Capítulo 25
El regreso a casa tuvo algo de indescriptible. Mientras los acantilados y las calas de la costa norte de Galicia se perfilaban en la distancia, junto con los verdes prados coronados por la Torre de Hércules, me sentí liberada, como mi gorrión, de los límites de una existencia incomprensible.
Los barcos de pesca enviados desde la ciudad portuaria de La Coruña se acercaban al galeón con sigilo. Disfruté de las miradas de asombro y de las exclamaciones cuando el capitán de la flota gritó, en un español imperfecto, que transportaba a sus majestades el rey y la reina de Castilla. No me importó que citara primero a Felipe. El asombroso júbilo de mis compatriotas mientras remaban con vigor hacia la costa bastó para apaciguarme.
Estaba en España. Y La Coruña, en el borde septentrional de mi reino, con sus verdes y empinados valles y sus ciudades de granito habitadas por gente trabajadora, taciturna y leal a Castilla. Ellos fueron los primeros en darme la bienvenida.
Felipe se acercó a mí.
—Miserable, ¿verdad? Ojalá hubiéramos desembarcado en cualquier otra parte.
Le respondí sin mirarlo:
—Sí. Ya sé dónde habrías preferido tomar tierra. En Laredo, donde los grandes a los que has sobornado te esperarían con sus vasallos. Pero tu miedo a ahogarte ha pesado más que tu determinación de traicionar a mi padre.
Se rió.
—¡De verdad que sois mordaz, mi infanta!
Me tomó del brazo y añadió:
—Pero os sugiero que controléis esa lengua vuestra, a no ser que queráis llegar a vuestra querida España con mi brida y mis riendas puestas.
Me aparté. Aún no le había dicho que nuestro acoplamiento un mes antes había dado su fruto. Y no tenía intención de hacerlo hasta que fuera absolutamente necesario. Como en el pasado, habría buscado la manera de utilizarlo como una excusa para volverme a encerrar y yo necesitaba de toda la libertad que pudiera disfrutar.
—Debo cambiarme —dije mientras pasaba por delante de él—. Quiero ser vista tal como corresponde a mi rango.
—¿De qué servirá? Últimamente sólo vistes de negro —dijo con una cruel carcajada.
Seguí hacia mi camarote. Las ganas de reír no le durarían mucho.
Toda la ciudad salió a recibirnos. Las mujeres y los niños llevaban ramos de flores recogidas con prisas, los hombres vestían ropa de domingo. Nuestra llegada fue totalmente inesperada y los cargos públicos se retorcían las manos por los nervios mientras intentaban hacerlo lo mejor posible. Por supuesto, estaban rebosantes de alegría aunque hubieran deseado tener más tiempo para los preparativos y se disculparon porque temían que encontrara su recepción frugal, falta de la grandeza que me merecía.
Sonreí, mientras negaba con la cabeza. No me importaba la fanfarria. Me sentía satisfecha con que mis súbditos me dieran la bienvenida.
Felipe daba golpecitos en el suelo con el pie, sin poder entender lo que yo había dicho, porque nunca se había molestado en aprender el castellano. Pidió a don Manuel que se subiera a una banqueta y tradujera al francés, y las palabras «mis súbditos» le hacían fruncir el ceño a mi esposo. Con la cabeza erguida y sacando pecho, interrumpió mi conversación con las autoridades, una ruptura de la etiqueta que no le granjeó el cariño de nadie. Después emprendimos camino a pie hacia la catedral, donde estaba previsto que se nos hiciera entrega de las llaves de la ciudad antes de retirarnos al monasterio dominico, elegido para darnos alojamiento.
Mientras avanzábamos por las calles llenas de banderas, precedidos de los clérigos y del alcalde mayor, la gente que se apiñaba a ambos lados del camino acordonado guardaba silencio. Todos miraban, sobrecogidos, el afectado esplendor de las filas flamencas. Felipe iba vestido de un llamativo color violeta y llevaba su corona ducal. Parecía un gigante, grande, rubio y extranjero, y había ordenado a sus hombres que luciesen sus ropas más elegantes. Un profundo contraste con mi vestido de terciopelo negro y mi toca de cariñana, de la que pendía un velo y que escondía mi cabellera bajo su forma curvada.
Las calles se volvieron más estrechas. Recorrimos un laberinto de casas viejas, apoyadas unas contra otras como si fueran árboles cansados. Los balcones llenos de flores bloqueaban la luz y las callejuelas se veían limpias gracias a que aquí, a diferencia de Flandes, Francia e Inglaterra, la gente no vaciaba el contenido de los orinales arrojándolo por las ventanas, sino que utilizaban lugares escogidos en las afueras de la ciudad. Resonaba el repiqueteo repetitivo de los tacones de las botas y de las fundas contra los cintos. De repente, desde uno de los balcones se escuchó una voz solitaria que gritó:
—¡Viva nuestra reina doña Juana, hija de Isabel!
Felipe levantó la vista, airado. Entre la muchedumbre, algunos jóvenes alzaron sus voces, seguidas de las de maridos, abuelos, hijas y madres, hasta que pareció como si toda la ciudad se hiciese eco del mismo grito.
—¡Viva doña Juana! ¡Viva nuestra reina! ¡Larga vida a la reina!
