Capítulo 20
El cielo iluminado por la luna se hundía en la mar y parecía sumergir un millar de estrellas. Desde la cubierta contemplaba la infinita oscuridad, reuniendo el coraje que sabía que necesitaría.
Pronto me reuniría con Felipe y con todo lo que se había interpuesto entre nosotros. Debía mostrarme firme, sabía que luchaba por el bien de España y de mis hijos pero no sabía lo que me esperaba. No sabía en lo que se había convertido el hombre que me había abandonado en España.
Tenía muy poca esperanza.
Al oír pasos a mi espalda, me volví. Beatriz y yo permanecimos, una al lado de la otra, en silencio.
—Tengo miedo —susurré finalmente, sintiendo como si el mundo entero se estremeciera.
—Lo sé, princesa —repuso, cogiendo mi mano.
Al séptimo día llegamos a Flandes.
La lluvia y la niebla oscurecían el muelle y los prados. Mi séquito me esperaba protegido con capas enceradas. No reconocí a nadie. Mientras me preguntaba quiénes serían, apareció una figura desconocida, elegantemente vestida.
Era sólo un poco más alto que un enano, un hombre extraño de piel cetrina, y de rasgos presididos por una mandíbula prominente adornada con una perilla. Los ojos, negros como el carbón, brillaban sobre una nariz aguileña y la boca era un ancho tajo lleno de dientes irregulares.
Al hablar, sin embargo, su voz melodiosa desarmaba.
—Alteza —dijo en un perfecto castellano—, es un honor daros la bienvenida a vuestro hogar.
Lo miré con cautela.
—¿Nos conocemos, señor?
Él inclinó la cabeza.
—No he tenido el privilegio. Soy don Juan Manuel, embajador español en la corte de Habsburgo. Anteriormente tuve el honor de servir a su majestad, vuestra madre, en la corte imperial de Viena. Su alteza, el archiduque, me envía para que os escolte.
Recordé vagamente su nombre.
—Vuestra tía ¿no es la dueña de mi hermana Catalina?
—Sí, doña Elvira reside actualmente con la infanta Catalina en Inglaterra.
Me dedicó una sonrisa servil.
—Vuestra alteza me honra con su memoria.
No estaba de humor para halagos, no bajo aquel aguacero después de varias semanas en la mar. Aparté la vista de él para fijarme en la litera y los caballos. Los estandartes colgaban empapados, sostenidos por pajes con los trajes de librea chorreando. Sólo unos cuantos oficiales y este enviado para recibirme. Una bienvenida muy pobre que decía mucho.
—¿Dónde está mi esposo? —pregunté.
Don Manuel suspiró.
—Ah, por supuesto. Vuestra alteza no ha podido enterarse. Estabais en alta mar cuando se nos informó de un acuerdo de paz entre Francia y España.
—¿Eh?
No estaba segura de su lealtad por lo que decidí no revelar casi nada.
—¿Y qué tiene eso que ver con mi esposo?
Hizo una reverencia.
—Princesa, si me acompañáis a vuestra litera os lo explicaré. Os sentiréis orgullosa de su alteza. Muy orgullosa.
Miré a Beatriz de reojo y tuve que ahogar una inesperada carcajada. Aquello era absurdo. Allí estaba, con un vestido sucio de un día, empapada hasta los huesos. Había dejado a mi hijo y a mi madre moribunda detrás, y ¿realmente creía que iba a enorgullecerme de las dudosas gestas de Felipe?
—No tengo la menor duda —conseguí decir.
Envuelta en pieles contra el frío, escuché en silencio mientras don Manuel relataba cómo Felipe, al parecer en solitario, había negociado un alto en las hostilidades por el dominio de Nápoles. No me quedó claro si había sido mi padre o Luis quien había pedido primero la paz pero, en cualquier caso, Felipe había vuelto otra vez a París. Había sucedido de repente, me explicó don Manuel, aunque, por supuesto, se había despachado un correo inmediatamente después de conocer que yo estaba en camino.
Me reservé los comentarios. Por tranquilizadoras que encontraba las noticias, no disiparon mis dudas. Ya había aprendido que todo lo que Felipe hacía en el terreno político rara vez era lo que parecía.
Llegamos a Gante a medianoche. El recargado palacio parecía oscuro y cerrado a cal y canto. Unas cuantas antorchas iluminaban su dorada fachada. Todos sus habitantes, me dijo don Manuel, se habían retirado. Nadie sabía, a ciencia cierta a qué hora atracaría el barco y los niños siempre se acostaban después de cenar para «ayudar la digestión».
