Capítulo 30

Mi esposo, el hombre con quien me desposé por razones de estado, a quien amé cuatro años y odié cinco, con quien me acosté en incontables ocasiones y por quien derramé incontables lágrimas, el hombre con quien tuve cinco hijos y concebí un sexto, contra quien me peleé, conspiré y luché, mi esposo había muerto.

¿Lloré su pérdida? La respuesta es sencilla e íntima. Hice lo que tenía que hacer para salvar mi reino y su muerte no me convirtió en una viuda afligida y trastornada. Nuestro amor era un recuerdo saqueado. Su cadáver lo confirmaba. Ahora me enfrentaba a una elección que podía liberarme o condenarme para siempre, un medio de escape que podía demostrar que, realmente, estaba tan loca como se decía.

Pero por incomprensibles que parezcan, tenía mis razones.

Por eso, esperé. No tardó mucho. Una hora después de morir Felipe, los flamencos, Cisneros y su banda de clérigos descendieron sobre la casa como langostas. Beatriz, doña Josefa y yo apenas habíamos terminado de lavar y vestir al cadáver cuando los nobles entraron como en estampida en el aposento y se hicieron cargo de la situación.

Me balanceé sobre los pies de agotamiento y no intenté luchar con ellos. Permití que me condujeran a mis habitaciones, mientras los flamencos gemían y Cisneros invitaba a entrar a los embalsamadores. Después, el cuerpo fue envuelto en su mortaja para ser conducido al monasterio de Miraflores, en las afueras de Burgos, donde las monjas velarían por el alma inmortal de Felipe. Por toda Castilla aparecieron proclamas anunciando la repentina muerte de Felipe de Habsburgo, póstumamente tratado como «príncipe consorte de nuestra presunta heredera, la reina Juana», lo que resumía la incertidumbre política.

En cuanto a mí, me convertí en una viuda de veintisiete años y embarazada de seis meses. En apariencia, no mostré signos de aflicción. Me vestí de negro por respeto pero, por lo demás, estaba contenta de comer en compañía de mis damas y de permanecer en mis aposentos, preguntándome cuál sería mi próximo paso, como sabía que hacían los grandes.

El mundo había cambiado de la noche a la mañana. Con Felipe muerto, sin duda yo era la reina, pero no me engañaba, era consciente de que no tenía más poder que cuando Felipe vivía. De hecho, apenas había pasado un mes desde que mi hermanastra Juana regresara al palacio, vestida de negro de pies a cabeza. Inmediatamente se dispuso a infiltrarse en mi personal, pese al manifiesto desagrado de Beatriz. Para mi disgusto, otras nobles esposas le siguieron, una auténtica legión decidida a atrincherarme detrás de una barrera de solicitud femenina. Sabía que esto era obra de Cisneros, parte de su plan para mantenerme alejada. No quería que anduviese suelta mientras engatusaba a la nobleza para que se sentara a la mesa de las negociaciones. Toleré la invasión porque el leal don Lope, a quien Felipe había torturado en Flandes, también se apresuró a acudir a mi servicio y Soraya apareció un día sin aviso, delgada y ojerosa, y con las señales de los latigazos y las violaciones a las que le habían sometido los hombres de Felipe, pero decidida como nunca a estar a mi lado.

Mientras la abrazaba, derramé las primeras lágrimas desde la muerte de Felipe.

Con Soraya de nuevo a mi servicio y Beatriz a mi lado, noche y día, aguardé el momento oportuno, hasta que una tarde, el arzobispo Cisneros y el marqués de Villena entraron sin llamar en mis aposentos.

—Es imperativo que actuemos antes de que la situación empeore —anunció Cisneros con toda pompa.

Con un indicio de color en sus hundidas mejillas, parecía haber cobrado vida de repente.

—Hace demasiado tiempo que Castilla carece de guía. Si vuestra alteza se digna leer esta lista —dijo mientras colocaba el papel sobre la abarrotada mesa—, comprobaréis que todos los nombramientos están en orden y que los nobles citados aquí están más que deseosos de serviros como consejeros.

