Capítulo 29

Desde mi cámara contemplé el baluarte del castillo que coronaba la ciudad y las almenas interrumpidas por la gran aguja de la catedral. Las antorchas llameaban en sus puertas. Mientras miraba su luz aceitosa, pensé en las tres semanas que habían transcurrido desde nuestra llegada a Burgos, durante las que Felipe no había hecho ningún intento de verme o de recibir a alguno de los oficiales de Burgos conmigo a su lado.

Pero agradecía el respiro. Estaba llena de alegría por tener a Beatriz conmigo de nuevo, y por saber que había sido nada menos que el almirante quien le había notificado la intención de Felipe de retirarse a Burgos. Mi devota dama había escapado de una Segovia azotada por la peste, atravesado Castilla para reunirse conmigo, y convencido a Juana para que le permitiera quedarse en su casa. Su valiente presencia apaciguó mi miedo de que este traslado hacia el norte pudiera ser otro intento de encerrarme. Lo mismo que el almirante, creía que no corría ningún riesgo hasta que naciese mi hijo.

—Hay dos tipos de mujeres inviolables en España —me recordaba—. Las embarazadas y las viudas. Ni siquiera esa víbora de Villena permitiría que nadie os tocara mientras estéis preñada. Además, declarasteis delante de las Cortes que deseáis ser reina. Sin duda eso les hizo rechinar los dientes a todos, pero saben que no pueden volver a declararos loca. Por ahora tendrán que esperar como todo el mundo, lo cual es perfecto, dado que es precisamente tiempo lo que necesitamos.

Tenía razón. El tiempo trabajaría a mi favor y en contra de Felipe. De hecho, sus preocupaciones se acrecentaban día a día. No sólo la peste se propagaba con aterradora facilidad, sino que los bandidos merodeaban por los caminos y los predicadores del día del juicio final hacían temer a la muchedumbre con sus calamitosas predicciones. Muchos predicaban en contra de los flamencos, a quienes culpaban de los desastres que asolaban Castilla. Algunos ya empezaban a gritar «¡Flamencos, fuera!» cada vez que veían a mi esposo con su séquito.

Dentro del castillo, a don Manuel las cosas no le iban mejor. Beatriz resultó tan hábil como siempre para escuchar los rumores y averiguó que el embajador había recibido tantas amenazas que se negaba a ir a ninguna parte sin una escolta armada. El condestable le dijo que Burgos carecía de los recursos para soportar una prolongada estancia real y que no se podía esperar que cargara con los gastos de alimentar y dar cobijo a todo el séquito extranjero de su alteza. Desbaratada la tentativa de echar mano del tesoro, don Manuel dio frenéticos pasos para que su ex maestro y mi suegro, el emperador, le hicieran un préstamo, al que hasta aquel momento su majestad imperial había puesto muchos reparos. A don Manuel le empezaba a faltar el dinero para sobornos con los que mantener contentos a los nobles, y pronto hubo feroces discusiones entre él y varios de los grandes, uno de los cuales sugirió que le aconsejara a su alteza que fundiera la vajilla de oro que decoraba su mesa antes de que alguien lo hiciera por él.

—Nunca había visto tantas tensiones en una corte —añadió Beatriz con una sonrisa traviesa—. Podría decirse que su alteza y don Manuel son los hombres más impopulares de España.

Me alegró la noticia. Seguramente, mi padre y el almirante tardarían semanas en regresar. Mientras Felipe y sus secuaces se peleaban con los nobles, tendrían menos tiempo de pensar en mí. Parecía que en las próximas semanas, siempre y cuando el parto no se adelantara, estaría a salvo.

Volví a mi cámara. Doña Josefa estaba sentada en un banco, ensanchando uno de mis nuevos vestidos de brocado, mientras Beatriz cosía el dobladillo. Escandalizada por las raídas prendas que componían el resto de mi vestuario, Beatriz no cesó de quejarse hasta que engatusó a un mercader de Burgos para que donara un costoso pero limitado suministro de telas, con las cuales ella y doña Josefa me habían confeccionado tres vestidos nuevos y una capa.

—Esta noche hay otro banquete en el castillo —dije—. Las antorchas están encendidas en las puertas.

