CAPITULO 23
El cansancio había vencido por fin a
Rockingham que, con la almohada apretada contra los oídos, se sumía
en sueños intermitentes. Soñaba que se encontraba en el borde de un
acantilado que se alzaba sobre un oleaje oscuro y agitado. Mientras
contemplaba cómo las crestas blancas de las olas rompían contra las
rocas negras que tenía a los pies, intuyó que estaba soñando. El
horizonte estaba teñido de nubes y lluvia, mientras a lo lejos en
el mar se preparaba una tormenta. Como ocurre a menudo en los
sueños, el momento del día no estaba claro; la calidad de la luz
sugería un cambio inminente. Pero no estaba seguro de si la luz iba
a aumentar, como a primeras horas de la mañana, o a disminuir, como
ocurre en el atardecer. De lo único que estaba seguro era de que
conocía aquel lugar. Había estado allí antes. Recordaba el olor a
sal y la brisa en el rostro. Era el peñasco de Dev'unberry, que se
encontraba en la costa de su isla natal.
Una sonrisa asomó en su rostro. Hacía muchos
años que había estado por última vez en Archipiélago. Incluso
aquella fantasía nocturna le resultaba bienvenida. Inspiró
profundamente. Si forzaba un poco la vista... sí, la Isla de Maunsk
se distinguía a lo lejos, casi oculta por unas nubes
amenazadoras.
De repente, mientras contemplaba la isla
vecina, una sensación de pavor le encogió el corazón. Se volvió
rápidamente sobre un hombro, como si esperara que un ser temible
fuera a atacarlo de pronto, pero las colinas verdes redondeadas
estaban desiertas.
¿Qué era lo que agitaba su corazón? Aquél
era su hogar. ¿Qué podía temer? Contempló la vista que se extendía
desde los acantilados. La inmensidad del océano, el viento y la
lluvia le resultaban extrañamente familiares, eran más que un
simple recuerdo de su hogar. Aquella imagen precisa de la isla
distante desapareciendo entre las nubes, el estrépito del agua
revuelta a sus pies, el azote de la espuma en la cara... no sólo
había estado allí antes, había estado allí en ese preciso instante.
Pero ¿cuándo?
Intentó organizar sus pensamientos, pero un
pánico creciente se apoderó de él. Sintió la repentina necesidad de
huir. Pero antes de poder hacerlo, los pies se le empezaron a mover
contra su voluntad, y no para conducirlo a un lugar seguro, sino
para llevarlo al borde del precipicio. Como ocurre en muchos
sueños, no podía detenerse. Parecía como si el cuerpo no fuera
capaz de parar los pies mientras éstos avanzaban. Mientras se
debatía, el pie derecho se adelantó en el espacio abierto.
Entonces se acordó. No sólo había estado
allí antes, sino que había hecho lo mismo. Sintió un dolor inmenso
que se le escapó del pecho en forma de grito cuando su cuerpo se
desplomó por el acantilado.
—¡Linora!
Mientras las rocas bañadas por el agua se
acercaban cada vez más al rostro, en su cabeza resonaron unas
palabras con una voz que le resultaba fría y familiar y que tenía
cierto aire siniestro. Era la voz de Dis-marum que le decía:
—No te preocupes, Rockingham. Te
atraparé.
Cuando topó contra las olas, oyó el eco de
unas risas.
Rockingham se despertó sobresaltado en la
granja del anciano y sintió el sabor de la sangre en la boca. Tenía
la ropa interior bañada en sudor, como si hubiera estado corriendo
una larga carrera. Intentó incorporarse, pero las cuerdas se lo
impidieron.
De pronto una mano áspera le tapó la boca.
Intentó gritar, pero aquella palma le impedía proferir cualquier
sonido.
—¡O te callas, o te mato! —le susurró
alguien al oído. Rockingham sintió el filo de un cuchillo en la
garganta. Dejó de forcejear. El arma le abandonó el cuello y le
cortó las ataduras.
Rockingham bajó los brazos y se frotó las
muñecas. Vislumbró la enorme sombra del hombre de las montañas
junto a su cama.
—¡Vístete! ¡Rápido!
Entonces vio a la pequeña mujer, Nee'lahn,
que miraba por la minúscula ventana completamente vestida.
