Capítulo 2
Durante tres años mágicos, Granada se convirtió en nuestro refugio del ritmo agotador de la corte. Terminada la Reconquista, mi madre se dedicó a consolidar España y a establecer alianzas con otros soberanos. Pese a que los viajes seguían ocupando la mayor parte de sus compromisos anuales, juzgó que lo mejor era que tuviéramos una residencia permanente en los meses de verano, lejos de la pestilencia y el calor sofocante que castigaba Castilla.
El compromiso de mi hermana Catalina con el hijo mayor del soberano Enrique VII de Inglaterra, celebrado al año siguiente de la toma de Granada, me recordó que yo también había sido prometida en mi niñez a Felipe I de Habsburgo, hijo del emperador de Alemania. No estaba demasiado preocupada. La única de mis hermanas que había llegado a casarse era Isabel, y se había hablado de varios compromisos antes de que se marchara a Portugal y regresara, convertida en viuda, menos de un año después. Sabía que pocas princesas podían influir en su destino, por lo que no quería amargarme pensando en un futuro que parecía distante y propenso al cambio.
En Granada, mi mundo estaba lleno de juveniles esperanzas. Después de las lecciones diarias de historia, matemáticas, lenguas, música y danza, mis hermanas y yo acudíamos diariamente al hermoso patio al aire libre, situado a la orilla de los jardines, donde practicábamos el pasatiempo clásico de las mujeres nobles: bordar. La nuestra, sin embargo, era una tarea especial, ya que nuestros sencillos paños serían bendecidos y destinados a adornar los altares de las iglesias de toda España como regalos de las infantas.
Odiaba coser. Tenía una naturaleza impaciente y según se acercaba mi decimosexto cumpleaños, me resultaba casi imposible pasar mucho tiempo sentada sin moverme. Mis paños de altar sólo eran aptos para fregar el suelo de la iglesia, salpicados como estaban de puntadas mal hechas e hilos enredados. A menudo, fingía bordar, mientras no apartaba la vista de doña Ana, esperando el momento de escaparme.
La dueña se sentaba bajo la arcada con un tomo en las manos, y leía en voz alta la pasión de algún santo mártir. Nunca pasaba mucho tiempo antes de que empezara a cabecear sobre su rechoncho cuello, y a parpadear como si luchara en vano contra el sopor.
Cuando finalmente cerró los ojos, dejé transcurrir algunos minutos más. Luego, dejé el bordado que había estado haciendo, me descalcé y me levanté del banco con todo cuidado.
Isabel y María intercambiaban confidencias sentadas. Al pasar junto a ellas, con las babuchas en la mano, Isabel dijo entre dientes:
—Juana, ¿adónde crees que vas?
La ignoré e hice una seña a Catalina. Mi hermana pequeña dio un respingo. Su bordado cayó al suelo sin que se molestara en recogerlo.
—Vamos, pequeñita, tengo algo que enseñarte —dije, con una sonrisa.
—¿Es una sorpresa?
Catalina se quitó las babuchas de un puntapié. Antes de echar a andar, se tapó la boca con una mano y miró a doña Ana, que dormía ajena a lo que la rodeaba. Sólo la habrían despertado las pisadas de un elefante. Ahogué una risita repentina.
Naturalmente, María pensaba que el mundo se vendría abajo si alguna de nosotras desobedecía.
—Juana, morirás de un resfriado si andas por ahí descalza. Siéntate. No puedes sacar a Catalina a los jardines sin llevar una escolta adecuada —susurró escandalizada.
—¿Quién dice que no tenemos escolta? —repliqué señalando con el dedo. Como si se desenroscara desde detrás de los pilares de la terraza, una ligera sombra se acercó a nosotras.
Se detuvo expectante, con los ojos negros que brillaban detrás de los párpados algo caídos y una cabellera rizada de color azabache, recogida en trenzas alrededor de su cabeza. Iba vestida como una castellana, pero, contemplándola, uno creía oír el tintineo de pulseras bermejas. Sonreí al ver que todavía iba descalza.
