Capítulo 31

—¿Mi padre está aquí? —pregunté mirándole con incredulidad y con la carta descansando sin abrir sobre mi regazo.

Asintió con el curtido rostro apagado por el esfuerzo. Me acompañó a Hornillos, otra pequeña ciudad, donde requisamos una casa. Era tan grande el alivio que me causaba verlo, y su agotamiento tan evidente, que de no haber sido tan importantes las noticias que traía le habría ordenado que descansara.

—Desembarcamos en Valencia hace un mes —explicó—. Me puse en camino lo antes posible para informar a vuestra alteza pero ya habíais abandonado Burgos. He tenido que recorrer muchas leguas hasta encontraros.

Asentí. La carta pesaba sobre mis muslos como si fuera una piedra. Quería mover la mano y romper el sello, pero mis dedos se negaban a obedecerme.

Vi que la mirada del almirante se posaba en el féretro, que descansaba en el suelo como si fuera otra mesa. El estandarte que lo envolvía estaba hecho jirones y manchado de tierra. Mientras su frente se arrugaba, me pregunté qué pensaría al enterarse de la macabra escena que había tenido lugar cerca de Torquemada, cuando perdí el control e incluso llegué a empujar a Beatriz en mi desesperación por llegar al ataúd de mi esposo. Había estado en Burgos, había sido informado de mi decisión de llevarme el cuerpo de Felipe conmigo a Toledo. ¿Qué otras morbosas historias habrían llegado a sus oídos?

—Utilicé su cuerpo —dije muy despacio—. Era mi escudo… pensé que no me tocarían si trasladaba sus restos a Toledo.

Mientras hablaba me di cuenta de lo extrañas que debían de sonar mis palabras, lo desvariadas que parecerían a un hombre como él, un grande que nunca había conocido las dificultades de una mujer que temía por su vida, los rigores del parto, la vulnerabilidad de la niñez. ¿Cómo podía entenderlo? ¿Cómo nadie podría entenderlo?

Sin aviso, mis ojos se llenaron de lágrimas. Incliné la cabeza. ¡Vive Dios que no lloraría delante de ese orgulloso caballero que había viajado hasta Italia para traerme a mi padre!

Se quedó quieto. Entonces hizo algo que, de otra manera, nunca habría hecho en todos sus años de servicio a la realeza. Se acercó a mí y me abrazó. Me derretí en sus brazos mientras sentía su mano acariciando mi cabello.

—Alteza, no debéis temer más —murmuró—. Su majestad os protegerá. Esta lucha vuestra es demasiado para cualquier alma. Ahora debéis confiar en su majestad.

Mientras escuchaba los latidos de su corazón bajo el almidonado jubón negro, su esternón contra mi oído, susurré:

—No sé si puedo volver a confiar en nadie.

En respuesta, recogió la carta que se había caído sin darme cuenta de mi regazo y la presionó contra mi mano.

—Leedla. Vuestra alteza verá que su majestad tiene toda la intención de ayudaros a ocupar el lugar que os pertenece. Nunca habría abandonado España si hubiera sabido lo que pretendía vuestro esposo.

Sostuve la carta un momento, antes de romper el sello y desdoblar el pergamino:

Madrecita, he sido informado de todo lo que te ha sucedido por el almirante y tu dolor me causa una gran pena. Si hubiera sabido que las cosas darían ese giro, habría regresado antes para ayudarte. Sin embargo, como ya debes de saber, tuve que abandonar Castilla porque mi reino y mi propia vida estaban amenazados. Te envío esta carta a través del leal despacho de su excelencia el almirante, y te pido que no acudas a Valencia, porque es mi intención marchar de aquí mañana. Sugiero que nos reunamos en Tortoles, donde me han asegurado que no ha llegado la peste. Hasta entonces, hija mía, rezo por tu buena salud y confío en que pronto volvamos a reunimos felizmente.

Firmado el 29 de agosto de 1507,

YO, FERNANDO DE ARAGÓN

Levanté los ojos y miré al almirante. Sentía una frágil alegría que casi me daba demasiado miedo de reconocer.

—Quiere que nos reunamos en Tortoles.

—¿Y la respuesta de vuestra alteza es?

—Sí. Mi respuesta es sí.

Le eché los brazos al cuello.

—Me reuniré con mi padre y juntos reclamaremos mi trono.

Abandoné Hornillos al día siguiente, después de enviar al almirante a Tortoles para que buscara el mejor alojamiento posible. A mi llegada, fui conducida a una casa de dos plantas en los límites del pueblo.

