Capítulo 5

Dos meses después llegué a Laredo, en cuya bahía, azotada por fuertes vientos, fondeaba mi galeón. El aire vibraba con los gritos de los marineros y los estibadores que corrían de un lado a otro, con el ruido sordo de los cofres al ser arrastrados a barcazas, y por las voces ordinarias que no cesaban de dar órdenes.

Detrás de mí, mis hermanas y mi hermano se arremolinaban unos contra otros para protegerse del viento, contemplándome con respeto. Era la primera de nosotros que emprendía un viaje así. A una señal de mi madre me di la vuelta y me dirigí hacia ellos. Para mi sorpresa, fue Isabel, recientemente prometida al heredero de Portugal, la que me abrazó primero.

—Ésta será la última vez que nos veamos, hermana —susurró.

—Tonterías —repliqué mientras sus palabras se hundían en mi corazón. Me separé de ella para dejar que María me diera un beso de despedida en la mejilla.

—Sé fuerte, Juana —dijo—, como lo has sido siempre.

La siguiente fue Catalina. Enseguida comprendí que no podría reprimir las lágrimas. Después de mirar sus ojos brillantes, los mechones dorados que se escapaban por debajo de su capucha, la abracé.

—Deberás ser valiente cuando llegue el momento de irte a Inglaterra. Piensa en mí tanto como yo pensaré en ti, mi pequeñita.

Catalina se aferró a mí hasta que nos separó su gobernanta, doña Manuela.

Hice una reverencia ante Juan.

—Que Dios os conceda buena salud, alteza.

—¿Serás amable con Margarita cuando la veas? —me espetó con el rostro y los ojos calenturientos a causa de unas fiebres recientes—. ¿Serás su amiga hasta que venga conmigo?

—Seré como una hermana para ella, y le diré que es la mujer más afortunada del mundo por tener un futuro esposo tan guapo.

—¡Oh, Juana! Me entristece que te vayas.

Juan me abrazó. Apretada contra su frágil cuerpo le oí decir:

—Rezaré por ti, hermana.

Mi mano acarició suavemente su mejilla antes de girarme y dirigirme a mi padre.

Había llegado el momento más temido. Me aterraba perder el último resto de mi minuciosa compostura y resolví que no lo dejaría con el recuerdo de una niña llorosa. Sin embargo, al verlo allí, de pie junto a mi madre, con la capa azotada por el viento y el rostro medio oculto por el sombrero, ensombrecido por el dolor disimulado, tuve de repente la visión de mí misma, siendo una niña, rodeando con mis brazos aquel cuerpo fuerte. Y de repente, respirar se volvió doloroso.

—Padre —dije.

Me rodeó con sus brazos, envolviéndome.

—Sé fuerte, madrecita. Sé fuerte como sólo tú puedes serlo. No dejes nunca que piensen que España no gobierna en tu corazón.

—Lo haré. Lo prometo.

Al apartarse, un inmenso vacío se apoderó de mí.

Mi madre dio un paso en mi dirección.

—Vamos, Juana. Te acompañaré al barco.

Mientras el sol se fundía en el horizonte como una bola de fuego escarlata, mi armada avanzaba pesadamente, impulsada por el viento que embestía contra las jarcias. El color de las aguas se transformó de un verde turbio en un azul diamante. La espuma salpicaba la proa cuando ésta cortaba las olas.

Un viento frío ahuecaba mi capa. Me quedé en cubierta, esforzándome por divisar las montañas que se iban perdiendo en la distancia, incluso mientras caía la noche, arrastrando con ella sombras y bruma. Hasta que España se hundió en la nada.

El viaje duró tres semanas más de lo esperado, después que un temporal azotase y dispersase la flota. Agotada por la falta de espacio, la carencia de alimentos frescos y las incesantes oraciones de las mujeres para que llegáramos a salvo, gracias a Dios, desembarqué en Flandes el 15 de septiembre.

Una multitud, cuyos vítores espantaban a las palomas que huían de los tejados, se había congregado para recibirme. Saludándolos con la mano, crucé la ciudad de Arnemuiden rumbo a una casa que había sido preparada para recibirme, donde pernocté. Me desperté a la mañana siguiente con dolor de cabeza y de garganta, y la noticia de que el galeón que transportaba mi ajuar había encallado en un banco de arena y se había hundido. Todo lo que había a bordo, personas y cosas, habían desaparecido.