Se llamaba Soraya. La habían encontrado escondida en el harén de la Alhambra y nadie sabía si era una esclava olvidada cuando las concubinas habían decidido suicidarse o la hija de una de las esposas menos deseadas por el califa. Había implorado misericordia en árabe y se había convertido enseguida. Con trece años como mucho, poco le importaba a qué dios venerar con tal de seguir viva. Supliqué a mi padre que me dejara tenerla como mi doncella, a lo que accedió a pesar de las objeciones de mi madre. Nunca se alejaba mucho de mi lado. De noche dormía a los pies de mi lecho, en un catre, y de día me seguía a todas partes como si fuera un gatito. Me pasaba horas enseñándole castellano y aprendía rápido, pero la mayoría de las veces prefería mantenerse callada. Había sido bautizada con el consabido nombre cristiano de María, pero nunca respondía a él, así que todos acabamos aceptando el nombre que tenía antes.
Yo la adoraba.
—¿Esa esclava hereje? —replicó en voz baja mi hermana Isabel—. ¡No es una escolta apropiada!
Eché la cabeza hacia atrás, cogí a Catalina y a Soraya de la mano, y sin soltarlas, me escabullí hacia los jardines. En medio de risas ahogadas nos adentramos en una rosaleda que había sido el retiro privado de los califas. Soraya conocía los jardines como la palma de su mano. Me había guiado incontables veces en excursiones prohibidas y sabía adónde quería ir. El anochecer había empezado a envolver el cielo con destellos violetas. Me hizo un gesto de prisa. Apreté el paso y casi arrastraba a Catalina.
—¡Date prisa! Soraya dice que debemos llegar antes de que anochezca.
Soraya corría veloz delante de nosotras.
—Juana, detente —dijo mi hermana jadeando—. No puedo correr tan deprisa como vosotras dos.
Terca, se detuvo.
—Me duelen los pies —insistió, y tras dejar caer las babuchas al suelo, introdujo en ellas los pies manchados de tierra—. Te has hecho un desgarrón en la falda cuando hemos entrado en el bosquecillo. Es la tercera saya que destrozas esta semana. Doña Ana se pondrá furiosa.
Lo miré. Me daba igual que doña Ana se enojase. Habíamos llegado a la parte baja de los jardines. Delante de nosotras, un muro derruido lindaba con la sima profunda del desfiladero. A lo lejos se alzaban las colinas del Sacromonte, moteadas de diminutas cuevas. Soraya se detuvo junto al muro y señaló hacia el cielo.
Levanté los ojos hacia ese firmamento color violeta.
—¡Mirad!
Una forma solitaria revoloteó por encima de nuestras cabezas. Le siguió otra, y luego otra, y luego otra más, hasta que una miríada de criaturas crearon un denso entramado, entrecruzándose sin tocarse, batiendo las alas tan deprisa que el movimiento era invisible para el ojo humano.
Sentí un escalofrío. Sabía que no nos harían daño pero no podía evitar sentir miedo, a pesar de que había estado allí muchas veces antes.
Catalina apretaba su cuerpo contra el mío.
—¿Qué… qué son?
—Eso era lo que quería enseñarte, pequeñita, son murciélagos.
—Pero… ¡pero los murciélagos son criaturas malditas! Doña Ana dice que anidan en nuestros cabellos.
—Tonterías. No son más que animales.
No podía apartar la vista de ellos, paralizada por su sigilo. De repente, anhelé poder volar como ellos, sentir el anochecer en mi piel.
—Fíjate bien. ¿Ves cómo nos sobrevuelan sin hacer ruido? Aunque falta poco para que anochezca, nunca se pierden.
Miré a Catalina. Estaba pálida. Lancé un suspiro e hinqué una rodilla en tierra.
—Pasé mucho miedo la primera vez que los vi. Pero me ignoraron como si no existiera —dije con una sonrisa tranquilizadora—. No debes temer a los murciélagos. Comen frutos, no personas.
—¿Cómo lo sabes? —repuso temblando.
—Porque los he observado. He visto cómo se alimentan. Mira esto.
Saqué una granada del bolsillo de mi vestido. Mordí con fuerza su dura piel y aparecieron sus semillas de color rubí. Arranqué las semillas y las arrojé al aire, a corta distancia.