Los miré impasible. Me esperaba algo así de él. Es más, con Felipe muerto di por descontado que sería cuestión de tiempo que hubiera otra alianza con los grandes. El almirante creía que Cisneros era leal a mi padre y que había trabajado en secreto para combatir a Felipe, pero yo sospechaba que siempre había tenido razón respecto a él. En cuanto a su ambición de poder, no era mejor que los nobles. Me lo había ganado como enemigo en mi último viaje a España, cuando me enfrenté a él en la Mota. Ahora no sería mi amigo, no hasta que regresase mi padre y lo pusiese en su lugar.

—Hablar de un consejo es prematuro, vuesas mercedes. Me ocuparé de éste y de otros asuntos relativos a mi estado en un momento más apropiado.

No pude impedir que se me dibujara una pequeña sonrisa.

—¿Acaso no estamos todavía de luto por la muerte de mi esposo?

—Han transcurrido los treinta días —terció Villena con sus aires suaves—. Este asunto concierne al futuro de Castilla. ¿Vuestra alteza no deseará privar a su pueblo del adecuado gobierno en un momento como éste?

—Este reino ha carecido del adecuado gobierno desde que murió mi madre —repuse con sequedad—. No creo que unas semanas más vayan a cambiar nada.

Su boca se torció. Pude ver que hacía todo lo posible para controlar su genio, para tratar de adivinar las razones de mi demora. Cuando habló, lo hizo con una engañosa suavidad que me heló la sangre.

—El arzobispo, los nobles y yo no creemos que Burgos sea un lugar apropiado para vos. Después de la tragedia acontecida aquí, humildemente sugerimos que nos honréis aceptando nuestra oferta de asistencia y que os trasladéis a…

Levanté la mano, ocultando con el autoritario gesto la punzada de alarma que me recorrió.

—Olvidáis con quién estáis hablando, señor. Soy vuestra reina. Yo sola decidiré cuándo y adónde trasladaré mi casa.

Su rostro se puso escarlata. Dejé pasar unos segundos hasta que el aire se volvió cortante.

—Debo ser investida y coronada —proseguí—. La decisión de las Cortes de reconocerme en Valladolid fue pospuesta por la peste, pero ahora que mi esposo el archiduque ha muerto, no hay razón para debatir mi legítimo derecho. Mi madre me legó este reino y yo lo gobernaré. Mientras tanto, tengo algunas peticiones que hacer.

El rostro de Cisneros se oscureció.

—¿Qué peticiones, si puede saberse? —preguntó apretando los dientes.

—Todos los nombramientos decretados por mi esposo serán revocados. Se hicieron ilegalmente, sin mi consentimiento. El traidor don Manuel y sus flamencos serán buscados y arrestados. Tengo entendido que han huido llevándose una cantidad significativa de piezas de oro y de joyas, robadas de los aposentos de mi esposo en el castillo. Os ordeno, monseñor arzobispo, como jefe de la Iglesia, que promulguéis mi decreto, y a vos, señor marqués, que lo cumpláis. Cualquiera que se atreva a cobijar u ocultar a don Manuel será arrestado inmediatamente y ejecutado.

Era mi primera orden como reina. Villena reaccionó como se podía esperar. Su voz vibraba con una rabia apenas controlada.

—Pese a que no guardo ningún afecto a don Manuel, no soy un mercenario dispuesto a cazarlo. Es posible que vuestra alteza haya pasado demasiados años viendo cómo los flamencos se ponían en evidencia ante los franceses.

Decidí no recordarle que sólo unas semanas antes, él mismo parecía haberse puesto en evidencia delante de Felipe sin que nadie le obligara. Pero me esperaba su hipocresía. De hecho, ninguno de esos llamados «nobles» deseaba apoyarme. Posiblemente diferían sobre quién debería gobernar en Castilla, y en aquel momento era posible que intrigaran los unos contra los otros, pero en una cosa estaban de acuerdo: yo no debía ser coronada. Tal vez mi hijo Fernando, o en el peor de los casos, mi hijo Carlos. Yo no. Yo, nunca. Habían vivido demasiado tiempo bajo el yugo de mi madre para tolerar otra mujer en el trono. Con la muerte de Felipe, simplemente había cambiado unos enemigos por otros. Sólo que esta vez tenía un arma. El consejo de Beatriz me había sido útil: «Hay dos tipos de mujeres inviolables en España —me recordaba—: las embarazadas y las viudas». Y ahora ostentaba ambas condiciones. Había confiado en demorar mi plan hasta que el almirante volviese con mi padre, pero no podía seguir esperando. No tenía ni idea de cuándo podían llegar. Era el momento de actuar.