Beatriz, Soraya, doña Josefa y yo nos pusimos a trabajar. Sacamos la vajilla y la ropa blanca de los maltrechos baúles y aireamos las almohadas bordadas de Flandes y los tapices de lana. Cubrimos los suelos de esteras mezcladas con lavanda y tomillo y nos sentamos juntas por la noche para zurcir mis vestidos. Escogí uno con el corpiño de satén negro, adornado con piedras de ónice para mi encuentro con mi padre, pero pedí a Soraya que reemplazara las mangas drapeadas por otras, más ajustadas y de damasco carmesí. Y mi toca necesitaba un nuevo velo con algunas perlas para adornarlo. A mi padre siempre le había gustado verme con mis mejores galas.

La mañana de su llegada, mis damas se despertaron antes del amanecer. Me bañaron y cepillaron mi cabellera. Después de abrocharme el vestido, me pusieron la toca en la cabeza, ajustaron la caída del velo y retrocedieron para comprobar el resultado.

Me volví hacia ellas recogiendo mis faldas.

—¿Bien?

—Vuestra alteza está hermosa —repuso Beatriz, aunque cometió el error de desviar la mirada.

Fui hasta el tocador y cogí mi espejo de mano con el mango de plata. El agrietado y empañado espejo me devolvió la imagen de mi rostro como si se reflejara en aguas turbias. Estaba tan pálida y demacrada que no pude contener un grito.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. Parece como si hubiera estado en el mismísimo infierno.

—Así ha sido. No hay razón para fingir lo contrario.

Nunca había tenido pelos en la lengua. Con una débil sonrisa, volví a dejar el espejo sobre la mesa.

—¿Catalina ya está vestida? Mi padre querrá verla.

—Doña Josefa se cuida de ello.

Beatriz me tomó del brazo.

—Venga, vayamos al patio. Desde allí seremos las primeras en divisar a su majestad cuando se acerque.

A medianoche el calor era insoportable.

Buscamos refugio a la sombra del pórtico, donde el polvo se adhería a nuestros vestidos y el sudor nos pegaba las enaguas a los muslos. Cuando finalmente oímos un griterío sordo en la distancia, envié a Soraya a las puertas a vigilar.

—¡Los veo! —me gritó girando la cabeza por encima de su hombro—. Muchos nobles cabalgan hacia la casa.

Me humedecí los labios resecos. Muchos nobles. Seguramente, todos habían conspirado contra mí. Arrebatada por la excitación del momento, no me había parado a considerar que mi padre podría llegar con una escolta. Para entonces, Cisneros debía de haberse apresurado a darle la bienvenida, y también Villena, Benavente y el condestable, todos ellos deseosos de ganarse favores donde fuera posible.

Me preparé. Por mucho que me costara, no los dejaría ver lo mucho que detestaba su presencia. Sólo encontrarían mi fría indiferencia. Quería que se preguntaran si, una vez que estuviera a salvo en el trono, tendrían, o no, muchos asuntos sobre los que rendir cuentas.

De repente, el séquito llegó a las puertas. Era un impresionante grupo de hombres con las capas drapeadas que descansaban sobre los cuartos traseros de sus cabalgaduras, y los brillantes colores de sus insignias, escarlata, dorado y azul, refulgiendo con un brillo antinatural bajo el cielo blanco. Reconocí a Villena y a Benavente, y también al condestable. Lo había visto tratando de pasar desapercibido entre las filas del ejército de Felipe, y luego en Burgos, cuando Felipe murió. En verdad, se había comportado como un espía de mi padre.

Entonces lo divisé. Cabalgaba a la cabeza, montando un semental engualdrapado con terciopelo verde. Sentí que me temblaban las rodillas. Recordé un frío día, en un campo carbonizado a las puertas de Granada y del que ahora me parecía que me separaba una eternidad, cuando lo esperaba de puntillas y con toda mi inocencia. Entonces había cabalgado con la cabeza al descubierto, y con mi hermano, como un ángel a su lado. Ahora, sus rasgos estaban ocultos por su sombrero negro, cuya única y solitaria joya prendida a su ala parpadeaba con la luz. Se giró para hablar con el hombre que cabalgaba detrás de él.

Desmontó. Sus botas hicieron un ruido nítido al golpear el suelo. Los otros lo imitaron. Mientras los nobles bajaban de sus monturas, mi corazón latía más y más fuerte, hasta que temí que me estallara en el pecho.

Se volvió hacia donde estábamos. Mis damas se pusieron de rodillas. Yo permanecí de pie, inmóvil, mirándolo como si fuera un espejismo que pudiera desvanecerse en cualquier momento. Él estiró los hombros y cruzó el patio.

Despacio, con una compostura que ocultaba mi temor, me dirigí hacia él.

