Capítulo 21
Le esperé vestida de rojo carmesí, con un vestido que resaltaba mi figura a la perfección, hasta la desnudez de alabastro de mis manos y mi garganta. A mi alrededor, mis damas bordaban, aunque Beatriz apenas miraba su labor y Soraya parecía a punto de saltar en cualquier momento. También tenía a mis hijas conmigo. Leonor, muy estirada, sentada en el asiento empotrado bajo una ventana, mientras Isabel pasaba las páginas doradas de mi libro de horas. Habría tenido a Carlos conmigo, también, sólo que el obispo de Utrecht había insistido en que mi hijo tenía un ligero resfriado y debía quedarse en sus aposentos todo el día.
Al escuchar el lejano sonido de las trompetas, madame de Halewin se puso de pie.
—Su alteza ha llegado. Debemos ir al patio a recibirlo.
—No —dije sin levantar la vista de mi bordado—. Dejemos que sea él quien venga a saludarnos.
—Pero vuestra alteza, es costumbre…
—He dicho que no. Sentaos, madame. Ahora.
Madame de Halewin volvió a sentarse en su silla. Mientras clavaba la aguja en el bordado mis sentidos permanecían atentos al pasillo que había detrás de la puerta. Cuando finalmente lo oí acercarse dejé mi labor a un lado y levanté la vista.
La puerta se abrió de golpe. Mi esposo entró dando grandes zancadas y con el rostro encendido a causa de la enérgica cabalgata. No llevaba sombrero y el cabello dorado rodaba sobre sus hombros, veteado por la luz del sol. En mi furia, había olvidado que su presencia imponía, aunque mi ojo experto notó que había engordado y que sus mejillas eran más rojizas y ordinarias de como yo las recordaba. Deliberadamente cogí aire, recordándome que a pesar de sus atributos físicos, seguía siendo el hombre que me había abandonado en España. Sin embargo, al ver la genuina sorpresa que se reflejó en su rostro, sentí un latigazo de bochornoso deseo.
¡Cómo podía desear a un hombre que era tan indigno de mí!
Accedí a su beso apasionado.
—Mi infanta —dijo respirando hondo como si sólo hubiéramos estado separados unas horas—, ¿me has echado de menos?
—Tanto como tú a mí —contesté complacida por la frialdad de mi tono.
Sentí que todas las miradas estaban fijas en él mientras se acercaba a Leonor, que estaba sonrojadísima, y la saludaba diciendo:
—¡Qué guapa y qué alta estás, hija mía!
Y luego a Isabel, que hizo arrullos como un bebé cuando su padre sacó una pluma de su jubón como por arte de magia.
—Esto es de un búho blanco que mi halcón abatió en Francia. Llévala en tu sombrero de terciopelo azul, ma petite reine.
Me hallé momentáneamente sin palabras. Era evidente que mis hijas lo adoraban, aunque posiblemente había estado más ausente de sus vidas que yo. Pero, por supuesto, ¿cómo no?, ¿qué niña no adora a su padre? Eso no le volvía menos mentiroso o adúltero.
Se volvió hacia donde yo estaba sentada rodeada de mis damas, como una efigie. La palmada que dio resonó como si hubiera estallado una tormenta en lo alto.
—¡Fuera! Deseo pasar tiempo a solas con mi esposa.
Reparé en la mirada enfadada de Leonor mientras madame se las llevaba a ella y a Isabel. Mis damas flamencas se fueron correteando a la antecámara, seguidas, con paso lento y pesado, de las españolas.
Después de dos años de conflictos y separación, Felipe y yo volvíamos a estar solos.
No me moví de la silla mientras se dirigía al mueble para servirse una copa de vino. Lo apuró de un trago. No me di cuenta de que simulaba despreocupación hasta que cogió la jarra por segunda vez y vi cómo temblaba su mano mientras se llevaba la copa a los labios. Al volverse con una falsa sonrisa, supe que tenía toda la intención de actuar como si nada hubiera pasado.
Deseaba cogerle por la garganta. En su lugar, dije:
—¿Cómo ha ido el viaje a Francia?