Un murciélago descendió en picado para atrapar las semillas en el aire. Catalina abrió los ojos de par en par cuando la cogí de la mano y la arrastré hacia delante. Miró sobrecogida a la horrorosa criatura con el diminuto cuerpo peludo como el de una rata, y las alas ásperas pero sorprendentemente ágiles. Pronto había varios más encima de nosotras, tan cerca que podíamos sentir cómo cortaban el aire sobre nuestras cabezas. Se abalanzaron sobre el suelo, donde estaban las semillas desperdigadas, como si la indecisión hubiera desaparecido. Yo estaba a punto de arrojarles más semillas con mis manos manchadas de rojo cuando sentí que Catalina apretaba mi mano con la suya.
—No —susurró—. No lo hagas.
—No te harán daño. Te lo prometo. No debes tener miedo.
—No… No lo tengo. Pero no quiero que lo hagas.
Anhelaba poder atraer a más criaturas. Las semillas habían sido un experimento. No había pensado que podía atraerlas con ellas. Pero mientras pensaba lo que quería hacer, los murciélagos echaron a volar entre chillidos. Catalina y yo lanzamos un grito y dimos un salto atrás cubriéndonos la cabeza. Mientras se reunían con sus compañeros y reanudaban su extraña danza aérea, divisé a Soraya sonriendo y me eché a reír.
Catalina me miró desafiante.
—¡Tenías miedo! ¡Has pensado que nos harían daño!
Asentí.
—Cierto. Al final no soy tan valiente.
El último rayo de sol se desvaneció. Los murciélagos revoloteaban de aquí para allá atraídos por la humedad de las numerosas fuentes de la Alhambra. Por lo general permanecían en el aire hasta que caía la noche, y luego descendían como una nube sobre los huertos desparramados por los campos, seducidos por la fruta madura.
Salvo esa noche. Parecían inquietos, inseguros de su destino. ¿Les habría agitado nuestra presencia?
—Tal vez no son tan diferentes de nosotros como pensamos —dije en voz alta.
Catalina me miró. Por encima de nosotras, los murciélagos se desperdigaron como hojas dispersas por una repentina ráfaga de viento.
Desilusionada, di media vuelta en dirección a palacio. Soraya se acercó a mí y me tiró de la manga. Seguí su mirada hasta divisar el haz de antorchas encendidas transportadas por esclavos, que avanzaba a toda velocidad hacia la torre del homenaje.
—La reina —susurró Soraya—. La reina, vuestra madre, está aquí.
Dirigí una sonrisa preocupada a Catalina.
—Será mejor que volvamos. Nuestra madre está aquí.
A nuestro regreso, doña Ana gritó:
—¿Dónde os habíais metido? ¡Ha llegado su majestad!
Cogió a Catalina de la mano, me miró con el ceño fruncido, hizo un gesto a Soraya para que volviera a nuestros aposentos y nos empujó por los corredores hasta que llegamos al Salón de Embajadores.
Isabel y María ya habían llegado. Me coloqué al lado de María para evitar la mirada acusadora de Isabel.
—Doña Ana estaba fuera de sí. ¿Por qué tienes que sacarla de quicio?
No contesté. Estaba concentrada en los cortesanos que llegaban procedentes de la torre del homenaje, y buscaba a mi padre entre sus filas. Al no encontrarlo se me cayó el alma a los pies. Mi madre había venido sola a Granada.
La llegada del arzobispo Cisneros me causó un estremecimiento. Bajo el vuelo de su hábito de franciscano asomaban unos pies desnudos y esqueléticos calzados con sandalias de piel. Era el eclesiástico más poderoso de Castilla, el jefe de la diócesis de Toledo y nuestro nuevo Inquisidor General, un protegido de Torquemada. Decían que Cisneros había caminado desde Segovia a Sevilla en aquellas sandalias para dar gracias a Dios por habernos librado de los moros.
