Capítulo 18

Cisneros partió dos días después, tan abruptamente como había llegado. Pero su milicia de sesenta y dos soldados se quedó, convirtiendo mi agradable residencia, de la noche a la mañana, en un cuartel. Encerrada en mis aposentos con mi hijo y su cuna, ya que temía algún nefasto plan para apartarlo de mí, mis damas y yo adoptamos la actitud defensiva de mujeres bajo sitio.

La posterior llegada de don Lope, el secretario de mi madre, no alivió mis miedos. Como siempre, parecía feliz de verme, y aunque un poco más calvo y agobiado por las preocupaciones, igual que cuando fue a Flandes, intentó disipar mi tensión y responder a todas mis preguntas. Me aseguró que mi madre se encontraba bien aunque había tenido dificultades con sus Cortes. Y seguía sin haber noticias de mi esposo. Hablaba con convicción pero detecté un nuevo atisbo de cautela en su tono. Mi madre lo había enviado personalmente para servirme, dijo, y se dispuso a ejercer su papel de secretario, escribiendo mis cartas y despachándolas religiosamente por correo. Sé que lo hacía porque siempre recibía la misma e imperturbable respuesta: paciencia. Debía ser paciente. Su majestad se reuniría conmigo tan pronto como pudiese. Hasta entonces no había nada que hacer. Llegó el invierno y ya no podía viajar. Ahora debía esperar hasta la primavera. Si necesitaba algo, sólo tenía que pedirlo. Sin duda, la Mota debía aprovisionarse para lo que prometía ser un largo y duro invierno.

Ninguna de sus respuestas estaba escrita de su puño y letra, aunque todas llevaban el sello de mi madre. Según pasaban los días, mis sospechas crecieron en espiral hasta alcanzar un grado casi febril. No estaba encerrada bajo llave, era libre para ir y venir como también lo eran mis mujeres. Pero no existía la menor duda, tal como estaban las cosas, de que la milicia del arzobispo guarnecía las barbacanas y los principales rastrillos día y noche. No había manera de que pudiera salir sin pasar primero por delante de ellos.

Todos los días contemplaba las murallas. Envuelta con un manto, pasaba horas de pie, contemplando el cielo oscurecido allá donde las nubes convergían y los halcones solitarios, que volaban en círculo con una determinación carente de remordimiento, buscaban desde lo alto presas en los pastos elevados, antes de que el invierno se instalara de forma definitiva.

Sentía que dentro de mí se abría un foso terrible y devorador. Deseaba creer que algo más había pasado, un percance diplomático que requería toda la atención de mi madre. Tales asuntos se me habían ocultado en el pasado. No se me había comunicado de inmediato la muerte del esposo de Catalina o el estallido de la guerra en Nápoles. Aunque me enfurecía que todavía pensase que debía evitarme las realidades de este mundo como si fuera una niña, eso no significaba que me hubiera mentido. Así me lo repetía una y otra vez, porque no podía soportar la idea de que se demorara y se demorara, hasta que ya no pudo demorarse más.

Me abracé al parapeto de piedra que tenía delante.

¡Dios mío! ¿Y si Felipe tenía razón? Había puesto toda mi confianza en mi madre. La había defendido, incluso conspirado por ella, y con ello había despertado la falta de confianza y la enemistad de mi esposo. Felipe creía que ella y mi padre habían asesinado a Besançon. ¿Y si era cierto? Dios sabía que ella era capaz de eso, y que cuando se trataba de defender España ella era capaz de cualquier cosa. Felipe había dicho que ella nunca me dejaría gobernar, que nos había llevado hasta allí porque quería poner sus manos en nuestro hijo Carlos, un príncipe al que podía moldear hasta convertirlo en un rey merecedor de sucedería. Que no hubiéramos traído a Carlos con nosotros había sido un golpe para sus planes. Ahora, sin embargo, yo le había dado otro hijo varón, otra oportunidad.

Me giré para apartarme de la vacía pradera que se extendía ante mí y caminé por las murallas hasta llegar a la barbacana desde la que podía verse el camino principal. Me estaba volviendo loca. No era posible. Era mi madre. Ella nunca me haría una cosa así. Pero mi miedo se desplegaba como un mapa en mi cabeza, un mapa de mentiras y engaños. Estaba en la Mota, una fortaleza inexpugnable. Lo que al principio parecía una elección lógica, un castillo en el centro de Castilla desde donde podía viajar a varias ciudades o puertos, ahora me parecía una trampa. ¿Mi madre quería aislarme? ¿Quería impedir que volviera con Felipe? Él se había mantenido inflexible y había llevado sus planes a una situación caótica. Aunque las Cortes lo habían nombrado príncipe consorte nunca podría reivindicar el nombramiento sin mí. No sería rey a menos que yo fuese reina. Ella y sus procuradores podían aprobar una enmienda legislativa por la que excluyeran a Felipe de la sucesión y nombrar a Fernando heredero en su lugar, un príncipe nacido en España, con la sangre de los Trastámara y los Habsburgo y criado en Castilla por su abuela. Así ella seguiría gobernando después de muerta. A través de él España se mantendría a salvo de los expolios de Francia.

