Capítulo 28

Cubierta por un velo y vestida de negro, hice mi entrada solemne en Valladolid, la misma ciudad que había presenciado mi matrimonio por poderes. Entonces, la multitud se había reunido para aclamarme. Ahora, su silencio era palpable mientras recorría las calles a caballo. Una mujer de luto entre mil hombres, una madre sin hijo, una reina sin su corona.

Durante seis días permanecí encerrada en una cámara de la casa real de Valladolid, con las ventanas cerradas con tablas, mientras los funcionarios de la ciudad colgaban estandartes preparando las sesiones de las Cortes. Tenía prohibida la asistencia de mis damas y las comidas me las traían los centinelas. Todas las mañanas Felipe venía a verme acompañado de don Manuel, y nada menos que del arzobispo Cisneros, que estaba tan delgado que recordaba un árbol petrificado. Este poderoso prelado castellano, que me había conocido desde mi niñez, y que había jurado cumplir las voluntades expresadas por mi madre, miraba impasible cómo Felipe me arengaba y amenazaba, exigiéndome que firmara una declaración voluntaria de abdicación.

—Nunca —dije—. ¡Nunca!

Yo rompí el documento en pedazos ante sus ojos, indiferente a sus atroces amenazas.

Al séptimo día, al abrirse la puerta y levantar mis doloridos y desvelados ojos, vi al almirante Fadrique. Cisneros revoloteaba detrás de él como un pálido espectro. Me preguntaba cómo el almirante había conseguido entrar, al mismo tiempo que mi corazón saltaba de dolor al verlo.

—Os he dicho que su alteza está enferma —oí decir al arzobispo—. Excelencia, sería mejor si nos dejarais asistiros en vuestras peticiones. Ella no puede…

El almirante levantó su alargada mano. Aunque cerca de los cincuenta, se mantenía muy delgado y casi rígido en el clásico jubón de terciopelo negro sin adornos que llevaba desde que yo podía recordar. Su semblante conservaba la hermosa angulosidad de su juventud aunque, ahora, algunos mechones blancos hilvanaban la cabellera negra. La boca delgada estaba encuadrada por profundas arrugas y el dolor marcaba la piel que rodeaba los ojos. Su mirada tierna me infundió un arrebato de esperanza cercano al dolor.

—Va en contra de la ley prohibir a un antiguo miembro de las Cortes acceso a su soberana —dijo sin mirar a Cisneros—. Por favor, dejadnos. Hablaré con su alteza en privado.

Cerró la puerta en la cara atónita de Cisneros.

—Don Fadrique. —Me puse de pie con mi vientre prominente y le di la mano—. ¡Vive Dios que estáis aquí! Yo… —Se me quebró la voz—. Temía que esta vez no me dejaran salir.

Hizo una profunda reverencia.

—Majestad, os ruego que me perdonéis. Después de la muerte de su majestad, vuestra madre, me retiré a mis posesiones en Valencia. Yo fui uno de los que acompañó su cuerpo a Granada para que fuera enterrado en la catedral. No he sabido hasta hace muy poco de vuestros apuros.

—Me alegra que hayáis venido —repuse suavemente.

Me acompañó a mi silla, su mano sobre mi manga. Cuando me senté dijo en voz baja:

—¿Conocéis los rumores? Aseguran que no estáis en condiciones de gobernar y que deseáis ofrecerle la corona a vuestro esposo.

Hizo un alto antes de preguntar:

—¿Es eso cierto?

La rabia se avivó dentro de mí.

—Vuesa merced me conoce de toda la vida. Me visteis siendo una niña en la corte de mis padres y me disteis la bienvenida la primera vez que regresé de Flandes. ¿Qué pensáis vos?

No apartó la mirada de mí.

—Pienso que os impondrán un cruel destino, princesa.

Las lágrimas asomaron a mis ojos.

—Sí —respondí con voz entrecortada—. Me encerrarán como antes encerraron a mi abuela. Pero os juro que no estoy loca.

