Capítulo 24

Me encontraba en la bahía de Brandenburgo, cuyas aguas bullían como las de un gigantesco caldero, agitadas por los fuertes vientos que hacían que los navíos de nuestra flota, dotada con los mejores y más pesados galeones, se balancearan en las aguas como si fueran corchos dorados. Era el comienzo de la temporada de tormentas invernales y ni los pescadores más experimentados se habían atrevido a hacerse a la mar con semejante tiempo. Pero la furia del invierno no significaba nada para mi esposo, no si se interponía entre él y su mayor ambición.

Sonreí.

Después de enviar mi carta, Felipe no había tenido otro remedio que llegar a un acuerdo con mi padre, después del cual había ordenado un aluvión de preparativos que no tuvo nada que envidiar a la intensidad de las tormentas invernales. Ahora caminaba de un lado a otro, dando grandes zancadas, como si fuera un rey ungido. Gritaba órdenes a diestra y siniestra con don Manuel pisándole los talones, y así me dejaba tranquila para meditar sobre este inesperado giro de los acontecimientos. Ojalá hubiera tenido a don Lope a mi lado, para que me ayudara a descifrar los intrincados lazos por los que me sentía unida a España.

Por supuesto, ya sabía que Felipe no tenía la menor intención de cumplir ninguno de los acuerdos que había establecido con mi padre. Los rompería tan pronto como pudiese. De hecho ya los había roto, al menos en su mente. Si no, ¿por qué había reunido una guardia entera y un cuerpo de mercenarios alemanes? ¿Por qué ese arsenal de ballestas, espadas y lanzas, y esa flota de setenta galeones? No podía haber otra explicación. Mi esposo se preparaba para la guerra.

Yo también. Sólo que no me hacía falta ni un solo soldado para iniciarla.

Felipe se acercó a mí con grandes pasos. Vestía un jubón adornado con brocados color topacio y oro, y una capa ribeteada de piel de marta. Se había ejercitado incansablemente durante semanas, compitiendo en justas, practicando el tiro al arco y la esgrima, perdiendo el exceso de peso y ganando la musculatura que ahora parecía interponerse entre yo y todo lo que me rodeaba.

—Es la hora —dijo, y lanzó una mirada perentoria a mis damas—. Tendrán que viajar con el resto de nuestro séquito. No hay espacio para ellas en el buque insignia.

—Beatriz y Soraya irán donde yo vaya —contesté—. Pueden dormir en mi camarote. Me veo obligada a abandonar a mis hijos. ¿No esperarás que corra con más sacrificios?

Me miró con fijeza. Mis ojos se cruzaron con los suyos, hielo contra hielo. Aunque todavía sentía los restos de tristeza porque nuestro amor de juventud hubiera degenerado en ese peligroso juego de voluntades, ya lo había borrado de mi corazón. Lo miraba como miraría a un extraño.

—Haz lo que te plazca —dijo—, pero apresúrate o marcharé sin ti.

Se fue. Yo lo seguí hasta el bote de remos que nos llevaría a nuestro galeón, si antes no volcaba ahogándonos a todos.

La noche se cerró, envolviendo la costa en la oscuridad.

No miré hacia atrás. Ya había decidido que nunca volvería a Flandes.

Al tercer día, mientras bordeábamos la costa de Bretaña, un pájaro se desplomó del cielo y cayó a mis pies. Me disponía a arrodillarme ante el cuerpo, de abundante plumaje, cuando vi hacer una fervorosa genuflexión a un marinero que se encontraba cerca.

—No, alteza, no lo toquéis. ¡Es un presagio!

Me reí.

—Tonterías. Es un pobre gorrión extraviado.

Levanté a la criatura en mis manos. Apenas conseguía mover sus alas. Una de ellas parecía estar rota. Busqué con la mirada a Beatriz.

El marinero me observó con ojos aterrorizados.

—Ruego a su alteza que lo arroje al mar. Os lo suplico, por amor de Dios, arruinará nuestro viaje.

Me eché a reír y me fui a mi camarote, donde deposité al gorrión sobre mi litera. Después de hundir una copa en el barril de agua fresca situado fuera, le di de beber con gotitas en mis dedos, y le canté suavemente, como si se tratara de un bebé. Lo envolví en mi chal y lo arrullé hasta que se durmió en ese nido improvisado mientras se ponía el sol y el mar susurraba acompañado de los crujidos del galeón y el cimbrear de las velas.