Su sonrisa se borró.
—¿No te lo ha dicho don Manuel? He ido a Francia a negociar un acuerdo de paz.
Rió incómodo.
—Hacer que dos reyes se pongan de acuerdo no es tan fácil como puedas imaginar, pero creo que hemos hecho progresos.
Al percatarse de mi penetrante mirada se dio media vuelta y se alejó.
—¡Válgame Dios! —le oí susurrar—. He cabalgado todo el día en el lodo. No estoy de humor para un interrogatorio.
Crucé las manos sobre mi regazo.
—Sí, he oído hablar de tus viajes, pero no a ti.
Y entonces, me salieron de dentro las acusaciones, como si actuaran por voluntad propia.
—Ciertamente, tu entretenida debe de haberte tenido muy ocupado, dado que no has encontrado tiempo para informarme de tus negociaciones con Luis o, al menos, de quedarte en Flandes para darme la bienvenida.
Escuchó inmóvil.
—¿Mi entretenida? No tengo ni idea a qué te refieres.
—Os lo suplico, mi señor —dije obligándome a lanzar una corta carcajada—. Ciertamente me parece de muy mal gusto que hayáis permitido a vuestra puta francesa robar mis pertenencias mientras yo daba a luz a vuestro hijo.
Su mirada se volvió acusadora.
—Ya veo que nada ha cambiado. Durante año y medio has permanecido en esa maldita tierra tuya. Y ahora vuelves con tus aires orgullosos y tus reproches. ¿Dónde está ese hijo al que has dado a luz, eh? ¿Cómo sé siquiera que vive?
Me levanté de un salto.
—¡Vive! Lo he dejado con mi madre. Es demasiado pequeño para viajar.
—¡Bruja, mentirosa! —gritó—. Lo has dejado allí para que puedan utilizarlo en mi contra. Ahora tiene lo que quería. Lo que tú y ella planeasteis. Ya me has demostrado de qué lado están tus lealtades.
Sentí una pérdida devastadora. No había necesidad de aquello. Podía recuperarlo como había hecho antes. No tenía que echar a perder los restos de afecto que quedaran entre nosotros. Todavía podíamos encontrar la felicidad, ser quienes habíamos sido. Necesité todas mis fuerzas para recordar que me engañaba a mí misma, que aunque lo negara, de hecho, todo había cambiado. Ahora luchaba por una causa más grande que nuestra unión.
—Mi lealtad está con el imperio que heredaremos —repuse—, un imperio que pareces empeñado en llevar a la ruina para satisfacer tu orgullo. ¿Tanto te ciega el odio que no puedes ver la verdad? A Luis no le importas. Sólo busca utilizarte para poder destruir a mi padre.
Me temblaba la voz pese a mis esfuerzos por controlarla.
—Tu padre —escupió—, ¡no es más que un cobarde asesino que envenenó a Besançon! ¡Si tuviera que hacer un pacto con el mismísimo Lucifer para destruirlo, lo haría!
Tendría que haber sabido entonces que le había perdido. La venenosa sospecha que alimentaba contra España y mis padres había envenenado su mente, tan seguro como creía que mi padre había envenenado a Besançon. Sin embargo, me escuché a mí misma decir en un tono tan fríamente despreciativo como el de mi madre:
—No tengo la menor duda de que lamerías las botas de Luis si te lo ordenara. Pero yo, mi señor, no lo haré. España no es Flandes.
Arrojó la copa al suelo. Un miedo repentino se apoderó de mí. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo vulnerable que era: una mujer sola, su esposa, prácticamente su propiedad, con la que podía hacer lo que gustase.
Se acercó tanto a mí que pude sentir su aliento en mi frente, caliente como un horno.
—Si eso es lo que sientes, entonces será mejor que regreses a tu amada España y veles el lecho de muerte de tu madre, madame infanta. Yo no tardaré en llegar para reclamar mi trono.
«Mi trono».
Alcé la barbilla.
—Has olvidado que soy la heredera de España. Sin mí, tus reclamaciones serán en vano.
