CAPITULO 37

Tras el primer grito de la niña, Er'ril apartó el brazo de Bol que lo sostenía y a punto estuvo de derribar al anciano por el suelo. ¡Aquel bastardo de Rockingham les había tomado el pelo a todos! Cuando Er'ril intentó abrirse paso, los pies le flaquearon; maldijo sus músculos envenenados.
Delante de él, Meric había logrado sacarse de encima a Mogweed y se precipitaba por la galería. No llevaba ninguna arma, pero aquello no detuvo su carrera hacia la salida de la galería. El lobo, desenredado ya de aquel revoltijo, corría a su lado.
Er'ril frunció el entrecejo al ver que aquella rapidez ponía de manifiesto su paso cojeante. Entonces tropezó con Mogweed cuando éste se disponía a ponerse de pie.
—Lo siento —masculló el hombre echándose a un lado, asustado ante la expresión furiosa de Er'ril.
En la noche del exterior resonó una risa fría, sibilante y estremecedora. Al oírla, a Er'ril se le heló la sangre. La había oído muchas veces cuando atravesaba antiguos campos de batalla olvidados desde hacía tiempo por el hombre. Aquella noche los skal'tum iban de caza. A esa risa repugnante sólo la seguía la muerte.
Meric y el lobo atravesaron la cortina de raíces y desaparecieron en la noche. Er'ril y Bol los seguían más torpemente hasta que llegaron al final de la galería. Los dos hombres respiraban con dificultad y tenían las mandíbulas apretadas. Er'ril tanteó en busca de un lugar donde asirse, decidido a proseguir. Pero antes de que lograra salir del túnel, unos dedos fuertes lo agarraron por el hombro reteniéndolo.
—¡No! —atronó una voz detrás de él. Era Kral. El hombre de las montañas lo apartó de la salida. Er'ril observó que Bol también había sido detenido por las enormes manazas de aquel hombre—. Estáis demasiado débiles. Aguardad aquí. Tol'chuk cuidará de vosotros.
Er'ril agitó el hombro para desasirse pero se sintió demasiado flojo. No podía escapar ni de Kral ni de la verdad de sus palabras.
El hombre de las montañas los apartó a un lado con brusquedad y se abrió paso a codazos entre las raíces. Tol'chuk asomó detrás de ellos. Los ojos del ogro prácticamente brillaban dentro de la galería. Er'ril no sabía si el ogro estaba allí para protegerlos o para impedir que interfirieran.
—Voy a salir —dijo Er'ril, dirigiéndose hacia las raíces. Creyó que el ogro haría algún movimiento para detenerlo. Pero en lugar de ello, fue la mano de Bol la que lo detuvo. El anciano lo asió por el codo no para retenerlo sino para hacerlo partícipe de su propia excitación.
—De pronto todo tiene sentido. —El anciano le apretó el brazo—. Kral tiene razón. Esta no es nuestra batalla.
Sus palabras detuvieron a Er'ril. Nunca había creído a Bol un cobarde. Apartó bruscamente el codo del anciano y se volvió para mirarlo.
—Elena está en peligro —le espetó— y, según tú, yo soy su guardián. ¿Y ahora me pides que la abandone?
Bol entornó la vista angustiado por aquellas palabras; las marcas de las garras le oscurecían las mejillas.
—Claro que no —repuso—. Sólo hay una cosa que debes saber: todo lo que está ocurriendo esta noche ya estaba escrito. —Luego le hizo un gesto para que prosiguiera.
Con una mueca de disgusto por el retraso, Er'ril se deslizó entre las raíces. Iba tan rápido que se rompió el chaleco con una raíz. Cuando la prenda de piel se desasió, Er'ril salió tambaleándose de la boca de la galería. Bol se coló tras él mientras que Tol'chuk sólo podía tirar de las raíces. Aunque tenía los músculos de los brazos hinchados por el esfuerzo, el roble antiguo permanecía firme en su roca. El ogro, cuyo tamaño doblaba el del de un hombre, tenía el paso barrado.
—Esta tampoco es tu batalla —lo consoló Bol.
Aquellas palabras satisficieron al ogro tan poco como a Er'ril, y Tol'chuk siguió desgarrando raíces.
Er'ril no hizo caso a ninguno de ambos y se precipitó de un salto en el claro. En el centro se estaban marcando ya las estrategias de batalla.