—¡Rápido! —dijo ella—. Los dos están dentro.
El camino está despejado. En cuanto lleguemos a los caballos, los
atraeremos hacia nosotros.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rockingham
remetiéndose la camisa en el pantalón. Luego se inclinó para
calzarse las botas.
—Skal'tum —respondió Kral.
Rockingham aceleró los gestos y se precipitó
sobre las botas. Todavía no era el momento de ser apresado por los
tenientes del Señor de las Tinieblas. No tenía nada con que
negociar.
—¿Dónde está la niña... y los demás?
Kral hizo caso omiso de la pregunta de aquel
pequeño hombre. Lo empujó hacia la ventana mientras se preguntaba
por qué la mujer había querido cargar con el prisionero. Hubiera
sido mejor dejar a Rockingham expuesto a los dientes y las garras
de las bestias. Pero Nee'lahn había insistido.
La mujer abrió la ventana lentamente. En la
planta baja se oyó un estrépito.
—¿Crees que estarán a salvo? —preguntó
Nee'lahn con un susurro.
Kral no respondió, no quería que su voz
sonara temerosa. Si hubiera percibido antes la proximidad de
aquellas bestias... Antes de que el primer skal'tum empezara a
golpear la puerta de la granja sólo había tenido tiempo de
apresurarse a la planta baja y cerrar con una patada la puerta que
conducía a la bodega. A duras penas había logrado escapar por las
escaleras.
—¿Aguantarán escondidos el tiempo suficiente
para que nosotros lleguemos a los caballos y ahuyentemos a estos
monstruos? —preguntó Nee'lahn apuntalando la ventana para
mantenerla abierta.
—La puerta de la bodega está
disimulada.
—¡Aun así debemos apresurarnos!
Con la ventana completamente abierta, se
subió al alféizar y saltó al tejado de paja.
Kral tomó al prisionero y lo hizo pasar con
un empujón por encima de la repisa de la ventana. El hombre delgado
cayó rodando por el tejado y estuvo a punto de caerse por el alero.
Kral fue el siguiente en salir por la ventana; para tener espacio
suficiente para colarse por aquel marco tan estrecho tuvo que
soltar todo el aire que contenía su enorme caja torácica. El
cinturón le hizo pasar un mal momento en el marco de la ventana,
pero finalmente se desencalló y pudo sacar el resto del enorme
cuerpo al tejado.
—Parecía el parto de una vaca —comentó
Rockingham sin dirigirse a nadie. A pesar de esa ligereza, no pudo
ocultar el entrecejo fruncido y las miradas continuas a todas las
esquinas del tejado.
Nee'lahn estaba de pie junto al alero del
tejado. La cuadra de los caballos con las puertas desvencijadas y
la paja esparcida se encontraba a un tiro de piedra de donde
estaban.
—Podríamos saltar desde aquí —susurró— o ir
a la parte trasera de la casa y bajar por el montón de leños.
Como respuesta, Kral saltó del tejado y fue
a parar con un golpe sordo sobre un montón de hojas de abeto
muertas. Hizo un gesto a los otros para que saltaran. Nee'lahn hizo
una señal a Rockingham para que fuera el siguiente en saltar, en
una actitud de clara desconfianza hacia el hombre. No hubo
necesidad de insistir otra vez. La velocidad con que se acercó al
alero del tejado reveló que él tampoco deseaba un encuentro con lo
que se revolvía en las habitaciones de la planta baja de la casa.
Se colgó del borde del tejado durante unos instantes y luego se
soltó, yendo a parar junto a Kral.
Nee'lahn se ajustó su bolsa y los miró. Kral
dio un paso hacia adelante, dispuesto a agarrarla si era preciso.
Justo cuando ella vaciló detenida en el borde del tejado, se oyó un
chasquido de maderas rotas en la habitación que tenía detrás.
—¡Rápido! —exclamó Kral. Aquella exclamación
resultó inútil, porque para cuando la dijo Nee'lahn ya se había
lanzado desde el tejado. Lo primero que dijo al posar los pies en
el suelo fue:
—¡Corred!
Antes de que Kral lograra poner en
movimiento la enorme masa de su cuerpo, ella ya había partido hacia
la cuadra de los caballos. Corría como una hoja al viento. Kral
avanzaba pesadamente a la carrera detrás de ella, mientras mantenía
a Rockingham delante de él.