Beatriz vino a comunicarme que todo el barco hablaba de la maldición que había traído la bestia alada. Señalé el diminuto bulto.

—Ahí tenéis a la bestia alada: un simple y agotado gorrión. Ahora id a buscar un plato de caldo caliente. Lo alimentaré hasta que esté lo bastante fuerte para volar.

Mientras hablaba, experimenté una sensación de ternura en mi pecho.

Quizá, después de todo, mi corazón no estaba tan muerto como pensaba.

La noche siguiente estalló la tormenta. Al oeste, el cielo cobró un oscuro tono carmesí, roto por nubarrones negros. Una amenazadora oscuridad envolvió la flota. Se levantaron olas gigantes que devoraban todo lo que encontraban a su paso con sus descomunales fauces. En nuestro camarote, mis damas y yo despejamos el suelo, llevando la mesa y las sillas al rincón más alejado y empujando los arcones contra ellas. Deposité al desvalido gorrión en un cofre perforado en el que guardaba mis escasas joyas, tratando de ponerlo a salvo allí dentro.

Fuera el viento rugía y arrojaba con fuerza una lluvia helada. El galeón empezó a escorar como si caminara sobre ruedas, balanceándose con creciente violencia a medida que el mar se agitaba. Acurrucada contra mis damas, escuché el bramido de las gigantes cas olas al estrellarse contra la barandilla de cubierta y los gritos desesperados de la tripulación que luchaba por librarnos del naufragio.

Entonces se oyó el sonido penetrante de algo que se desgarraba, seguido de gritos de pánico. Enseguida el galeón empezó a escorar. Soraya se lamentaba mientras Beatriz empezó a susurrar oraciones a todos los santos que conocía. Yo, en cambio, empecé a acostumbrarme al movimiento. Era como montar un caballo salvaje, una situación excitante y completamente nueva. Me sentí viva, viva y libre.

El galeón crujió. Lancé una carcajada. Me imaginé ahogada junto a un esposo al que había llegado a odiar y su ridículo séquito. ¡Menudo final!

—¡Vamos! —dije a mis damas—. Saldremos fuera.

—¿Fuera? —repitió Beatriz como si hubiera anunciado que iba a lanzarme desde la proa.

—Sí.

Me apoyé con las manos en la pared y avancé hacia la puerta. Pese a lo grave de la situación, Beatriz no tenía intención de librarse de su responsabilidad, y descompuesta como estaba, salió detrás de mí, envuelta en su capa. Cuando abrí la puerta de un tirón, el viento nos golpeó con furia. Abrazada a la barandilla del palo de mesana, contemplé el caos absoluto que reinaba en cubierta, los nobles flamencos corrían de un lado a otro, presas de la histeria, envueltos en sus elegantes y empapadas ropas, mientras los marineros luchaban para asegurar el mástil agrietado y mantener el galeón a flote.

Divisé a don Manuel como un monito con las ropas de terciopelo marrón empapadas. Felipe estaba a su lado, con un aspecto grotescamente deforme. ¡Por Dios! ¿Qué era eso? Miré con detenimiento. Una carcajada brotó de mis labios. ¡Mi esposo llevaba puesto un saco de piel hinchado! Incluso desde donde yo estaba, podía distinguir las palabras escritas sobre su pecho con tinta roja: «El rey don Felipe». Eché la cabeza hacia atrás, riendo ruidosamente. ¡El rey! Para que en caso de que cayera al agua y consiguiera llegar a flote hasta la costa, no lo tomaran por un vulgar marinero. Era tan ridículo que no lo habría creído de no haberlo visto con mis propios ojos.

Beatriz gritó:

—¡Debemos rezar para llegar a salvo al puerto más próximo!

—Inglaterra —repuse—, pero no temáis. Nunca he oído hablar de un rey que se haya ahogado.

Debo confesar que si aquel día nos hubiésemos hundido, habría muerto una mujer feliz.

Maltrechos y después de haber perdido varios barcos, tomamos tierra en la costa de Essex, donde la pequeña nobleza se apresuró a darnos alojamiento, ofreciéndonos una pequeña casa solariega. Se informó al rey Enrique VII, y dos días después me desperté con la nueva de que mi esposo, don Manuel y la mayoría del séquito flamenco se habían marchado, dejándome con algunos sirvientes.

