Capítulo 3

Partimos de Granada rumbo a Castilla de noche, para evitar las horas de más calor. Sería un viaje tedioso, semanas cabalgando sobre los duros lomos de las mulas. Cuando tomamos el serpenteante camino de montaña que conducía a los valles de Andalucía, me volví para mirar por encima del hombro.

La Alhambra se elevaba en la colina teñida de amatista por obra del anochecer. Por encima de sus torres brillaba el manto violeta del cielo tachonado de estrellas. Algunos campesinos se apostaban a orillas del camino para saludarnos. De muchas granjas que salpicaban el paisaje llegaban los ladridos de los perros. Era como el fin de cualquier verano, como si fuéramos a regresar al año siguiente como hacíamos siempre. Luego pasamos por delante de los peñascos donde se decía que Boabdil había lanzado su última mirada a Granada y había llorado.

Como hizo él, yo también me preguntaba si alguna vez volvería a ver mi querido palacio.

Tres semanas más tarde, alcanzamos las áridas llanuras de Castilla y la ciudad de Toledo. Toledo era un bello conjunto de casas blancas y de edificios presididos por la catedral, situados en una peñascosa colina a orillas del río Tajo. Mientras nos acercábamos, toda la ciudad se veía iluminada por la puesta de sol. Siempre me habían gustado las calles estrechas y zigzagueantes, el olor a pan recién hecho por la mañana, la visión fugaz de unas flores recién florecidas a través de las puertas del claustro y los extraordinarios arcos mudéjares grabados con los secretos de los moros vencidos.

Para mí, ahora era como una prisión en la que mi futuro se había decidido sin contar conmigo. Toledo era el lugar de reunión oficial de las Cortes castellanas, consejo asesor de nobles y funcionarios elegidos por cada ciudad importante de Castilla. Mi madre había reducido el flagrante poder de las Cortes poniendo fin a la anarquía que reinaba antes de su reinado, pero tenía que seguir apelando a ellas para imponer los impuestos y otros gastos, así como las uniones reales y la investidura de su sucesión.

Esas mismas Cortes habían aprobado mi compromiso.

Mientras cabalgábamos por la empinada carretera hacia el Alcázar, apreté los labios. Apenas había hablado durante todo el viaje y mi mal humor empeoró una vez que me encontré dentro de aquel viejo castillo, un laberinto de muros siempre húmedos al tacto. Después de los patios salpicados de adelfas de Granada, todo esto me resultaba agobiante, y para empeorar las cosas, las lecciones de francés empezaron seriamente, supervisadas por un tutor sin sentido del humor que me sometía a interminables lecturas y a la insoportable repetición diaria de las vocales.

Me instruía cuatro horas diarias y tenía un acento tan ácido como su aliento. Me consolaba mutilando deliberadamente los verbos y viendo cómo se ponía blanco de la ira. Hasta que una tarde, mientras seguía su perorata sentada y con las manos apretadas, escuché el ruido de los cascos de las caballerías al entrar en el patio interior.

Corrí a mirar por la tronera. Por mucho que estiraba el cuello para asomarme a ella, apenas divisaba el patio interior y sólo pude ver fugazmente quién llegaba.

Mademoiselle —me espetó el tutor—. Asseyez-vous, s’il vous plait!

Lo ignoré, y al descubrir que los caballos recién amarrados estaban engualdrapados, me marché corriendo de inmediato dejándolo horrorizado en medio de la sala.

Bajé corriendo las escaleras de piedra. Delante de mí apareció un grupo de nobles castellanos que se dirigía a la sala mayor. Pasé delante tirando de mis pesadas y voluminosas faldas y me apresuré hacia la galería de los trovadores. Si conseguía hablar con él antes de que lo hiciera mi madre, lo convencería.

Maldije para mis adentros cuando descubrí que los cortesanos ya se habían reunido en el salón. Ahora no podía entrar sin compañía, por lo que me agazapé detrás de la cortina que ocultaba la galería de la sala para ver entrar a los nobles que formaban el séquito de mi padre.

Al ver a mi padre con ellos suspiré aliviada.