Yo lo creía. Se había dedicado, con singular ahínco, a erradicar la herejía de España, ordenando bajo pena de muerte que todos los judíos y los musulmanes se convirtiesen o se marchasen para siempre. Muchos habían elegido morir antes que vivir bajo la amenaza de espías e informantes que se dedicaban a cazar a los conversos que practicaban en secreto la fe que había sido prohibida. Mi madre había tenido que poner freno a las tácticas de Cisneros, cuando trató de investigar a miembros de su linaje, algunos de los cuales tenían ancestros judíos. Y pese a eso, aún había enviado a la hoguera a más de cien herejes en un solo auto de fe, una muerte espantosa para cualquier ser vivo, sean cuales sean sus creencias. Para mí, Cisneros olía a sulfuro, y me sentí aliviada cuando pasó por mi lado sin mirarme, con la mirada fija en la antecámara.
Momentos después apareció mi madre.
Avanzó entre los cortesanos que se inclinaban para hacerle reverencias, con las cintas de su gorro de lino atadas bajo la barbilla. Desde la Reconquista había ganado peso y prefería vestir con sencillez, aunque ahora lucía su joya favorita, un zafiro que combinaba el yugo y las flechas de su emblema con el de mi padre.
Nos inclinamos ante ella en señal de reverencia.
—Levantaos, hijas. Dejadme que os vea.
Me acordé de mantener la espalda derecha y la mirada baja.
—Isabel —dijo mi madre—, estás pálida. Rezar menos te sentaría bien.
Avanzó hacia Catalina, que no pudo reprimir un espontáneo «¡¡Madre!!», seguido de sonrojo. La reina la reprendió:
—Catalina, vigila tus modales.
Luego, con Cisneros detrás de ella, se detuvo delante de mí. Sentí cómo su desagrado caía sobre mí con el peso de un yunque.
—Juana, ¿has olvidado la orden de preferencia? Como la tercera de mis hijos, en ausencia de tu hermano, deberías estar al lado de Isabel.
Levanté la mirada.
—Perdóname, madre… quiero decir, majestad.
Mientras hablaba, intenté esconder las manchas de granada llevándome las manos a la espalda.
Mi madre frunció la boca.
—Ya veo. Hablaremos de esto más tarde.
Después retrocedió un poco y nos habló a todas:
—Me complace volver a estar con mis hijas. Podéis acudir a las vísperas y después, cenar. Hablaré con cada una de vosotras cuando haya despachado otros asuntos.
Volvimos a hacer una reverencia y atravesamos el salón mientras la corte se inclinaba reverente a nuestro paso. Antes de irnos, aventuré una ansiosa mirada por encima del hombro.
Mi madre se había dado la vuelta.
Me llamó después de cenar. Acudí con Soraya, que mientras yo esperaba en un banquillo en la antecámara de los aposentos de la reina, fue a sentarse con lánguida gracia en uno de los cojines que decoraba un rincón. Siempre que podía, optaba por el suelo y no por las sillas.
Me quedé mirando la luz temblorosa que proyectaban las lámparas de aceite en las celdas de panal que formaban el intrincado techo de estuco, sin dejar de estirarme las faldas. Soraya me había ayudado a embutirme en uno de mis adustos trajes de ceremonia, que parecía haber encogido desde la última vez que me lo puse. El canesú oprimía mis incipientes senos y el bajo apenas me cubría los tobillos. Había tenido mi primera regla a los trece años y desde entonces parecía como si mi cuerpo hubiese desarrollado una voluntad propia. Tenía las piernas largas y desgarbadas de un potrillo y un delicado vello rojizo asomaba en partes que doña Ana me prohibía tocar. Soraya había recogido mi cabellera en una redecilla bordada con cuentas y yo me había restregado las mejillas hasta dejarlas en carne viva, intentando en vano borrar algunas pecas que traicionaban mis frecuentes incursiones sin llevar puesta la toca.
Todo ese tiempo me pregunté por lo que me aguardaba. Mi madre rara vez acudía a Granada en esas fechas del año. Que hubiera llegado a mediados de junio significaba que algo iba mal. Traté de convencerme de que no tenía nada que ver conmigo. No podía pensar en nada que hubiera hecho mal, excepto mis esporádicas escapadas a los jardines, que no podían ser más que una pequeña falta. Aun así, estaba preocupada, como siempre lo estaba cuando me enfrentaba a mi madre.