A sus espaldas se oyó el estallido del
cristal y una explosión de tableros al romperse. Volvió la cabeza y
vio una forma oscura que subía al tejado por la ventana,
revolviendo con sus garras por el tejado de paja. Parecía atrapado
pero, por el modo en que se agitaba, pronto estaría libre de nuevo.
Kral corrió con más rapidez, arrastrando a Rockingham. El hombre
dio un traspié, pero Kral lo sostuvo por el hombro y evitó que
cayera.
El hombre de las montañas vio que Nee'lahn
ya había desaparecido en el interior de las cuadras. Cuando llegó a
la puerta desvencijada con sus bisagras rotas, la mujer ya tenía
listos dos caballos: la yegua gris de la niña y el caballo castaño
del hombre de la planicie. El caballo de guerra de Kral, Rorshaf,
no había permitido que la mujer se aproximara y piafaba y clavaba
los cascos calzados con hierro en el estiércol seco. Agitaba con
excitación sus ijadas negras, como si presintiera la presencia de
aquellos seres perversos. Kral chasqueó la lengua dos veces y
Rorshaft dejó de moverse sobre las patas.
Nee'lahn se subió sin silla sobre el caballo
castaño y tiró las riendas de la pequeña yegua a Rockingham. Kral
se dio cuenta, con satisfacción, de que la mujer había atado una
cuerda del caballo a la yegua, porque no se fiaba de que el
prisionero no intentara huir. La yegua se negaba a llevar a
Rockingham, pero Kral, ocupado con su propio animal, advirtió que
el hombre de la guarnición estaba bien preparado. Se mantuvo sobre
la grupa de la yegua y logró dominarla. Kral arrojó su silla de
montar y sus bultos sobre Rorshaf tiró de la correa para
asegurarlos. Al cabo de un instante, ya estaba montado. Tocó uno de
los bultos que llevaba junto al muslo. Al notar que estaba lleno
tuvo la certeza de que nadie había tocado lo que contenía.
Se encaminó hacia la puerta de la cuadra y
la abrió con una patada. Un cuerpo grande se posó en el suelo y se
balanceó delante de él. Ror-shaf, que era capaz de correr por el
fuego sin vacilar, retrocedió y relinchó asustado. Kral se anudó
las riendas en las muñecas y tuvo que esforzarse por mantenerse en
su silla.
Ante él se erguía otro de los lugartenientes
del Señor de las Tinieblas con las alas totalmente desplegadas. El
skal'tum siseó contra el caballo que retrocedía y le bloqueó el
camino. Finalmente, con un tiro salvaje del freno, Kral logró
convencer a Rorshafáe que mantuviera los cascos quietos. Los otros
caballos y jinetes se habían escondido en el interior de la cuadra
destartalada. Aun así, no era un lugar seguro, porque a aquella
bestia no la detendrían unos tableros podridos y desvencijados.
Kral dio una patada a Rorshaf para que avanzara y, por primera vez
en su vida, el caballo se negó a cumplir sus órdenes. Volvió a
espolearlo con más dureza. El caballo, dominado por el terror, se
negaba a hacerle caso.
Kral se inclinó sobre su silla de montar
mientras el borrén delantero se le hundía en el estómago para
acercarse al oído de su caballo.
—Rorshaf partu sagui
weni sky —chasqueó en la lengua de los caballos de los riscos,
un idioma que las gentes de las montañas dominaban como el suyo
propio. Kral era el mejor susurrador de su tribu. Se decía que
cuando nació ya hablaba el lenguaje de los caballos de los riscos.
Sin embargo, a pesar de su talento, tuvo que emplear todas sus
habilidades para sacar el miedo del corazón de Rorshaf y lograr que
le obedeciera.
El caballo de guerra empezó a responder a
las órdenes que Kral le daba con las riendas. Kral le dio una
palmadita en las ijadas y el caballo se acercó unos pocos pasos
hacia el skal'tum.