Pero antes había que hacer algo conmigo, tenían que deshacerse de mí, sacrificarme por el bien del reino, como habían hecho con mi abuela.

«Si quiere sobrevivir, a veces una reina debe actuar en contra de su corazón». Solté un grito ahogado. En aquel momento vi tan claro como si hubiera ocurrido, cómo Cisneros y sus hombres secuestraban a mi hijo y a mí me encerraban en esa ciudadela. Mi padre se encontraba en Nápoles, sumido en una guerra que podía durar meses. Para cuando volviera ya estaría hecho. Mi madre le entregaría la nueva sucesión con un nieto que lo acompañaría hasta Aragón, en lugar de una hija cuyo esposo le había causado innumerables problemas. Es posible que se opusiera, incluso que intentara defenderme, pero al final ganaría ella. Como siempre. Sin Castilla para proteger Aragón, no sobreviviría. Los nobles castellanos acabarían con él, si no lo hacía antes Luis de Francia.

Apreté una mano contra mi boca mientras el pánico entrecortaba mi respiración. Casi no me percaté de la figura montada a caballo que galopaba hacia el castillo. Al verla me asomé a las murallas. Mi corazón dio un vuelco. Bajé corriendo la escalerilla hasta el corredor del castillo. Caminando con determinación dejé atrás puertas cerradas y galerías vacías, atravesé el salón y salí a la torre del homenaje.

Los soldados estaban reunidos en grupos alrededor de los braseros, compartiendo el calor y el pasar furtivo de un odre de vino. El jinete atravesó el rastrillo y desmontó, el caballo lanzando visibles bocanadas de vaho por la nariz. El joven, que llevaba un portacartas colgado del hombro, era nuestro correo semanal y nos traía la correspondencia. Ésta sería una de sus últimas visitas, si no la postrera. Cuando comenzaran las nevadas los caminos serían impracticables.

No dispondría de otra oportunidad.

Don Lope y otros miembros de mi casa real habían ido a Medina del Campo a buscar suministros. Podían pasar horas antes de que regresaran o hacerlo en cualquier momento. Me quité la capucha y me acerqué al asombrado joven que entregaba su caballo a un mozo de cuadra. Al verme, hizo una reverencia grande y torpe.

—Alteza, yo… traigo misivas para el secretario, don Lope.

Los soldados apostados en la torre holgazaneaban sin prestarnos atención. Hacía demasiado frío y los días eran demasiado cortos. La monotonía de su rutina había disminuido su vigilancia y se habían acostumbrado a verme a horas intempestivas dando largos paseos por el castillo, inquieta como una leona.

Sonreí al joven. Tenía el pelo alborotado y las mejillas quemadas por el viento. Le eché entre dieciséis y diecisiete años, el hijo más pequeño de un cortesano menor, al que se había confiado la larga y agotadora tarea de transportar las misivas de sus superiores.

—Don Lope no se encuentra aquí en este momento —dije—. ¿Vienes de muy lejos?

—De Toledo —repuso con una sonrisa tímida.

—Entonces debes de estar cansado. Acompáñame. Diré a la cocina que te preparen algo de comer.

Fingí una carcajada.

—En qué estaría pensando tu amo para enviarte aquí en un día como éste.

—Monseñor Cisneros no me pregunta qué prefiero, vuestra alteza.

Ahora me sonreía. Estudié su mirada encubierta y torpe. No todos los días podía un rapaz como él ver a una infanta de cerca y su admiración era absoluta.

Pero en lo único que yo pensaba en ese momento era en el nombre de su maestro. Servía a Cisneros. Mis cartas, los montones de cartas que había enviado a mi madre, ¿le habían llegado todas a Cisneros?

—Sí, he oído decir que monseñor el arzobispo puede ser un amo muy estricto y exigente.

Me incliné hacía él con aire pícaro.

—Dame las cartas y yo las llevaré al estudio de don Lope —añadí extendiendo la mano y lamentando no tener una moneda para darle.