Por un lado, Rockingham estaba en pie con la espalda clavada contra un roble grueso. Delante de él, el lobo gruñía con el pelo erizado. El animal quería evitar que el hombre volviera a hacer más daño. Er'ril, sombrío, se dijo que lo mejor era que el lobo le arrancara la garganta; así su malicia acabaría para siempre.
Pero en realidad, Rockingham no llamó mucho tiempo la atención de Er'ril. Lo que atrajo su mirada fue la gran batalla que estaba a punto de estallar en el centro de aquel claro.
Un par de skal'tum tenían a Elena presa entre ellos. Con las espaldas de ambos vueltas hacia ella, las alas tenían atrapada a la niña en un redil de hueso y piel gruesa, alejándola de quienes pretendían rescatarla. La niña tenía los ojos muy abiertos y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Estaba temblando y, cuando una de las alas le rozó la piel, se encogió de miedo. Er'ril sabía que la matanza de goblins la había afectado tanto que temía utilizar su poder para liberarse.
Era preciso que los demás la salvaran.
Los dos skal'tum tenían tres oponentes.
Meric permanecía de pie a un lado con los ojos encendidos. No llevaba ninguna arma en la mano, pero un nimbo de luz le recorría el cuerpo. A pesar de que el aire del claro estaba quieto, unos vientos invisibles mecían el cabello plateado de Meric, que ahora estaba suelto. El cielo armonizaba con su furia y unas enormes nubes se precipitaban a gran velocidad, como si se dirigieran expresamente hacia allí. Un rayo dibujó la silueta de los nubarrones y mostró mangas negras que intentaban alcanzar el suelo. Tal vez el amanecer estuviera cerca, pero aquellos cielos tan oscuros presagiaban una noche sin fin.
En el extremo opuesto del claro se erguía la pequeña figura de Nee'lahn, con los hombros apoyados en un gran olmo y los brazos levantados en actitud desafiante. Inclinó la cabeza hacia atrás, como si fuera a cantar hacia los cielos de la batalla. El enorme olmo que se alzaba sobre ella, desplegó las ramas y las extendió hacia esos mismos cielos, adoptando la misma postura desafiante de la ninfa.
Más cerca de Er'ril, Kral estaba de pie con su poderosa hacha en la mano. Cuando un trueno retumbó en el claro, sus dientes brillaron bajo los reflejos de un rayo; tenía una actitud tan fiera como un oso. Kral agitó el hacha.
—¡Ahora limpiaré mi deshonra! —gritó hacia ellos y los cielos—. ¡Con vuestra sangre!
Los skal'tum observaron a los tres. Una agitación nerviosa les recorrió las alas y puso fin a sus carcajadas. Abrieron la boca para mostrar sus colmillos blancos. Con la mirada enfurecida evaluaron el grado de amenaza que significaban aquellas pequeñas figuras que querían poner a prueba su poder.
Bol habló en medio del silencio denso que se apoderó del claro. Incluso el trueno que acompañaba los destellos de los relámpagos contuvo el rugido en sus entrañas. Er'ril tuvo la certeza de que en cuanto volviera a tronar, sería como un grito de batalla. Bol asía la manga de Er'ril.
—¡Son los elementos! —susurró—. Decía: tres vendrán. —Bol señaló con un dedo el claro—. Kral, Meric y Nee'lahn: la roca, el viento y el fuego de la vida. ¡Tres vendrán! Aunque no a mi granja, como yo creía, sino aquí.
—Tres que morirán —repuso Er'ril—. No pueden atravesar la magia negra de los Señores del Mal.
Desenfundó la espada, pero el brazo se estremeció cuando intentó levantar su extremo. El veneno le atenazaba los músculos.
—Tú y tu Fraternidad habéis juzgado muy a la ligera los elementos. No hay ninguna predicción del resultado. —A Bol le bastó un solo dedo para hacer bajar el arma de Er'ril; el caballero estaba demasiado débil para detenerlo—. Ésta no es nuestra batalla —repitió el anciano.
Er'ril intentó avivar el puño de hierro que llevaba en el bolsillo. Tal vez el brazo invisible tendría la fuerza que a él le faltaba. Pero el puño no se movió. O la magia se le había acabado, o tal vez el anciano estuviera en lo cierto.