La dama favorita y amiga de toda la vida de la reina, la marquesa de Moya, apareció en la entrada de los aposentos. Su sonrisa me tranquilizó.
—Princesa, su majestad os recibirá ahora.
La marquesa siempre había sido amable conmigo. Me habría avisado si me aguardaba la censura. Caminé con renovada confianza hacia los aposentos de mi madre, donde otras mujeres dejaron de vaciar los baúles para hacer una reverencia. Al llegar a la puerta de su cámara me detuve. No podía entrar sin que antes me diera permiso.
El aposento era pequeño. Estaba iluminado por braseros y candelabros, y desde la gran ventana situada en la pared opuesta a la entrada, se divisaba el valle. Papeles y libros se apilaban sobre la mesa. La espada mellada y falta de brillo que mi madre había llevado con ella en cada batalla ocupaba un lugar destacado en la pared. Su lecho, semioculto detrás de un biombo labrado en madera de sándalo, descansaba en un rincón. De acuerdo con su ascetismo personal, los suelos de mármol estaban desnudos.
Me arrodillé en el umbral.
—Pido permiso para visitar a vuestra majestad.
Mi madre abandonó las sombras que envolvían su mesa.
—Tienes mi permiso. Entra y cierra la puerta.
No podía ver su rostro. Me detuve a la distancia apropiada y repetí la reverencia.
—Puedes acercarte más —dijo secamente.
Caminé hacia ella preguntándome, como hacía desde que tenía memoria, si le gustaba lo que veía. Aunque la sobrepasaba en estatura al menos un palmo, seguía sintiéndome como una niña a la espera de alabanzas.
Ella se colocó bajo la luz que desprendían las velas. Mi temor debía de ser visible, porque me preguntó:
—¿Qué ves, hija, para mirarme así?
Bajé la mirada, inmediatamente.
—Ojalá abandonaras ese hábito. Desde que eras un bebé, siempre lo has mirado todo como si estuviera delante de ti para ser examinado.
Señaló el banco que había delante de su mesa. Cuando me senté volvió a mirarme en silencio.
—¿Sabes por qué te he llamado?
—No, madre —respondí con un terror repentino.
—Debería ser para castigarte. Doña Ana me ha informado que esta tarde has dejado a tus hermanas cosiendo y has llevado a Catalina a los jardines. Tengo entendido que desapareces, a menudo, sin dar palabra ni tener permiso. ¿Qué significan esas excursiones?
La pregunta me sorprendió. Rara vez mostraba interés en mis pensamientos privados.
—A veces me gusta estar sola, para poder observar las cosas —respondí en voz baja.
Tomó asiento en la silla tapizada que había delante de su mesa.
—¿Qué puede ser tan fascinante para que quieras observarlo a solas?
No podía hablarle de los murciélagos. No lo habría entendido.
—Nada en particular —repuse—. Me gusta la soledad, eso es todo. Siempre estoy rodeada de criadas y tutores, y doña Ana siempre está regañándome.
—Juana, su obligación es guiarte.
Se inclinó hacia delante. Su voz era firme.
—¿Cuándo te darás cuenta de que no puedes hacer lo que te plazca? Primero fue tu fascinación con todo lo musulmán, después insististe en tener a esa esclava mora a tu servicio, y ahora es esa extraña inclinación hacia la soledad. Sin duda, debe de haber una explicación para un comportamiento tan inusual.
Mis hombros se tensaron.
—No es tan inusual.
—¡Oh! —exclamó, arqueando una ceja—. Tienes dieciséis años. Cuando yo tenía tu edad peleaba por Castilla. No tenía tiempo ni inclinación para permitirme pasatiempos que disgustaran a mis mayores. Ni creo que deberías tenerlos tú. Doña Ana dice que eres rebelde, testaruda, que lo discutes todo. Ése no es el comportamiento de una infanta de la Casa de Trastámara. Eres descendiente de reyes y debes comportarte según tu rango.