—¿Se ha ido? —dije furiosa al chambelán de Felipe, que no dejaba de estornudar. Había cogido, como la mayoría de los flamencos, unas desagradables fiebres palúdicas.

—¿Adónde han ido? Decidlo inmediatamente.

El chambelán no estaba en posición de negarse. Había visto mi bravura a bordo durante la tormenta y, por supuesto, creía que estaba tan loca como afirmaba Felipe.

—A la corte —masculló con abatimiento—. Llegó noticia de que su majestad, el rey de Inglaterra, los recibiría en la corte.

—Nos recibiría, querréis decir —repliqué. Y dando media vuelta, regresé furiosa a mis aposentos.

Con la flota en dique seco para ser reparada, podían pasar días, incluso semanas, antes de que reanudásemos el viaje. No estaba dispuesta a quedarme de brazos cruzados mientras Felipe y don Manuel intrigaban en la corte de los Tudor. Era la reina de España y mi hermana Catalina llevaba varios años viviendo en Inglaterra, después de haberse prometido de nuevo con el hermano de su difunto esposo, el príncipe Enrique. Su posición en la corte haría muy difícil que pudieran ignorarme. Estaba ansiosa por volver a ver a mi hermana después de tantos años y no desaprovecharía la ocasión.

Mientras mis damas se afanaban en combatir la penetrante humedad encendiendo braseros por toda la habitación que compartíamos, y el aburrimiento aireando los vestidos que habían podido salvar de mis baúles llenos de agua, coloqué el gorrión en una caja junto a la ventana y me senté a la mesa a escribir una carta. Al acabar, se la entregué a Soraya, junto con algunas monedas de oro.

—Encuentra a alguien que lleve esta carta a la corte.

Miré a Beatriz mientras Soraya se ponía manos a la obra.

—Si no envían una escolta, iré igualmente. Que decidan.

Tres días después llegó una misiva. Esperaba una invitación oficial, pero en su lugar, para mi sorpresa, llegó una carta de mi hermana, sólo unas líneas, pero suficientes para ponerme los pelos de punta.

—¿Qué dice? —preguntó Beatriz ansiosamente, mientras Soraya nos miraba.

—Quiere que acuda al castillo de Windsor en secreto. Mañana por la noche.

Un relámpago iluminó la mole de piedra del castillo de Windsor, una especie de hongo gigante, situado en una colina cubierta de bosques.

Entramos con nuestras caballerías en un patio adoquinado detrás del mensajero que había traído la carta de Catalina. Una vez que hubimos desmontado, recorrimos varias galerías antes de que el mensajero se detuviera delante de una puerta tachonada de metal. Al otro lado, había una espaciosa cámara amueblada con sillas de roble, una mesa, varios cofres pintados y un banco tapizado situado delante del fuego. La chimenea, que estaba empotrada en la pared, era enorme, pero el fuego proyectaba más sombras que luz. Divisé otra puerta en los revestimientos de madera de la habitación, que supuse conducía al dormitorio y al excusado. Una cortina de terciopelo con estrellas bordadas cubría parcialmente una jamba. Ésta era la cámara de una persona de posición privilegiada.

Me volví para preguntar al mensajero si mi hermana se reuniría con nosotras allí, pero había desaparecido. Cerró la puerta y nos dejó solas a Beatriz y a mí.

Me desabroché la capa.

—No puedo creer que hayamos llegado hasta aquí sin que nadie nos haya visto —dije inquieta mientras me acercaba al fuego—. Por supuesto, Felipe habrá dispuesto que alguien me vigile. Es posible que la carta haya sido una artimaña para hacerme llegar aquí sin ceremonias, aunque no puedo imaginarme por qué.

—Yo tampoco —repuso Beatriz, y entonces lanzó un grito ahogado.

Me giré. Y me quedé inmóvil.

Desde detrás de la cortina salió a la luz una figura. Se trataba de una mujer pequeña, vestida sin boato y con la toca arqueada. Comprendí la reacción de Beatriz. La mujer guardaba un asombroso parecido con mi madre, hasta en el brillo apagado del cabello rubio recogido bajo su impla.

Mientras intentaba recuperar la voz, la mujer hizo una reverencia.

—Majestad —dijo.

Levantó la cabeza. A la débil luz del fuego, el brillo de sus etéreos ojos azules despertó mis recuerdos.