Se quedó inmóvil. Contuve la respiración. ¿Había captado la señal del salvaje e incipiente miedo que alimentaba mi aislamiento? ¿Comprendía que semejante semilla, con suficiente despecho y la oscuridad impuesta, podía convertirse en locura? Combatía su seductor abrazo con cada aliento de mi cuerpo, con todos mis nervios y todas mis fuerzas. Y aun así, sabía la desesperada imagen que debía de presentar, demasiado delgada para una mujer embarazada, sola y sin lavar, tan angustiada como mi abuela debió de sentirse.

Entonces, dijo:

—Os creo. Y os prometo que mientras estéis aquí no os harán más daño. Debéis confiar en mí. Soy vuestro siervo.

Asentí. Las lágrimas que arrasaban mis ojos empezaron a resbalar por mis mejillas.

—¿Me contaréis todo lo ocurrido? —preguntó.

—Sí —susurré.

Se quedó conmigo hasta medianoche. Ordenó que nos trajeran comida y arrancó con sus propias manos las tablas que cegaban la ventana. Después de cenar, seguimos hablando hasta que le relaté todo lo que me había sucedido. Cuando finalmente abandonó mi cámara, me dejó acurrucada en la cama, con las rodillas cerca del pecho, profundamente dormida después de semanas de tormento.

Al despertarme, diez horas después, descubrí que estaba libre. Todavía había guardias y centinelas por todas partes, pero tenía ropa limpia y mujeres para atenderme, aunque ninguna se pareciera a mi adorada Beatriz, que había huido después de mí y a la que nadie había visto desde entonces.

Durante aquellos días, el almirante demostró por qué había sido uno de los más leales seguidores de mi madre. Noble de impecable linaje, respetado y defensor de los derechos de la corona, se había arriesgado a entrar en la guarida de las víboras, donde los otros grandes veían sin duda su presencia con miedo y desconfianza. Pero ni siquiera Felipe o don Manuel se atrevieron a decir una palabra en su contra y apenas se apartaba de mi lado. Dormía en una habitación contigua a la mía, con sus hombres haciendo guardia por la noche en los pasillos, para que nadie pudiera aproximarse sin que él lo supiera.

Nos reuníamos todas las mañanas. Me habló de la creciente penuria de Felipe y de su frenética necesidad de obtener el permiso de las Cortes para acceder al tesoro que se encontraba en esos momentos en Segovia, custodiado por una amiga de toda la vida de mi madre, la marquesa de Moya.

—Lo necesita —explicó el almirante—. Sin él, sus mercenarios y la mayoría de los nobles lo abandonarán. Don Manuel ha agotado sus reservas en sobornos y extravagancias, pero la anciana marquesa, que Dios la guarde, ha jurado quemar el tesoro si vuestro esposo se atreve a poner un pie a una legua de la ciudad.

Sonreí.

—No me sorprende que mi madre la quisiese tanto. Y creo que mi dama, Beatriz de Talavera, está con ella. Acordamos que nos reuniríamos en Segovia cuando intenté escapar de Benavente. La marquesa sabrá a través de Beatriz todo lo que mi esposo y don Manuel han hecho.

—Cierto. La marquesa defenderá el tesoro con su vida, alteza. Así será como acorralaremos a don Manuel y a vuestro esposo. Sin el tesoro, no pueden proceder.

—Pero, ¿qué hay de Cisneros? No me fío de él.

—Cisneros sabe lo que planeamos. —Bajó la voz—. Vino a verme anoche después de que su alteza se retirara. Me enseñó el correo que había mantenido con vuestro padre desde Nápoles.

—¿Mi… mi padre? —empecé a decir.

—Sí. Cisneros es su informante. Todo lo que sucede aquí, el arzobispo se lo transmite en mensajes cifrados. No será un obstáculo. Desea que vuestro esposo fracase. Es ambicioso y demasiado ladino para ser un viejo clérigo, pero entregar Castilla en manos de un Habsburgo es impensable.

La mención de mi padre levantó serias dudas en mi corazón. Aparté la mirada.