Las orejas de la bestia alada se voltearon
hacia adelante y hacia atrás para calibrar la situación. Tenía las
garras de las patas profundamente clavadas en el suelo. Un líquido
verdoso le brotaba de los extremos afilados de las garras cada vez
que abría y cerraba los puños. Entre los labios finos asomaron los
colmillos y, bajo la tenue luz de la luna, los ojos se convirtieron
en unos hoyos negros en los que brillaban unas brasas rojizas. El
movimiento del caballo había captado toda la atención de aquel
monstruo.
—¿Dónde esssta la niña? —espetó el
skal'tum—. ¡Entregádnosssla y vuessstra muerte ssserá rápida!
Aquellas palabras bastaron para que Kral se
diera cuenta de que la bestia estaba cansada. Su respiración
parecía limar el espacio vacío. Se había esforzado por llegar ahí
con rapidez. Pensó que con suerte podría distraerla el tiempo
suficiente para que los demás pudieran huir. Sacó el hacha del
arnés de su silla y se la colocó en el regazo. Con una patada hizo
embestir el caballo a toda velocidad directamente contra el
monstruo mientras profería un rugido procedente de lo más profundo
de su garganta, el grito de guerra de su clan, y blandía el
hacha.
Como había previsto, el cansancio y la
sorpresa hicieron que el skal'tum retrocediera dos pasos hacia
atrás antes de erguirse por completo. Era suficiente; ahora había
espacio para que un caballo y un jinete se escabulleran por detrás
de Kral y lograran huir al bosque oscuro.
—¡Adelante! —gritó a los demás.
No tuvo que decirlo dos veces. Un estrépito
de cascos pasó por detrás de su caballo. Kral no se atrevió a
seguirlos con la mirada, pues no le quitaba ojo a las garras y las
fauces del skal'tum.
El monstruo había visto que una parte de sus
presas se escapaba y arremetió contra Kral en cuanto el último de
sus compañeros pasó detrás de él a toda velocidad. Con un
movimiento veloz del hacha, Kral logró devolver un ataque de
talones envenenados que se dirigía contra su cara, y con un golpe
hacia abajo con el mango de nogal logró evitar que la bestia
propinara una patada con su garra contra el estómago de su caballo.
Kral conducía su caballo con leves movimientos de las piernas y
cambios de peso. Rorshaji se convirtió en una extensión del cuerpo
de Kral. El punto donde el hombre y el caballo se tocaban pasó a
ser una línea indefinida de músculo y voluntad.
El skal'tum dio un paso atrás con el pecho
agitado por el cansancio.
—Luchasss bien, hombre de lasss piedrassss.
Pero ésssta esss mi noche.
Kral agitó el hacha en la mano, pero aquella
muestra de habilidades era inútil. Sabía que la lucha contra
aquella bestia no tenía sentido. El combate anterior que había
mantenido con un hermano de aquel monstruo le había enseñado que la
magia negra protegía a los skal'tum de todo daño. Como aún faltaba
mucho para la salida del sol, le resultaría imposible mantener esa
situación estancada hasta entonces. Más pronto o más tarde una
garra o un colmillo se escaparían a su defensa. Su mayor esperanza
era ganar tiempo para que Nee'lahn y el hombre de la guarnición
lograran huir y, si lograba vivir lo suficiente, mantener a la
bestia distraída y alejada de la granja.
El skal'tum esperaba y su respiración se iba
tranquilizando conforme descansaba. No tenía prisa por terminar,
prefería juguetear con él. Aparentemente, sabía que la niña que
buscaba no se encontraba entre los que se habían escapado por
detrás del caballo. Kral se irguió en su silla. Había dado tiempo
suficiente para escapar a Nee'lahn y a los otros. Si tenía que
morir allí, lo mejor sería hacerlo blandiendo el hacha sobre el
caballo que había criado desde que era un potrillo. Enarboló el
hacha sobre la cabeza con la intención de provocar el ataque de la
bestia. ¡Y lo hizo! ¡Qué animal tan predecible!
Ahora tenía que apartarlo de la casa. Kral
hizo retroceder el caballo apartando los cascos de hierro del
enemigo. El hombre de las montañas, que todavía estaba en la parte
trasera del caballo que iba retrocediendo, dio la señal a Rorshaf
para que se diera la vuelta. El caballo dio un giro repentino sobre
las patas traseras y cayó con estrépito y Kral se levantó encima
del borrel de la silla. Ahora el skal'tum estaba detrás y gritaba.