Hizo un alto y se quitó el sombrero. El sol brilló en su cabeza calva, de color cobrizo por efecto del sol napolitano. Se había dejado barba, una lustrosa mata castaña salpicada de gris. Parecía más bajo y más fornido. Sin embargo, su postura era la misma, dolorosamente familiar: las piernas arqueadas, las manos enguantadas en las caderas y su leonina cabeza ladeada.

Me recogí las faldas por encima de los tobillos y eché a correr. Mi toca salió volando.

Madrecita —dijo—. Mi madrecita, al fin…

Me abrazó.

—He vuelto a casa —dijo estrechándome en sus brazos—. He vuelto a casa contigo.

Antes de cerrar los ojos, vi al almirante entre los nobles, que me saludaba con un suave gesto de cabeza.

Nos encontrábamos sentados en la sala, con los restos de la cena aún encima de la mesa. Los nobles habían partido a sus diferentes alojamientos a petición de mi padre. Después de servirnos, mis damas desaparecieron de nuestra vista.

Curiosamente, durante la cena sólo hablamos de temas seguros. Le pregunté sobre mi hijo, a quien había dejado a buen recaudo en Aragón, y sobre su viaje.

—Nápoles es un infierno —comentó riendo—. Pero un infierno lleno de riqueza.

Los cinco años que habíamos estado separados pesaban entre nosotros y ninguno de los dos deseaba romper la ilusión de que, simplemente, disfrutábamos de un reencuentro largo tiempo aplazado. Pero llegó momento en que no pudimos evitarlo por más tiempo.

Se levantó de la silla, tomó su copa de vino y se acercó a las puertas que daban al patio. Al caer la noche, los macizos de jazmín desprendían su fragancia, que se filtraba a través de las puertas. Cerró los ojos.

—Jazmín. Siempre me recuerda a Isabel.

Permanecí sentada en silencio. Oír el nombre de mi madre en sus labios me dolió.

Sacudió la cabeza y se volvió hacia mí.

—Discúlpame. No quería incomodarte. He hablado sin pensar.

—Lo sé, padre. Habla de ella, si quieres.

—No —repuso con una sonrisa irónica—. Mejor hablemos de ti, ¿sí?

Volvió a la mesa y dejó la copa encima de ella.

—No deseo afligirte más. Quiero que te sientas a salvo y que comprendas que no sucederá de la noche a la mañana, no después de todo lo que has sufrido.

Le sonreí.

—No voy a romperme, padre. Pero tengo algunas preguntas que hacerte que sólo tú puedes contestar.

Me miró desconcertado.

—¿Preguntas?

Volvió a coger su copa, apuró su contenido e inmediatamente cogió la jarra y la volvió a llenar. Había bebido más de lo que yo recordaba. En otros tiempos se abstenía de beber salvo en las ocasiones formales.

—Muy bien —dijo poniéndose recto—. Haz tus preguntas.

Respiré hondo.

—¿Por qué abandonaste España sin intentar verme?

Para mi alivio, mis palabras no sonaron cargadas de resentimiento. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo desconcertantes que eran sus actos para mí, de lo mucho que lo había necesitado durante mi lucha por sobrevivir a mi esposo y conseguir mi trono.

Frunció el ceño.

—Creía que lo sabías. Felipe me obligó. Amenazó con invadir Aragón. No tengo el poder que tenía cuando vivía tu madre. Incluso siendo regente, necesitaba el apoyo de los grandes. Y ellos se pusieron del lado de tu esposo.

—¿Y Cisneros? ¿Actuaba como tu espía?

—Sí. Me mantenía informado de todo lo que ocurría, hasta esa sesión de las Cortes en la que desafiaste a Felipe. Entonces, por alguna razón, dejó de escribir.

—No es ninguna sorpresa. Intentaba acabar lo que Felipe había empezado. Creo que deseaba gobernar Castilla, es posible que a través de uno de mis hijos.

—Sin duda. Los humos de ese viejo buitre han aumentado desde la última vez que lo vi. Aunque acudió a verme en cuanto llegué para explicar que sólo buscaba proteger el reino. De hecho, la mayoría de los nobles me ha suplicado el perdón.

Me enfurecí.

—¿No es mi perdón el que deberían buscar?

Asintió, mirándome pensativo.

—Dan por hecho que reclamaré la regencia. No he dicho nada. Ahora, Castilla tiene una reina para que la gobierne. No tengo aspiraciones en ese sentido.

Recibí sus palabras en silencio. No deseaba hurgar más, pero sabía que nunca descansaría a menos que escuchara las respuestas de su propia boca, y de nadie más.