Me pareció que dudaba una eternidad. Apartó la mirada. Con la mano en la tira de cuero de su portacartas, murmuró:

—Tengo órdenes de entregárselas a don Lope, vuestra alteza. Monseñor Cisneros lo dejó muy claro.

—Ah, pero no se imaginaba que te encontrarías con tu infanta, ¿verdad? —me oí decir cuando lo único que escuchaba dentro de mí era un estruendo sordo—. Será nuestro secreto. Don Lope no sabrá quién ha dejado las cartas, sólo que han llegado. Las dejaré en su mesa tal como me las des.

Mantuve la mano abierta y casi lancé un suspiro de alivio cuando, después de otro momento de pausa, abrió su bolsa y sacó de ella un paquete envuelto en un pedazo de cuero encerado a prueba de agua y lacrado con el sello de Cisneros.

Lo despedí camino del castillo y de la recompensa que le esperaba en la cocina. Guardé el paquete bajo mi capa y me dirigí al estudio de don Lope, una pequeña habitación con vistas a la torre del homenaje. Beatriz cuidaba de mi hijo en mis aposentos y el resto de mis criados atendía sus deberes.

Me acerqué a la mesa. Era limpia y ordenada como el mismísimo secretario. Con el paquete en una mano, cogí la daga que había encima de la mesa, corté la cuerda y rompí el sello. Las cartas se desparramaron. Empecé a examinarlas con las manos temblorosas.

Recibos de víveres, pagas de los soldados, lista aprobada de suministros. Allí no había nada salvo los documentos corrientes del día a día de una casa real, todos ellos con el membrete en relieve de la sede de Toledo, que indicaban recibo de los funcionarios de Cisneros.

Palpé de nuevo la correspondencia y exploré con los dedos el atadijo grande y cuadrado de cuero encerado en el que iban. Entonces sentí el pergamino. Deslicé una uña bajo el bolsillo secreto escondido en el interior del cuero y saqué un papel doblado. También estaba lacrado. Rompí el sello. Mi corazón latió más deprisa cuando examiné meticulosamente la escritura a mano. Frases aisladas llamaron mi atención.

Su alteza no debe ser informada. No debemos inquietar a su majestad.

Las palabras bailaban. Tuve que apoyarme en la mesa para concentrarme. Más de lo mismo. No debía ser informada. Algo sobre un codicilo y la imperiosa necesidad de mantener el secreto.

Entonces vi un nombre que me heló la sangre: «su alteza el príncipe Felipe». Felipe.

Fijé la mirada en la carta.

Su alteza el príncipe Felipe ha enviado otra carta por correo, exigiendo saber por qué su alteza no ha abandonado España o comunicado con él. Cree que ha sido retenida bajo coacción, y amenaza con una intervención militar si no atendemos sus peticiones. Dados sus recientes acuerdos con Francia, cometeríamos una grave injusticia con España si no tomáramos sus advertencias en serio. Por lo tanto es fundamental que su alteza no sea informada hasta que llegue el momento oportuno. Su majestad está tan enferma que no cesa de preocuparse y mientras vos habéis sido elegido para cumplir con sus órdenes al pie de la letra, como primer prelado os conmino para que, en lo sucesivo, no se permita correspondencia de ningún tipo a su alteza. No ayudaría a su majestad en estos últimos momentos si su alteza mostrara signos de locura antes de tiempo. Sólo una vez que su majestad haya tomado una decisión, podréis…

Dentro de mí, se desató algo indefinible que hasta ese momento había mantenido a raya a fuerza de voluntad. Lo sentí y no pude hacer nada para detenerlo. Crecía como una ola gigantesca. Felipe había escrito. Había preguntado por mí. Yo tenía razón. Todo ese tiempo las demoras habían sido parte de una trampa para mantenerme prisionera. Mi madre me había manipulado desde que yo era una niña. Ahora me tenía exactamente donde quería, sola e indefensa.

De pie, junto a la mesa, vi Arévalo en mi mente, los muros con los postigos cerrados, el telar abandonado, el enorme lecho y la mirada angustiada de mi abuela suplicando su liberación. Así fue como debió de sentirse el día que, finalmente, comprendió que toda su existencia iba a transcurrir en los confines de Arévalo y entendió quién era la responsable de su reclusión.

Y ahora era mi turno. Iba a ser prisionera de mi madre y ese castillo sería mi prisión.

Arremetiendo desde detrás de la mesa, con la carta estrujada en la mano, corrí por los pasillos a mis aposentos. Al verme entrar en la habitación con gran estrépito, Beatriz se levantó del taburete junto al fuego, donde estaba remendando una enagua, y soltó un grito de susto. Al ver mi rostro hizo salir rápidamente a la niñera que cuidaba de Fernando, enviándola a la cámara especialmente acondicionada para mi hijo.

