CAPITULO 40

Elena se arrebujó la piel de ciervo encima de los hombros para evitar que se le formaran bolsas de aire frío debajo del abrigo. En las tres lunas que hacía de su llegada, era la primera mañana despejada, y eso la hizo salir de las cuevas de la tribu de Kral. Los picos nevados, teñidos con los tonos rosados del amanecer, se elevaban hacia el cielo azul. Aquella visión le hizo soltar el aliento, que se elevó en forma de vaho blanco mientras el frío le mordía la nariz. Hundió la mitad inferior de su rostro en el cuello forrado de su abrigo.
Una mañana tan limpia como aquélla le hizo preguntarse si cuanto le había ocurrido no era más que una pesadilla. Allí se despertaba con el sonido de las risas de los niños y el ruido de las mujeres que preparaban la comida de la mañana, consistente en avena caliente y uvas pasas. La canela impregnaba el aire y la comida. La loza hacía ruido al chocar con las cucharas. Las voces" se elevaban para saludar, no para amenazar.
Pero Elena sólo tenía que dar unos pasos para recordar que aquel mundo tan pacífico no era más que una ilusión. Al lado, en una cueva, Er'ril estaba postrado en una cama envuelto en colchas de plumón. Los huesos del rostro se le reflejaban a través de la piel. Se había convertido en una figura escuálida, con los músculos consumidos por una fiebre virulenta. El veneno le había alcanzado el corazón en el momento en que el grupo llegó al hogar de Kral. El caballero se derrumbó en cuanto llegaron al paso.
Si no hubiera sido por la amplia espalda y las fuertes piernas del ogro Tol'chuk, Er'ril no habría llegado tan lejos. Incluso los caballos supervivientes, Rorshaf de Kral y su querida Mist, estaban demasiado agotados para cargar con el herido en la última parte de aquellos peligrosos caminos de montaña. Sin embargo, con la ayuda de Tol'chuk, la figura fláccida del hombre de la planicie alcanzó las cuevas de Kral.
Tuvo que pasar toda una luna para que por fin su fiebre remitiera. Durante aquellos largos días, sólo el vapor de unas hojas que hervían en botes y que Nee'lahn preparaba con gran cuidado y el espíritu fuerte de Er'ril lograron mantener a la muerte alejada de la cueva. Elena había pasado muchas noches sentada a su lado, limpiándole la frente con aguas minerales frescas procedentes del interior de las cuevas, escuchando sus gemidos y viéndolo debatirse entre las sábanas. En una ocasión, Er'ril abrió los ojos mirando directamente a Elena y exclamó:
—¡Esta bruja nos matará a todos!
Entonces ella salió llorando de la habitación; por la mirada perdida del caballero, sabía que él estaba engañado por el veneno que le recorría las venas. No obstante, tardó muchos días en regresar de nuevo a la cueva junto a él.
Aquella mañana, tras darle un trozo de manzana seca a Mist, Elena había ido a visitar a Er'ril. Lo encontró sentado en la cama hablando con Kral. La parte inferior de la pierna del hombre de las montañas todavía estaba entablillada, pero podía andar entre las cuevas con unas muletas de nogal que se colocaba debajo del brazo. El lobo estaba sentado junto a la cama de Er'ril, con las orejas aguzadas para captar lo que decían los dos hombres. Elena todavía tenía problemas para aceptar que el animal era un mutante y no podía evitar acariciarlo por detrás de las orejas y la cabeza. Al entrar en la cueva, volvió a hacerlo. El lobo meneó la cola y Er'ril le ofreció una sonrisa. Aunque su piel todavía estaba pálida, había adquirido el tono cálido de la vida y había abandonado el color de las sombras cenicientas de la muerte. Volvía a estar fuerte y se le notaba en la mirada.
Elena había respondido tímidamente a la sonrisa, pero ahora que se encontraba en aquel aire vigorizante sonrió abiertamente. Él viviría, ti Cuando se dirigía por el camino que conducía al Paso de los Espíritus, la nieve crujía al paso de las botas. Por toda la Dentellada, las finas columnas de humo procedentes de las hogueras de otros clanes del pueblo de las montañas se elevaban para saludar la mañana. Mientras ascendía hacia el Paso, contó doce clanes.
Aquella gente les había ofrecido protección y un lugar donde esconderse. En cuanto el grupo alcanzó la seguridad de la Dentellada, el invierno cerró el paso con una ventisca poderosa. Habían planeado pasar lo peor del invierno en los clanes de Kral para que los perros de Gul'gotha perdieran su rastro, las heridas se curaran y el tiempo mitigara los recuerdos que minaban el espíritu y el cuerpo. Deseaban olvidar durante un tiempo y descansar.
Un largo viaje se acercaba, pero ninguno hablaba de él. Lo dejaban para otra ocasión, para cuando aquella noche sangrienta hubiera dejado de atenazarles el corazón y la lengua. Ahora se limitaban a existir, disfrutando de la luz de las hogueras y de la agradable compañía. Hablaban poco sobre ello.