—Tengo una pregunta más que hacerte, padre.

—¿Sí?

—Ordenaste… —Mi voz se quebró—. ¿Ordenaste que Besançon…?

No sabía por qué le había hecho esa pregunta. Es posible que buscara la manera de aliviar mi corazón, de ahuyentar mis miedos con la idea de que era hija de mi padre y que sólo había hecho lo que era necesario. Sabía que de no haber actuado como lo hice, Felipe habría destruido España. Pero, aun así, había noches en que me despertaba gritando, en las que veía de nuevo mis manos mientras deshacían las hierbas antes de espolvorearlas en el vino, viéndolas flotar como si fueran humo durante el momento previo a diluirse en el líquido rojo. ¡Cómo, si no, habría podido saber que aquellas hierbas que había cogido en un momento de terror, harían lo que se me antojara! ¡Cómo, si no, habría podido saber que con dos simples copas de vino, me libraría para siempre de la tiranía de Felipe! ¡Cómo, si no, habría encontrado la fuerza para asesinar a mi esposo!

Se acercó a mí.

—¿De verdad me crees capaz de semejante acción?

—Aseguraba que lo habían envenenado —repuse—. Oí cómo se lo decía a Felipe. Y Felipe le creyó.

La mirada de mi padre se endureció.

—En ese caso, tu esposo era tan estúpido como aquel viejo arzobispo. Me da igual lo que pensaran uno o el otro. Pero la respuesta a tu pregunta es no. No lo envenené. Aunque sólo Cristo sabe que si alguien mereciera una muerte semejante, ése habría sido él.

Reprimí una oleada de emociones contradictorias. ¿Cómo había podido dudar de él? ¿Tanto me había perdido a mí misma que había dejado de confiar en mi propio padre? Y, sin embargo, su respuesta me había afectado. Ya nunca sería capaz de decirle la verdad. Nunca podría confesar lo que había hecho.

Era una carga que debería soportar hasta el final de mis días y sólo la expiaría con mi propia muerte.

—Perdóname —murmuré desviando la mirada—. Tenía que preguntar.

Se inclinó hacia mí y me tomó de la barbilla.

—Besançon murió por obra de Dios, no por obra mía, igual que tu esposo. Lo cual no deja de ser una forma de justicia, ¿eh?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

—Bien. No soporto la idea de que pienses mal de mí.

Dio media vuelta. Pensaba que se serviría más vino. En su lugar, sin volverse, habló de repente.

—Yo también tengo una pregunta. ¿Deseas gobernar como reina?

Vacilé. Acallé el impulso inmediato de decir sí, para hacerme responsable de mis propias cargas y guiar el camino de mi destino desde ese día en adelante. Había vivido lo suficiente para no sucumbir a otro error devastador, cometido en un ataque de orgullo, para no hacer algo que pudiera costarme todo aquello que había luchado por conseguir. La verdad era que ni siquiera mi madre había ascendido sola al trono. Se había casado con mi padre y él la había ayudado a arrebatar Castilla de sus defensores. Y ambos habían iniciado su reino. Nunca antes había tenido España una viuda por reina soberana.

—Deseo gobernar —repuse finalmente—. Pero sé que muchos preferirían ver a uno de mis hijos en el trono. Mi madre y tú gobernasteis Castilla durante varios años. ¿Qué me recomiendas?

Un largo silencio siguió a mis palabras. Luego se echó a reír bruscamente.

—No puedo dar consejos a nadie. He cometido demasiados errores. Además, te has visto obligada a tomar demasiadas decisiones en contra de tu voluntad. Ahora deberías elegir lo que sea mejor para ti.

—Muy bien. Entonces, ¿qué hay del codicilo?

Frunció el ceño.

—¿El codicilo?

—Sí. El que me dejó mamá. Decía que deberías gobernar Castilla como regente hasta mi investidura como reina. Sus condiciones siguen siendo válidas, ¿no?

Se acarició la barbuda mandíbula.

—No lo sé. Originalmente pensó en eso porque temía que tu esposo intentase quedarse con todo sólo para él. Ahora que ha muerto, no estoy seguro de que tenga vigencia.

—¿Y si lo alteráramos? Aragón y Castilla deberían permanecer unidos. Podría darte un lugar prominente en mi consejo, padre. No tendrías que volver a marcharte. Podríamos gobernar como padre e hija, librar a Castilla de todos los flamencos y hacer que las Cortes se reunieran para mi coronación.

Su sonrisa era extraña, una mera curva de los labios.

—¿Estás diciendo que no piensas volver a casarte?

—Nunca —repuse—. Tengo a mis hijos y a mi reino. No necesito nada más.