—¿Qué vamos a hacer? —gimió doña Ana—. Todos vuestros vestidos, vuestras joyas, vuestros zapatos y tocados se han perdido. No tenéis nada que poneros para vuestro encuentro con el archiduque.

Estornudé. Beatriz me dio un pañuelo.

—Seguro que algo habrá en mis baúles —dije.

—¿Algo? —insistió doña Ana—. ¿No estaréis pensando en uno de esos viejos vestidos de lana que os empeñasteis en traer? Huelen a suciedad y a humo.

—Huelen a Granada —repliqué con la impaciencia de demasiadas horas en el mar—. Sé también que en alguna parte guardamos un vestido de terciopelo rojo y un tejido dorado. Con uno de los dos será suficiente. Mientras tanto tendremos que comprar telas y hacer vestidos nuevos. Estamos en Flandes, ¿no? El comercio de esta nación son los tejidos.

—Vuestro vestido de terciopelo rojo no es apropiado para viajar, y el dorado es demasiado extravagante. En cuanto a comprar tejidos, no somos mercaderes para rebajarnos de esa manera.

¡Por Dios que podía ser difícil! Me senté en la cama.

—Si necesito ropa, tendremos que comprarla.

Me detuve.

—¿Y se puede saber dónde está el archiduque?

Hubo un tenso silencio. Doña Ana habló con tono de eficiencia.

—No debéis preocuparos. Su alteza el archiduque ha sido informado de nuestra llegada y está…

—Cazando —intervino Beatriz, con una sonrisa irónica—. Al no llegar en la fecha prevista, pensó que nuestra partida se había aplazado y salió a cazar jabalíes. Su hermana la archiduquesa Margarita ha enviado un mensajero mientras dormíais. Debemos dirigirnos a Lierre, donde nos espera para darnos la bienvenida.

Miré a mi dama durante un momento antes de llevarme una mano a los labios con alborozo. Allí estaba yo discutiendo qué ponerme ¡y mi futuro marido se había ido de caza! No era un principio muy prometedor para nuestra unión, pensé, incluso mientras decía:

—Bueno, en ese caso da igual lo que lleve, ¿no es verdad?

A pesar de las protestas de doña Ana elegí uno de mis cómodos vestidos de lana, pero pronto deduje que a la gente de Flandes les habría dado igual que llevase puesta una arpillera. Puestos en fila en los caminos que llevaban a Lierre, y vestidos con telas de alegres colores, nos vitorearon hasta enronquecer arrojando puñados de flores. Me asombró su número, acostumbrada como estaba a la inmensidad de España, donde se podía cabalgar durante días sin encontrar un alma.

Lo mismo que sus moradores, la propia tierra despertó mis sentidos. Era una extensión verde y monótona que sólo podía presumir de colinas. No había montañas con picos, ni colinas coronadas por adustos castillos o vastas llanuras doradas. Flandes parecía un pequeño jardín, verde, dividido en parcelas y completamente empapado. Había agua por todas partes. Su presencia era constante ya fuera en los pantanos crecidos, borboteando en los ríos o corriendo por los canales. Agua que caía del cielo y agua en la que chapoteaban los pies. Alrededor de sus pintorescos caseríos, donde hasta los perros parecían bien alimentados, crecían exuberantes coliflores, legumbres y otras verduras, mientras un ganado flamante masticaba hierba en parcelas de tierra valladas. Flandes rezumaba abundancia, un verdadero edén en la tierra donde parecía que nunca hubiese habido hambruna o enfermedad.

Los nobles flamencos y sus esposas fueron al encuentro de mi séquito a medio camino de Lierre. Las mujeres hablaban sin parar, lucían grandes escotes y sus faldas levantadas revelaban robustos tobillos cubiertos con medias de colores. Cuando llegamos a Lierre, el rostro de doña Ana, que iba sentada rígida sobre su mula, tenía una expresión dura que indicaba que, para ella, Flandes estaba sumida en el vicio.

Levantada sobre las orillas del río Nethe, Lierre era una ciudad deslumbrante, salpicada de capiteles y entrecruzada por canales. Los balcones estaban festoneados de macetas de flores y ropa tendida. Las calles adoquinadas resonaban con el tintineo de las monedas que los comerciantes guardaban en sus monederos de terciopelo mientras atendían sus negocios. Contemplé con placer a los vendedores ambulantes que ofrecían empanadillas de carne y pastelillos azucarados. Cuando Beatriz descubrió los puestos del mercado abarrotados de rollos de brocado, terciopelo, tejidos de todas las tonalidades y delicados encajes de Bruselas, soltó una carcajada.