Llevaba puesta su capa roja y la lana olería como él mismo, a caballo, vino y a sudor. Las botas manchadas de barro ceñían unas piernas musculosas, resultado de toda una vida montando a caballo. No era alto, pero cuando se quitó el sombrero pareció sobrepasar a todos en estatura y dejó al descubierto una cabellera corta y negra. Con el sombrero en una mano y la otra descansando en la cadera, inspeccionó las tropas de Castilla con una sonrisa. Después gritó:

—¡Isabel, amor mío, he vuelto a casa!

Me tapé la boca con la mano. ¡Cómo detestaban los nobles que la llamara así! Aquel saludo suyo manifestaba el efusivo amor que le profesaba a su esposa y su desdén por el rígido protocolo de Castilla. Para los grandes de la corte todo eso no era más que otra señal de su burda y ordinaria sangre aragonesa, y por eso sus rostros se endurecieron.

No era necesario que mi madre me recordase que los nobles castellanos no aprobaban a su marido. Aragón y Castilla habían sido reinos separados, y en ocasiones enemigos, hasta que mis padres se casaron. Aunque más pequeño, Aragón tenía posesiones en el Mediterráneo y una preciada independencia, mientras que Castilla controlaba la mayor parte del centro de España y gozaba de mayor poder. La unión de mis padres había fusionado los dos reinos, aunque el acuerdo matrimonial estipulaba que Aragón conservaría su propio cuerpo de representantes elegidos, sus cortes, y el derecho de sucesión. Después de la muerte de mis padres, mi hermano Juan les sucedería como primer monarca de ambos reinos y su dinastía aseguraría que España permaneciese unida para siempre. Hasta entonces, mi padre era rey consorte de Castilla y rey de Aragón por derecho propio. El hecho de que mi madre le hubiese hecho esta concesión sólo aumentaba el disgusto que manifestaban los nobles castellanos.

Durante años había oído historias que no iban dirigidas a mí. Que a mi padre le gustaban las mujeres era evidente. Mi madre había llevado a la corte a una hija ilegítima, Juana, y había nombrado arzobispo a un hijo ilegítimo. No obstante, semejantes pecadillos apenas tenían importancia en un matrimonio que era la envidia de quienes lo contemplaban. Mi madre nunca le hacía objeciones y sus encuentros eran siempre gozosos. Mi padre era una compañía alegre que disfrutaba con los chistes verdes, una buena copa de jerez y la compañía de sus hijos, ninguno de los cuales lo quería más que yo.

Escudriñé a través de la cortina. Se había deshecho de la capa y conversaba con el consejero de confianza de mi madre, el demacrado Cisneros. Sus nobles se mantenían apartados de los castellanos, un legado de su mutua antipatía. Entonces entró mi madre con mis hermanas. Mi padre abandonó enseguida a Cisneros para acercarse a ella. Las pálidas mejillas de mi madre se enrojecieron cuando se inclinó ante ella. Para mí era como si no hubiera nadie más en el salón ni tampoco existieran otros amantes en el mundo. Caminaron de la mano hasta el estrado. Una sonrisa se dibujó en la cara de mi padre mientras los castellanos se inclinaban ante ellos con una reverencia.

Me sentí flaquear detrás de la cortina. Ojalá pudiera casarme con un hombre como mi…

La voz de mi madre resonó en la sala.

—Y ¿se puede saber dónde está Juana?

Rápidamente, alisando mis faldas arrugadas, entré en la sala.

Mi padre sonreía mientras me acercaba. Se había afeitado la barba y tenía el rostro bronceado de sus viajes, lo que le daba un aire de aventurero. No me atreví a mirar a mi madre. Al llegar junto al estrado hice una reverencia.

—Majestad, estoy rebosante de alegría de veros.

—¡Majestad! —exclamó él—. ¿A qué viene esto, madrecita? No quiero ceremonias viniendo de ti.

—Fernando —le reprendió mi madre—. Dejad de llamarla así. No es vuestra madrecita.

Mientras decía esto, hizo un gesto para alejar a los nobles. Yo seguía de rodillas.

—Puedes levantarte —dijo entonces—. No echaré a perder el regreso de tu padre preguntándote dónde has estado.

Mi padre se rió.

—Habrá estado sobornando al mozo de cuadra para que le entregue un garañón que la lleve de vuelta a Granada y esconderse en las colinas como si fuera un bandido. Cualquier cosa con tal de no casarse con un Habsburgo, ¿eh?

No pude reprimir una sonrisa.