Alcé la barbilla.

—Además quiero que se despache un correo para comunicar a mi cuñada, la archiduquesa Margarita, que me envíe a mis hijas tan pronto como el viaje sea seguro. Mi hijo Carlos, naturalmente, es ahora el archiduque de Flandes y deberá permanecer allí. Pero mi hijo Fernando nació aquí, en España, y todavía no lo he visto. Él también debe ser traído desde Aragón para estar junto a mí. Y debéis despachar una citación a las Cortes para que se reúnan en Toledo, donde el cuerpo de mi esposo será enterrado en la catedral.

Recibieron mi anuncio con un silencio cargado de asombro. Llevaba días cavilando, meditando sus consecuencias, preguntándome si me liberaría o me atraparía. De momento, vi que les había cogido desprevenidos. Villena crispó los puños. Cisneros me contempló durante un largo rato antes de hablar.

—¿Desea vuestra alteza escoltar personalmente el féretro del archiduque?

—No es mi deseo —repliqué—, sino mi deber. O ¿preferís que dejemos sus restos aquí? No es el lugar idóneo para que descansen los restos de un príncipe de su talla.

La mirada de Cisneros se volvió escrutadora. Sin duda, ésa había sido su intención. Había dejado que los embalsamadores le abrieran para sacarle el corazón y el cerebro para enviarlo e Bruselas en una urna de plata, según la costumbre de los Habsburgo. ¿Qué le importaba dónde descansaba el resto del cuerpo? Bajo cualquier otra circunstancia yo también lo habría dejado tranquilo en Miraflores, pero escoltar el féretro de mi esposo me ofrecía el mejor escudo para salir de Burgos.

—Es una petición poco ortodoxa —dijo Cisneros—. Incluso sin precedentes.

—¡Es totalmente imposible! —añadió Villena—. Vuestra alteza no puede pretender conducir un cadáver hasta Toledo en pleno invierno.

—El cuerpo de mi madre fue trasladado a Granada en invierno y sin demasiadas dificultades —contesté a pesar de que me di cuenta de que Villena sospechaba mi propósito. Sabía que no sólo buscaba protegerme con el féretro de Felipe, sino que la gente me viera mientras atravesaba Castilla. Mostrando mi tragedia, me ganaría la simpatía de mis súbditos.

—Cierto —añadió Cisneros de repente, y un brillo furtivo iluminó sus ojos—. Y ¿cuándo, decidnos, desea vuestra alteza emprender este viaje?

—Tan pronto como sea posible —dije pensando con rapidez—. Encargaos de que un carro recoja el ataúd y reunid el cortejo funerario. Vos y los otros nobles debéis permanecer aquí para supervisar mis dictados. No os necesito para este empeño.

Hice un alto. Las siguientes palabras iban dirigidas a Villena.

—Vuesa merced, vos y el almirante tenéis el mismo poder en las Cortes, ¿verdad? Dado que la tarea de dar caza a los enemigos de España la consideráis indigna de vos, ¿querréis hacerme el honor de localizar a don Fadrique? No podemos reunimos en Toledo sin él.

—Lo haremos —terció Cisneros antes de que Villena pudiera contestar—. Confiad en nosotros, alteza.

Con una reverencia, se marchó llevándose al marqués como quien se lleva a un niño revoltoso.

Tan pronto como salieron por la puerta, Beatriz entró en la habitación por una puerta trasera. Había escuchado todo a través de una mirilla en el panel de madera adosado a la pared. De pie en el umbral, me miró con ojos de preocupación.