Sólo habían acordado una cosa: en cuanto se produjera el deshielo, todos acompañarían a Elena y a Er'ril en su viaje hacia A'loa Glen.
Cada cual aducía para ello un motivo distinto: Meric decía que debía proteger a la descendencia de su rey; Nee'lahn, para honrar las palabras de un profeta moribundo; Kral, para calmar su venganza; Mogweed y Fárdale, para romper su maldición, y Tol'chuk para complacer las exigencias de una piedra brillante. Pero había un motivo común en todos sus corazones: el vínculo de la sangre que unía a todos entre sí.
Elena dejó que el sol se llevara aquel pensamiento mientras continuaba su marcha hacia el Paso de los Espíritus. A pesar del frío que le quemaba el pecho, sabía que tenía que emprender aquel camino por todos los que habían muerto en su nombre, para mostrarles en quién se había convertido.
Lo haría por su madre y por su padre, por su tía y por su tío y por su hermano que había desaparecido en las calles de Winterfell.
Elena tuvo que limpiarse una lágrima antes de que se le helara y prosiguió su avance por el camino empinado mientras se preguntaba qué habría sido de su hermano Joach.
—Ven aquí, jovencito —gruñó Greshym por encima del hombro mientras abría el armario y descolgaba una túnica blanca de su interior.
El hermano de la bruja avanzó arrastrando los pies hacia él. Joach no parpadeaba y por el borde de la boca le caía espuma de saliva. Tenía la vista clavada en Greshym en espera de sus órdenes, pero en las pupilas no se advertía ninguna conciencia. El conjuro de la influencia todavía tenía sometido al chico. Greshym contempló con amargura el rostro demacrado del niño y su figura consumida. Se olvidaba de ordenar al niño que comiera. Frunció el entrecejo. No era conveniente que muriera. El niño todavía podía resultar útil.
Greshym se colocó la túnica blanca por la cabeza y se cubrió el rostro con la capucha. Para no ser molestado mientras circulaba por las galerías que llevaban a la cámara del Pretor, se colocó un fajín azul en los hombros en señal de estar bajo una promesa de silencio. Con un último estirón, comprobó la caída de su túnica en un espejo, frunció el entrecejo y bajó la cabeza para mantener el rostro en la profundidad de las sombras.
Satisfecho, se volvió hacia la puerta que daba a la celda donde dormía.
—Sígueme —ordenó al niño abriendo la puerta.
Cuando entró en la galería, Joach caminaba a dos pasos de él arrastrando los pies. El pasillo estaba vacío, pero Greshym procuraba mantener su rostro cuidadosamente cubierto con la capucha. En aquellos pasillos merodeaban demasiados ojos. El rostro descubierto del muchacho no levantaría ninguna mirada inquisidora; parecía un sirviente cualquiera, aunque algo más lento. Supondrían que se trataba de un chico torpe y, por educación, se abstendrían de nombrarlo.
Greshym conocía bien el camino por el que avanzaba. No necesitaba levantar la cabeza para comprobar la dirección. Subió por la escalera que estaba junto a la cocina y siguió por un pasillo polvoriento que llevaba a otra ala del edificio. Tras recorrer y voltear varios pasillos, llegó a la parte más antigua del edificio. Ahora la piedra desmoronada y la argamasa agrietada marcaban el avance de sus pasos levantándose en polvaredas de antigüedad derruida. Al alcanzar la escalera que daba a la torre occidental, llamada Lanza del Pretor a causa de su único ocupante, Greshym se detuvo para limpiarse el polvo de la nariz, manchándose la manga de su túnica blanca.
El muchacho se detuvo detrás con un topetazo. Los mocos le caían por la nariz.
—Quédate aquí —ordenó Greshym.
Tras comprobar complacido que sus órdenes eran obedecidas, ascendió por los incontables tramos de escalera que se enroscaban en el interior de la torre.
En el camino pasó ante dos guardas. Ya habían sido avisados de la visita, y Greshym no tuvo que mover ni siquiera la mano para ser reconocido al pasar a su lado. Percibió la ausencia de vida que se escondía detrás de los ojos. Ambos estaban sometidos a un conjuro de con trol semejante al del muchacho, aunque el de ellos era un trabajo más delicado y fino que estaba fuera del alcance de Greshym. Era una obra tan sutil que ni los guardas ni los hermanos de la Orden se apercibían de la mano del maestro entre ellos.
Greshym llegó hasta el último rellano y se acercó a la puerta de roble ribeteada de hierro. Había dos guardas con las espadas enfundadas; cuando se acercó permanecieron con la mirada fija. Greshym levantó la mano para dar un golpe en la madera, pero antes de que los nudillos alcanzaran el roble, la puerta se abrió sola hacia dentro.
—Entra —le ordenó una voz desde el interior.
Greshym se encogió al oír la voz del Pretor, no por miedo, sino porque se dio cuenta de que el tono era el mismo que el suyo cuando daba órdenes al niño Joach. Pensó que no lo consideraba más que un mero sirviente.