—Es imposible —declaró mi madre—. Es testaruda y demasiado temperamental y ahora vos, mi noble señor, la animáis cuando deberíais dar ejemplo.

Mi padre se rió.

—Es como eras tú a su edad, amor mío. ¡Qué culpa tiene! Española hasta la médula, quiere tan poco contacto con los extranjeros como querrías tú.

Quise soltar una carcajada. Mi padre me apoyaría. Él pondría fin a tan odioso matrimonio.

Me ofreció su mano.

—Anda, vayamos a pasear solos. —Hizo un guiño a mi madre.

Mi madre dejó de fruncir el ceño e hizo señas a mis hermanas.

—Os esperaremos en la solana —dijo ella, y con mi padre al lado, salimos al patio.

Un sol candente abrasaba los adoquines. Hice una mueca y busqué en mi bolsillo una cinta para recogerme el cabello. Mi padre me ayudó a enrollar la pesada cabellera en la coronilla.

—Solía hacer esto con tu madre —susurró—. Su pelo era como el tuyo, abundante como las crines de una yegua. Era su única vanidad, después de su amor hacia mí, por supuesto.

Me arrojé en sus brazos.

—Te he echado tanto de menos.

—Yo también a ti, madrecita.

Mientras sentía la caricia de sus callosos dedos en mi cuello, tuve que reprimir las humillantes lágrimas que, en esos días, apenas abandonaban mis ojos.

Me aparté.

—No he visto a Juan en la sala. ¿No ha venido contigo?

—Lo dejé descansando en Segovia, pero te alegrará saber que cuando estuvimos en Aragón causó una gran impresión. También dejó atónitas a mis Cortes con su erudición. Se quedaron boquiabiertos, cosa rara en ellos. Pero el viaje de regreso a Castilla lo ha agotado.

Asentí con tristeza. La salud de Juan era una preocupación constante. En Castilla, una mujer podía heredar el trono, como le había sucedido a mi madre, pero Aragón se regía por la ley Sálica que prohibía la sucesión femenina. Si Juan fallecía, y Dios no lo quisiera, antes de casarse y de tener un heredero, Castilla y Aragón podrían volver a separarse una vez más.

Con la mano, mi padre se protegió los ojos del sol.

—¡Pardiez, qué calor hace! Busquemos una sombra antes de que tu cara se llene de pecas. No podemos permitirnos una novia con el rostro moteado.

Aparté la mirada. Él me cogió de la barbilla y me obligó a mirarlo.

—¿Son lágrimas eso que veo?

Me limpié los ojos.

—Será el polvo —dije entre dientes—. Detesto esta época del año en Castilla, hay polvo y moscas por todas partes.

—Cierto —repuso, y me llevó hasta un banco a la sombra de una puerta de hierro.

Cogida de su brazo era perfectamente consciente de su fuerza, una fuerza que emanaba de él como de un toro.

Se aclaró la voz.

—Debo hablarte de un asunto importante.

Me miró fijamente. Tenía una cicatriz arrugada en la sien y bizqueaba, cosa que yo había heredado, sólo que su caso era mucho más pronunciado que el mío. No obstante, me parecía que era el hombre más guapo del mundo porque, cuando me miraba, era como si yo fuera todo lo que quería ver.

—Sé que esta unión con el archiduque no te causa ninguna alegría —añadió—. Tu madre dice que estás muy alterada y que pasas todo tu tiempo libre yendo de un lado a otro como alma en pena.

Hice una mueca.

—¿Qué tiempo libre? Apenas tengo un momento para ir al excusado. Estoy más que ocupada intentando aprender francés y perfeccionar mis conocimientos de música y danza.

—Entonces, ¿era ahí dónde estabas antes? ¿Aprendiendo francés? Vamos, ¿no vas a abrirme tu corazón? Sabes que no te castigaré.

Sus palabras suavizaron las defensas que había levantado desde que supe de mi compromiso.

—No quiero ser difícil —dije con voz temblorosa—. Sé la importancia que tiene este matrimonio.

—Pero preferirías casarte con un español, o eso dice tu madre.

—España es mi hogar. No me imagino abandonándola. Si me caso con el archiduque, tendré que marcharme.

Él suspiró.

—Pese a lo diferentes que sois tu madre y tú, compartís una cosa: Isabel también ama España con todo su corazón. A veces creo que más que a nada en el mundo.