—Princesa —dijo—, ¿qué es lo que pretendéis?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Cisneros cree que no tengo ojos ni oídos. Piensa que no sé que la única razón por la que me permite emprender este viaje es que lo utilizará para difundir más mentiras sobre mí. La leyenda que Felipe creó sobre mí no deja de crecer y él la hará correr más y más lejos, tal vez, incluso hasta Nápoles. Con algo de suerte, es posible que ayude a que mi padre y el almirante se reúnan conmigo.

—¿La leyenda? —preguntó Beatriz—. ¿Qué leyenda?

Sonreí.

—¿Cuál va a ser? ¡Que estoy loca, por supuesto! Loca de dolor. Juana la Loca.

Desde los helados campos de Burgos, emprendí mi viaje hacia Toledo con el ataúd de Felipe envuelto en un manto real, cargado en un macizo carromato.

Disfruté de forma especial al ordenar a Juana que permaneciese en Burgos. Aparte de mi pequeño séquito de pajes, don Lope y mis músicos, llevaba una escolta de centinelas, a Beatriz, Soraya y doña Josefa. Por fin, viajaría por España con mis amigas, sin restricciones.

Mi corazón estaba tan rebosante y mi esperanza era tan enorme que no me importó que, al principio del viaje, una terrible niebla y la lluvia azotaran la tierra. Viajábamos siguiendo el cauce del Duero, cuyo amarillo caudal estaba más alto a causa de las lluvias. Montaba una yegua engualdrapada de negro, y mis damas y otros servidores venían detrás de mí, todos de luto. Un heraldo mantenía en alto mi empapado estandarte real.

Distábamos mucho de ser una comitiva impresionante pero íbamos precedidos por la noticia de nuestra llegada, lo que atraía a los descarnados campesinos a los caminos para verme pasar. Algunos se arrodillaban cuando me reconocían con mi manto negro y mi velo. Otros hacían una genuflexión y pedían limosna. El sufrimiento grabado en sus rostros reflejaba la miseria de mi tierra nativa. La peste había dejado desiertos incontables pueblos y las cosechas se estropeaban en los campos. Las cruces improvisadas se veían por todas partes, señalando las tumbas de los muertos. Las bandadas de cuervos graznaban y excavaban la tierra. Pero no se veían perros, y el escaso ganado que divisé parecía muerto en vida.

Era como si toda Castilla se hubiese convertido en un cementerio.

La sangre me hervía. ¡Eso era lo que Felipe y sus esbirros habían conseguido! Ése era su legado: pobreza, miedo y destrucción. Juré que una vez que llegáramos a Toledo, haría todo lo que estuviese en mi mano para devolver a España su orgullo perdido. El amor no me había servido de nada. Sólo esta tierra había permanecido constante, el lugar de mi nacimiento que había sido testigo de mi valle de lágrimas. Como mi madre antes que yo, haría la guerra contra aquellos que la saquearan y la profanaran. Pondría fin a los conflictos, las enemistades y la implacable búsqueda del enriquecimiento personal.

Demostraría ser la honrosa sucesora de Isabel de Castilla.

La llama de la esperanza me sostenía. Soporté las tiendas de campaña levantadas en los campos, dormir sobre el suelo de piedra, comer frutos secos y beber el agua hervida del río. Con aquellas pequeñas penalidades me preparaba para otras más grandes que me aguardaban, para la guerra que ya había trazado en mi mente. Pero no estaba preparada, ni siquiera me había parado a pensarlo, para que mi propio cuerpo pudiera traicionarme.

Los dolores aparecieron de repente, mientras cabalgábamos por un campo desolado, muy cerca de la aldea de Torquemada. Me cogí del cuerno de mi silla, estremeciéndome. Era demasiado pronto. Todavía faltaba un mes o más. Mi hijo tendría que esperar. Me aguardaban en Segovia, mi primera parada oficial. Allí, bajo los cuidados de la amiga de mi madre, la marquesa de Moya, tenía previsto refugiarme para parir antes de proseguir viaje a Toledo. Para entonces, esperaba saber algo de mi padre y del almirante.

Sentí que rompía aguas y que chorreaban bajo mis faldas. Beatriz escuchó mi grito sofocado y se acercó a medio galope. Doblada de dolor, no tuve otro remedio que dejar que me ayudara a desmontar.

