi padre al respecto?

—Su majestad está muy perturbado. Está haciendo todo lo posible para proteger vuestro trono.

—Sin embargo, mi madre lo nombró gobernador de Castilla. Por mucho que mi esposo se autoproclame, sin mí y sin el beneplácito de las Cortes, Felipe no es nada en España.

—Señora, las cosas no son como deberían ser.

Hizo un alto, mirándome. Comprendí que no había olvidado mi furia en la Mota.

—Debo suplicar a vuestra alteza que mantenga la calma. Os traigo noticias… perturbadoras.

Mis manos se crisparon sobre mi regazo.

—Proseguid.

En voz baja me relató lo sucedido los días posteriores a mi partida de España, cuando mi madre regresó a Madrigal con mi hijo. Temía por mi seguridad, dijo don Lope, y su ansiedad agravó su estado. Mientras se entregaba a los dolorosos preparativos de su muerte, estipulando que su cuerpo debía ser enterrado en la catedral de Granada, escenario de su mayor victoria, recibió una carta de Felipe y don Manuel contándole todo lo que había sucedido desde mi regreso a Flandes, incluida mi agresión a la cortesana de mi esposo y la reclusión en mis aposentos.

—Afirmaron que vuestra alteza estaba muy enferma y que había perdido la razón hasta tal grado que era dudoso que nunca llegarais a estar lista para gobernar. Pidieron a su majestad que alterara la sucesión a favor de Carlos y que hasta su mayoría de edad fuera su alteza quien gobernara en su lugar. Como podéis imaginar, la misiva hirió profundamente a su majestad.

Lo sospechaba. Desde el momento en que lo conocí, había presentido la corrupción en don Manuel. Con su experto conocimiento de la intriga palaciega, unido a sus ambiciones de cortesano de toda una vida, había adivinado las debilidades de carácter de mi esposo y había ocupado, hábilmente, el papel de su antecesor muerto. Sin embargo, que se las hubiera ingeniado con tanta malicia y crueldad para llenar de inquietud los últimos días de vida de mi madre hacía hervir de cólera mi sangre.

—¿Y creyó lo que decían?

—No. Pero no fue la única que recibió la carta. Don Manuel envió copias a las Cortes y a miembros elegidos de la nobleza, entre ellos al marqués de Villena, que apenas necesita excusas para cometer traición. Solicitó audiencia con su majestad para discutir una sucesión alternativa, pero su majestad se la negó. Para entonces, su muerte estaba próxima.

Se detuvo. Al comprobar que yo no decía nada, prosiguió.

—Después de la muerte de su majestad, el rey tuvo que asumir su carga. Meditó largo tiempo antes de tomar una decisión. Villena seguía solicitando audiencia, pero su majestad, lo mismo que la reina antes que él, sabía muy bien quién había inducido a vuestro esposo a actuar de esa manera. El rey Fernando no guarda ningún afecto hacia vuestro embajador. Don Manuel nunca ha tenido un comportamiento ejemplar. De hecho, jugó un papel decisivo desbaratando la petición de ayuda contra los franceses que Aragón hizo al emperador, y tiene fama de corrupto. Pero su majestad llegó a la conclusión de que debía permitir a los grandes que ventilaran sus preocupaciones. Nunca, ni por un instante, pensó que tuvieran razones para ello, pero el asunto requería una solución y no se le ocurrió ninguna otra.

Permanecí absolutamente silenciosa durante un rato. Luego dije en voz baja:

—¿Me estáis diciendo que las Cortes y los nobles de Castilla creen que estoy loca?

Mientras hablaba pensaba en el almirante. ¿Le habían llegado estas mentiras?

—Eso me temo —respondió don Lope—. Debéis comprender que el rey Fernando no tiene otra opción. La situación en España bordea la catástrofe. Don Manuel ha enviado a sus aduladores por toda España para sobornar a los nobles, muchos de los cuales desertan para unirse a la causa de vuestro esposo, que les ha prometido restablecer las tierras y los privilegios de los que fueron privados hace años por sus majestades. Algunos grandes han ido incluso más lejos y han enviado una petición a las Cortes rogando a vuestro padre que renuncie a todos sus derechos en Castilla.

Me aferré a los brazos de mi silla, como si quisiera asegurar mi sitio.