Su sonrisa reveló algunos dientes irregulares.

—Haces honor a tu nombre. No sólo te pareces a mi madre, sino que eres tan leal como lo fue ella.

—¿De verdad lo soy?

Me gustaba ser comparada con mi homónima, la difunta reina. Aunque había muerto antes de mi nacimiento, su pasión por España y por mi padre eran archiconocidas. Se decía que había conspirado para lograr que se casara con mi madre años antes de que se conocieran, anticipando que juntos compartirían un destino más elevado que si gobernaban por separado.

—Sí. Para mi madre, la devoción por su patria era la cosa más importante de la vida. Decía que era el único amor que duraba.

Me dio palmaditas en la mano.

—Es por eso por lo que si no quieres casarte con el archiduque, no te obligaremos. Por muy importante que sea, no lo autorizaré si eso te hace infeliz.

Sentada en silencio, sopesé sus palabras. Al no experimentar el abrumador alivio que había esperado, pregunté:

—Madre habló de que Francia amenazaba a Aragón y que debíamos demostrar nuestro poder. ¿Es eso cierto?

—¡Ah, madrecita! Y eso qué importa. Si no lo deseas, no hay más que hablar.

—Pero sí que importa. Me importa a mí. Quiero entenderlo.

Se acarició la barbilla.

—Muy bien. Sabes que mientras que tu madre y yo hemos sido los monarcas titulares de España, mi reino de Aragón ha mantenido la independencia. Pero lo cierto es que debemos estar unidos por el bien del país. Tenemos a tu hermano para asegurarnos de que así sea, pero no hace mucho que Aragón y Castilla eran enemigos declarados y que los grandes conspiraron contra la corona y las Cortes.

Asentí.

—Sí, lo sé. Pero entonces mamá y tú os casasteis haciendo a España fuerte.

—Cierto, pero hay algunos a quienes les gustaría que fracasáramos para devolvernos a los tiempos en que reinaba la anarquía. Nos tomamos libertades con los nobles, redujimos sus posesiones y los obligamos a jurarnos lealtad y a anteponer nuestros intereses a los suyos. Y sin embargo no habríamos tenido éxito sin su apoyo, aunque no sean pocos los que conspirarían con el mismísimo Lucifer a nuestras espaldas para propiciar nuestra caída. Además, en una ocasión, Carlos de Francia le arrebató el reino de Nápoles a Aragón.

—Pero lo recuperaste. Ahora, Nápoles es tuyo por un tratado.

—Lamentablemente, los tratados sólo tienen el valor que les otorgan quienes los firman. Cuando estaba en Aragón me llegó noticia de la muerte de mi viejo enemigo. Carlos nombró sucesor a su primo Luis de Orleáns. Luis es un auténtico Valois, sin escrúpulos ni conciencia. Desprecia mi dominio sobre Nápoles y ha anunciado que luchará contra mí para arrebatármelo. Cualquier lucha que entable por Nápoles, acabará siendo una guerra con España.

Estallé enseguida.

—Si nos declara la guerra, ¡lo venceremos como hicimos con los moros!

—Desgraciadamente no es tan fácil. Nápoles es la entrada a las rutas comerciales de África. Está lejos y Luis sabe que no podemos permitirnos librar una guerra en dos frentes sin vaciar nuestras arcas y exponer a Aragón a un ataque francés. Recuerda que Aragón comparte una frontera con Francia e Italia. Luis puede enviar a sus ejércitos a mi reino, y temo que eso será lo que haga en cuanto sea coronado. Nos obligará a dividir nuestros recursos y no disponemos de hombres ni de dinero.

Apreté los puños imaginándome que los franceses invadían el reino de mi padre, como habían hecho desde tiempos inmemoriales, implacables en su ansia de saqueo y sangre.

—Es bastante simple —prosiguió—. Isabel y yo hemos gastado nuestros tesoros en la cruzada contra los musulmanes y nuestras Cortes se niegan a aumentar los impuestos. Tienen ese derecho porque son la voz del pueblo y porque a diferencia de otros soberanos europeos, gobernamos con su consentimiento. España nos ha dado todo lo que tiene, y las guerras cuestan dinero, mucho dinero. De ahí los matrimonios con los Habsburgo.

Fruncí el entrecejo.

—¿Los Habsburgo nos darán dinero para pelear contra los franceses?