La reprimenda no me era desconocida y todavía me afectaba, como ella bien lo sabía. ¿Cómo podía comparar mi muy insignificante vida con sus monumentales logros? Satisfecha con mi silencio, acercó un candelabro, abrió una cartera y sacó un papel de vitela.
—Esta carta es para ti.
Tuve que contenerme para no arrebatársela de la mano.
—¿Es de mi padre? ¿Viene a visitarnos? ¿Vendrá Juan con él?
Lamenté mis palabras en el mismo momento en que las pronuncié. Su voz se volvió más severa.
—Tu padre y tu hermano siguen en Aragón. Esta carta es del archiduque Felipe. —Me entregó el papel y añadió—: Te suplico que la leas en voz alta. Está en francés, un idioma que prefiero no hablar.
¿Había recorrido tantos kilómetros para traerme otra aburrida carta de la corte de los Habsburgo? Empecé a sentir alivio cuando se me ocurrió que no había venido a Granada sólo para esto, debía de tratarse de algo importante. Preocupada de repente, examiné el pliego. Era caro, de una piel fina y flexible que había sido raspada y suavizada hasta adquirir la consistencia del papel. Por lo demás se parecía mucho a las otras cartas que había recibido con regularidad a lo largo de los años, hasta que me fijé en las frases tachadas: hablaba de una mano poco habilidosa con la pluma. Eché un vistazo a la firma: una «F» corrida, debajo de la insignia de un águila de los Habsburgo. Aquélla debía de ser una carta del mismísimo Felipe.
—Estoy esperando —dijo mi madre.
Empecé a leer, traduciendo las palabras al español.
—«He recibido la carta que vuestra alteza me envió recientemente, en la que me percato de vuestro afecto. Os aseguro que vuestras nobles palabras no podrían ser más dulces para los oídos de un hombre, ni vuestra promesa más gratificante…». Fruncí el ceño.
—¿De qué carta habla? Yo nunca le he escrito.
—No —repuso ella—. Lo hice yo. Prosigue.
Reanudé la lectura:
—«… más gratificante para quien comparte vuestra devoción. Debo confesaros que siento un apasionado afecto al saber que pronto conoceré a su alteza. Rezo para que vuestra llegada aquí, y la marcha de mi hermana Margarita a España, ocurra lo antes posible, de manera que el amor entre nosotros y entre nuestros países se haga realidad».
Levanté la vista al comprender de repente.
—Habla de matrimonio…
Mi madre se recostó en su banco.
—Así es. Es hora de que vayas a Flandes y contraigas matrimonio con Felipe y de que su hermana Margarita venga aquí y haga lo mismo con tu hermano.
Hizo una pausa.
—¿Dice algo más?
Me costaba respirar. La carta daba vueltas ante mis ojos.
—Hay una posdata de alguien llamado Besançon. Me aconseja que aprenda francés, dado que es la lengua que se habla en la corte flamenca.
—Besançon.
Mi madre hizo una mueca.
—Aunque sea el primer arzobispo de Flandes, es excesivamente francés en sus modales, y sabe lo que pensamos de su nación de lobos. —Su mirada se volvió distante—. No importa. No tardaremos en poner a Francia en su lugar. Hace años que ese reino representa problemas, invadiendo Aragón y amenazando el derecho de tu padre a Nápoles. Es hora de que pongamos fin a su descaro.
Una tensa sonrisa cruzó sus labios.
—El emperador Maximiliano y yo hemos acordado renunciar a las dotes, dado el coste del transporte en estos días, pero a su muerte, su hijo Felipe heredará su imperio mientras que su hija Margarita recibirá varios territorios importantes en la Borgoña. Y una vez que tu hermana Catalina se case con el heredero de Inglaterra, nos convertiremos en una potencia más grande, si cabe, y con lazos familiares por toda Europa. Francia no se atreverá nunca más a entrometerse en nuestros asuntos.
Me quedé paralizada en el banco. ¿Cómo podía hablar de política cuando toda mi existencia había dado un vuelco? ¿Esperaba que abandonara mi hogar, mi familia, para irme al encuentro de un marido y de una tierra desconocidos, sólo para que ella pudiera atacar a Francia? Eso no podía pasar… Mi voz sonó temblorosa:
—Pero, ¿por qué a mí? ¿Qué he hecho para merecer esto?