Hice un alto, incrédula. Notaba que todos esos extraños a los que había venido a gobernar me miraban fijamente. Me preguntaba si les desagradaría la severidad de mi vestido y si se habrían percatado del considerable abismo entre Felipe y yo. ¿Habrían oído de mis luchas en Flandes? ¿Sabían de mi anterior visita y de la posterior deserción de Felipe? ¿Estos sencillos pescadores, cabreros y curtidores estaban al tanto de la batalla por mi trono que se había entablado entre nosotros?
¿Habían oído decir que estaba loca?
No podía saberlo ni deseaba hacerlo. Sin embargo, aquellos rostros que se mezclaban formando un único semblante inquisitivo ahora se personalizaban en visiones fugaces de individuos que me saludaban con una conmovedora sinceridad. Vi a un hombre sonrojado de brillantes ojos verdes que agitaba su sombrero. A una mujer, prematuramente envejecida, con una amplia sonrisa, un bebé colgado de su pecho y una niña cogida de la mano. A una pareja con lágrimas en el rostro mientras inclinaban la cabeza con reverencia. Sentí el respeto inherente hacia su monarca, pero más aún que eso sentí su amor, un amor que habían profesado a mi madre por unir el reino y concederles años de paz y prosperidad, y aquello era tan sencillo, tan pleno, que me sentí profundamente satisfecha.
Instintivamente, me levanté el velo. Al ver mi semblante, un grupo de mujeres de luto perpetuo cayó de rodillas. Una de ellas levantó una mano nudosa y dijo:
—¡Que su majestad disfrute de mucha vida y triunfe!
Ignorando la silbante protesta de Felipe, me acerqué a las viudas arrodilladas, vástagos de la cultura española, mujeres que acudían todas las mañanas al mercado para llevar pan y que por las tardes se sentaban a las puertas de sus casas para murmurar sobre los vivos y recordar a los muertos. Iba a pedirles que se pusieran de pie, cuando una figura encorvada se abrió paso entre ellas hasta donde yo estaba, una mujer pobre con un chal hecho jirones que le ondeaba desde los hombros cóncavos.
Me escudriñó con unos ojos negros y lúcidos.
—¡Apartad a esa bruja! —oí gritar a Felipe.
Se acercó y me cogió por el brazo, apretándome hasta hacerme daño. Detuve a los guardias con una mirada.
—¿Sí, señora? —pregunté suavemente.
Pensaba que estaba enferma y deseaba que la tocara o que buscara una limosna. Pero no se dirigió a mí. Girándose hacia Felipe, dijo:
—Hoy venís como un príncipe orgulloso, joven Habsburgo. Pero recorreréis muchos más caminos de Castilla muerto que con vida.
Hubo un silencio. Entonces me miró a mí, me dedicó una sonrisa triste y cómplice que me dejó helada y arrastrando los pies se alejó hasta desaparecer entre la multitud.
Miré a Felipe. Estaba blanco como la cera. Cuando la procesión reanudó el paso, murmuró:
—Si vuelvo a cruzarme con esa bruja ordenaré que la ensarten.
Nos detuvimos a las puertas de la iglesia. Ahora proseguiría la ceremonia tradicional y me armé de valor, dado que mis próximas acciones me asegurarían el fervor popular o romperían para siempre aquel vínculo tan frágil.
El gobernador de Galicia dio un paso al frente para ofrecernos la llave simbólica de la ciudad, recitando el antiguo juramento que requería que Felipe y yo prometiésemos respetar y defender los estatutos de la provincia gallega. Felipe asintió con impaciencia, pues esta vez se sentía completamente perdido: don Manuel ya no estaba a su lado. Ahora había sido relegado al lugar que le correspondía: el final de la fila.
Llegó mi turno.
—No —dije, y me aseguré de que todo el mundo lo oyera—. No puedo jurar.
El gobernador intervino.
—¿No, majestad? Es la costumbre. ¿Acaso os hemos desagradado en algo para que no queráis realizar este juramento?
—¿Qué dice? —preguntó Felipe entre dientes.
Le ignoré.
—No. No me habéis disgustado ni vos ni estas buenas personas. Pero hacer este juramento supondría declararme como soberana ungida, lo que no seré hasta que sea investida por las Cortes. Así pues, este juramento no sería válido.
El asombro se propagó entre la multitud. Inmediatamente sentí que no era de consternación sino de orgullo. Tal como yo esperaba, mi negativa se interpretó como un signo de respeto hacia las tradiciones castellanas, largamente establecidas. Una declaración de que yo, al igual que lo había hecho mi madre, gobernaría con dignidad y honor. Tuve que contenerme para no dedicar una triunfante sonrisa a mi enrojecido y furioso esposo, ya que aunque no entendiese todas las palabras, la intención le había quedado muy clara.
—¡No sé lo que estás tramando, pero sea lo que sea, detente ahora mismo! —siseó Felipe.
Me volví al alcalde.
—Vuesa merced, estoy cansada. Creo que asistiré a misa más tarde. Os ruego que me acompañéis a mis aposentos.
Haciendo una señal a mis damas, me di media vuelta y me fui, dejando a Felipe allí, de pie, rodeado de sus subalternos, que se veían demasiado arreglados.
La batalla había empezado.