Cerró los ojos hasta que fueron dos tajos. Sin aviso, me abofeteó con la mano abierta lo bastante fuerte para hacerme perder el equilibrio y caer de espaldas sobre mi mesa, desperdigando todo lo que había encima de ella. Cuando embistió contra mí, cogiéndome por el cuello con las dos manos, tanteé la superficie buscando algo con lo que protegerme.
—¡Nunca gobernarás España! —dije entre dientes—. Cuando llegue el día seré yo quien ocupe el trono. ¡Yo y nadie más!
Levanté el brazo con el abridor de cartas asido en mi puño. La hoja arañó su mejilla y le dejó un surco de sangre. Me golpeó de nuevo. Mientras la habitación daba vueltas a mi alrededor en una escalofriante confusión, me cogió de las muñecas, retorciéndolas, mientras tiraba de mí para ponerme de pie. Antes de que pudiera gritar pidiendo ayuda, me dio la vuelta y hundió mi cabeza contra la mesa.
Mi barbilla golpeó contra la carpeta de piel. Paladeé mi propia sangre. Un grito estrangulado brotó de mi garganta cuando me separó las piernas a patadas, y me obligó por la fuerza a poner las muñecas en la espalda mientras me levantaba las faldas con la otra mano. Los brocados y el miriñaque que ahuecaban mis faldas me asfixiaban. Me arrancó las medias. Luché contra él, las muñecas laceradas por el dolor de su apretón. Me golpeó en la sien y me zumbaron los oídos. Pataleé desesperada, golpeando mis pies contra sus piernas lo más fuerte que podía. Quedé sin aliento, horrorizada, sabía lo que pretendía.
Hubo un silencio repentino. Entonces oí como se arrancaba el suspensorio. Un dolor punzante me desgarró por dentro cuando me tomó brutalmente. Me embistió con todas sus fuerzas golpeándome contra la mesa y convirtiendo un acto del que ambos habíamos disfrutado tantas veces con alegría y pasión en una brutal obscenidad. Dejé de luchar. Mi cuerpo se volvió un pedazo de carne que no podía sentir.
Se corrió, jadeando a mi oído.
—¡Castilla es mía, me oyes! ¡Mía! Y cuando llegue el momento, me la entregarás. Me la darás sin protestar. Si no lo haces, si te atreves a impedirlo, te haré esto todas las noches. Y me darás hijos, uno tras otro, hasta que se sequen tus entrañas.
Resbalé hasta el suelo. Me golpeó una vez más. Luego se dio media vuelta y se marchó indignado, abriendo la puerta de golpe ante la mirada horrorizada de mis damas, que aguardaban fuera.
Mientras entraban corriendo, el grito que había contenido estalló como un llanto salvaje.
Me recluí en mis aposentos, con el cuerpo tan magullado y amoratado que apenas podía levantarme de la cama. Al principio ni siquiera podía hablar. La mandíbula y el ojo derecho estaban tan hinchados que no podía abrirlos. A pesar de mis débiles protestas, Beatriz insistió en llamar al médico de la corte. Me examinó con vacilación y desconcierto, murmuró que no parecía que hubiera nada roto y me recetó un emplasto de romero, antes de marcharse a la carrera.
Al quinto día podía caminar sin sentir calambres y era capaz de comer algo más que los sencillos bollos que mis damas preparaban minuciosamente para mí. Convirtieron mis aposentos en un refugio, un albergue de solicitud femenina donde conspiraban para mantener el mundo exterior a raya. Me trajeron a mi pequeña Isabel después de que armara un alboroto porque echaba de menos a su madre, pero vi en su asustada mirada y su tímida pregunta, «¿Te duele?», que sentía que algo terrible había ocurrido. Reprimí las lágrimas, le aseguré que madre sólo estaba algo enferma y que debía esperar a que me encontrara bien para que pudiera ir a verla.