—Muchas noches me he preguntado sus razones para abandonarme cuando más lo necesitaba —dije con voz entrecortada—. He intentado aceptar que ya no es el rey invencible de mi juventud, que la muerte de mi madre lo ha vuelto vulnerable a mi esposo y a los nobles.

—Es cierto —repuso el almirante, y me pareció oír una nota de cautela en su voz—. Vuestro padre ha soportado el odio de la nobleza castellana toda su vida. De haberse quedado y luchado, habría puesto en peligro no sólo su seguridad sino también la del infante de Aragón. Sin vuestra madre para defenderlo, no es más que un rey menor.

—Y sin embargo no puedo dejar de sentir que me ha abandonado.

Me llevé la mano a la garganta. Mi voz se endureció.

—No dudo de que Cisneros sea capaz de jugar un doble juego, pero si está al servicio de mi padre, ¿por qué no habla contra mi esposo? Sigue siendo el primer prelado de Castilla.

—Según él porque su majestad, vuestro padre, le ha pedido que no revele sus planes bajo ninguna circunstancia, salvo que vuestra vida se encuentre directamente amenazada.

Lo miré a los ojos.

—¿Qué planes?

—Lo único que ha dicho es que su majestad quiere que vuestro esposo puje por el trono.

—¿Puje? —exclamé levantando la voz sin querer e hice un alto para tomar aire—. ¿Por qué?

—No lo sé. Pero no tengo miedo. Con Cisneros o sin él, por el mismo Lucifer que detendremos a vuestro esposo. Lo juro por mi honor.

El día que se reunían las Cortes vino a verme antes del amanecer.

—No sospechan nada. Esperan protestas de mi parte, pero no de vos. Fuera dejaré a mi sirviente Cardoza, para que os escolte.

Me tomó la mano e hizo una reverencia.

—Ahora debo irme para ocupar mi asiento en las Cortes.

—Vuesa merced —lo llamé suavemente.

Él se detuvo y levantó sus hermosos y tristes ojos hasta mí.

—Os doy las gracias de todo corazón. De no haber sido por vos, no sé dónde podría estar.

Su repentina sonrisa iluminó los profundos surcos que rodeaban las comisuras de sus ojos, el brillo de sus fuertes dientes blancos y la orgullosa línea de su mandíbula.

—Sois mi reina. Serviros es todo lo que necesito.

Sentí el roce de sus labios en mi mano, la áspera caricia de su barba sobre mi piel.

—Os esperaré —murmuró tan bajo que apenas le oí.

Luego dio media vuelta y se fue, como si le costara negar la comunión entre nosotros.

Me puse en pie y me acerqué a la ventana.

A lo lejos, el Duero abandonaba serpenteando las murallas de la ciudad, con sus áridas orillas agrietadas por el sol abrasador. Sólo habían pasado diez años desde que estuviera en ese mismo lugar, pero entonces era una adolescente virgen que esperaba la llegada del almirante para que la acompañara a sus esponsales. Ahora volvía a esperar, esta vez para declarar la guerra abierta al hombre con quien me había casado.

Era una reina. No podía mirar atrás. Lucharía hasta que no me quedara nada con que luchar.

Llamaron a la puerta. Alisé los pliegues de mi nuevo y rígido vestido y ajusté la tela extra alrededor de mi cintura. Mientras iba a abrir, mis tacones crujieron sobre la tabla del suelo que escondía las hierbas que me había llevado de la choza de la gitana, aquellas hierbas que había cogido desesperada y que, alocadamente, había pensado usar conmigo misma si Felipe lograba encerrarme para siempre.

Cardoza, el servidor personal del almirante, un fornido castellano con los brazos del tamaño de las ancas de un venado, me esperaba al otro lado.

—¿Estáis lista, alteza?

Sonreí.

—He esperado toda mi vida a que llegara este momento.

Me llevó a través de un estrecho pasadizo que comunicaba la casa real con el alcázar, hasta una escalera de caracol que daba a una sala vacía. Giró el mecanismo que había en el interior de una apertura con forma de estrella, insertado en una mampara de madera y nácar, y me hizo señas para que me acercara. Al mirar a través de la mirilla, descubrí que la mampara daba al salón de las Cortes donde los procuradores se reunían en sus gradas.