El hombre de las montañas espoleó al caballo para que siguiera
hacia adelante con la intención de precipitarse hacia la línea de
árboles que había tras la esquina de la granja. Pero al cabo de
unos pasos Rorshaf se paró en seco, dejando la señal de los cascos
en el terreno pedregoso. Aquella detención brusca tomó a Kral por
sorpresa. Intentó mantener el equilibrio, pero no pudo impedir que
su cuerpo saliera despedido por encima de la cabeza de su montura.
Cayó al suelo dando una voltereta que evitó que se le rompieran los
huesos. Al ponerse de rodillas, Kral miró adelante para ver qué
había asustado a Rorshaf.
Un segundo skal'tum se erguía delante de la
casa impidiéndoles la huida al bosque. Kral oyó a sus espaldas la
risa siseante del primer skal'tum.
—Regresssa, pequeñito. El juego todavía no
ha terminado.
Mientras Bol se esforzaba por descolgar una
antorcha de la pared desmoronada, Er'ril se dispuso a subir por la
escalera e investigar el origen de los golpes provenientes de la
granja que tenían encima.
—Deten los pies, hombre de la
planicie.
Er'ril se volvió para mirar a quien le había
hablado, al fantasma del espejo. Las cintas ondulantes de luz
crecían y menguaban sobre la imagen severa de aquella mujer
mayor.
—Tengo compañeros en peligro —objetó,
mirando al espejo.
—No son asunto tuyo —contestó con frialdad
la mujer con los ojos fruncidos—. Tú eres el guardián del Libro y
ahora debes ser el guardián de aquella para la cual se creó. Tienes
que proteger a Elena. El tiempo no ha calmado las ansias del
Corazón Oscuro. ¡Y ahora marchad! —La imagen clara del espejo se
agitó como la llama de una vela mecida por la brisa y balbuceó—: La
magia negra... de la casa... debilita mi contacto... Huid mientras
podáis. No me falles, Er'ril de Standi.
Entonces la imagen fantasmal se desvaneció y
la oscuridad pasó a ocupar la sala, rechazada levemente sólo por
las antorchas de llama azul.
En aquel silencio, la niña se acercó a
Er'ril. Arriba retumbó un estrépito mayúsculo que sobresaltó a
Elena e hizo que tomara de la mano al caballero de la espada.
Er'ril la apretó para tranquilizarla y sintió que la mano de ella
era como un ascua ardiente. ¿Cómo era posible que esa niña fuera
una bruja? Las brujas eran leyendas del mal: arpías encorvadas que
vivían enterradas en guaridas pantanosas, o mujeres bellísimas de
cabelleras negras que llevaban a los hombres a su condena con sus
visitas nocturnas. Er'ril contempló aquella muchacha. A la luz de
la antorcha, tenía la mirada vidriosa por el miedo y los labios
levemente separados mientras contenía la respiración. Con una mano
hacía girar un mechón de pelo cerca del oído. Volvió a apretarle la
mano: aquella bruja, malévola o no, estaba bajo su
protección.
Por fin, Bol logró sacar una de las
antorchas de su soporte y señaló el único pasillo que partía de la
cámara.
—Por aquí.
Al decirlo, pasó la antorcha a Er'ril, que
para asirla tuvo que soltar los dedos de Elena. En cuanto la mano
de la niña se liberó, Elena agarró a Er'ril por el borde del
chaleco de piel. Bol levantó su linterna.
—Adelante. He explorado estas ruinas y las
conozco bien.
—¿Sabe cómo salir a los bosques? —preguntó
Er'ril.
—Lo hice una vez. —Las palabras del anciano
eran un susurro mientras se volvía hacia el pasillo oscuro—. Pero
estas ruinas son engañosas.
Er'ril, con Elena agarrada a un lado, siguió
a Bol por la galería oscura que daba a la sala. Antiguamente aquel
pasillo había sido una galería de la academia. La piedra labrada se
desmoronaba a causa de la humedad, y el moho crecía espeso en las
paredes. De vez en cuando pasaban por delante de un hueco o un
nicho cuyas estatuas, desgastadas por el agua que caía y el tiempo,
habían perdido su forma original y ahora eran bultos encorvados que
se erguían en actitud amenazadora.