Beatriz frunció el entrecejo.

—Don Manuel se declara en la pobreza ante quien se digne escucharlo, pero nunca está dispuesto a renunciar a su propio placer. Lo que no comprendo es cómo se atreve a declararse español. La peste asola el reino y mata a nuestro pueblo mientras él sacrifica docenas de gansos y bueyes para poder celebrar sus fiestas.

Me reí.

—Es lo único que tiene para ofrecer. O da comer a los nobles o ellos se lo zamparán.

—Recemos para que el almirante traiga pronto de vuelta a su majestad antes de que los flamencos se coman Castilla.

Me llevé un dedo a los labios.

—Silencio, Beatriz. Alguien se acerca.

Estábamos solas. Mi hermanastra había puesto una vaga excusa para ausentarse esa noche y no quise molestarme en averiguar nada más. Apenas soportaba sus modales, obsequiosamente falsos, y su mirada felina. La habría retirado de mi servicio si no hubiese considerado más sabio mantenerlos, a ella y a su marido, el condestable, de mi lado.

La puerta se abrió de golpe y Juana entró precipitadamente. Tenía el cabello alborotado y las joyas y el elegante vestido indicaban que había estado festejando con la corte esa noche. Sin previo aviso dijo:

—Alteza, debéis venir inmediatamente. Traen al archiduque del castillo. Ha caído gravemente enfermo.

Entré en los aposentos, invadidos por un silencio inquietante. Felipe yacía, con sus mejores galas, en el lecho de brocado rojo, su jubón plateado abierto hasta el ombligo, exponiendo su fina camisa de lino empapada de sudor. Me detuve al verlo. Lo despreciaba más de lo que nunca había despreciado a nadie, pero siempre había sido un hombre activo, siempre en movimiento. Las únicas veces que lo había visto quieto era cuando dormía, bien después de una noche de hacer el amor o a causa del exceso de alcohol.

Vi a Villena y a Benavente de pie en la antecámara. Juana se reunió con ellos, el rostro blanco mientras tomaba del brazo a su esposo tuerto. Habían traído a Felipe pero, por sus semblantes, supe que huirían en cuanto les diera la espalda. Aunque la peste todavía no había alcanzado el norte, la mera sospecha de su presencia barría todo atisbo de lealtad.

Un médico vestido de negro se inclinó sobre el lecho. Al escuchar mis pasos se volvió hacia mí. La resignación de sus ojos me sobresaltó.

—¿Qué le sucede? —pregunté con un hilo de voz, y me di cuenta de que pese a la falta de volumen, sonaba perfectamente en calma.

Suspiró.

—Me informaron de que su alteza se quejaba de dolor de estómago esta tarde y que se había retirado a sus aposentos a descansar. Después anunció que acudiría al banquete de esta noche, donde se desmayó. Al principio pensé que había bebido demasiado vino y que el asado le había sentado mal pero, después de examinarlo, me inclino a pensar que lo que sea que tiene, lleva tiempo luchando contra ello.

Miré a Felipe. Protestaba en su delirio.

—Ha estado sano toda su vida —me oí decir—. No lo he visto ni resfriarse.

El médico hizo un gesto.

—Alteza, ¿queréis ver esto?

Avancé bruscamente. Al apartarle la camisa sentí el olor de sus excrementos. El lino estaba pegado a su piel. Mientras el médico arrancaba el tejido me cubrí la boca. El cuello de Felipe estaba hinchado, la piel teñida de una erupción virulenta de ampollas que parecía extenderse por su pecho con más rapidez que la de mi propia mirada. Incluso tenía ampollas en las palmas de las manos. Se había ensuciado y le habían quitado los calzones.

—¿Es…? —No pude decir la palabra en voz alta.

Sacudió la cabeza.

—Si es la peste, es la primera vez que la veo manifestarse de esta manera. La inflamación y la decoloración apuntan más bien a algún tipo de fiebres causadas por el agua.

Fiebres por el agua. Besançon había muerto a causa de fiebres causadas por el agua.

—Alteza, creo que deberíamos llamar a un experto. Esta dolencia va más allá de mis limitados conocimientos. Conozco uno en Salamanca, versado en semejantes enfermedades, el doctor Santillana.