El presidente de las Cortes dio tres golpes con el bastón demando. La sala quedó en silencio. Vi a don Manuel cuando se situó delante del estrado para leer en voz alta la declaración de Felipe. Los procuradores murmuraron. Entonces, mientras mis manos arrugaban con fuerza los pliegues de mi vestido, Felipe se puso de pie. Vestía de seda color violeta y su voz retumbó contra las paredes.

—Nobles señores, es una dolorosa carga la que os traigo, una a la que gustoso entregaría toda mi fortuna por remediar. Pero el triste hecho es que mi esposa, doña Juana, infanta y heredera de vuestro reino, ha caído presa de la enfermedad que padeció su abuela materna. Su salud empeora por días y no es posible, pese a todo el amor que le profesamos, que se recupere. En su estado, no debemos imponerle la carga de gobernar. Más bien debemos enviarla a un lugar seguro donde pueda descansar sin que la perturbe ningún descontento. Humildemente, pido que resolvamos este doloroso asunto y luego que emprendamos la tarea de coronarme como rey para que pueda hacerme cargo del tesoro de Castilla y empezar a superar la peligrosa incertidumbre que ha creado la demencia de mi esposa.

Me giré en redondo. Cardoza me detuvo con su gentil mano. Sus ojos brillaban.

—Os lo ruego, alteza. Ya os llegará el momento.

En la sala, el almirante se puso en pie. Parecía un pilar de mármol y terciopelo.

—¡Vive Dios! ¡Nunca había oído nada semejante! ¿Dónde está su alteza para defenderse de semejantes acusaciones? ¿Vamos nosotros, los miembros de estas Cortes, a no ser honrados con su presencia en este día?

Se giró hacia los procuradores que, sentados, miraban fijamente la figura que tenían delante de ellos como si fuera un arcángel vengador.

—Me he reunido con su alteza —prosiguió—. He hablado con ella largamente y he visto con mis propios ojos esa supuesta enfermedad que padece. Y os digo que está tan sana como cualquiera de nosotros. No accederé a esta farsa que se ha representado hoy aquí ante nosotros.

—Simpatizamos con los recelos de vuesa merced —repuso Felipe arrastrando las palabras, aunque pude detectar su furia palpitando bajo su fingida indiferencia—. Sin embargo, permanece el hecho de que estas mismas Cortes me invistieron como príncipe consorte hace dos años. Sólo os pido que reconozcáis mi derecho legítimo como rey, algo obvio dadas las circunstancias. No tenéis que hacer nada que vaya contra vuestra conciencia.

—Con vuestro permiso, todo va contra mi conciencia —replicó el almirante—. Nuestra difunta reina Isabel dejó este reino a su hija. Nadie, salvo doña Juana, puede otorgarlo a otra persona. Yo digo que no a vuestra petición. ¡No, al desposeimiento de nuestra soberana, la reina Juana de Castilla!

Deseé aplaudir. Las Cortes estallaron. Hubo enfrentamientos verbales, puños que golpeaban las mesas, cabezas al descubierto y sombreros arrojados al suelo, mientras el almirante contemplaba el resultado de nuestra insurrección.

Cardoza murmuró:

—Ha llegado el momento.

Estiré los hombros hacia atrás mientras escuchaba cómo el presidente pedía silencio a gritos y Cardoza me guiaba hasta una pequeña puerta por la que se entraba a una estrecha escalera. Mientras descendía los peldaños que conducían a la sala, el presidente dijo:

—Nosotros, los miembros de las Cortes, hemos escuchado las propuestas de su alteza, el archiduque y de su excelencia, el almirante. Honraremos nuestro pasado juramento a su alteza como príncipe consorte pero… —levantó la voz por encima de una nueva oleada de gritos—, pero también debemos cumplir con los estatutos que confirman a su alteza la infanta como nuestra legítima reina. Por lo tanto, pedimos que comparezca ante nosotros para responder a estas alegaciones y…

No tuvo tiempo de acabar.

—¡Se encuentra aquí, vuesas mercedes! —bramó el almirante.