—Mi princesa —dijo, acercándose a mí—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

Blandí la carta en el aire.

—¡Esto es lo que ha pasado! Me ha mentido, Beatriz. Mi propia madre me ha mentido. Nunca ha tenido intención de dejarme regresar a Flandes. Busca retenerme aquí para siempre, como prisionera. Esta carta de Cisneros lo demuestra.

Beatriz miró la carta como si pudiese convertirse en llamas.

—¿Dónde la habéis hallado?

—En el correo. Debería haberlo imaginado. Felipe me previno. Decía que la única cosa que le importaba a mi madre era su reino. ¡Vive Dios! Ojalá lo hubiera escuchado y seguido a través de las montañas. ¡Debería haber prestado atención a su advertencia cuando todavía tenía oportunidad!

Guardé la carta de Cisneros en el bolsillo de mi vestido.

—¡Cómo ha podido! ¡Cómo ha podido mi propia madre conspirar contra mí después de todo lo que he hecho por ella! Y Felipe quiere que vuelva. Todo este tiempo nos ha mantenido separados haciéndonos creer a los dos que a ninguno le importaba el otro. Tiene el corazón de piedra. Ninguna madre haría esto a su hija.

Beatriz corrió a mi lado.

—Mi señora, os lo ruego, debe de haber alguna explicación. Su majestad nunca haría una cosa así. Sería demasiado cruel. Y ha estado enferma.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y me los sequé con rabia.

—¿Por qué voy a creer nada de lo que me digan? Nunca he hablado directamente con sus médicos. Nada más llegar el viejo marqués me dijo que la muerte rondaba a mi madre y mírala, ha viajado por Castilla como siempre hacía. No, no hay ninguna otra explicación. Quiere encerrarme aquí para apartarme de mi marido y salvar a Castilla. Quiere a mi hijo para hacerlo su heredero.

Beatriz se puso blanca.

—¿Qué haremos? —murmuró.

La miré con fijeza. Hubo un tenso silencio. ¿Qué podía hacer con los hombres de Cisneros a mis puertas y mi vida reducida a esas cuatro paredes?

Me giré, fui hasta un cofre y levanté la tapa.

—¡Debemos irnos inmediatamente!

Arrastrándolo, lo llevé hasta mi tocador, barrí con la mano mis cepillos, mis afeites y perfumes y los arrojé dentro.

—¡Ya estoy lista! —grité presa de un salvaje placer mientras arrancaba las cortinas de mi lecho y las lanzaba encima del cofre.

Sin detenerme, pasé por delante de Beatriz y cogí el candelabro que descansaba sobre la mesa.

—¡Estoy harta de intentar complacerla! No me privará de mi libertad. ¡No se lo permitiré!

Me volví hacia Beatriz, que permanecía inmóvil.

—¡Dejad de mirarme como si hubiera perdido la cabeza! ¡Válgame Dios, tenéis que ayudarme! Corred y preparad a mi hijo. ¡Debe venir con nosotras!

Echó a correr hacia la habitación, donde mi hijo había empezado a gritar. Yendo y viniendo, descolgué mis vestidos y mis capas y los arrojé en el cofre. Estaba en la cama desgarrando los cobertores de piel cuando, como si provinieran de un abismo, escuché pasos que se acercaban.

Me detuve en la puerta de la habitación del niño. Beatriz se quedó inmóvil.

No tenía arma alguna con la que defenderme. La puerta se abrió. Soraya entró con aire despreocupado acompañada de don Lope, recién vuelto de su viaje a la ciudad para comprar víveres. El secretario llevaba en la mano la caja de velas que le había pedido.

Mi respiración era entrecortada. Soraya se pegó a la pared mientras yo interpelaba a don Lope.

—Confiaba en vos. Pensaba que erais mi amigo. Y me habéis mentido. Me habéis engañado. Habéis conspirado con mi madre y con Cisneros contra mí.

—Alteza, ¿qué… qué ocurre? —dijo tartamudeando.

Saqué la carta.

—Lo que ocurre, vuesa merced, es esto. Una carta de Cisneros que acaba de llegar. ¿Negaréis que durante todo este tiempo habéis estado cumpliendo su voluntad en mi contra?

El color desapareció de su rostro. La caja con las velas se le cayó de las manos.

—Yo… no lo comprendo. ¿Qué dice esa carta?

Le miré fijamente.

—Tomad. Leedla. Aunque sabéis muy bien lo que dice.

Don Lope desarrugó la carta. Gotas de sudor salpicaron su frente mientras me miraba.