—Sí —susurré—. Llamadlo. Y antes de marcharos, decidles que necesito agua caliente y trapos.

No me aparté de su lado.

Algunos dijeron que estaba loca de amor, una mujer tan ida que incluso ignoró los últimos restos de su orgullo, pues nunca fue mi locura tan evidente como cuando accedí a atender a mi enemigo mortal, cuando cualquier persona sana se habría marchado, dejándolo morir.

Pero ellos nunca habían conocido el amor. Nunca habían sentido su fuego. Felipe era mi enemigo pero una vez lo había amado. Y no dejaría que padeciera solo como una bestia. No dejaría que nadie pudiera decir a nuestros hijos que abandoné a su padre cuando más me necesitaba.

Era una reina. Sabía el significado del honor.

Lo despojé de sus ropas manchadas y bañé su cuerpo enfebrecido con mis propias manos. Ya no era el cuerpo que yo recordaba, de carnes prietas por la juventud y el vigor. Aquella espectacular escultura de músculos blancos se había vuelto flácida, corrupta por el vicio y sus implacables enemigos. Aunque al contacto con mis dedos, su piel pareció recordarme y responder.

Después llamé a doña Josefa y a Beatriz. Juntas le pusimos una camisola de lino limpio y lo cubrimos con las sábanas. Nadie más apareció. Sólo don Manuel mostró su preocupación, aunque a través de un mensajero que estuvo el tiempo imprescindible para entregarme una carta. Se había propagado la noticia del colapso de Felipe y el miedo a la peste se extendía por Burgos, por lo que muchos habían huido con lo puesto. Me resultó revelador que incluso mi hermanastra abandonara sus preocupaciones respecto a mi estado, marchándose enseguida de la ciudad a su casa de campo, donde el condestable se iba a reunir con ella. En menos de veinticuatro horas, Felipe pasó de ser aspirante a rey a víctima abandonada.

Dentro de la casa, el silencio sólo era roto por sus gemidos mientras combatía la fiebre. El médico, que se llamaba Parra, no tenía experiencia alguna en tratar con la nobleza. Su pálido rostro traslucía el miedo abrumador a que su ensalzado paciente muriese bajo sus cuidados.

Beatriz me alimentaba y doña Josefa se encargaba de lavar la ropa y del fuego. A menudo me encontraba sola en aquella habitación, sentada en un taburete junto al lecho, humedeciendo la frente de Felipe con agua de rosas. Era como si me hallase prisionera en una cámara de cristal. No sentía miedo, ni siquiera por el hijo aún por nacer que llevaba en mi vientre. Sabía, con una curiosa certeza, que lo que fuera que padecía mi esposo no me haría daño.

Al cuarto día llegó el doctor Santillana.

Hombre corpulento y de carrillos que le colgaban de la mandíbula, auscultó a Felipe mientras canturreaba. Después de apretar y palpar las glándulas inflamadas, de examinar la lengua blanca y los anillos de sangre que rodeaban el iris de sus ojos, Santillana torció el gesto y se apartó del lecho para conversar con el doctor Parra. Crucé la cámara para reunirme con los médicos.

—¿Y bien? ¿Qué tiene?

Santillana desvió la vista y la fijó en el lecho. Felipe descansaba sobre un montón de almohadas con los ojos cerrados y el rostro tan blanco como las sábanas.

—Alteza —dijo Santillana—, ¿podríamos hablar fuera?

Con Felipe inconsciente, yo no entendía la necesidad de privacidad. Aun así, guié a los médicos hasta el patio interior. La luz del sol refulgía en los adoquines de colores y la fuente central, donde un hilo de agua corría por el tubo lleno de moho. Parpadeé, adaptando la vista, que se había acostumbrado a la oscuridad de la cámara del enfermo.

Era un hermoso día.

Tomé asiento en un banco cercano y crucé las manos en mi regazo, completamente serena. Santillana y Parra intercambiaron una mirada de desconcierto antes de que el corpulento experto soltara un suspiro cargado de preocupación.

—Alteza, no sé por dónde empezar.

—Hablad sin más. Sea lo que sea, quiero saberlo.

—Bien, no se trata de las fiebres del agua como pensamos al principio.