Entré en la sala, sola.

Hubo un silencio tan absoluto que a través de las ventanas podía escucharse el griterío de unos niños jugando. No titubeé mientras me enfrentaba a una marea de rostros sorprendidos y levanté la barbilla cuando mis ojos se encontraron con la mirada horrorizada de Felipe.

—Vuesas mercedes —dije lo más alto posible para que todos pudieran oírme—. ¿Me reconocéis como la hija legítima y heredera de Isabel, nuestra difunta reina?

El presidente tartamudeó:

—Sí, su alteza. Sin duda.

Al levantar la cabeza algo más vi que Felipe empezaba a levantarse de su trono, con las manos apretando con tanta fuerza los brazos dorados de su sillón que los imaginé convertidos en astillas.

—Entonces, puesto que me habéis reconocido —dije al presidente—, responderé a las preguntas que me hagáis.

Se giró para conferenciar con los procuradores sentados junto a él. Algunos procuradores sacudieron la cabeza enfadados y otros hablaron entre dientes, antes de que el presidente volviera a fijar su mirada solemne en mí.

—En este momento sólo tenemos una pregunta que hacer a vuestra alteza.

—Adelante, excelencia.

—¿Desea vuestra alteza gobernar Castilla como reina soberana?

Hice una pausa. Los procuradores, don Manuel y Felipe parecían efigies en sus sillas. Dije las palabras por las que había rezado con la esperanza de que algún día llegara ese momento.

—Sí, quiero.

Un murmullo de asombro se multiplicó por el salón. Felipe saltó de su asiento.

—¡Voto a Cristo! ¡No me sentaré aquí a ver cómo una loca me roba mis derechos!

Cisneros arqueó una ceja.

—Su alteza —repuso el presidente—, os rogamos que toméis asiento y que honréis el proceder de esta asamblea, que fue establecida mucho antes de vuestro nacimiento.

Hundiendo la cabeza entre los hombros y con la fisonomía transformada por el odio, Felipe tomó asiento como si los cojines fueran carbones encendidos. El presidente inclinó la cabeza.

—Damos las gracias a vuestra alteza. —Se volvió hacia mí—. ¿Tiene su alteza alguna otra petición que hacernos?

Asentí.

—Sí, excelencia. Dado que me reconocéis como vuestra legítima reina, os ordeno que, en breve, os trasladéis a Toledo, donde seré coronada según nuestra tradición. También ordeno que el tesoro de Segovia permanezca en la caja fuerte de la marquesa de Moya.

El presidente asintió y dijo:

—Nos alegramos mucho de la aparente buena salud de la que goza vuestra alteza. ¿Nos dais vuestro permiso para retirarnos y discutir vuestras peticiones con la gravedad que merecen?

—Excelencia —respondí—, vos y estos nobles caballeros contáis con él.

Di media vuelta y abandoné el salón.

Transcurrió un día cargado de tensión. Felipe no apareció para expresarme su furia ni tampoco don Manuel. Sin embargo, su indiferencia me resultó más perturbadora que sus anteriores amonestaciones. Incluso el almirante confesó que aunque los procuradores se reunían diariamente, había una misteriosa reticencia por parte de todos a enfrentarse con el problema que tenían entre manos: para respetar mi legítimo derecho, a cambio debían negar el de Felipe.

Al tercer día de mi aparición ante las Cortes y de otra noche sin dormir, en la que recorrí mis aposentos incansablemente y sentí removerse a mi hijo en mi vientre, llegó el almirante. Bastó con una rápida mirada a su rostro demacrado para sentirme helada por dentro.

—Se ha declarado una epidemia —anunció.

Hubo un silencio terrible. La peste no era una desgracia que me preocupara cuando estaba en Flandes, aunque seguramente habría llegado allí, lo mismo que a todas partes. Parecía que habíamos estado muy alejados de su amenaza, tanto que no recordaba que nunca hubiera sido una preocupación. En España, sin embargo, era un fantasma con el que había convivido desde la niñez. Recordaba cómo mi madre insistía, todos los veranos, en que nos retiráramos a las montañas de Granada antes de que comenzara la estación de las epidemias, y también de aquel terrible verano en Toledo, cuando murió Besançon. A menudo, la peste estallaba con catastróficos efectos en Castilla, sobre todo en las ciudades atestadas de gente. Era un azote imparable que diezmaba provincias enteras en cuestión de días.