Con un grito ahogado, corrí hacia mi hermana y la abracé. Después la besé en las mejillas, la boca y la nariz, sin poder contener las lágrimas. Cuando finalmente me separé de ella, me encontré examinando la sombría mirada de Catalina.

—Ellos saben que estáis aquí —dijo, mirando hacia la puerta—. El mensajero es uno de los pocos criados de confianza que me queda. Desgraciadamente, disponemos de poco tiempo.

—¿Ellos?

La miré fijamente. Me costaba asociar a esta seria y fornida mujer con la niña hermosa y risueña que había visto, por última vez, en España.

—Su excelencia el rey Enrique y vuestro esposo —repuso—. El archiduque le ha dicho al rey que estáis indispuesta a causa del viaje. Pero después llegó vuestra carta y nadie supo qué hacer. Averigüé dónde os alojabais. Temía que no vinierais.

—Ya veo —dije. Me sentía furiosa.

Por supuesto, Felipe le había dicho a Enrique Tudor que estaba enferma. Haría cualquier cosa para mantenerme apartada de la corte, lo que significaba que planeaba algo.

Catalina prosiguió.

—Si os preguntan, debéis decir que habéis venido por voluntad propia. Pase lo que pase, no digáis que yo os escribí. Cuento con muy pocos confidentes en estos días. No quisiera que aquellos que me sirven cayeran bajo sospecha por hacerme llegar nuevas no destinadas a mis oídos.

Asentí. Tenía bolsas alrededor de los ojos y unas finas líneas marcaban las comisuras de su pálida boca. Aún no había cumplido veintitrés años y aparentaba el doble de edad. ¿Qué le había ocurrido?

—Catalina —dije, cogiendo sus manos—, hablas como si estuvierais en peligro. ¿Por qué?

Apartó la mirada. La guié hasta el banco que había delante del fuego. Sin necesidad de que le dijera una palabra, Beatriz fue hacia la puerta para vigilar.

Catalina se soltó de mi mano. A la luz de las llamas pude ver que tenía los dedos enrojecidos, irritados por los sabañones. Supe entonces que dondequiera que viviese, aquélla no era su estancia. Su vestido también parecía gastado. Era evidente que no había prosperado en Inglaterra. De hecho, tenía las manos de una criada, no las de la respetada y futura reina de un heredero de los Tudor.

Reprimí mi furia.

—Debes decirme quién te ha hecho esto.

—El rey. —Hablaba en voz baja y vacilante—. Me prohibió acercarme a la corte, pero yo desobedecí.

Levantó la mirada hasta mí.

—Tenía que hacerlo. Eres la única que puede ayudarme.

—Pero no te comprendo, pequeña. ¿Acaso no eres la prometida del príncipe Enrique? ¿Por qué querría prohibirte que fueras a la corte?

Su sonrisa no revelaba nada. Pensé, con una punzada de dolor, que tenía la sonrisa gentil pero remota de nuestra madre. Se llevó una mano a uno de los bolsillos de su vestido y sacó un papel.

—Nuestra madre me escribió esto antes de morir. Tal vez deberías leerlo. Explica mis circunstancias mejor que yo.

Durante un instante, no pude moverme. Toda la estancia parecía volverse más oscura a mi alrededor. Cogí la carta y la coloqué directamente bajo la luz de la chimenea.

El pergamino estaba gastado, lo que indicaba que Catalina la llevaba siempre encima. Sin fecha, saludo inicial ni sello, la familiar y dolorosa letra de mi madre llenaba línea tras línea sin interrupción, un ferviente desahogo de sus pensamientos, grabados con una tinta descolorida.

Aspiré hondo.

Te escribo en la víspera de mi muerte. Mi deseo de ir junto a Dios sólo lo frena mi preocupación por aquellos que dejo atrás. No sabes, al haber estado tan lejos, lo mucho que sufro por ti en estos momentos de prueba. Debes ser fuerte, hija, más fuerte de lo que nunca has sido. La dispensa papal ya obra en nuestro poder y debería llegar a Inglaterra al mismo tiempo que esta carta. Te alegrará saber que Su Santidad ha dado por válida tu unión con el príncipe Enrique, dado que tu matrimonio con Arturo no llegó a consumarse. Sólo el más diabólico de los hombres dudaría ahora de tu virginidad. No puedo quedarme aquí para protegerte, pero Dios te acompaña siempre y la justicia prevalecerá. Rezo para que no necesites socorro en el futuro, pero en el caso de que la dispensa no fuera suficiente, debes confiar en Juana. Le escribiré, como te escribo a ti, rogándole que use su poder como reina de Castilla para coaccionar a los Tudor, y si fuera necesario, para que cumplan con el compromiso. Sé que te quiere mucho y que no te abandonará. En cuanto a mí, siempre te llevo en mi corazón y desde ese lugar lleno de gloria al que todos debemos ir, te protegeré y guiaré con mi espíritu.