—¡Es el paraíso! —exclamó.

—Es Babilonia —gruñó doña Ana.

«Es mi nuevo hogar», pensé yo mientras cruzaba, aturdida, las puertas doradas del palacio de los Habsburgo de Berthout-Mêchelen.

Margarita, la hermana de Felipe, esperaba para darme la bienvenida. Era una princesa alta y delgada, con una nariz pronunciada y una mandíbula firme que hacían resaltar unos chispeantes ojos de color azul grisáceo. Después de besarme en la boca, como si nos conociéramos de toda la vida, Margarita me guió por unos pasillos ostentosos hasta una antecámara decorada en azul satén. Un enorme lecho, lleno de pieles, presidía la cámara adyacente. Alfombras venecianas cubrían los suelos y un acogedor fuego chispeaba en la chimenea de mármol. En un rincón había una bañera de madera chapada para mi toilette, dijo Margarita.

—Supongo que querréis bañaros después de un viaje tan agotador.

Parecía haber olvidado que, como la prometida de mi hermano, ella también haría el mismo viaje. Al oír sus palmadas, sus damas corrieron hacia mí.

Estupefacta, permanecí de pie mientras aquellas mujeres flamencas me desnudaban como a una esclava que fuera a salir a subasta. Tardé unos instantes en recuperar la voz. Cuando lo hice, mis protestas las detuvieron. Margarita me miraba con curiosidad mientras yo me cogía con fuerza a mis enaguas.

—Yo… deseo bañarme sola —conseguí decir en un francés vacilante, mientras Beatriz y mis damas se colocaban a mi lado. Doña Ana y las otras matronas permanecieron impasibles.

Margarita se encogió de hombros.

Eh, bon! Os veré a la hora de cenar.

Besándome otra vez como si el asunto no hubiera tenido la menor importancia, se marchó. Sus damas la siguieron riéndose entre dientes.

Me reí nerviosa mientras cruzaba los brazos por encima del pecho.

—¡Se comportan como bárbaros!

Beatriz asintió.

—Cierto. Su majestad estaría escandalizada.

—Sin duda —repuse, mirando la bañera—. Pero no me vendría mal un baño. Vamos, ayudadme.

Para horror de mis escandalizadas matronas, me levanté las enaguas, me las quité por encima de la cabeza y las arrojé al suelo.

—¡De ninguna manera! —gritó doña Ana—. Lo prohíbo. Ese baño no se ha preparado de la forma adecuada. Huelo a perfume desde aquí. Oleréis como una odalisca hereje.

—La verdad es que después de unas semanas en la mar huelo más bien a cabra, así que no me parece mala idea —repliqué.

Beatriz me ayudó a entrar en la bañera y yo me hundí en el agua perfumada.

—Esto es el paraíso —suspiré. Soraya se deslizó junto a mí y comenzó a masajear mis pies con aceites aromáticos que sacó, como por arte de magia, de los bolsillos de su vestido.

Doña Ana lanzó una mirada desafiante y empezó a dar vueltas dando órdenes a las otras mujeres, que enseguida arrastraron los baúles al centro de la habitación y los examinaron en busca de las ropas adecuadas.

Mi piel brillaba. Llevaba puesto mi vestido de terciopelo carmesí y una gargantilla con el rubí de mi madre, que resplandecía como una llama en medio de la habitación azul. Doña Ana me puso un velo sobre la cabeza en el momento en que Margarita y un grupo de nobles entraban en tropel. Detrás de ellos se encontraban los hombres de mi séquito, todavía ataviados con su sucia vestimenta de viaje y con expresión de ira porque no se les había ofrecido un aposento donde descansar.

Resistí el impulso de apartar el velo. Según la tradición castellana, sólo el marido podía apartar el velo de una novia real. Me parecía absurdo. Me recordaba la costumbre musulmana de encerrar a las mujeres, y me quedé quieta como una estatua cuando Margarita dijo:

—¡Qué vestido tan bonito! Y el rubí es magnífico, querida. ¿Puedo presentaros a algunos miembros de nuestra corte? Se muestran deseosos de presentaros sus respetos.