—Entonces, ¿qué es? ¿La peste?

No importaba si eran una u otra. Sólo necesitaba saber si sobreviviría. Todo dependía de ello.

—No, no es la peste.

Santillana resopló, preocupado.

—Alteza, creo que vuestro esposo tiene sífilis.

—¿Sífilis?

Lo miré a los ojos, completamente desconcertada.

—¿Estáis diciendo que tiene la enfermedad francesa?

—Desafortunadamente, así es. Rara vez se ve en España. Yo nunca he tratado un caso como éste. No obstante, los síntomas de vuestro esposo coinciden con los descritos por los colegas que lo han hecho.

—Pero si nunca lo habéis tratado, no podéis estar seguro de ello.

Aproveché el silencio que sobrevino para serenarme. Durante un instante, la palabra «sífilis» me hizo perder el control. Recordé que Felipe había mantenido relaciones con la prostituta francesa que yo había agredido en Flandes. Ella tenía una pupa en la boca. ¿Lo habría infectado? Y de ser así, ¿me habría infectado él a mí? Pensé que no, de lo contrario ya habría caído enferma o, al menos, habría sido incapaz de concebir.

Santillana suspiró.

—Si es sífilis, se recuperará. La enfermedad produce síntomas terribles al principio y luego desaparece. Yo diría que éste es el principio. Después, la infección puede ocultarse durante años.

Levantó sus ojos sombríos.

—Alteza, debéis saber que no he sabido de ningún hombre o mujer que haya escapado de los estragos de la enfermedad. Aunque aparenten que su recuperación es completa y recuperen sus fuerzas, al final todos se vuelven locos, aunque por supuesto su alteza podría disfrutar de muchos años de vida, con los cuidados apropiados.

Un zumbido llenó mis oídos. Felipe tenía sífilis. Con el tiempo mejoraría. Recuperaría sus fuerzas. Seguiría haciendo estragos hasta volverse completamente loco. Y si no veía la ironía de todo aquello era porque sólo me imaginaba algo incluso más terrorífico, un futuro en el que me habrían quitado de en medio y un rey loco gobernaba Castilla, llevando a los grandes al caos y a la ruina. Un futuro en el que no quedaría nada que legar a nuestros hijos, salvo cenizas y muerte.

Mis recuerdos volaron a un aposento embrujado en Arévalo y volví a escuchar la voz de mi madre mientras se enfrentaba a una niña de quince años, enfadada y perpleja: «No podía arriesgarme. Mi deber era proteger Castilla por encima de todo. Castilla tenía que ser lo primero». De todos los males que Felipe me había causado, ninguno había hecho temblar mi mano como ése.

—¿Años? —repetí, y me sorprendió que mi voz sonara tan tranquila como hacía un momento.

—Así es. Si mi diagnóstico es correcto, debería mejorar pronto. Su alteza lleva enfermo, ¿cuántos días?

Santillana se volvió a Parra. Cuando el doctor iba a abrir la boca para contestar, una voz que helaba la sangre llegó desde el aposento.

—¿Dónde está todo el mundo?

Me giré y, como en una pesadilla, regresé aturdida a la cámara. Me detuve en seco. Los médicos casi chocan conmigo por detrás. Sentado en la cama, Felipe parecía un cadáver resucitado.

Sus ojos ardientes se posaron en mí.

—Tengo hambre. Tráeme algo de comer, ahora.

Ordené que le trajeran caldo de cola de buey. Mientras lo alimentaba, llevándole la cuchara a la boca, tenía el ceño fruncido y murmuraba que nunca más volvería a comer nada en un banquete. En un instante que nuestras miradas se cruzaron, leí en ella la sospecha y la incredulidad de que hubiera estado a su lado durante su terrible experiencia. Los médicos dictaminaron que se recuperaría. Santillana se apresuró a irse sin recibir pago alguno, aliviado de haber diagnosticado una muerte lenta en lugar de una a la que debiera atender.

Me quedé con Parra en una casa vacía, aunque pronto se volvería a llenar, en cuanto corriese la voz de que Felipe se recuperaba. Disponía de muy poco tiempo.

Limpié el hilillo de caldo de sus labios y dejé el tazón vacío en la bandeja.