Tu madre que te quiere,

ISABEL

La carta se arrugó entre mis temblorosas manos. Miré a Catalina.

—Nunca la recibí —susurré—. Nunca recibí su carta.

—Se extraviaría. La mía llegó casi dos meses después de su muerte.

—No se extravió.

Controlé la furia repentina que me asaltaba. Ahora tenía que centrarme en Catalina. Habría tiempo de sobra para vengarme de aquel bellaco de don Manuel, que me había privado de la última carta de mi madre.

—Dime la razón por la que el rey se niega a cumplir con el compromiso. Para ayudarte debo saberlo todo. Con voz grave, dijo:

—¿Recuerdas que el príncipe Arturo falleció quince días después de nuestro casamiento? Pues bien, cuando me quedé viuda, la reina Isabel, esposa del rey Enrique, me llevó a vivir a la corte. Pira muy generosa y cuando finalizó mi periodo de luto, sugirió que el príncipe Enrique y yo nos comprometiéramos. Su majestad estuvo de acuerdo. Escribió a nuestra madre e inició las negociaciones para obtener una dispensa de Roma, dado que Enrique es mi cuñado. Juré ante testigos que Arturo y yo nunca consumamos nuestro matrimonio. Nadie pensó que se nos negaría.

Hizo un alto. Tenía las manos entrecruzadas en el regazo, como hacía en las clases, en los momentos de frustración porque le costaba aprender una lección particularmente difícil. Como yo, no aceptaba el fracaso con facilidad.

—Entonces la reina Isabel murió de parto. Su majestad estaba apesadumbrado de dolor, lo mismo que todos nosotros, porque la reina era una mujer gentil y amorosa. Su majestad me aseguró que el consejo ratificaría mi compromiso con Enrique, dado que ése había sido el último deseo de su esposa.

Una breve sonrisa iluminó el rostro tenso y demacrado de Catalina.

—No os imagináis lo feliz que me hizo, a pesar de estar de luto por la reina. Enrique y yo nos agradábamos de una manera muy distinta al afecto que hubo entre Arturo y yo, y empecé a prepararme para cuando tuviera lugar el matrimonio.

—¿Y qué fue lo que ocurrió? —pregunté temiendo la respuesta.

—Nuestra madre murió —dijo sin mostrar ninguna emoción visible, aunque debió de sentir un profundo dolor dentro—. De la noche a la mañana, el rey me envió a vivir a una casa solariega junto al Támesis, una propiedad que había heredado como viuda, pero redujo tanto mis rentas que no me quedó dinero para mantener al personal de la casa. Muchos de mis criados me abandonaron. Tuve que empeñar mi ajuar a cambio de comida. Escribí a su excelencia todos los días, quejándome, pero me contestó que no era responsable de mis apuros y que si me encontraba en una situación de grave necesidad, me aconsejó que pidiera dinero a nuestro padre. Precisó que era una invitada en Inglaterra, no su protegida. Luego, él…

Por un momento perdió la voz y tras reponerse continuó.

—Me dijo que nuestro padre le había comunicado que mi matrimonio con Enrique sería incestuoso, dado que había estado casada con su hermano. Le repetí que, en cuanto a mi honor, seguía siendo virgen. Arturo y yo no llegamos a consumar nuestro matrimonio, pero se negó a creerme. Desde entonces, he descubierto que Roma concedió la dispensa y que el rey miente porque busca otra prometida para Enrique. Me abandonó a mi suerte. Mi dueña, doña Manuela, insistió en que te escribiera, pero cuando me enteré de que habías partido de Flandes con rumbo a España, decidí esperar. Sin embargo escribí a nuestro padre, pero no he recibido respuesta.

Me interrogó con la mirada.