Su risa fue seca.
—Hablas como si se tratara de un castigo. Esto no puede sorprenderte. Sabes que estás prometida a Felipe desde los tres años.
Su mirada se clavó en mí.
—Confío en que no habrás olvidado la importancia de cumplir con tu deber por el bien de España.
Su tono era de advertencia, y por primera vez en mi vida olvidé que no era prudente, o beneficioso, discutir con Isabel de Castilla. Lo único que podía pensar en aquel momento es que ella no habría abandonado nunca España. ¿Cómo podía esperar que yo sí lo hiciera?
Levanté los ojos.
—No lo he olvidado pero no deseo casarme con Felipe de Habsburgo.
Me fijé cómo sus manos se crispaban.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Porque yo… no lo amo, es un absoluto desconocido para mí.
—¿Eso es todo? No conocía a tu padre antes de casarnos; sin embargo, eso no me impidió cumplir con mi deber. Gracias a nuestro matrimonio, España se unió bendecida por Dios. Primero cumplimos con nuestro deber, y el amor vino después. A aquellos a quienes Dios une siempre les llega el amor.
—Pero mi padre es español, aragonés. Tú no tuviste que marcharte.
—Pocas mujeres se casan con sus compatriotas. Tuve la fortuna de desposarme con tu padre, pero como bien sabes, fueron muchos los nobles de Castilla que se opusieron al principio a nuestra boda. No creían que Fernando mereciera ser mi consorte. Los grandes querían que me casara con uno de ellos y que anexionara Aragón a Castilla para que su poder aumentara aún más. De hecho, casi me obligaron a hacerlo. Pero la voluntad de Dios se impuso. Hizo que Fernando y yo acabáramos juntos para que Aragón y Castilla pudieran unirse contra los herejes, y ahora Él os une a Felipe y a ti por el bien de España.
Me irrité.
—Mi padre era un buen partido. Era un príncipe y se convirtió en rey de Aragón, además de consorte real. ¿Qué es Flandes sino un mísero ducado y Felipe un mero archiduque?
—Es archiduque pero también es el heredero del emperador. Y aunque Flandes es un ducado, no tiene nada de mísero. Como parte del imperio de los Habsburgo, supervisa los Países Bajos y defiende sus fronteras de los franceses. Además, es próspero y pacífico. De ahí que los súbditos de Felipe le sean tan devotos y le llamen el Hermoso. Y sólo es un año mayor que tú. Cualquier princesa estaría rebosante de alegría por casarse con un hombre semejante.
—Entonces, mándale otra —repliqué antes de que pudiera controlarme—. María no está prometida a nadie. Podría reemplazarme y él nunca notaría la diferencia, si ni siquiera sabe cómo soy.
—¿Reemplazarte?
Se enderezó en su asiento.
—Si no te conociera mejor casi diría que me desafías.
Me estremecí.
—No es mi intención, madre. Pero si debo casarme, preferiría hacerlo con un noble español.
La palmada de sus dedos ensortijados sobre la silla resonó en la habitación.
—¡Basta! Conque un noble español. ¡Como si fuera a entregar una hija mía a uno de esos buitres que se llaman grandes a sí mismos! Ellos arruinaron España con su avaricia y ambición. De no ser por mí, todavía viviríamos en el caos mientras ellos se llenan los bolsillos con el oro musulmán. ¿No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho? Serás una emperatriz de los Habsburgo. Te he elegido a ti para esta gran tarea.
Tendría que haberme asustado. Tendría que haber sabido que había perdido la batalla. En su lugar, hablé con una voz fría que apenas reconocí:
—Una tarea que nunca he pedido.
Enfadada e impaciente caminó hacia la ventana. Los segundos transcurrieron como si fueran años. Cuando finalmente habló, su voz me fulminó.