—Por supuesto, podemos despertarlos si queréis —añadió.
—No, dejemos que duerman.
Me ceñí la capa con más fuerza. El palacio me recordaba a un adorno de filigrana en comparación con los severos edificios de España. Una poderosa sensación de vacío anidó en mí, como si ese reino de jardines y risas donde había dado a luz a mis hijos y conocido una felicidad tan fugaz hubieran sido el truco de un mago.
Junto a Beatriz y Soraya, entré en un hogar que ya no reconocía.
Me desperté con la luz del sol filtrándose por las cortinas de damasco. Me incorporé y miré perpleja a mi alrededor. Después me deslicé fuera de la cama y descalza me acerqué a la ventana para abrir las pesadas cortinas.
La luz matinal inundaba los jardines. El lujurioso colorido de las rosas me hirió la vista. Me aparté de la ventana. Dormir toda la noche había hecho poco por suavizar mi desasosiego. Todo me parecía extraño, chillón, ampuloso. ¿Alguna vez me había sentido cómoda en esas habitaciones?
Beatriz entró con mi desayuno. Unos instantes después apareció madame de Halewin, sofisticada como siempre en su vestido gris ceniza, y con unas vetas plateadas abriéndose paso por la inmaculada toga. Tras la reverencia, expresó todos los sentimientos apropiados por mi vuelta y por la pérdida de doña Ana, cuyo cuerpo había sido enviado a España para su entierro.
Tuve que reprimir las ganas de llorar. En aquel momento habría dado cualquier cosa por tener la áspera presencia de mi dueña a mi lado.
—¿Hay algo que vuestra alteza desea que haga? —dijo madame como si no nos conociéramos de nada.
—Sí. Deseo ver a mis hijos. Traedlos cuando me haya bañado y vestido.
Disponía de un guardarropa repleto de vestidos, capas, capuchas, mangas y zapatos. Antes de mi partida a España había dado orden de que todo aquello que no llevara conmigo se guardara en baúles de madera de sándalo perfumados con lavanda, a la espera de mi regreso. Los vestidos que habían viajado conmigo ahora estaban irremediablemente sucios. Sin embargo, cuando Beatriz me preguntó si quería que fuera a buscar algunos de los vestidos que estaban guardados, dado que el guardarropa se hallaba en otra parte de palacio, negué con la cabeza. En su lugar, escogí uno de los vestidos de brocado negro confeccionados con tejidos venecianos.
Don Manuel acompañaba a madame de Halewin y a los niños. A plena luz del día costaba imaginarle como embajador español. Le quedó el gusto por vestir a la moda europea desde la época que pasó en la corte del emperador. Había adoptado una forma europea de vestirse, con caros tejidos de seda, calzones cuchillados y más cortos, y un anillo en cada dedo. De alguna manera me recordaba al marqués de Villena, y sin embargo había servido a España durante muchos años y provenía de una familia de noble descendencia. No había una sola razón por la que me disgustara y, sin embargo, había algo en él que me hacía pensar en la carne de cañón.
Ignorando sus perogrulladas, me volví para mirar a mis hijos.
Tres perfectos extraños se detuvieron ante mí. Inmediatamente reconocí a mi hija Isabel, de tres años, por sus ojos azules y la sonrisa tímida que se dibujó en sus labios cuando le hice gestos para que se acercara a mí. Después de abrazarme con timidez, me cogió la mano para inspeccionar el anillo de rubíes que mi padre me había enviado con motivo del nacimiento de Fernando.
—Tenéis otro hermano en España —dije, incluyendo a mis otros hijos con una sonrisa—. Espera conoceros pronto. He tenido que dejarlo allí porque es demasiado pequeño para hacer un viaje tan largo.
Guardé silencio, antes de hacer un gesto a mi hija mayor.
—Leonor, hija mía, acércate más.
Leonor dio un cauteloso paso al frente. A los seis años era alta para su edad y tenía un rostro delgado y triste. Ejecutó su reverencia con forzada precisión. Iba a preguntarle si se acordaba de mí, cuando dijo abruptamente: «¿Vendrá tante Margarita a visitarnos?», dejando claro que en mi ausencia se había creado un vínculo afectivo entre ella y su tía, con quien había pasado varios meses en Saboya.
—No —repuse en voz baja—. No que yo sepa.