Er'ril oyó que a sus espaldas Tol'chuk se debatía contra el enjambre de raíces. El ogro gruñía de frustración. El caballero de la espada apretó el puño en su arma. En el corazón sentía el mismo sentimiento que el ogro.
En el claro, la batalla empezaba sin él.
Nee'lahn vio que uno de los monstruos alados lanzaba un zarpazo hacia donde estaba el elfo, bueno, en realidad, hacia donde antes había estado. La garra se quedó suspendida en el aire en cuanto Meric voló hacia atrás. Nee'lahn hubiera podido jurar que los pies del elfo no se habían movido. Entonces Meric cruzó los brazos sobre el pecho y bajó la barbilla. El nimbo de luz que su cuerpo irradiaba brilló con intensidad; desde los nubarrones, un rayo fino como una lanza se desplomó sobre la garra de la bestia que se acercaba.
El trueno rompió el aire.
El skal'tum gritó y retiró rápidamente el brazo. Aunque era evidente que al monstruo aquello le había dolido, la garra estaba en buen estado, ni siquiera había resultado chamuscada. La magia negra había impedido que el monstruo sufriera un daño irreparable. El segundo skal'tum mantenía su posición junto a la niña asustada.
Nee'lahn sabía que tenía que apartar a uno de los monstruos para darle a Elena la oportunidad de escapar. ¡La bruja no podía morir! El renacer de Lok'ai'hera dependía de aquella niña. Recordó la profecía de su saúco moribundo: Verdor que surge del fuego rojo, un fuego nacido de la magia. Contempló a la temerosa niña. No podía morir.
La ninfa clavó los dedos desnudos de sus pies debajo de la tierra hacia las raíces del olmo. Antes ya había invocado al espíritu del árbol. Todo estaba preparado. Bajó levemente los párpados y cantó hacia el bosque antiguo y atrajo su poder hacia sí.
Mientras cantaba con el pensamiento, su canto se unió al de otros y sus espíritus se fundieron. Se convirtió en olmo. Pasó a ser el bosque.
¡La bruja tenía que ser liberada!
Agitó los brazos hacia el skal'tum de la mano herida. El olmo que tenía sobre la cabeza hizo los mismos movimientos y sus ramas, más largas, agarraron al skal'tum con unos brazos gruesos y fuertes tras siglos de resistir nieves y vientos.
El skal'tum se debatía y Nee'lahn se sorprendió de su fuerza. Lo golpeó con las ramas para apartarlo de Elena, pero el monstruo tenía las garras bien hundidas en el fango y la piedra. No se movió ni siquiera unos centímetros.
Nee'lahn hundió todavía más los dedos de los pies en la tierra. El sudor le bañaba la frente; la garganta le escocía por aquel canto silencioso. No había pensado que le costaría tanto, aunque nunca antes había intentado manipular tanto poder. La magia elemental que le recorría la sangre formaba parte de ella. Utilizarla significaba quemar una parte de ella, como un leño que reaviva una hoguera. Respiraba trabajosamente mientras luchaba por retener aquel ser malvado.
Se dio cuenta de que no iba a ser capaz de lograrlo por sí sola. Miró a Meric. El halo alrededor de su cuerpo había vuelto a él después de hacer que cayera el rayo. Tenía un aliado dispuesto. Un solo rayo no dañaba a un monstruo como ése y tampoco las ramas eran capaces de derribarlo. ¿Y si lo hacían juntos? Al pensarlo se mordió el labio. Los elfos y las ninfas no habían unido sus espíritus desde los primeros tiempos de la tierra. ¿Podrían superar el abismo de sangre envenenada que los separaba?
Meric vaciló al acercarse al skal'tum. El elfo parecía decidido a dar su vida por la niña. A Nee'lahn le resultaba difícil reconciliar la nobleza que demostraba con el odio que ella albergaba. Volvió a morderse el labio. ¿Podía confiar en él?
El skal'tum se debatía en su abrazo, y la ninfa sintió que las ramas del olmo se rompían. El dolor la embargó. Cayó sobre una rodilla. Los ojos de Meric se posaron en ella, con el rostro tenso por el esfuerzo.
Tenía el entrecejo fruncido, y Nee'lahn adivinó que ambos estaban pensando en lo mismo.