Asentí, avanzando ligeramente cuando la archiduquesa se inclinó y me susurró:

—Esta ceremonia será horriblemente tediosa, querida, pero se niegan a ser razonables. Sólo nos queda esperar que los discursos sean breves para que podamos cenar en paz.

Sin saber qué decir, incliné la cabeza mientras la archiduquesa me presentaba a los nobles, así como a madame de Halewin, una mujer delgada y adusta que vestía un traje de color verde jade. Allí supe que había sido matrona, institutriz y dama de Margarita. La mayoría de los nombres se borraban de mi memoria en cuanto eran pronunciados. Tuve la sensación general de encontrarme ante las miradas de evaluación de personas elegantes y bien alimentadas, hasta que un hombre corpulento vestido con ropas adustas y con el carnoso rostro arrebolado, entró en la cámara dando grandes zancadas.

—Su eminencia el arzobispo y primer chambelán, monseñor de Besançon —anunció Margarita.

Los españoles hicieron una reverencia a la autoridad de la Iglesia. Besançon ocupaba el puesto eclesiástico más elevado de Flandes, el equivalente a Cisneros en España. Era también el hombre cuya posdata había desagradado a mi madre. Apenas me había inclinado cuando interrumpió mi reverencia con una mano regordeta y llena de anillos.

Mais no, madame. Soy yo quien debería inclinarse ante vos.

Sin embargo, no lo hizo. Inclinó la cabeza hacia un lado antes de dirigir una intensa mirada a Margarita y proferir un breve balbuceo en flamenco.

Desconcertada, miré a la archiduquesa. Con las mejillas encendidas, Margarita tradujo:

—Su eminencia desea saber por qué vuestra alteza lleva puesto un velo.

—Es una costumbre nuestra —intervino doña Ana antes de que pudiera responder—. En España, la novia debe permanecer oculta de las miradas varoniles hasta que esté casada por la Iglesia.

Descubrí un rictus en la boca de Besançon que ocultaba una sonrisa jocosa. Con un gesto rápido, me quité el ofensivo velo con la mano.

Se impuso el silencio. Entonces, Besançon exclamó:

Très belle! —Y como si les hubiera dado pie, los flamencos aplaudieron. Con un gesto de mano, el arzobispo envió a dos pajes fuera de la cámara a toda velocidad. Doña Ana intervino con gran estruendo.

—¡Esto es un escándalo! ¿Cómo se atreve a desdeñar vuestra intimidad?

—Él no la ha desdeñado —dije entre dientes—. He sido yo. No dejaré que cuestione si estoy a la altura. Y parece que le he complacido.

Doña Ana saltó.

—¡No es quién para cuestionarla! No es más que un…

El sonido de fuertes pisadas le hizo darse la vuelta. Mientras los flamencos sonreían y la duquesa Margarita dejaba escapar una risotada, las pisadas se volvieron más sonoras a medida que se iban acercando.

Los pajes de Besançon regresaron corriendo a la habitación e hicieron una solemne reverencia.

Un hombre alto entró en la cámara dando grandes zancadas.

Vestía un jubón de piel ajustado al pecho y llevaba las largas piernas enfundadas en botas de piel de cabra. Al quitarse el sombrero, una cascada de cabellos de color castaño rojizo rodó por sus hombros. La barbilla prominente, la nariz aguileña y la boca carnosa eran realzadas por unos ojos azules, juntos como los de Margarita, y la misma piel blanca y perfecta.

Una lenta sonrisa se dibujó en los gruesos labios.

No hacía falta que nadie me dijera quién era. No podía haber ninguna duda. Era el príncipe que sus súbditos habían proclamado Felipe el Hermoso. Y en verdad que lo era. El hombre más bello que había visto nunca. Su belleza era casi demasiado perfecta, pero sin embargo sin un rastro de feminidad, como la de un ciervo joven y atrevido.

Sentí una sensación desconcertante. Se quedó de pie, en medio de un silencio cargado de asombro, con las manos enguantadas apoyadas en las caderas, examinándome como si fuera la única persona que había en la cámara. Su mirada se concentró en mi rostro antes de bajar hasta mi pecho, donde se detuvo, como si espiara mi pulso acelerado. Era una mirada impúdica y escandalosa, y sin embargo, para mi confusión, la encontré halagadora. Ningún hombre en España se atrevería nunca a mirarme a mí, a una mujer de sangre real, de esa manera. Sabía que debía cubrirme con el velo, pero la cándida aprobación de su mirada me hizo derretirme por dentro.