Don Lope corrió a buscar un sitio donde hospedarme. En brazos de Soraya y Beatriz, fui conducida a una casa habitada por extraños, destinada a ser la morada de mi último alumbramiento.

Tardó casi dos días en llegar, dos días de padecimientos en los que me vi morir.

Ninguno de mis vástagos puso tanto a prueba mi resistencia. Ninguno de ellos se resistió tanto a desprenderse. Era como si después de decidir que quería nacer antes de tiempo, hubiera cambiado de opinión e intentara regresar al útero. Grité como una loca, maldije y lloré.

Y al anochecer del tercer día, cuando finalmente nació, me asombró su belleza. Pese a estar manchada de mucosidad y sangre, brillaba como el alabastro iluminado desde el interior.

Doña Josefa cortó el cordón que nos unía, la lavó y la envolvió en paños. Desde mi lecho empapado de sudor pedí que me la trajeran. Mi fiel Beatriz estaba más emocionada de lo que nunca la había visto. Y cuando contemplé el lloroso bebé que, de repente, se calló al notar el roce de la punta de mis dedos sobre sus labios, sentí cómo mis ojos se humedecían.

Se me quedó mirando. Ya se podía ver que su cabello sería castaño rojizo y con mechas doradas. Cuando intentó chupar mi dedo, suspiré.

—Catalina —dije sacándome uno de mis pesados senos—. La llamaré Catalina.

El parto me dejó sin fuerzas. Mientras Catalina mamaba con apetito, doña Josefa y Soraya recorrieron la mísera aldea en busca de cualquier alimento fresco que pudieran encontrar. Cogieron pollos vivos de los gallineros. Los campesinos, asombrados pero demasiado intimidados por el hecho de que su reina hubiera parido tan cerca, no se atrevieron a protestar. Soraya hacía cerveza y preparaba sopas. Doña Josefa cocinaba las aves de corral de mil maneras diferentes e insistía en que comiera hasta el último bocado. Había perdido más sangre de lo que se consideraba oportuno, pero me negué en redondo a que nadie regresara a Burgos en busca de un médico. Viviría, dije desde mi lecho. No era la primera vez que paría.

Me entretuve demasiado tiempo. Tendría que haberme subido a mi caballo aunque hubiera muerto por ello, porque allí, en Torquemada, me encontraron. Se lo habían pensado mejor. Subestimé su tenacidad. Cisneros, Villena y sus hombres entraron en tropel en la aldea y exigieron que me comportara como una mujer que acababa de parir y que me retirara a un castillo «que estaba listo para recibirme».

En el momento en que escuché aquellas terroríficas palabras, me incorporé en la cama y di órdenes de partir. Sólo los más leales me obedecieron. Mientras ignoraba, con enfado, las protestas de Cisneros y me montaba en mi caballo, vi que Villena me miraba desde las sombras de la casa, estudiándome. ¿Sospechaba los límites hacia los que me empujaba? ¿Comprendía que ningún ser humano era capaz de resistir la persecución constante?

Creo que sí.

La tormenta estalló por la noche, mientras atravesábamos la meseta. Llovía a cántaros y el suelo se convertía en barro. Finalmente, incapaz de dar un paso más, ordené detenernos y desmonté. Permanecí de pie sin saber qué hacer, con mi manto azotado por el viento. La confusión y la duda libraban una fiera batalla dentro de mí. Tenía la cabeza a punto de estallar. ¿Dónde debería ir? ¿Dónde podía encontrar refugio? Nunca llegaría a Segovia en aquel estado, y mucho menos a Toledo. Necesitaba un lugar donde pudiera esconderme como un animal perseguido. Anhelaba paz y oscuridad sin murallas altas, sin fortalezas, sin nobles que quisieran encerrarme.

Me di la vuelta sin dejar de temblar. Busqué en la noche y entonces lo sentí. Me observaba, se deleitaba con mi desesperación. No se había ido. Estaba allí. Esperaba la hora de su venganza. No estaba muerto.