Había llegado el momento de olvidar el pasado y forjar una nueva alianza.
Hizo una señal a Meric con la mirada y él asintió.
Otro rayo del cielo dio contra la bestia. El skal'tum se retorció pero siguió ileso. Se agitó tanto por el dolor que casi logró desasirse del olmo.
Sin embargo, el rayo de Meric dio tiempo a Nee'lahn para cambiar su canto. Tendió los dedos hacia el cielo. Las raíces del olmo salieron de la tierra y atraparon las patas de la bestia apretándolas con fuerza y clavándose en su carne insana. Nee'lahn intentaba arrancar al monstruo del barro. Si lograba liberarle las garras, las ramas apartarían aquel ser de Elena.
Meric volvió a atacar. Pero esta vez el rayo no alcanzó el suelo y estalló en el aire, por encima de la cabeza del skal'tum. Meric flaqueaba. Los vientos invisibles habían desaparecido y su cabello le colgaba lacio sobre los hombros.
Estaba tan cansado como ella. Ambos tenían el rostro pálido y la respiración entrecortada. Algunas de las ramas de mayor tamaño empezaron a doblarse de nuevo hacia el árbol; no podía luchar más tiempo contra el skal'tum.
El siguiente ataque de Meric fue sólo una luz deslumbrante, que ni siquiera consiguió el retumbo de un trueno.
El segundo skal'tum se apercibió de la debilidad de los ataques y se volvió para ayudar a su compañero, arrancando de cuajo una raíz. Nee'lahn se quedó sin aliento estremecida por el dolor y cayó sobre una mano.
Estaban condenados al fracaso.
Mientras el skal'tum se esforzaba por liberar a su compañero, Kral vislumbró una abertura, un flanco al descubierto y embistió enarbolando el hacha. Sabía que no lograría matarlo, pero confiaba en atraer la atención hacia él y evitar que ayudara al skal'tum que estaba atrapado entre las raíces.
Tras describir un arco por encima del hombro, el hacha salió despedida hacia la carne de la bestia.
Kral soltó un respingo al ver que la hoja abría el vientre blando del skal'tum y lo destripaba. Por la herida, como la lengua fétida de una boca moribunda, se derramaron unas vísceras oscuras.
El hombre y el monstruo quedaron paralizados al verlo. La sangre goteaba por el mango del hacha de nogal. El skal'tum tenía los ojos negros clavados en su vientre abierto. Luego dirigió su mirada a Kral. Con expresión enfurecida, se acercó a él emitiendo un grito.
Kral apenas tuvo tiempo dé levantar él hacha é impedir que uña garra llena de uñas afiladas se le clavara en la garganta. Pero fue demasiado lento para evitar que la otra le agarrara la pantorrilla. El skal'tum le partió el hueso de la pierna.
Sin embargo, no fue consciente del dolor hasta que la bestia lo levantó por los aires. Antes de que el intenso dolor de la pierna rota lo dejara inconsciente, Kral endureció su corazón contra el dolor. Se convirtió en piedra. Las piedras no sienten dolor.
Suspendido en el puño del monstruo, Kral se dobló por la cintura y agitó a ciegas el hacha contra la muñeca que lo sostenía. La hoja de hierro se agitó levemente al atravesar el hueso. Sólo se pudo permitir un momento de satisfacción antes de caer y darse de cabeza contra el suelo.
Aturdido, se apartó rápidamente de donde creía que estaba el skal'tum mientras abrazaba el hacha en el pecho. La sangre le brotaba de una herida que tenía en la frente y su visión se oscureció. Se arrodilló sobre la única rodilla sana, incapaz de permanecer de pie, y dio un hachazo hacia adelante. Pero no encontró nada. Se limpió la sangre de los ojos y vio que el skal'tum se sujetaba el muñón de su brazo, intentando restañarse el río negro que emanaba de la herida.
Kral contempló atónito el vientre y el brazo heridos del skal'tum. El arma había logrado penetrar realmente en su magia negra. Pero ¿por qué? ¿Cómo? Se lo agradeció para sus adentros a los dioses de su gente. Por algún motivo, ahora tenía la oportunidad de limpiar la deshonra que albergaba en el corazón. Antes había huido de los monstruos con una lengua de cobarde. ¡Ahora era el momento de demostrar su valentía!