Al igual que al ministro Besançon, a Felipe de Habsburgo le gustaba lo que veía.

—Su alteza el archiduque —dijo el arzobispo Besançon con aires pomposos, al ver que todo el mundo se inclinaba en una reverencia.

Felipe se quitó los guantes y vino hacia mí. Cogió mi mano y se la llevó a los labios. Emanaba un olor acre que despertó mis sentidos. Era una mezcla embriagadora de olor a sudor y a caballo, acentuado por el mismo olor penetrante que a veces desprendía mi padre.

Bien venue, ma petite infanta —dijo en voz baja.

Observé la mano que sostenía la mía. Tenía unos dedos bonitos, largos y fuertes, sin cicatrices visibles. Eran manos que seguramente nunca habían sostenido nada más exigente que un arco de caza o una espada.

Esbocé una trémula sonrisa. ¿Ese magnífico joven iba a ser mi esposo? Parecía imposible. Me había preparado para tolerarlo en el mejor de los casos, desdeñarlo en el peor. Había anticipado un matrimonio sin pasión, una alianza de Estado por el bien de España. Incluso había pensado que podría odiarlo. Nunca, ni por un momento, imaginé que podría despertar esa clase de sentimiento en mí. Pero esto no se parecía a nada que hubiera experimentado antes, era como si tuviera mariposas en el estómago.

Comprendí con un sobresalto que esperaba que yo hablara.

—Mi señor me honra —logré murmurar.

Sonrió suavemente antes de dirigirse a todos los reunidos con una amplia sonrisa.

—Estoy encantado con mi prometida española. ¡Nos casaremos enseguida!

Sus palabras causaron estragos entre mis filas. Doña Ana se balanceó como si estuviera a punto de desplomarse. Las otras damas fruncieron el ceño. Incluso Beatriz parecía desconcertada.

—Querido hermano, ¿por qué eres tan impaciente? No ha hecho más que llegar después de un agotador viaje. ¿No querrías saludar primero a su séquito? —dijo Margarita con una estridente carcajada.

Felipe hizo un gesto con la mano.

—Sí, sí.

No me soltó mientras los miembros de mi casa desfilaban ante él. Acaparando la atención, los presenté por su nombre, tal como Margarita había hecho antes. Pasaron uno tras otro, seguidos de mis damas y señoras. Oía los golpecitos de su bota en la alfombra. No fue hasta la aparición del clérigo que se le despertó un repentino interés.

—Mi profesor de teología, el obispo de Jaén.

—¿Obispo? —interrumpió Felipe—. ¿Ha sido ordenado por la Iglesia?

El anciano obispo hizo una pausa.

—Sí, alteza. He sido ordenado.

—Espléndido. Entonces podéis casarnos.

—Yo…

El obispo me miró.

—Alteza, me temo que no puedo.

—¿Por qué no? ¿Le ocurre algo a vuestra boca y tal vez por eso no podéis recitar unos cuantos votos?

Felipe se volvió hacia mí.

—¿Tiene algún impedimento, amor mío?

Sus pupilas, salpicadas de motas blancas, resplandecían como si fueran diamantes. Y tenía las pestañas más largas que había visto en un hombre, tan hermosas que parecían hechas de oro blanco.

—¿Y bien? —dijo, mientras una carcajada se ahogaba en su garganta—. ¿Le ocurre alguna cosa?

—No, mi señor —dije de repente—. Pero no es apropiado que nos casemos antes de que…

—Eso no importa. ¡Besançon!

El arzobispo flamenco se apresuró a acudir.

—¿Hay alguna razón por la que la infanta y yo no debamos casarnos aquí y ahora?

Besançon se rió.

—Ninguna, sólo necesitáis repetir los votos en persona para santificar la unión. Según el derecho canónico, vuestras altezas son ya marido y mujer.

Felipe me cogió por la barbilla.

—¿Se os ocurre alguna razón?

Doña Ana saltó.

—Por su honor, su alteza debe casarse por la Iglesia.

Ni la miró. Mantuvo la vista fija en mí como si pudiera obligarme con su voluntad, y para mi desconcierto, descubrí que quería consentir. Era impulsivo, incluso escandaloso, ya que había varias razones por las que no deberíamos casarnos de esa manera. La primera era que semejantes acontecimientos debían celebrarse con pompa.