Si mi hija mayor fue desconcertante, mi hijo resultó serlo aún más. Tenía una mirada anodina y extraña, y una notable falta de interés en mí o en cualquiera, salvo en su tutor, el obispo de Utrecht. Igual que Leonor, Carlos respondió a mis preguntas con amables monosílabos, aunque en un momento preguntó si le había traído un regalo. Sorprendida por la pregunta, me quité al anillo de rubíes del dedo.
—Tu abuelo me dio esto en España.
Lo vi mirar la joya con la mirada de un experto, antes de guardársela en su jubón. Luego hizo una reverencia y me dio las gracias con una indiferencia que me hizo sentir vergüenza.
—¿Me ha enviado algo el abuelo? —saltó Isabel.
Asentí con un gesto.
—Unos pendientes de perlas que te daré después.
La acerqué a mí, deleitándome con su timidez. Era la única de mis hijos que demostraba algún signo de afecto.
No era la reunión que me había imaginado y me puse a investigar sus circunstancias. Encontré todo en orden, si bien es cierto que reglamentado por las pautas inflexibles de cómo tenían que ser educados los niños de la realeza. Leonor disponía de su propio servicio de damas, supervisado por la siempre eficiente madame de Halewin.
Y pude comprobar la impresionante amplitud de sus materias de estudio, prueba de la influencia de mi erudita cuñada en su educación. Ni siquiera mis hermanas y yo habíamos recibido una instrucción tan exigente. Sin embargo, Leonor parecía contenta. Su única queja era que su tante Margarita viviera tan lejos. Le prometí que Margarita nos visitaría pronto, pero tuve que acallar la punzada de resentimiento que sentía: en tan sólo dos años había quedado en posición de suplicar el afecto de mi hija mayor. Y apenas podía acusar a Margarita de cuidarla demasiado bien en mi lugar.
El cardenal de Utrecht me informó que Carlos era de «constitución delicada», lo cual, en apariencia, justificaba el ejército de oficiales de que le rodeaba. No me gustó el aislamiento en que vivía mi hijo. Las agotadoras lecciones privadas y el protocolo no le permitían ir al retrete sin tres asistentes. Recordando lo mucho que disfrutaba mi hermano Juan montando a caballo y tirando con arco, más aún, lo mucho que todos nosotros habíamos disfrutado de la vida al aire libre, sugerí que Carlos practicara actividades propias de su edad. El obispo replicó que su alteza aprendería todas las destrezas físicas requeridas cuando alcanzara la edad apropiada. Sin duda, no desearía que mi único hijo varón resultara herido mientras manejaba una espada o a lomos de un animal encabritado.
—No es mi único hijo varón —dije con un nudo en la garganta.
Me di media vuelta y me fui, pero antes di la orden de que, a partir de ese momento, mis tres hijos debían disfrutar por lo menos de dos horas de aire fresco al día, libres de estudios y responsabilidades.
Mientras pasaban los días y esperaba noticias del regreso de Felipe, intenté adaptarme a la monotonía de la vida en Flandes. Me reunía con mis hijos en los jardines cuando el tiempo lo permitía. Cosía, leía y escribía cartas. Comía informalmente con mis damas.
Durante todo ese tiempo un callado terror iba creciendo dentro de mí.
Entonces, don Manuel vino a informarme de que el regreso de Felipe se esperaba en mayo. La mañana del día previsto para su llegada, desperté temprano y llamé a Beatriz.
—Ayúdame a elegir un vestido, y di a Soraya que vaya al guardarropa a buscar mis perlas. Le recibiré como una reina.
Beatriz me trajo un vestido carmesí cortado según la moda española. Mientras estaba sentada delante del espejo y ella me cepillaba el cabello y empezaba a recogerlo en un peinado, entró Soraya. Hubo un silencio.
—Deja de arrastrar los pies. Su alteza quiere sus joyas hoy, no la semana que viene.
Observé el tembloroso reflejo de Soraya en el espejo mientras se acercaba a mí. Tenía las manos vacías y desviaba la mirada.
—Princesa, allí no hay nada.
—¿Qué quieres decir? —replicó Beatriz, impaciente—. ¡Por supuesto que están allí, estúpida! Yo misma las guardé en la caja fuerte antes de irnos a España.
Soraya metió la mano en el bolsillo y sacó un juego de llaves.
—He mirado.
Sus ojos se encontraron con los míos.
—Princesa —repitió—, allí no hay nada.
—¡Imposible! —saltó Beatriz.