Por fin, la bestia se dio cuenta de que era inútil esforzarse por detener la hemorragia y dejó caer el brazo herido. La sangre espesa chorreaba por la muñeca cortada. De nuevo se acercó hacia él, pero esta vez fue más prudente, y lo hizo con las alas alzadas en una actitud cautelosa.
De espaldas al monstruo, Kral atisbo el rostro de Elena iluminado por el resplandor de los rayos. Estaba atrapada en la garra de la otra bestia. Su captor se esforzaba todavía por desembarazarse de las patas de la maraña de raíces y las alas de las ramas que lo asían.
Pero antes de ayudarla, era preciso que Kral se librara del monstruo que se le aproximaba con tanta cautela.
El hombre de las montañas contempló la criatura en busca de un punto flaco. Todavía disponía de muchas armas: una garra, dos pies con uñas como dagas y una boca llena de dientes desgarradores. Además, ahora estaba en guardia y pensaba en lugar de reaccionar. No volvería a actuar de forma precipitada ni subestimaría a su presa.
Kral sabía qué tenía que hacer. Tenía que atraer más hacia él al monstruo.
Inspiró profundamente y se dispuso a hacer frente al siguiente movimiento. En cuanto se sintió dispuesto, abandonó la magia que guardaba en el corazón y dejó de ser una piedra. La roca volvió a ser carne. El dolor de la pierna rota resurgió. Le aguijoneaba las venas y le quemaba la sangre y, como un fuego que atraviesa arbustos secos, lo iba consumiendo. La mirada se le oscureció y se desplomó sobre el barro.
Se esforzó por permanecer consciente, aunque el dolor no parecía querer permitírselo. En aquella niebla agónica, oyó que el skal'tum soltaba una risotada mientras se apresuraba hacia su presa herida.
—Voy a disssfrutar tragándome tusss entrañasss, gusssano de montaña —siseó la bestia.
Kral se esforzó por mantener abiertos los ojos. Reclinado sobre un costado, vio los dedos del pie de la bestia clavados en el barro, muy cerca de su nariz. Volvió la cabeza hacia arriba en el momento en que la bestia le acercaba los dientes a la garganta. Sin prestar atención al temible dolor que le trepaba por la pierna, Kral se dio la vuelta alzando a la vez el brazo y el hacha.
Sólo tenía una oportunidad. Sintió que el hacha atravesaba algo. La pregunta era ¿qué?
Cuando se detuvo, vio el cuerpo del skal'tum desparramado en el suelo a un brazo de distancia. La cabeza estaba todavía más lejos.
¡Alabados fueran los dioses!
Kral se apoyó de nuevo en la rodilla, pero entonces se tuvo que esforzar mucho por mantener a distancia la oscuridad que lo llamaba a gritos. Observó que a Nee'lahn y Meric no les iba mejor que a él. La ninfa estaba acurrucada en el suelo en la base de su árbol, con una mano le vantada hacia el tronco. Las ramas del olmo todavía se movían, pero ofrecían muy poca resistencia. Meric, postrado de rodillas, parecía agotado y no tenía ningún halo alrededor del cuerpo.
Entretanto, el skal'tum superviviente había cortado la última de las raíces de sus patas y apartaba las ramas débiles. Estaba libre. Todavía tenía a Elena a su alcance. La niña se debatía contra él con poca fuerza. Kral observó que lloraba.
Al atisbar el brillo de los ojos de la muchacha, Kral adivinó que también ella estaba a punto de sucumbir a la oscuridad que lo instigaba a él. Sin embargo, mientras que a Kral las tinieblas lo consumían, para ella significaban la tranquilidad de huir.
Kral deseó que Elena no se diera por vencida.
Volvió a levantar el hacha una última vez. A él le resultaba imposible atravesar el claro y alcanzar al skal´tum, pero su hacha podía conseguirlo.
Sólo podría efectuar un lanzamiento.
Al levantar el brazo, rogó a los dioses que le concedieran aquel último favor. Cerró los ojos y extendió el brazo hacia adelante con todos los músculos de la espalda y de los hombros. Abrió los ojos y el hacha salió despedida de la mano.
Lentamente el filo trazó varios círculos en el aire.