Hice una genuflexión.

—¡Que Dios nos salve! ¿Es muy grave? ¿Es ésa la razón por la que las Cortes han demorado su veredicto?

—En parte sí —dijo con una seca risa—. Hasta ahora no se ha producido ningún caso en Valladolid, aunque vuestro esposo, al ver que el asunto con las Cortes podía demorarse, ha utilizado la peste como excusa para marcharse. Parece que tiene terror a contraería.

—Sí, desde que acabó con la vida de su asesor, el arzobispo Besançon.

—O eso es lo que quiere que creamos —remarcó el almirante con una aspereza inusitada—. En cualquier caso, los grandes lo acechan como lobos que esperan obtener favores de su miedo. Los procuradores se preparan para huir al campo. Afirman que se volverán a reunir en Toledo una vez que se extinga la peste. Entre ellos hay más cobardes de los que sospechaba. Esta mañana he insistido en que debemos cumplir nuestro deber, que Castilla no puede esperar a que ellos emitan un fallo. Pero no atienden a razones. Ni siquiera el viejo Cisneros puede detenerlos con sus arengas. Sólo puedo decir una cosa a favor de vuestro esposo: tiene una suerte de mil diablos.

—De eso soy yo la culpable —repuse con amargura—. Le dije que los nobles lo colgarían cuando menos se lo esperara. Es propio de él hacerme caso después de haber ignorado mi consejo durante años.

Hice un alto mientras escrutaba su rostro.

—¿Adónde ha ido?

—A Burgos.

Se acercó a la ventana y contempló la ciudad, inquieto.

—¡Burgos! Pero ¡está lejos de Toledo! Estamos retrocediendo. Burgos se encuentra al norte.

Se volvió hacia mí.

—Don Manuel quería ordenar el traslado a Segovia, sitiar la ciudad si fuera necesario y tomar el alcázar por la fuerza. Pero se rumorea que la peste asola Segovia y vuestro marido se niega a adentrarse más en Castilla hasta estar seguro de que no corre peligro.

Segovia. Se me heló la sangre.

—Si Felipe está dispuesto a retroceder al norte, la amenaza debe de ser real.

La mirada sombría del almirante se cruzó con la mía.

—No tengo noticias de mi dama, Beatriz de Talavera. ¡Dios bendito! ¿Y si ha caído enferma?

—Si se encuentra en Segovia —replicó—, el alcázar es el lugar más seguro. La marquesa es una anciana con carácter. Cerrará las puertas y no dejará que nada entre o salga.

Guardó silencio unos instantes.

—Tengo otra noticia. El condestable ha accedido a recibiros en Burgos. Ha preparado su propia casa para vos.

—¿El condestable? Pero la última vez que lo vi fue en La Coruña. Creía que estaba con mi padre.

—No fue con él a Nápoles. Él y Cisneros han mantenido contactos. Todo este tiempo ha espiado a vuestro esposo.

El almirante se acercó a mí.

—Alteza, el condestable tiene hombres en Burgos. Es su ciudad y está a favor de vuestro padre. Puede que no sea el hombre más moral que he conocido, pero no tolerará que se os haga daño alguno mientras estéis bajo su techo.

Lo miré a los ojos.

—¿Y vos? —susurré.

—Debo ir a Nápoles.

Levantó la voz para acallar mi inmediata protesta.

—Debo comunicar a vuestro padre todo lo que ha sucedido. Sin un fallo definitivo de las Cortes, vuestro esposo podría imponerse. Tiene a don Manuel, a Villena y a otros nobles a su lado. Ni el condestable ni yo podemos reunir suficientes hombres para oponernos a quienes lo apoyan. Necesitamos la ayuda de vuestro padre. Si aceptara movilizar a sus hombres en Aragón, entonces podríamos reunir una fuerza considerable.