—No estará enfermo, ¿verdad?

—No que yo sepa.

Me temblaba la voz. Deseaba destruir aquel castillo con mis manos. Mi hermosa hermana, una princesa española en la flor de su juventud, se había visto obligada a soportar penurias y humillaciones a manos de un advenedizo Tudor, cuyo linaje era bastardo. Y Felipe llevaba días con él, entregados a sus diversiones, mientras a mí me habían mantenido al margen. Ahora comprendía por qué se había escabullido, y por qué no se había requerido mi presencia. Nadie deseaba que Catalina y yo nos encontráramos. Nadie quería que descubriese el ofensivo abandono al que había sido sometida.

Me puse de pie.

—¡Beatriz!

Mi dama vino hasta nosotras.

—Decid al hombre que está fuera que prepare nuestras monturas —dije, dándole la mano a mi hermana—. Vamos, pequeña. Nos marchamos.

Mi hermana se puso de pie. Una arruga surcaba su frente.

—¿Marcharme? Me parece que no me has comprendido. Cuando he dicho que necesitaba vuestra ayuda, no quería decir que deseara irme.

Me detuve.

—¿No quieres irte? Pero ¿por qué querrías quedarte? No le debes nada a nadie aquí. Eres una infanta de España. Y yo la reina. Puedes volver a casa conmigo.

—¿Y hacer qué? ¿Vivir en la corte como tu hermana solterona? ¿Tomar los votos y entrar en un convento? ¿O tal vez unirme en matrimonio al primer noble que se apiade de mí? He estado casada y soy viuda. No soy una joven de trece años con una corte de pretendientes esperando a mi puerta, Juana. Lo sabes tan bien como yo. A mi edad ya le habías dado un hijo a tu esposo. Además estoy en deuda. Estoy prometida al príncipe Enrique. Aunque no tenga culpa alguna, se ha puesto en duda mi honor. No debo admitir la derrota. Has leído la carta de nuestra madre. Dios tiene planes para mí. Desea que sea la reina de Inglaterra.

—Puede que Dios lo quiera —repuse—, pero no puedo hacer nada por ti si nos quedamos aquí. No tendré poder hasta que llegue a España y sea investida por las Cortes. ¿No lo ves? Yo también lucho por mi vida.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera reprimirlas. Por la expresión titubeante de su rostro, supe enseguida que, pese a su aislamiento de la corte, tenía noticias de mi difícil situación. Se acercó a mí.

—Hay una cosa que puedes hacer. Tu esposo y el rey negocian un tratado. Si su majestad promete a Enrique con otra princesa, tal vez con alguna de tus hijas, podrías negarte y ofrecerle otra cosa a cambio de que honre mi compromiso.

Su mirada y su voz transmitían una incontrolable vehemencia. En aquel instante, mientas le tomaba las manos, sentí un repentino terror. Era como nuestra madre. Una vez que tomaba una decisión, ésta era inamovible, y ella imperturbable, como una roca contra la que podría chocar el mundo entero sin que nada cambiase.

—Su majestad no goza de buena salud —dijo con los ojos brillantes—. Tose sangre y se cansa fácilmente. Todo lo que necesito es tiempo. Enrique me quiere. Lo sé. Y una vez que sea elegido rey, me nombrará reina.

—Oh, no, Catalina.

Al bajar la mirada y contemplar sus dedos entrelazados, sentí que un vacío se abría entre nosotras.

—Eres tú quien lo ama, más allá de la razón. Lo veo en tus ojos. Lo amas con toda tu alma y todo tu corazón, y un amor así sólo puede destruirte, como casi me destruyó a mí.

La vi estremecerse y alcé su barbilla.

—Mírame. Yo también he amado como amas a ese príncipe. Y al final me ha traicionado. Olvídate de Enrique y vuelve a España conmigo. Ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Guardó silencio.

—No —dijo.

Fue entonces cuando escuché voces. Catalina se giró en el banco, cogió la carta que me había mostrado y corrió hacia la puerta por la que había entrado. Antes de desaparecer por la puerta, como si nunca nos hubiéramos encontrado, se detuvo y nuestras miradas se cruzaron durante un instante.