Greshym entró en la sala del preciado jefe de la Fraternidad. El Pretor se encontraba junto a la ventana que daba al oeste. Tras el cristal, el dedo oscuro de la sombra de la torre señalaba hacia la costa lejana. El Pretor miraba más allá de los restos hundidos de la vieja y orgullosa ciudad de A'loa Glenn, hacia el mar, más allá de las islas del Archipiélago, que punteaban el mar como espaldas de enormes seres marinos. Greshym adivinó hacia dónde miraba.
Aguardó. La puerta se cerró tras él. Alejado de las miradas curiosas de los otros hermanos, Greshym se quitó la capucha de la túnica. Allí no había secretos.
Greshym permaneció en silencio. El Pretor hablaría en cuanto estuviera dispuesto, así que se limitó a contemplar la espalda tensa. Eran pocos los que conocían la identidad del Pretor. Como jefe de la ciudad y de la Fraternidad, había abandonado su nombre para investirse aquella capa de responsabilidad. Pero aquello había ocurrido mucho tiempo antes. Excepto Greshym, nadie vivía para recordar aquella fecha.
Finalmente, el Pretor se apartó de la ventana. Tenía los mismos ojos grises que su hermano Er'ril.
—Siento su mirada —dijo Shorkan—. La bruja está mirando hacia el Libro.
—Vendrá hacia aquí —respondió Greshym—. El Libro la está llamando.
Cuando el Pretor Shorkan se volvió hacia su vigilancia, unas sombras oscuras y fantasmales le acariciaron la piel remedando la túnica blanca.
—Tenemos que estar preparados para cuando llegue. El Corazón Oscuro tiene que tener a su bruja.
Elena rodeó el último tramo del camino en espiral. Al ver que el Paso se abría delante de ella, sintió alivio en el corazón. Se acercó al Paso de los Espíritus con una oración de gracias en los labios. Una ráfaga de viento intentó arrebatarle la capucha de la cabeza, pero pronto se cansó de aquel juego y desapareció. El viento estaba tranquilo aquella mañana, pero Elena sabía que al atardecer aullaría por la Dentellada, como si no tolerara la ausencia del sol.
Contempló atentamente el Paso. La noche anterior había nevado y no había ni una pisada que ensuciara aquella extensión de blanco virginal. Elena lamentó tener que destrozar una vista tan hermosa con las pisadas de sus botas, pero el objetivo de aquella mañana la atraía. Dio un suspiro en el aire, se acercó al Paso y empezó el corto ascenso hacia su cima. Una capa de hielo fina endurecía la superficie de nieve, crujiendo en señal de protesta a cada paso. Aquel crujido era el único sonido.
En cuanto alcanzó el punto más alto del Paso, tuvo que abrirse paso entre la nieve, que le llegaba hasta las rodillas. Sentía que el sudor le bañaba la ropa interior y supo que cuando se detuviera eso la helaría. Aun así, prosiguió hasta encaramarse en el punto más alto del Paso.
Se detuvo y miró hacia el este. A pesar de estar sin aliento, empapada de sudor y consciente de que iba a tener mucho frío, no se arrepintió de haber ascendido hasta allí. Las montañas se abrían delante de ella y el sol las inundó con todo su esplendor. Aquella mañana era tan luminosa y clara que Elena podía jurar que el brillo que se distinguía en la curva del mundo era el mismísimo Gran Océano. La tierra se desplegaba a sus pies en una panorámica majestuosa. Desde allí, Elena veía que el invierno había extendido sus garras nevadas hasta las estribaciones y los valles. Sin embargo, más allá, entre las llanuras lejanas, un punto verde brillaba bajo el amanecer como una promesa de primavera.
Se quitó los guantes forrados de piel de conejo y levantó las manos hacia íá luz del sol. Ambas brillaban bajo la luz del amanecer: una era blanca como la nieve, y en la otra se arremolinaba en ondas rojas el atardecer.
Tras aquella noche horripilante, le había costado mucho tiempo renovar su poder. Pese a no estar herida como los demás, Elena había sufrido una herida más profunda en aquel claro siniestro. Necesitaba un tiempo de descanso y meditación como aquél para reponerse.
Desde el momento en que se había arrodillado en el barro arropada por los brazos de Er'ril aquella noche, una pregunta le había consumido el espíritu: ¿quién era ella?
Elena contempló sus manos y las levantó hacia el mundo. ¿Era la roja de bruja o la blanca de mujer?
Ahora, por fin, lo sabía y, desde el Paso de los Espíritus, lo enseñó al mundo.
Junto las palmas y entrelazó los dedos. Soy esto.
Mientras Elena mira hacia el mar lejano más allá del horizonte con su cohorte formada, yo debo interrumpir esta historia.
Se han secado los tinteros, me duele la muñeca y todavía tengo que encontrar un vendedor que no pida mucho dinero por algo de tinta y pergamino. Así pues, permitidme que termine aquí la historia. Dejadme descansar. Temo recordar incluso lo que voy a escribir a continuación: el viaje a la ciudad perdida.
Aquí pongo punto final a mi historia.
La legión esta formada, y el camino, trazado.
Mañana comienza un viaje siniestro.