Mi padre. Había luchado para apartarlo de mi mente. Mientras mantuviera a mi hijo a salvo, me repetía, no podía esperar nada más de él. Y aun así, pensar en él hacía crecer mis esperanzas.

—Podría quedarme aquí —repuse—. Habéis dicho que la peste no ha llegado a la ciudad. Es posible que no lo haga. Mejor aquí que en Burgos, a cientos de leguas.

—Alteza, os lo ruego. Estáis preñada. No podéis arriesgaros a contagiaros. Si murieseis, ¡Dios no lo permita!, entonces vuestro esposo se quedaría con todo. Recurriría al derecho de sucesión de vuestro hijo Carlos y Castilla caería en manos de los Habsburgo para siempre. Debéis marchar a Burgos. Vuestra aparición ante las Cortes os ha hecho ganar tiempo. Vuestro esposo presta atención a los consejos de don Manuel, y éste sabe que ahora no se atreven a dar un paso contra vos. No os enviaría allí si no pensara que estaréis a salvo.

—¿A salvo? —Le dediqué una pequeña sonrisa—. Pienso que ya no sé el significado de esa palabra.

Sentí la mano de Felipe cuando me cogió de la muñeca en la choza de la gitana. Vi de nuevo la cabeza decapitada rodando hasta mis pies. Había impedido la investidura de Felipe como rey por las Cortes. Con un poco de suerte y algo de tenacidad, podría engañarlo hasta que mi padre regresase.

Ya no estaba indefensa.

—La sorpresa es nuestra única baza —prosiguió el almirante—. Mientras vuestro esposo huye de la epidemia, yo viajaré a Nápoles. Su majestad os ama a vos y a Castilla. No permitirá que los flamencos destruyan todo lo que él y vuestra madre construyeron. Se marchó porque no tenía otro remedio. Pero os prometo que volveremos con un ejército lo bastante grande como para aplastar a vuestro esposo de una vez por todas.

Se acercó aún más. Olí el tenue sabor fuerte de su cuerpo masculino debajo de su brocado negro, sentí su tensa fuerza. Lo miré a los ojos. De repente, el deseo se apoderó de mí con una intensidad abrumadora. Él también debió de sentirlo. Debió de saber que en aquel momento ansié que me tomara como un hombre toma a una mujer, para sentir, aunque fuera por última vez, la liberación de estar en los brazos de alguien en quien podía confiar.

Empezó a inclinarse sobre mí, murmurando:

—Alteza, yo…

Dio un paso hacia atrás y acarició mi mejilla con delicadeza.

—No me atrevo —susurró.

Comprendí. Tomando aquella mano alargada y callosa en la mía, me la llevé a los labios.

—Que Dios os guarde —dije—. Esta vez, seré yo quien os espere.

Una calurosa noche partimos de Valladolid. Nos llevó casi una semana llegar a Burgos, y a la tercera y extenuante jornada, los flamencos padecían las agonías propias del purgatorio. Nada acostumbrados a las temperaturas de final de julio en Castilla, vestidos con sus sofocantes terciopelos y brocados, caían desmayados de sus monturas o iban al galope hasta los bosques para aliviar sus vientres de los efectos de la disentería. Felipe dio órdenes de abandonar a los enfermos. Entonces comprendí que más allá de sus propósitos, realmente le causaba pavor la peste.

Una aprensión palpable que se añadía a la tensión y el pesimismo. En los interminables anocheceres, extrañas luces que salpicaban el horizonte violeta donde la noche no llegaba a caer nunca hacían santiguarse a los españoles y murmurar malos presagios. Acabaron por separarse de los flamencos, acentuando su creciente antipatía hacia el subalterno de mi esposo.

Yo cabalgaba entre un regimiento de guardias con una única sirvienta, doña Josefa, una lavandera de avanzada edad que había formado parte de mi séquito en Valladolid. Vigorosa de cuerpo y espíritu, estaba sorda como una tapia y no se le daba importancia. Cabalgaba a mi lado, montada en un burro. Por la noche zurcía mi ropa rota, cuidaba el fuego y me servía la comida.