—La voluntad de mi madre era que mi padre gobernase en mi lugar hasta que yo reclamase el trono. ¡Es su esposo!

—Es lógico que si vuestra majestad está incapacitada para gobernar, se cuestionen entonces las voluntades de su majestad. Y a decir verdad, el rey no tiene derechos legales para acceder a la posición que ocupaba como consorte de su majestad. Tras la muerte de vuestra madre, sólo es rey de Aragón.

Me esforcé en permanecer sentada. En mi mente volvieron a rondarme las palabras que había dicho mi madre acerca del hombre que se había convertido en enemigo: «Su falta de estatus lo encona. Lo que yo hice con Fernando, lo que él aceptó de mí, es posible que Felipe no lo acepte tan fácilmente de ti».

—Quieren destruir a mi padre —dije en voz alta—. Don Manuel y Felipe utilizarán el odio que la nobleza profesa a mi padre para arrebatarle el trono.

—Sí —repitió Lope—. Pero hay algo que ni su majestad ni don Manuel anticiparon, el codicilo de su majestad. ¡Que Dios se apiade de su alma! Temía que ocurriera algo así y preparó un codicilo que adjuntó a su última voluntad. En él estipula que hasta que las Cortes no os nombren reina, el archiduque Felipe no tiene derecho legítimo a ningún título o rentas en España. En el caso de que vuestra alteza, por la razón que fuere, renunciara a gobernar, sería vuestro padre, el rey Fernando, y no el archiduque, quien ocuparía el trono como regente hasta que vuestro hijo Carlos alcanzara la mayoría de edad. Su majestad podría utilizar este codicilo si surge la necesidad.

Mis latidos resonaban en mis oídos. Lo había hecho. Mi madre había preservado mi camino al trono. Se había asegurado de que perdurara la sangre de su sangre y el inviolable derecho de sus herederos a su sucesión. Tenía algo con lo que luchar. Tenía algo por lo que luchar.

—¿Y mi padre puede presentar ese codicilo ante las Cortes antes de que Felipe…?

De repente me abandonó la compostura. No podía encontrar el aire para pronunciar las temidas palabras en voz alta.

Don Lope asintió.

—Puede. De momento ha convencido a las Cortes de que es probable que sufráis una dolencia temporal ocasionada por la pérdida de vuestra madre. A cambio han accedido a apoyar su regencia hasta que se pueda dictaminar con seguridad vuestro verdadero estado. Por eso me encuentro aquí. Oficialmente os traigo un llamado, pero también he recibido órdenes de llevaros a España lo antes posible.

Me quedé inmóvil. Como si leyera la inquietud en mi rostro, añadió con suavidad:

—El pasado es el pasado, princesa. Su majestad os creía capaz de ser reina. Nunca me atrevería a cuestionar su sabiduría. Pero vuestro esposo es otra cosa. Me temo que en él tenéis un enemigo mortal.

—Lo sé —respondí con un susurro.

Volvió a mirar por encima del hombro.

—Su majestad se aseguró de que vuestro esposo nunca pudiera usurpar legalmente vuestro trono. Sólo si abdicáis de forma voluntaria la sucesión recaerá en vuestros hijos. Pero antes debemos salvar tremendos obstáculos, el principal, cómo llevaros a España. Ahora debo marcharme antes de que don Manuel sospeche. Pero, con vuestro permiso, regresaré mañana para discutir nuestro plan. No debéis temer nada, porque tengo un plan.

Era como si nunca hubiera ocurrido nada raro entre nosotros. Servidor devoto hasta la muerte, don Lope me defendería aunque estuviese realmente loca, dado que eso le había ordenado Isabel de Castilla. Incluso desde su tumba, mi madre seguía ejerciendo su poder.

Me puse en pie.

—Vuesa merced cuenta con mi permiso. Estoy en deuda con vos.

Hizo una reverencia.

—Princesa, la deuda es toda mía, por permitirme que os sirva.

Tan pronto como se hubo ido, entró Beatriz.

—Don Manuel se ha marchado. Dijo entre dientes algo de que un viejo secretario y una loca no eran capaces de causar ningún daño. ¡Cómo odio a ese hombre! Señora, ¿qué os ocurre? Estáis blanca como la cera.

Me volví hacia ella.

—No tendrá Castilla —salté—. No mientras yo viva.

Jamás pronuncié palabra alguna con tanta convicción como aquéllas.