Ahora, a los dieciséis años de edad, me enfrentaba a mi primera decisión como mujer, independientemente del rango o del protocolo. De repente pensé que nada en este matrimonio tenía sentido. No conocía a Felipe y sin embargo había sido enviada hasta allí para convertirme en su esposa. ¿Qué más daba si eso sucedía en ese momento o en una semana?

—No veo ninguna razón, mi señor —dije finalmente. Mientras doña Ana gemía de consternación hice una señal al obispo de Jaén—. Monseñor, si no os importa.

No se atrevió a negarse.

—Una Biblia —dijo temblando—. Debo tener una Biblia.

Besançon hizo traer una con prontitud. Con el ceño fruncido, mi séquito se arrodilló al lado de sus homólogos flamencos. La archiduquesa Margarita se unió a las otras damas.

Allí, en aquella antecámara, sin incienso ni altar, me desposé con Felipe de Habsburgo.

—Lo que ha unido Dios, que no lo desuna el hombre —acabó diciendo el obispo, y Felipe se inclinó sobre mí y me besó en los labios. Era mi primer beso. Sabía a vino, pero no me resultó desagradable.

Se apartó de mí y con una sonrisa triunfante dijo:

—Y ahora, ¡celebrémoslo!

En el momento que entramos en el salón me di cuenta de que el banquete había sido preparado con horas de antelación.

Presidiendo la hilera de mesas de caballete, que iba de una punta a otra del salón, había un estrado bajo un dosel, donde nos sentamos Felipe y yo. Los músicos interpretaron un estribillo. Los criados desfilaron trayendo cabezas de jabalí asadas y rellenas de peras caramelizadas, pavos reales salteados con vino aromatizado con especias y una miríada de platos irreconocibles aderezados con cremosas salsas. A cada plato que me traían lanzaba una mirada inquisitiva a Felipe. Él recitaba el nombre de cada plato en francés. Yo sonreía, fingiendo que le entendía.

Durante todo el banquete no pude evitar mirarlo. Busqué, sin encontrarla, una arrogancia mayor de lo que se podía esperar según su rango, ni tampoco percibí la insensibilidad o el mal genio que se podía esperar de un heredero de un imperio. Era atento y solícito, como debe ser un príncipe de buena cuna. Sólo cuando finalmente sirvieron los postres, murmuró:

—No habéis reconocido nada de lo que habéis comido esta noche, ¿no es cierto, ma petite?

—No —repuse—, pero había comido carne de ave antes, mi señor. Sé qué sabor tiene.

—¿Seguro?

Pinchó un trozo de carne de la fuente de plata y la llevó a mis labios. Miré a mi alrededor deseando no estar tan expuestos a las miradas de los cortesanos flamencos que estaban sentados más bajo que nosotros, algunos de los cuales nos miraban fijamente sonriendo y dándose codazos como si supieran algo que yo no sabía.

Cogí el tenedor.

—Delicioso —dije—. Creo que es codorniz, ¿sí?

Soltó una sonora carcajada. Luego sentí que deslizaba su mano por debajo de la mesa y la colocaba sobre mi cadera. Me quedé paralizada. Tardé algún tiempo en identificar mi miedo. Me acarició como si fuera una posesión preciada, un perro favorito o un halcón. Entendí entonces que ahora era suya, y que podía hacer conmigo lo que deseara. Había renunciado a las pequeñas libertades que había disfrutado como infanta para convertirme en la archiduquesa de Flandes, la esposa de Felipe de Habsburgo.

Lamenté no haberme mantenido firme. Por supuesto, aunque de manera general pero no con detalles, sabía lo que se esperaba de una novia en su noche de bodas. No me había detenido a considerar que aquélla era mi noche de bodas. ¿Estaba preparada para entregarme a un extraño? Dudaba que fuera un novicio en esos temas, los hombres rara vez lo eran. Yo, en cambio, sí. Debería haber insistido en que esperáramos a celebrar una ceremonia adecuada. Debería haber alegado agotamiento o cualquier otra indisposición.

Sin embargo, mientras lo pensaba, sabía que me engañaba a mí misma: había aceptado porque ése era mi deseo y porque en él había visto un desafío que no podía resistir.

Tomé mi copa al mismo tiempo que Felipe la suya. Su gesto fue más elocuente que ninguna palabra, como intensa fue su mirada después de que bebiéramos juntos. Margarita, que estaba sentada a mi izquierda, se acercó más a mí para susurrarme algo al oído.