Pero era como si yo fuera uno más de los cientos de siervos y soldados. Nadie me prestaba más atención que a los que eran abandonados revolcándose en sus propios excrementos. Aunque estaba segura de que Felipe volvería a golpearme, de momento estábamos en un punto muerto, perseguidos por un enemigo más implacable.

Llegamos a Burgos un anochecer cargado de humedad. Después de días de intenso bochorno, las elevadas murallas se encaramaban sobre una espesa neblina que, a menudo, cubría esa zona septentrional de Castilla por la noche. No veía nada que estuviera a más de un palmo de mis ojos, mientras los centinelas de la ciudad nos inspeccionaban a todos los que formábamos el cortejo en busca de señales de fiebre o de reveladoras úlceras. A unos cuantos flamencos que padecían disentería se les prohibió la entrada y se oyeron gritos de protesta cuando Felipe los abandonó para entrar en el castillo envuelto en niebla, en lo alto de la colina. Como si hubiera un acuerdo tácito de que era mejor para todos que mi esposo y yo no estuviéramos bajo el mismo techo, fui conducida a la Casa del Cordón, un pequeño palacio con dos escudos heráldicos adornados por un cordón franciscano, una ironía que no me pasó inadvertida.

Allí me esperaba mi hermanastra Juana, la esposa del condestable.

Me dolían los huesos de las noches pasadas durmiendo en el suelo y de las largas horas sentada, zarandeándome sobre mi montura. Soñaba con una comida caliente, un baño y una cama de verdad. En su lugar tuve que enfrentarme a Juana, vestida con su mejor satén, muy enjoyada y tocada como si esperase un desfile.

—¡Vaya! —exclamó—. Tenéis el vientre tremendo.

Hice una mueca. Era cierto. Me sentía enorme en mi cuarto mes, ya que había perdido carne de todas partes excepto del abdomen. Ella, por el contrario, seguía flaca como un palillo. Nunca me había gustado, y no era porque fuera la hija bastarda de mi padre. Ya desde la niñez mostraba una decidida predisposición a buscar su propia ventaja. Se colocó de aprendiza al servicio de una mujer noble y se casó con el condestable, una alianza estratégica que la alejó de mi vida cotidiana. Sólo sentía desdén y un leve asombro de que compartiéramos la misma sangre. No había hecho ningún esfuerzo, ni siquiera para fingir afecto hacia mí, y menos aún para acudir en mi servicio cuando necesitaba ayuda. De manera cortante, le hice saber que sólo tenía que mostrar a doña Josefa dónde recoger mi comida y ordenar que cambiaran la ropa de mi cama una vez a la semana y que limpiaran mis habitaciones.

—Pero vuestra alteza necesitará criados —dijo—. Sólo tenéis a esta vieja matrona y…

La interrumpí.

—De no haber sido por esta vieja matrona podría haberme muerto de hambre. En cuanto a los criados, he aprendido a valerme sin ellos. Ahora, si sois tan amable de mostrarme mis aposentos.

Con una rígida cortesía me acompañó al piso de arriba. Me complació el hecho de que mi estatus debía de estar al alza, dada su preocupación por mi falta de criados. O tal vez le preocupaba el efecto que pudiera causar al mundo exterior ahora que me encontraba bajo sus cuidados, sin hablar de que desde mi vuelta a España había estado casi todo el tiempo viviendo en algún tipo de cautividad.

Las habitaciones me parecieron un bendito refugio, con la chimenea encendida, braseros por todas partes y un camisón y una bata doblados encima de la cama para mí. Dejé caer mi capa manchada al suelo y me dirigía a una silla cuando oí un ruido que provenía de la cama con dosel situada en un rincón.

Me giré en redondo.

—¿Quién… quién anda ahí?

Una figura salió de las sombras.

—Princesa —dijo una voz familiar—, ¿no me reconocéis? Ni el mismísimo diablo habría impedido que viniera a reunirme con vos.

Con un grito de gozoso alivio, corrí a abrazar a Beatriz.