Er'ril observó que Elena se mantenía a
distancia de esos lugares oscuros y que cada ruido le provocaba un
respingo. Conforme avanzaba a su lado, se tambaleaba de cansancio.
La oyó balbucear palabras inconexas, algo sobre serpientes. Er'ril
frunció los labios con preocupación. La niña llevaba más de un día
sin dormir. Era preciso ir a algún lugar donde ella pudiera dormir
y recuperarse. Los peligros que acechaban a aquella muchacha no
eran meramente físicos.
Deseaba abrazar a la niña, pero tenía el
brazo ocupado por la antorcha. Por primera vez en mucho tiempo,
sintió haber perdido el otro.
Al mirar adelante, Er'ril vio que Bol
vacilaba ante una intersección de tres galerías derrumbadas. Las
ruinas subterráneas de la vieja academia eran un amasijo de paredes
de piedra que se entrecruzaban y cámaras sepultadas. Al principio
Bol había marchado por aquel laberinto de túneles con seguridad,
pero a medida que avanzaban se detenía cada vez más, frotándose y
entornando los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Er'ril a su
lado.
—Seguramente he tomado una galería
equivocada. No recuerdo haber visto este cruce.
—¿Qué dice?
—Digo que nos hemos perdido. Hay muchas
partes de estas ruinas que no he explorado. Algunos lugares no son
estables y pueden desplomarse. Otros están gobernados y protegidos
contra intrusos por los seres subterráneos.
—Y ahora, ¿dónde estamos?
De repente, a modo de respuesta, un siseo
fuerte atronó alrededor. Elena empezó a sollozar al lado de
Er'ril.
—¿Con qué rapidez puedes correr cargando a
Elena? —susurró Bol.
—¿Por qué?
—No sabía que hubieran logrado extender
tanto su territorio. Sin duda, el frío del invierno hace que vayan
a zonas más bajas —reflexionó Bol con la mirada clavada en la
oscuridad.
—¿Serpientes? —preguntó Er'ril al oír que el
siseo iba en aumento.
Bol negó con la cabeza.
—Es peor, mucho peor. Son goblins de
roca.
Los dos skal'tum batían las alas en el aire
gélido de la noche, mientras Kral se afanaba por ponerse de pie. El
movimiento le provocó dolor en una rodilla y tuvo que agarrarse a
la cruz de su caballo para mantenerse de pie. El animal se acercó
más a él. A pesar de que tenía la mirada llena de miedo y que su
piel estaba bañada en sudor, Rorshaf se mantenía junto al abatido
Kral dispuesto a protegerlo.
El skal'tum que tenía detrás se rió; el
sonido de su risa parecía un aluvión de piedras cayendo por un
barranco durante una tormenta repentina.
—A mi pequeño pajarito ssse le han partido
lasss alasss. Ven que te lasss curaré.
Kral oyó aproximarse el ruido de las alas
batientes y las garras. Se miró las manos y se vio desarmado. Había
perdido el hacha al salir despedido del caballo. Ahora estaba
tendido en el suelo, cerca de la pata del segundo skal'tum.
Necesitaba otra arma y no tenía ninguna a mano. A no ser
que...
El segundo skal'tum se le aproximó sigiloso
por delante.
—Nuessstro viaje hasssta aquí ha sssido
largo. Podríamosss comer un poco antesss de dessstrozar la granja y
encontrar nuessstra verdadera presssa.
Ahora los dos skal'tum siseaban de forma
ostentosa. Mientras el skal'tum que tenía delante lo contemplaba,
una sustancia verdosa le resbalaba de las garras, como un perro
salivando ante un hueso.
Kral asió uno de sus bultos, soltó la correa
y abrió el cierre.
—¿Qué tendrá ahora nuessstro pequeño
hombrecccito? —preguntó el monstruo que tenía detrás—. ¿Otra
brillante essspada con la que pincharnosss? No lograrásss
hacernosss daño, blandito, sssólo essstimularásss nuessstro
apetito.
Kral metió la mano en el bulto y agarró el
arma por una de sus orejas largas. A
continuación, extrajo del paquete la cabeza decapitada del skal'tum
que había matado en la ciudad, manteniéndola en alto para que ambas
criaturas la vieran.