—Harás lo que se te dice. Flandes es un reino respetable que Felipe ha gobernado desde niño. Su linaje es impecable y su corte tiene fama por su cultura. Te puedo asegurar que te sentirás a gusto.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Comprendí que mi niñez se desvanecía como si fuera un espejismo. Nunca más volvería a disfrutar de aquellas tardes despreocupadas recorriendo los jardines. No me importaba la reputación de Felipe o de su corte, nada de lo que él tuviera igualaría nunca la belleza de España.
Una brecha se abrió dentro de mí.
—Madre, por favor, ¿debo hacerlo?
Dio media vuelta.
—Las Cortes han dado su consentimiento y los documentos del compromiso están firmados. No puedo ignorar el bienestar de Castilla porque tú lo desees.
La habitación dio vueltas a mi alrededor. Apenas la oí mientras regresaba a su mesa.
—No irás sola a Flandes. Doña Ana te acompañará en calidad de dueña y tendrás una casa que atender. Y por supuesto Felipe velará por tu bienestar, como debe hacer un buen marido. Verás que esos miedos tuyos son los nervios propios de una novia. Todas los hemos vivido.
Ella había elegido a mi séquito, incluso había decidido cómo me trataría mi marido. En aquel momento, recordé a Boabdil arrodillándose delante de mi madre en el suelo carbonizado.
Reprimí una cascada de lágrimas. No me humillaría.
—¿Cuándo? —pregunté—. ¿Cuándo debo ir?
—No antes de un año como mínimo, pero tenemos mucho que hacer.
Su tono era enérgico.
—Sé lo avanzada que vas en tus estudios, pero como tienes pocas oportunidades de practicar francés, buscaré un tutor con experiencia para que te ayude. Debes seguir perfeccionando tus conocimientos de música y danza. Parece que los franceses valoran esas habilidades.
Ahí estaba. Mi futuro trazado con la misma precisión que había demostrado en su lucha contra los moros. No era más que otro soldado en su ejército, otro cañón en su arsenal.
En aquel momento la odié.
Mojó la pluma en el tintero y acercó un montón de pliegos hacia ella.
—Ahora tengo asuntos que atender. Mañana, después de tus lecciones, escribiremos tu respuesta a Felipe. Dame un beso y retírate a decir tus oraciones.
Mañana parecía estar lejos, a una eternidad de distancia. No sentía las piernas, sin embargo logré rozarle las mejillas con los labios, hacerle una reverencia y caminar hacia la puerta. Antes de abrirla me quedé unos instantes quieta, con la mano en el pasador. Pensé que transigiría, que me llamaría porque no podía dejarme marchar así.
Pero ya estaba absorbida por sus deberes.
Abandoné el aposento y pasé con la carta en la mano por delante de las mujeres que se encontraban en el pasillo. Soraya se levantó del suelo con mirada inquisitiva. No podía regresar a mis aposentos. Mis hermanas estarían despiertas y esperándome. No me dejarían en paz hasta que les contara la noticia y luego, ¡oh, Señor!, luego empezaría a llorar como una niña, como una idiota, como Isabel con su interminable dolor. No podía verlas. Todavía no. Necesitaba estar sola algún tiempo, en algún lugar privado para ventilar mi rabia y mi pena.
Me recogí las faldas y eché a correr sorteando a los centinelas y a las esclavas que se inclinaban en apresuradas reverencias, tirando por el suelo cestas cargadas de ropa de cama secada al sol. Huí como si me persiguieran, corrí sin parar hasta llegar, sin aliento, a un patio descubierto. Soraya me siguió a corta distancia.
Un olor a jazmín me envolvió. Encima de mí, la luna en forma de hoz brillaba suspendida en un deslumbrante firmamento salpicado de estrellas. Escuché cómo escupían agua los leones de piedra que rodeaban la fuente. Con los pies sumergidos en el agua, me giré lentamente para contemplar las ojivas de la Alhambra, el elaborado frontón y el mármol esculpido.
Reinaba el silencio. Todo había cambiado. Ese mundo que yo tanto amaba no lloraría por mí, ni siquiera notaría mi ausencia. Continuaría, eternamente indiferente en su belleza, mientras sus muros absorbían los ecos de aquellos que lo abandonaron. Sentí a Soraya a mi lado. Mientras su mano cogía la mía dejé escapar mis lágrimas en un furioso silencio.