Cuando Beatriz me informó de que Felipe había anunciado que se marcharía al día siguiente de cacería, le ordené que me vistiera y me acompañara a la galería. Hacía semanas que no había salido de mi cámara. Al entrar en la galería con mi vestido español, de brocado negro, y el velo de mi toca cubriéndome el rostro para ocultar las magulladuras, los cortesanos ociosos se detuvieron para mirar, tan asombrados que olvidaron mostrar su obediencia. Pasé por delante de ellos como si no existieran y me detuve en la ventana en saliente que daba al patio interior de palacio.
Caía una ligera lluvia que acentuaba el color rojo de los muros de ladrillo y resaltaba los colores de la compañía reunida abajo. Nadie podía verme, aunque hubieran mirado hacia arriba. Completamente vestida de negro, era una sombra. Vi a mi esposo y a su grupo de remilgados favoritos montar en sus caballos. Don Manuel se encontraba entre ellos. Era como un sapo vestido de terciopelo verde chillón montado sobre un poni, con los anillos que brillaban pálidamente sobre sus guantes. Detrás de ellos, los halconeros profesionales viajaban en una carreta cargada de víveres para una semana. Me pareció que mi marido iba a la misma cabaña de caza donde me había llevado años antes.
Sólo vi cuatro mujeres. A tres de ellas las ignoré. Obviamente eran cortesanas profesionales, con sus vulgares vestidos de grandes escotes y las caras enjabonadas con albayalde.
Me fijé, sin embargo, en la cuarta. Iba sentada en un palafrén. Su abundante cabellera ensortijada alrededor del rostro y ensartada con el inequívoco gris azulado de mis perlas. Incluso desde donde estaba, podía ver que era hermosa, aunque no demasiado: una muñeca francesa de tez clara y labios rubicundos. Mi marido acercó su montura a la de ella. Contuve el aliento cuando, con un gesto, levantó una esquina de la capa que la cubría y la arrojó encima de los cuartos traseros del palafrén, exponiendo a las miradas los senos cubiertos por un corpiño de terciopelo gris que reconocí como uno de los míos. Ella recibió la caricia enguantada de él, arqueó la garganta y lanzó una carcajada.
En su corpiño descubrí el broche dorado con el escudo de Castilla, el mismo broche que había dado a Luis y Ana de Bretaña en Francia.
Una llama negra crepitaba en lo más profundo de mi ser. Di media vuelta y regresé a mis habitaciones.
Allí, esperé. No paseé por los jardines ni visité a mis hijos. No me aventuré fuera de mis aposentos. Cada día parecía una eternidad. Cada noche era como una vida entera, y mientras me sentía sucumbir a algo tan aterrador e insaciable me preguntaba cómo nadie más podía verlo.
Esta vez no habría perdón.
La noche que regresó Felipe entré sola en el salón. Mientras me ayudaba a vestirme, Beatriz me había suplicado que le permitiera acompañarme. Elegir el mismo vestido carmesí con el que había sido violada la alertó de que lo que había planeado no podía ser bueno. Sin embargo, les ordené a ella y a Soraya que se quedaran donde estaban. También llevaba la cabellera suelta y desdeñé todas las joyas. Las magulladuras de mi rostro habían desaparecido dejando en su lugar tenues manchas amarillentas. Eran adornos suficientes.
Mi aparición sólo fue recibida con algunos murmullos de asombro entre quienes se encontraban más cercanos a la entrada. Sin duda, para entonces toda la corte estaba al tanto del altercado ocurrido en mis aposentos y de mi reclusión, pero había llegado tarde a propósito. Las mesas ya se habían apartado para el baile y todo el mundo estaba camino de la absoluta embriaguez. En la tarima, la silla de Felipe estaba vacía. A su izquierda, en la silla donde se había sentado Besançon, se encontraba don Manuel. Al verme se quedó paralizado y con sus ojos saltones sobresaliendo aún más. Bajó corriendo los escalones mientras apartaba a empujones a los cortesanos que se cruzaban en su camino, como si el suelo que pisaba estuviese envuelto en llamas.