—Dinero no, seguridad. A través de las uniones serán nuestros aliados. Créeme si te digo que Luis se pensará dos veces declararme la guerra si existe la posibilidad de que los Habsburgo se vuelvan contra él. El emperador es astuto, es amigo de todos y confidente de nadie. De momento ve más ventajas en aliarse con España, pero si Luis llegara a convencerlo para que se uniera a la causa francesa, él y los Habsburgo juntos podrían causarnos innumerables problemas.

Consideré esto. A diferencia de mis hermanas, que rara vez abandonaban sus aposentos, yo siempre había prestado atención a lo que ocurría en la corte. A menudo escuchaba, sin quererlo, las conversaciones de los nobles. Así supe que éramos ricos en tierras, pero que las arcas de España nunca rebosaban. Achacaban ese déficit a las exigencias de la Reconquista.

—¿Y las colonias descubiertas por el almirante Colón? —pregunté—. ¿No se supone que hay oro allí?

—¿Ese charlatán? —Resopló—. Lo llama el Nuevo Mundo cuando todo lo que ha encontrado es un grupo de islas plagadas de mosquitos. Se ha labrado un nombre por haber descubierto tierra más allá del océano, pero que allí haya oro es algo que está por verse.

Me maravillé ante las diferencias entre las personalidades de mis padres. Para mi madre, el Nuevo Mundo de Colón representaba miles de almas paganas a la espera de oír la palabra de Dios. Para mi padre era un gasto exorbitante que habría sido mejor invertir en la defensa de España.

—No le cuentes a tu madre que he dicho esto —añadió con un guiño, como si hubiera leído mis pensamientos—. Se pondría furiosa. Está convencida de que un día Colón descubrirá una ciudad con las calles de oro y llenas de salvajes que claman por Cisneros y sus hogueras.

Mientras me reía a carcajadas, sentí que me abandonaban las preocupaciones por primera vez en semanas.

—Eso es —dijo—. Así es como me gusta verte. Debes reír más a menudo, hija. Es bueno para el alma.

Se detuvo.

—¿Comprendes ahora por qué el matrimonio es tan importante?

—Sí. Casándome a mí con Felipe y a Juan con su hermana, los Habsburgo nos prestarán su poder y Francia se verá obligada a negociar con nosotros en lugar de declarar la guerra.

—Así es. ¿Y quién mejor que tú para enseñar a ese archiduque flamenco cómo es el mundo?

Tuve que frenar mi deseo de complacerlo. Había esperado la liberación y ahora me enfrentaba a una decisión difícil.

—Haré lo que esté en mi mano para ayudar a España —aventuré.

—Sí, pero no tienes que sacrificarte. Te buscaremos un marido español y en tu lugar enviaremos… ¿A quién habías sugerido? Ah, sí, enviaremos a tu hermana María. Ella también es infanta y como le dijiste a tu madre, Felipe no notará la diferencia.

—¡María! —Puse los ojos en blanco—. No tiene la menor idea sobre estos asuntos. Intentará tranquilizar a Felipe con salmos y bordados y acabará matándolo de aburrimiento.

Fernando se rió.

—¿Debo entender que podrías albergar un afecto secreto por nuestro buen archiduque?

—¡Bah! No significa nada para mí. —Cogí la mano de mi padre entre las mías—. Pero por España, padre, por España me casaré con él.

Madrecita —murmuró y me besó en los labios—. Hoy haces que me sienta muy orgulloso.

Cuando entramos en la terraza, mi madre nos miró desde su silla. Isabel y María cosían cerca de ella. A sus pies, Catalina jugaba a enredar un hilo en las patas de un gato con manchas.

—Ya habéis vuelto —dijo mi madre—. ¿Habéis disfrutado del paseo? Acompáñanos, Juana. Tu padre no ha tenido todavía la oportunidad de bañarse y cambiarse de ropa. Dejémoslo con su escudero. Después, todos los miembros de la familia cenaremos juntos en mi cámara, ¿sí?

Asentí y tomé asiento. Cogí el bastidor. Había empezado a enhebrar la aguja cuando Isabel se inclinó hacia delante y dijo entre dientes:

—¿Y bien? ¿Te casarás con él o no?

—Sí —susurré—. Y no quiero oír ni una palabra más hasta la boda.