—Ya está —dije—. Si lo deseas, después te traeré más sopa. Pero ahora deberías descansar un rato.

Me observó.

—¿Por qué te preocupas?

Me detuve con la bandeja en las manos.

—Soy tu esposa. ¿Deseas alguna cosa más?

Y como si mi voz llegara de muy lejos, me oí decir:

—¿Un clarete templado para que te ayude a dormir?

El tiempo se detuvo. Me sorprendió lo firme que sostenía la bandeja, lo imperturbable que mantenía su mirada, como si me comportara de la manera más normal que uno pudiera imaginar. Si no otra cosa, mi habilidad para fingir la conducta de una esposa eficiente ante el lecho de un esposo enfermo demostraba que mi corazón había sufrido una deformación casi monstruosa.

—¿No? Muy bien. Estaré en la habitación de al lado. Te ruego que intentes dormir un poco.

Me dirigí hacia la puerta con pasos lentos y el corazón desbocado en mi pecho. Entonces, justo después de dejar la bandeja en el aparador y coger la aldaba para abrir la puerta, lo oí refunfuñar:

—Si ese médico que has traído no lo prohíbe, supongo que un poco de vino no me haría daño.

No me volví a mirar por encima del hombro cuando abandoné la habitación.

Ahora los estertores eran audibles y su respiración tan superficial que su pecho apenas se movía. En los últimos dos días, había gritado palabras a medio formar antes de sumirse en un silencio tan profundo que parecía irrevocable. La fiebre volvió a subir, sólo que esta vez nada podía vencerla.

—Alteza, debéis descansar —dijo Parra.

Podía ver que él también estaba agotado, desconcertado por el abrupto giro que había dado el estado de Felipe. Algo había revuelto las tripas de mi esposo, haciéndolo expulsar agua maldita y provocándole horribles pústulas, como si estuviera infectado por dentro.

—No —dije, con una cansada sonrisa—, pero agradecería un vaso de agua.

Inclinó la cabeza y se marchó.

Felipe tenía la boca entreabierta. De su garganta brotaba ese horrible grito ahogado que me recordaba el ruido que hacían las ubres cargadas de piedras cuando los niños jugaban al balón en la plaza adoquinada. Le cogí la mano. Cuando mis dedos rozaron su piel sentí el calor que emanaba de sus poros, aunque la piel en sí estaba fría y resultaba inesperadamente dura al tacto. Aunque me había enseñado el significado de la soledad y de la traición, quería que sintiera que no estaba solo.

Le mostraría una compasión que él nunca había demostrado conmigo.

Su frente se frunció con mi roce. Deposité en su mano la copa que le había preparado. Las últimas hierbas ya se había deshecho en el vino templado. Una sombra oscureció su rostro.

—Bebe —susurré.

Vertí la mezcla letal a través de su boca entreabierta. Con mi manga limpié el líquido que resbalaba por su mentón.

—Ya falta poco —dije y miré su mano una vez más—. Muy poco.

Unos segundos después lanzó un grito ahogado. Sentí que sus dedos apretaban los míos y luego quedaron flácidos.

De repente, todo se detuvo con un chirrido. Nos quedamos suspendidos en el tiempo, como si fuéramos las figuras pintadas de una fachada. El silencio me envolvió de manera opresiva. Con la ilusoria levedad de un sueño, sentí cómo el escaso calor abandonaba su cuerpo. Miré fijamente su rostro. De no haber sido por su pétrea palidez, podría haber estado dormido. Parecía joven otra vez. La muerte le había devuelto la belleza perdida. Una maraña de cabellos dorados sobre su frente y sus largas y hermosas pestañas, la envidia de muchas mujeres de la corte, que descansaban como mariposas suspendidas en el aire. Contemplándole, perdí todo sentido del pasado, perdí toda conciencia de mi ser, del hijo que llevaba dentro, de mi pesado y dolorido cuerpo.

Y de lo que había hecho para salvar mi reino.

Lo único que tenía era ese momento junto al cadáver de mi esposo, y en mi mente las palabras de una profecía pronunciada tan sólo cinco meses antes: «Hoy venís como un príncipe orgulloso, joven Habsburgo. Pero recorreréis muchos más caminos de Castilla muerto que en vida».