—No estéis preocupada, querida. Mi hermano es como todos los hombres pero tendréis vuestra boda en la catedral. Monseñor Besançon no se privará de la oportunidad de enseñaros al pueblo. Considera nuestra alianza con España como su mayor logro hasta la fecha. En verdad, me sorprende que no me haya ordenado hacer el equipaje esta misma noche para enviarme lo antes posible al lecho de vuestro hermano.

Miré disimuladamente al arzobispo, que se sentaba a la derecha de Felipe. Asentía mientras Felipe le decía algo, pero parecía más interesado en los alimentos que comía con las manos como si fuera un siervo. Pensé que había algo desagradable en el prelado, pero agradecí las palabras de tranquilidad de Margarita. Quizás, era ahora el momento de hablarle de mi hermano y de sus muchos, y principescos, logros.

En su lugar, sentí que Felipe tomaba mi mano y me ponía de pie.

—Tocad un paso de brabante —ordenó a los músicos mientras me conducía al suelo—. Un paso de brabante flamenco para celebrar mi matrimonio.

La corte mostró su aprobación golpeando las copas contra las mesas y haciendo saltar los cubiertos y las maderas para trinchar la carne. Mi séquito apenas disimuló su asombro. Casi podía sentir sus miradas traspasándome. Para ellos, mi ceremonia de bodas había sido una farsa. No debería estar allí sino en virginal aislamiento, rodeada de mis damas, hasta que llegara el momento de casarme por la Iglesia con todo el boato requerido.

Todo pensamiento de ensalzar las virtudes de Juan voló de mi mente. ¿Acaso podía bailar con un hombre al que acababa de conocer y con el que, según mi séquito, no estaba oficialmente casada todavía?

Como si sintiera mis recelos, Felipe dijo:

—Vamos, infanta, les demostraremos que España y Flandes pueden bailar juntas.

Me impulsó hacia delante. Mientras los sones de tambor cobraban fuerza, renuncié a mis inhibiciones. Sobresalía en el baile, y la danza del paso de brabante, cuyo ritmo fluido y complicados giros requerían gracia y energía, era una de mis favoritas. Felipe también resultó ser un excelente bailarín. Seguía sus movimientos con facilidad, como si ya hubiésemos bailado juntos un centenar de veces.

—Sois increíble —murmuró.

El rubor debió de encender todo mi rostro cuando, desdeñando las miradas de la corte, me besó en los labios, dejándome sin aliento. Esta vez fue algo más que agradable. Esta vez su beso me hizo sentir un hormigueo de pies a cabeza.

A nuestro alrededor, estalló el bullicio. De repente, los nobles flamencos se pusieron en pie con ademanes vehementes, los platos se estrellaron contra el suelo haciéndose añicos y, tomando de la mano a todas las mujeres disponibles, incluidas algunas de mis damas, las arrastraron hacia la pista de baile. En cuestión de segundos, una marea de cuerpos que brincaban nos rodeó. Me apreté contra Felipe mientras miraba incrédula cómo los flamencos daban vueltas sin parar con mis horrorizadas damas españolas entre los brazos.

Felipe se rió. Al seguir su mirada y ver que una de mis damas intentaba defenderse de un patán borracho, dejé escapar una risa involuntaria y nerviosa. Nunca había presenciado semejante entusiasmo y desenfreno. Toscos como eran, realmente sabían cómo pasarlo bien.

Felipe me miró. Su aspecto se volvió sombrío.

—Vuestros compatriotas no se divierten —dijo. Yo sentí un agujero en el estómago cuando noté que los nobles de mi séquito, que habían venido para acompañarme y para escoltar a Margarita a España, se levantaban al unísono y abandonaban el salón.

—Ahora debéis marcharos —añadió Felipe—. No seré la causa de más reproches de ese dragón disfrazado de dama que tenéis.

Me guió entre la multitud hasta donde me aguardaba doña Ana, presa de la ira. El resto de mis damas se zafaron de un tirón de las parejas que no habían buscado y me rodearon para brindarme protección. Mi dama me cogió del brazo.

—Es hora de que vuestra alteza se retire —dijo en un tono que no admitía argumento—. Ahora mismo.

Miré su rostro, que estaba lívido, y eché a andar con mi falange de mujeres hacia las puertas del salón. Mientras me iba miré por encima del hombro. De pie, entre los cortesanos, Felipe tenía los ojos fijos en mí.

Sabía que se necesitaría algo más que a doña Ana para mantenerlo a raya.