—¡No confiéis demasiado en vuestra magia
negra! Yo sé cómo desbaratar vuestras estúpidas defensas.
La visión de la cabeza con la lengua
colgando de los labios inertes causó el efecto deseado en las
bestias. Kral adivinó que en sus muchos siglos de vida los skal'tum
rara vez habían visto muerto a uno de sus semejantes. Aquella
visión tan impresionante hizo que ambos monstruos se apartaran de
él sacudiendo las alas. Kral avanzó con un salto mientras con un
silbido daba la orden a su caballo para que lo siguiera. Agitó la
cabeza en dirección al skal'tum que tenía delante y éste se apartó
lo suficiente de Kral para que éste pudiera recoger el hacha.
Rápidamente, enjuagó el filo del hacha con
la sangre espesa que brotaba a borbotones de la cabeza sesgada que
llevaba en las manos.
—La sangre de uno de los vuestros untada en
esta hoja hará que vuestra protección negra no os sirva de nada.
—Levantó la hoja rezando para que aquella artimaña fuera creíble y
exclamó—: ¡No necesito el sol para mataros!
Sus palabras asustaron a los skal'tum. Ambos
parecían rendidos de cansancio y no parecían dispuestos a probar si
la afirmación era cierta. Kral se montó en Rorshaf y condujo el
caballo a un lado con las rodillas hasta que los dos skal'tum
quedaron delante de él.
—Te mataremosss, hombrecccito. Acuérdate de
nuessstrasss palabrasss. Cuando la hissstoria de lo que hasss hecho
llegue a nuessstra tribu, tú y losss de tu essspecie osss
convertiréisss en carne para nuesstrosss colmillosss.
—Estaremos preparados para recibiros.
Vuestra sangre correrá como los ríos por las montañas —afirmó Kral
mientras hacía dar la vuelta a Rorshaf y lo obligaba a marchar a
máxima velocidad. El miedo espoleó al animal y sus cascos de hierro
atronaron por el suelo frío. Los árboles parecían volar a su paso.
Cuando el entramado de ramas ocultó el cielo, protegiéndolos de un
asalto desde el aire, Kral se permitió un respiro de alivio.
Mientras él y Rorshaf se precipitaban por el
aire de la noche, los truenos atronaban sobre sus cabezas. La
tormenta estaba a punto de estallar. Kral observó los rayos que se
arqueaban sobre las nubes oscuras y pensó que así eran también las
dos emociones contradictorias que le embargaban el pecho: el alivio
por haber sobrevivido y la vergüenza por lo que había hecho.
Espoleó a Rorshaf para. huir lo más rápidamente posible de aquel
acto innoble. De la boca del caballo salía espuma mientras se
afanaba por obedecer a su amo y se apresuraba por el bosque.
No era el hecho de abandonar a los
compañeros que estaban en la granja lo que hacía que el corazón le
pesara como una losa en el pecho. A pesar de haberlos dejado
expuestos a las bestias, Kral estaba convencido de haber hecho
cuanto estaba en su mano para darles tiempo de escapar de la bodega
y ponerse a salvo. Lo había hecho lo mejor posible, poniendo en
peligro incluso su propia vida.
Lo que en realidad le dolía y no le dejaba
respirar era haber mentido, haber dicho una mentira sin más motivo
que salvar su desdeñable pellejo.
Tiró de las riendas de Rorshaf. El caballo
se encabritó. Tenía los ojos fuera de las órbitas y la espuma le
brotaba por el freno. Lo obligó a detenerse. De pronto, los
relámpagos y los truenos explotaron en un estruendo sobre la cabeza
de Kral, como si los cielos clamaran contra su corazón mentiroso.
Una lluvia gélida comenzó a colarse entre las hojas de los abetos y
se le clavó en el rostro, que tenía vuelto hacia las nubes.
Ningún hombre de su tribu había permitido
jamás que una mentira se le escapara de los labios. Con la saliva
de su lengua despreciable, Kral había apagado el fuego de su
familia. Aquel sacrilegio le impedía regresar a su hogar en las
montañas.
Kral, un hombre perdido para siempre, aulló
con el rostro vuelto hacia la lluvia.