Reprimí un aplastante sentimiento de dolor y rabia, mientras hacía un gesto a Beatriz para que fuera hacia la puerta. Momentos después entró un grupo de caballeros, acompañados de mozos que transportaban antorchas. El exceso de luz me hirió los ojos. No hizo falta que nadie me dijera que la figura adusta y encorvada, vestida con una capa de cibelina y rodeada de hombres que me miraban, era Enrique VII de Inglaterra.

A su lado, se hallaba mi esposo.

No volví a ver a Catalina y no sé cómo me abstuve de preguntar recordando el miedo que le producía que se descubriera nuestra visita. No obstante, sospeché que el rey lo sabía. Aunque expresó sorpresa ante mi llegada, supe que habría mandado a buscarme tarde o temprano porque habían preparado una suite para mí. Organizó fiestas en mi honor y me otorgó las cortesías dadas a otros soberanos. Me causó una aversión inmediata por lo que le había hecho a mi hermana, y nuestros siguientes encuentros sólo confirmaron esa impresión.

Sentada a su lado, en el estrado real, sentí cómo sus fríos ojos grises me examinaban como si fuera su presa. Sus risotadas guturales subrayaban el morboso trasfondo de un hombre que duerme solo hace demasiado tiempo. Sus dedos, huesudos y arqueados, me recordaban las patas de un insecto. Le daban arcadas con frecuencia y babeaba saliva mezclada con sangre sobre una servilleta. Si su enfermedad era mortal o no, no podía decirlo. Si lo era, podrían pasar años antes de que lo matara. Las dolencias de pulmón eran impredecibles, y él era la clase de rey que se aferraba a su pasado. Cuando me presentó a su heredero, el joven príncipe a quien Catalina se negaba a abandonar, entendí por qué.

Asombrosamente alto, con el rostro de un querubín y el cuerpo de un dios, el hijo de dieciséis años y homónimo del rey hizo gala de sus impecables modales, manteniendo conmigo una breve conversación, antes de pedir excusas y retirarse. Mientras se alejaba, me fijé en el aire arrogante de sus anchos hombros y en sus largas y musculosas piernas. Y también en que su padre fruncía el ceño y apartaba la vista. El rey no soportaba semejante recordatorio de su propio declive.

—Un día será un fornido esposo.

Enrique VII rió, inclinándose hacia mí lo bastante para que oliera sus podridos dientes. Fue su primera alusión al hecho de que sabía que mi hermana y yo nos habíamos reunido.

Le respondí con una vaga sonrisa, imaginando la trampa que sabía que él y Felipe nos tenderían.

Llegó una semana después.

Felipe entró en mis aposentos y me mostró el borrador de un nuevo tratado entre él y los Tudor. Sólo requería mi firma. Lo leí cuidadosamente antes de levantar la vista.

—No.

Frunció la boca.

—¿Qué quiere decir «no»? Es un acuerdo excelente. A cambio de unas pocas concesiones, contaremos con el apoyo de Inglaterra en España. ¿Qué objeción puedes hacer a eso?

Aparté el tratado.

—Todas. Primero, ¿para qué necesitamos el apoyo de Inglaterra en España? Acabamos de firmar un acuerdo con mi padre. Segundo, esas concesiones consisten en tres alianzas matrimoniales. Una entre nuestro hijo Carlos y María, la hija más joven del rey. Otra, entre tu hermana Margarita y el rey. Y la última, pero no la menos importante, entre su heredero y nuestra hija Leonor.

—¿Sí? ¿Y? Todas ellas son buenas uniones. Todas.

Deseaba escupirle la cara, pero en lugar de eso lo miré fijamente a los ojos. Retrocedió, incómodo ante mi visible desprecio, gracias al que podía reducir la violencia y el odio entre nosotros a la insignificancia de una disputa doméstica.

—Puedes hacer lo que desees con tu hermana, aunque dudo que Margarita lo aprecie. Pero en lo que se refiere a nuestros hijos, daré mi opinión acerca de con quién se casarán. Y…

Alcé la voz, acallando sus protestas.

—En cuanto al príncipe Enrique, en caso de que lo hayas olvidado, ya está prometido a mi hermana.

Rojo de furia, golpeó los nudillos contra la mesa.

—Te he pedido que firmes sólo para no herir ese testarudo orgullo tuyo. Con o sin tu consentimiento, firmaré este tratado.

—Muy bien. Allá tú. Mientras tanto, hoy mismo partiré rumbo a Essex para embarcar.