Dejé escapar un grito ahogado. Di media vuelta y pasé corriendo por delante de los asombrados pajes, tropezando con el dobladillo lleno de barro de mis faldas mientras me acercaba al carromato que transportaba el féretro. Me detuve, jadeando. Oí su risa en mi cabeza. Me provocaba. Sabía lo que había hecho, sabía que le había arrebatado lo mejor de sí mismo. Ahora me arrastraría con él hasta el infierno. No debía dejarlo, no debía permitir que me cogiera. Tenía que destruirlo otra vez. Destruirlo antes que él me destruyera a mí.

Cogí los travesaños del ataúd y empecé a bajarlo del carromato.

—¡Ayudadme! —grité a los pajes y centinelas que permanecían inmóviles, como paralizados—. ¡Ayudadme!

Mis damas corrieron hacia mí, Beatriz a la cabeza.

—Princesa, os lo ruego, no…

Alargué la mano y la aparté bruscamente. Como una erupción, la furia brotó de mi boca como si fuera veneno. ¡Cómo se atrevían a desobedecerme! ¡Cómo se atrevían! ¡Yo era su reina! Debían hacer lo que les ordenara. ¡Nunca, nunca debían cuestionarme!

—He dicho que me ayudéis —grité—. ¿Me oís? ¡Ya!

Los centinelas se abalanzaron sobre las palancas del carromato. El ataúd cayó al suelo, manchando de barro mis faldas. Me quedé mirándolo fijamente, esperando que la tapa se levantara y el cadáver se incorporara con una lasciva mirada.

Lo oí susurrar: «Mi infanta». Con voz temblorosa ordené que lo abrieran.

Los centinelas retrocedieron. Don Lope y los pajes se acercaron sigilosamente al féretro y levantaron la pesada tapa. Al retirarla sintieron náuseas, la dejaron caer y se apartaron, cubriéndose la boca con los brazos.

Durante un instante no me moví. Desde donde estaba, sólo vi un sudario hundido en cal. No se sentó. No se giró para clavarme sus ojos azules ni abrió la boca para acusarme de enterrarlo vivo.

Di un paso hacia delante. Yacía envuelto en satén negro, amortajado de pies a cabeza y con las manos cruzadas encima del pecho, envueltas en una tela casi rígida. Mientras buscaba algo que me confirmara que eso, que esa cosa era Felipe, me llegó un hedor completamente nauseabundo. Resistí el deseo de toser. Sentí que el viento me arrancaba la toca que llevaba en la cabeza mientras inhalaba la pestilencia. Fuera lo que fuese lo que los embalsamadores habían utilizado, había fallado.

Se pudría ante mis ojos.

—El sudario del rostro —susurré—. Quitádselo.

Sentí que todos me miraban horrorizados. Miré a don Lope. Retrocedió. Soraya echó a andar, pasó junto a mí e inclinándose sobre el cuerpo empezó a quitarle el paño que le cubría la cara.

Los segundos pasaron como si fueran años. Tenía un nudo en la garganta. Los restos de carne se hicieron visibles: una oreja, la nariz, parte de la boca fruncida y ennegrecida. Hice una seña para que parara.

—No… basta —susurré, y ella se retiró.

Era Felipe. O lo que quedaba de él. Los cirujanos que le habían extraído el cerebro y el corazón habían hecho una carnicería. Los ojos habían caído dentro de su cráneo deformado. No tenía dientes. Todo lo que quedaba de su varonil belleza era la nariz, todavía atractiva en el rostro ajado de un anciano. Parecía como si llevara muerto mil años.

No había nada que temer. No quedaba nada que temer.

Mi rabia se evaporó.

—Cerradlo —ordené.

Regresé junto a mi caballo. Doña Josefa me miraba con mi hija acurrucada en sus brazos. Beatriz permanecía de pie a cierta distancia con su chal apretado contra su rostro manchado de barro.

—Debemos proseguir —dije.

Tres días más tarde, en aquel camino solitario, donde sólo la llanura yerma se extendía ante nosotros como un cuadro pintado en ocre y negro, levanté la vista y a través del velo vi a un jinete que galopaba hacia nosotros en un semental negro empapado de sudor.

Era el almirante.