Me levanté. Un terrible cosquilleo me recorría la espalda.
—Beatriz, ve a buscar a madame de Halewin. Dile que se reúna conmigo en mi guardarropa.
Me cubrí con una capa corta y eché a andar con mi cabello a medio peinar hacia el ala donde se guardaban mis pertenencias, sin hacer caso de los asombrados criados que me crucé en los pasillos.
No pude reprimir un grito ahogado cuando entré en mi armario privado. Habíamos dejado una habitación llena de baúles cuidadosamente dispuestos y arcones cargados de pertenencias personales. Lo que tenía delante de mí eran los restos de un saqueo, los baúles desperdigados al azar por la habitación, sus tapas pintadas abiertas de par en par y la ropa amontonada delante de ellos. Enseguida pude ver que lo único que habían dejado era la ropa informal, los vestidos más viejos y los de día. Fui derecha al panel que había en la pared y accioné la palanca. Soraya no la había vuelto a cerrar con llave. Cuando abrí la puerta con bisagras que ocultaba el compartimiento, astutamente disimulado detrás del revestimiento de paneles de madera, supe que no había mentido.
Los cofres con mis joyas también habían sido saqueados.
Detrás de mí escuché la voz de madame de Halewin.
—¿Vuestra alteza quería verme?
Me giré. Su expresión era imperturbable, como si contemplara un armario real perfectamente organizado y no la prueba descarada de un pillaje.
—¿Quién ha estado en esta habitación?
He de decir que tuvo la presencia de ánimo de detenerse. En un instante me vinieron a la memoria los recuerdos de mis primeras semanas en Flandes, cuando me aconsejaba asiduamente que despidiera a doña Ana y a mis damas. La había perdonado y olvidado, y la mantuve en su puesto por sus cualidades como gobernanta y en reconocimiento a toda una vida de servicios en la corte. Ahora la veía como si fuera una reconocida enemiga.
—No tengo ni idea —dijo finalmente, apretando los labios hasta que su boca fue una fina línea.
Di un paso hacia ella.
—¿No tenéis idea? Han desaparecido mis joyas, entre ellas, numerosos regalos de su alteza. Mis baúles han sido abiertos y mis mejores vestidos han desaparecido. Me resulta difícil creer, madame, que no sepáis cómo ha ocurrido esto.
Empezó a retroceder lentamente, pero Soraya le bloqueó el paso.
—No abandonaréis esta habitación hasta que me digáis la verdad —informé a madame, y me complació ver cómo su rostro, siempre pálido, cobraba un enfermizo tono blanquecino—. Si persistís en guardar silencio, os despediré y dejaréis de prestar vuestros servicios a Leonor y a esta corte.
Fue como poner el dedo en la llaga. No era joven. Había dedicado su vida al servicio, primero como institutriz de Margarita y ahora de mi hija. No tenía familia, ni otra vida aparte de ésa. Casi podía ver las cuentas que echaba en su cabeza, el pro y el contra de mi amenaza, la consideración de que, en justicia, no tenía el poder de despedirla sin el consentimiento de Felipe y que, en última instancia sólo ante él tenía que rendir cuentas.
Pero yo no era una persona con la que se podía jugar y, después de un momento en que nuestras miradas se entrecruzaron, se irguió.
—Negaré haberlo dicho si se me pregunta, pero su alteza consintió la entrada de una dama en esta habitación.
Su voz sonaba mecánica, como si recitara el menú de la noche.
—Su alteza le dijo que estabais en España y que tal vez no regresaríais. Dijo que no había motivos para dejar que se echaran a perder vuestras pertenencias y añadió que en ella había montones de vestidos y de joyas, y que los objetos hermosos debían lucirlos mujeres hermosas. Entró aquí con él y tomó todo lo que le apeteció.
Beatriz, que estaba detrás de madame, se quedó inmóvil como una estatua.
—¿Quién es esa dama? —susurré.
—Una francesa, de la corte de Francia. Vino y se fue con su alteza. Eso es todo lo que sé.
Madame levantó la barbilla.
—La princesa Leonor me espera. ¿Deseáis alguna cosa más?
La despedí con un gesto. Ella hizo una reverencia y pasó rápidamente por delante de Beatriz. En la expresión asombrada de mi dama pude ver lo que no se atrevía a decir en voz alta. Volví la mirada a la habitación, asimilando la destrucción, la cruel indiferencia y la absoluta violación de mi intimidad.
Luego di media vuelta y salí de allí.