Salí al pasillo dando grandes zancadas y sobresalté a don Manuel y a los nobles flamencos que merodeaban por el pasillo con los perros.

—Que vuesas mercedes envíen recado a su majestad, el rey de Inglaterra, de que su majestad, la reina de Castilla, desea despedirse de él de inmediato.

Cabalgué de regreso a Essex en medio de una furiosa tormenta y mis pensamientos eran tan turbulentos como las ráfagas de viento. De nuevo en la húmeda casa solariega. Tuve que esperar tres semanas a que regresara Felipe, con sus criados cargados de baúles llenos de chucherías, obsequio de los Tudor. Habría partido rumbo a España mucho antes si la tripulación del barco me hubiera obedecido. De aquella manera, cuando Felipe regresó con los regalos, la plata de Enrique VII y la orden inglesa de Jarretera colgada del cuello, deseé haberme hecho a la mar en un bote de remos.

—Lástima que te perdieras la ceremonia —dijo—. Toda la corte me aclamó. Archiduque de Flandes, rey de Castilla y caballero de la Jarretera.

Reprimí el comentario, obligada a cenar con él en el salón. Cuando don Manuel intentó conversar conmigo, dado que Felipe tuvo el supremo mal gusto de sentar al embajador a nuestro lado como si fuera de nuestro mismo rango, lo ignoré. Hasta que no regresé a mis aposentos, no di rienda suelta a mis náuseas, revuelta por la insípida comida inglesa y los sucesos que la habían precedido.

Esa noche, Felipe llamó a mi puerta. Había visto el brillo de la embriaguez en sus ojos y previsto el precio de prohibirle la entrada a mi habitación. Beatriz se quedó sentada en su camastro, con los ojos muy abiertos, acompañada de Soraya, mientras yo permanecía de pie, escuchando sus gritos.

—¡Abre la puerta! ¡Ábrela, maldita castellana!

Dio golpes y patadas a la puerta y despertó a toda la casa con su agresividad.

Al final, levanté la aldaba porque en su estado era capaz de ordenar a sus hombres que echaran la puerta abajo. Mientras mis mujeres salían de la habitación a toda prisa, se abalanzó sobre mí con el puño en alto.

—¡No vuelvas a cerrarme la puerta!

Sus ojos eran como dos hendiduras enrojecidas. Había bebido en exceso de la bebida favorita de los ingleses, cerveza. Mientras miraba la gruesa mano suspendida en el aire encima de mí, porque la comida de Enrique Tudor le había engordado, dije:

—Si vuelves a golpearme, no sólo cerraré mi puerta con cerrojo sino que apenas volverás a verme.

Gruñó y bajó la mano.

—¡Como si pudieras detenerme!

Me abstuve de decir que ya lo había hecho. Regresé a la cama mientras él intentaba quitarse el suspensorio. Sabía a qué había venido. Preñadla con otro hijo, habría dicho el gnomo. Preñadla de nuevo para que así sea más fácil de manejar en España.

Me acosté y levanté mi camisón. No entraría en España magullada por los golpes. Era mejor complacerle.

—Ah, Juana —dijo, arrastrando las palabras—, todavía me deseas, ¿verdad? Todavía deseas a tu Felipe dentro de ti.

No podía quitarse el suspensorio. Estaba demasiado ebrio para desatar los cabos. Tuvo que sacarse el miembro por un lado y acariciarlo con la mano para ponerlo duro.

Me preguntaba si, después de todo, sería capaz de sentir algo, si sería posible que volviera a arder un último rescoldo de nuestra pasión.

Pero todo lo que sentí fueron unos dedos grasientos y la insoportable pesadez de su carne mientras me tomaba. Fue grotesco, una farsa. Consideré la posibilidad de provocarme náuseas y vomitar encima de él mientras se entregaba, con esfuerzo, a un frenético vaivén.

Al cabo de unos instantes, jadeó y se derrumbó sobre mí. Se durmió inmediatamente. Mientras roncaba con la boca abierta y el aliento apestando a cerveza, me deslicé de la cama y me dirigí a una silla junto a la ventana.

Me senté y me quedé mirando la tempestuosa oscuridad. Permanecí allí toda la noche, sin moverme, sin pensar, mientras su semilla se acomodaba en mi útero.

Al amanecer, abrí el cofre donde encerraba al gorrión y lo solté en el gris cielo de Inglaterra.