—Dices eso ahora porque estás cansada. Pero eres joven. La carne tiene sus necesidades.

—Eso se acabó. No existe un hombre vivo al que desee por esposo.

Pero, mientras hablaba, pensaba en el almirante, en su compasión y en su fuerza, en su lealtad a toda prueba. Era impensable, por supuesto. Los grandes jamás dejarían que uno de ellos les gobernase. No obstante, no podía negar las emociones que habían arraigado en mí, nacidas del despecho y del tormento de los últimos años con Felipe. De tener elección, el almirante habría sido el hombre al que habría elegido. A él le habría hecho rey.

—¿Eres consciente de que podría haber problemas? —repuso mi padre—. Cualquier suposición de que yo recuperara algo de poder podría empeorar las cosas.

—¿Cómo pueden empeorar? —Me levanté y rodeé la mesa para acercarme a él—. Los últimos seis años he estado prisionera.

Mi voz sonó entrecortada.

—No me fío de los nobles, padre. Ni tampoco de Cisneros. Todos han conspirado contra mí en un sentido o en otro. Sólo el almirante ha sido leal. Sólo él se ha preocupado por mí. Contigo y con él a mi lado, podemos mantenerlos a raya. Ya los conoces. Te ganaste su miedo cuando fuiste rey con mi madre. Ahora puedes ayudarme a mí.

—Me halaga tu confianza, madrecita —dijo en voz baja—, pero me sobreestimas. Soy más viejo. No soy el joven rey furioso que era cuando me casé con Isabel.

Busqué su mirada.

—¿Estás diciendo que no puedes hacerlo o que no lo harás?

Suspiró. Un suspiro largo y hondo que parecía transportar el peso del mundo.

—Lo haré por ti. Por ti me enfrentaré a los flamencos y a los nobles caballeros de Castilla que me odian como odian a quienes son más pequeños. Pero necesitaré tu consentimiento si actúan en mi contra. Lo último que deseo es que Villena u otro de esos lobos venga a por mí con un ejército a sus espaldas. No puedo llamar a las armas en Castilla. Las Cortes me retiraron ese poder cuando se pusieron del lado de tu esposo, aunque el codicilo de tu madre lo concedía a perpetuidad.

—Yo te lo devolveré —dije firmemente—. Será mi primera ley como reina.

Sentí esperanza. Podía hacerlo, podría ser la reina que mi madre quería que fuese. Castilla sería mía.

Buscó mi mirada.

—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? Tienes tiempo para pensarlo.

—Nunca he estado más segura. No es lo que quiero, padre, pero es lo que España necesita. Madre te nombró regente hasta que yo pudiera reclamar mi trono. Ella confió en ti. ¿Por qué no iba a hacerlo yo?

—Muy bien, pues. Juntos fijaremos el rumbo de Castilla.

Me besó en los labios.

—Y empezaremos buscando un lugar adecuado para que vivas, donde puedas recobrar tu salud y yo pueda ir a verte en cualquier momento.

Me abrazó con fuerza como había hecho tantas veces cuando era una niña.

—No sabes lo complacido que estoy —le oí decir—. Odiaba la idea de perderte de nuevo.

Cerré los ojos, de repente, abrumada por el cansancio, la tensión, el miedo y las dudas. Sentí que me abandonaba. Necesitaba descansar, acostumbrarme a estos cambios en mi vida, bienvenidos pero bruscos.

—Estoy cansada, padre. ¿Te quedarás aquí esta noche? Te he preparado una habitación.

Sonrió.

—Ojalá pudiera. Pero, en este mismo momento, Cisneros recorre impaciente sus aposentos en la ciudad, preguntándose de qué estaremos hablando. Quiero sorprenderle con la buena nueva.

Me pellizcó la mejilla.

—Volveré mañana a primera hora. Todavía no he visto a mi nueva nieta.

Me reí.

—Es un bebé, pero se parece a Catalina.

—Entonces has elegido el nombre correcto.

Se quedó quieto y me miró como si deseara grabar mi rostro en su memoria.

—Que descanses bien, madrecita —añadió y dio media vuelta para retirarse.

Mientras subía las escaleras que conducían a mis aposentos, apenas podía mantener los ojos abiertos. Me acerqué buscando a Catalina y la encontré estirada en la cama, y a doña Josefa, durmiendo profundamente en una silla, a su lado.

Mis damas me estaban aguardando. Me ayudaron a desvestirme sin decir una palabra, sintiendo mi necesidad de silencio. Desnuda entre las crujientes sábanas, en unos segundos me quedé profundamente dormida.

No me desperté ni una sola vez. Y no soñé.