Al seguirlo con la vista divisé a mi esposo. Felipe tenía las mejillas coloradas, una copa de vino en la mano y reía a carcajadas con sus hombres. No muy lejos, sentada en un recatado pero prominente lugar, delante de los magníficos tapices que colgaban de la pared, estaba la mujer. Esa noche llevaba un vestido opalescente que también me había pertenecido a mí, arreglado para ajustarse a sus senos, más grandes que los míos. Su cabellera, en verdad, pensé, lo único realmente bello que tenía, caía como una cascada dorada hasta su cintura. Sentada entre damas de cuestionable virtud, lucía mis perlas rodeándole el cuello. Mientras gesticulaba con sus manos regordetas vi que no dejaba de mirar a Felipe.
Una vez más lucía mi broche en su pecho.
La examiné desde mi posición. Entonces, caminé recta hacia ella, abriéndome camino entre los cortesanos. Olían a sudor apestoso y a almizcle, pero apenas escuchaba sus risas estridentes y el tintineo de las copas. Mientras me acercaba a ella, vi que don Manuel lograba librarse de un caballero ebrio que le agarraba la manga para hablarle atropelladamente al oído. Ahora corría tan rápido como podía hacia Felipe, moviendo las manos con un gesto cómico. Me entraron ganas de reír. Aunque diera voces, con la música y la jarana de la fiesta, nadie le oiría hasta que fuera demasiado tarde.
Me detuve delante de ella. Se puso de pie con el rostro pálido. Llevaba los labios pintados de carmín, pero no lo suficiente para disimular una fea llaga en la comisura de la boca. Las damas que la rodeaban lanzaron un grito ahogado y se apartaron. Me gratificó ver que todavía inspiraba un cierto respeto.
—Lleváis algo que no os pertenece —dije.
Se quedó boquiabierta.
—¿Alteza?
—Ese broche es mío. También lo son el vestido y las perlas. Me los devolveréis. Ahora mismo.
—¿Ahora?
Tenía la voz desagradable, parecida a la de un graznido estridente, aunque tal vez se debía a su asombro ante mi petición.
—Sí —dije, dando un paso hacia ella—. ¿O preferiríais que os los quite, madame?
Abrió los ojos de asombro. Entonces, frunció la boca y replicó:
—No haré tal cosa. Son un regalo de su…
No la dejé terminar. Arremetí contra ella, arrancándole el broche, y causando un audible desgarrón en la seda del corpiño. Gritó y cayó de espaldas sobre la silla entre un revuelo de faldas. La agarré por la cabellera buscando las perlas. Me quedé con un mechón de pelo en la mano. Lo miré, y la miré a ella. Estaba de rodillas, tratando de levantarse para huir. Me incliné y agarrando otro puñado de su cabello, tiré de ella hacia atrás. Cayó boca arriba, las piernas enfundadas en medias blancas y abiertas, y de su boca salía un incesante gruñido histérico.
Cogí las perlas y las retorcí. Su grito se volvió un llanto ahogado cuando las perlas se enredaron en su cuello. Entonces el cierre cedió y las sostuve en la mano, una larga maraña de perlas adornada con mechones sueltos de cabellos rubios. Me estremecí al ver el moretón que aparecía en su garganta. Se cubrió la cabeza con los brazos y respiraba entrecortadamente, como si le faltara el aire. Ninguna de las mujeres que unos momentos antes la habían adulado se movió. Estaban boquiabiertas, horrorizadas, como las estatuas petrificadas de un cuadro.
Detrás de mí escuché pasos firmes que se acercaban. Me volví para mirar los ojos inyectados en sangre de Felipe. A su lado, don Manuel me miraba como un trol de una fábula infantil.
—Nunca más —le dije—. Antes moriré que volver a hacer algo que tú desees.
—¡Guardias! —bramó, y los alabarderos que estaban detrás de él se abrieron paso empujando a los ahora silenciosos y horrorizados cortesanos que nos contemplaban—. ¡Lleváosla y encerradla en sus aposentos! ¡Está loca!
Enrollé las perlas alrededor de mi muñeca mientras los guardias me rodeaban.
Dos semanas después la noticia llegó a Flandes.
Mi madre había muerto.