—Juro a vuestra alteza que no sé lo que esto significa.

—¿No lo sabéis? —dije, soltando una aguda carcajada—. ¿Estáis o no al servicio de monseñor el arzobispo?

Se enderezó. Era un hombrecillo tembloroso. Por un instante pensé que podía empujarlo al suelo y pisotearlo sin que opusiera resistencia.

—Sirvo a su majestad —repuso—. Veo que esta carta se presta a malas interpretaciones pero os aseguro que ni su majestad ni yo hemos conspirado contra vos. El arzobispo se ha excedido en su autoridad. Le enviaré recado, haciéndoselo saber personalmente.

—¿Lo haréis?

Di un paso hacia él, que le hizo estremecerse.

—Entonces, ¿por qué sudáis como un cerdo?

—Vos… no lo comprendéis.

Alzó la voz para decirme:

—Os estáis alterando sin motivo.

Movió la mano hacia mí tal como había hecho en nuestro primer encuentro en Flandes.

«¿De qué tienes miedo?».

Justo antes de que me rozara el hombro, escuché en mi cabeza el sonido de aldabas cerrándose. Apartándolo con tanta fuerza como para arrojarle al suelo, huí de la cámara.

—¡Alteza! —le oí gritar.

Pero yo ya había echado a correr por los pasillos. Bajé a toda velocidad las escaleras, llegué al salón y después de descalzarme de dos puntapiés, gané velocidad mientras atravesaba las puertas dobles que flanqueaban la torre del homenaje.

En el patio, las mulas cargadas de vituallas atadas a las anillas de los muros rebuznaron espantadas. Tirando de las riendas, los arrieros intentaron controlar a los animales asustados mientras los criados que descargaban los víveres se detenían para mirarme correr como si el mismísimo diablo me pisase los talones.

El rastrillo estaba izado y el puente bajado. Me ardía el pecho cuando salí corriendo para alcanzarlo. Los soldados que se encargaban del puente levadizo saltaron a ambos lados de las poleas que controlaban la reja y soltaron los frenos. Del cielo encapotado empezó a caer una llovizna que volvió resbaladizas las piedras. Patiné y lancé un grito al caer al suelo y golpearme contra una de ellas. Me quedé sin respiración. Jadeando, conseguí levantarme mientras sentía correr un hilo de sangre por mi frente. La puerta de hierro descendió ayudada por engrasadas cadenas. A mis espaldas oí que don Lope gritaba:

—¡Alteza, no!

Me detuve en seco y por muy poco me libré de los enormes dientes de la puerta de hierro que se cerró de golpe. Un segundo más y me habrían ensartado.

—¡Abrid! ¡Os ordeno que abráis! He dicho que abráis.

Don Lope llegó jadeando hasta mí. Me giré con la sangre resbalando por un ojo y lo miré iracunda.

—Decidles que abran la puerta o tendré que arrancaros vuestra miserable cabeza.

Me miró con horrorizada incredulidad.

—Alteza, esto es un escándalo. Por favor, os ruego que me acompañéis. No hay necesidad de esto.

—No soy vuestra prisionera. Abrid la puerta. ¡Abridla!

Por detrás de él, vi que mis damas salían apresuradamente del castillo. Beatriz con mi manto y Soraya con mis zapatos. Incluso a distancia, advertí su angustia cuando me vieron en la puerta de hierro. Unos guardias les cortaron el paso. Oí que Beatriz elevaba la voz en airada protesta:

—¡Su alteza está descalza y no lleva su capa!

No me había equivocado. Querían retenerme allí.

Me limpié la sangre de la cara sin pensar que tenía las mejillas manchadas.

—¿Me llevaréis a la fuerza? —pregunté a don Lope—. ¿Me ataréis con cuerdas como si fuera un criminal?

—Vuestra alteza ha perdido la razón —susurró—. Este comportamiento es… es una locura.

Loca. Era la primera vez que esa palabra se ligaba a mi nombre. No me importó. En realidad estaba loca. Loca de dolor y por la pena de la traición. Loca de rabia, padecimiento y miedo.

—Podéis pensar que estoy loca —dije, enfrentándome a Lope—, pero todavía soy la infanta de Castilla y la heredera de este reino. Ordenad a los guardias que me toquen y voto a Dios que pagaréis por ello.

Vi cómo le costaba decidirse. Miró a los soldados y luego a mí. Finalmente hundió el cuello en los hombros y sin mediar palabra, caminó penosamente hacia el castillo. No se volvió ni una vez.

No me moví mientras se hacía de noche y la llovizna se convertía en la primera nevada del invierno.