Ahora el destino de la niña estaba fuera de su alcance. En su interior sabía que había cumplido con su obligación y permitió que la oscuridad aumentara. La vista se le oscureció y se desplomó en el barro.
Elena vio que el hacha volaba hacia ella. No se esforzó por salir de su camino. Se limitó a cerrar los ojos. Mejor que le diera. Así, el horror terminaría.
Una corriente de aire repentina pasó por encima de su cabeza. Luego la garra que la tenía sujeta por el hombro se tensó durante un instante y se apartó. Sorprendida por aquella libertad repentina, las rodillas se le doblaron sobre su propio peso.
—¡Elena, corre! —le gritó Er'ril desde el otro lado del claro. Fueron precisos algunos instantes para que aquellas palabras lograran penetrar en el cerebro de Elena. Giró la cabeza para ver lo que quedaba de su captor todavía estaba erguido por encima de ella, pero el largo mango de nogal del hacha de Kral sobresalía de su pecho como si fuera un tercer brazo. El filo se le había hundido por completo en el torso. La sangre oscura le brotaba de los labios fláccidos.
Todavía estaba de pie, con una garra asida débilmente en la empuñadura de piel del hacha. Una tos le borboteó del pecho haciendo que brotara todavía más sangre de la herida. Cayó de rodillas, como si estuviera parodiando de forma cruel la postura de Elena. La niña estaba totalmente paralizada ante aquel flujo de ríos oscuros que brotaban de los labios del monstruo.
—¡Retrocede! —exclamó Er'ril.
—¡Elena, bonita, corre!
La voz del tío rompió el extraño conjuro que el skal'tum ejercía en ella. Elena sintió que los pies se le movían y trastabillaban sobre las hojas empapadas. Sin embargo, le resultaba imposible apartar la vista de la horrible muerte de aquel ser.
Las alas del skal'tum se desplomaron en el barro. El monstruo recorrió el claro con la mirada y se detuvo en Rockingham. Levantó una sola garra y señaló al hombre. Entonces habló, exhalando espumarajos negros que acentuaban sus palabras.
—La sangre se rinde a su linaje.Nai'goru tum skal mor.
Elena sintió que una oleada de poder procedente de aquella bestia pasaba por encima de su cabeza. Los cabellos de la nuca se le erizaron.
El monstruo cayó de espaldas con el mango del hacha apuntando hacia el cielo cubierto de nubes. El pecho se levantó una última vez y una gota de sangre brotó de la nariz y la boca. Luego quedó tendido inmóvil en el suelo.
Todas las miradas estaban centradas en el skal'tum fallecido cuando Rockingham empezó a resollar y a apretarse la garganta. Sin atender a los gruñidos del lobo, el hombre avanzó penosamente hacia el claro. La cara adquirió primero un tono rojo y luego púrpura mientras los ojos se le salían de las órbitas. Levantó una mano hacia Elena.
—A... a... ayúdame.
De pronto su cuerpo se dobló hacia atrás y se tensó en aquella posición. Rockingham se balanceó sobre los pies con la espalda doblada en aquel ángulo imposible. Sólo gritó una palabra hacia los cielos, un nombre:
—¡Linora!
A continuación, un crujido agudo resonó por el claro y Rockingham, como una marioneta con los hilos cortados, cayó muerto en el barro.
Elena contempló insensible al hombre que había matado a su familia. Creía que sentiría algo de satisfacción, pero en el pecho sólo había un gran vacío.
El silencio se apoderó del valle. El viento se arrastraba entre quejidos por el bosque mojado. El lobo se acercó a Rockingham y lo olió. Todavía tenía el pelo erizado.
—Mirad ahí —dijo el tío detrás de Elena—. Creo que Kral todavía respira.
—¿Está vivo? —preguntó Er'ril asombrado.
Elena apartó la vista del cuerpo de Rockingham y se volvió hacia donde yacía Kral.
Tío Bol se arrodilló junto al hombre de las montañas y le levantó la cabeza del barro. Las hojas ensuciaban un lado de su rostro de facciones marcadas. Kral abrió los ojos y suspiró con un estremecimiento. Luego tosió.
—¿Lo... lo... he matado? —preguntó con debilidad.
—Sí —dijo Bol—, pero no te muevas hasta que te hayamos entablillado la pierna.
—Quiero... quiero ver a la niña.
El tío le hizo un gesto a su sobrina para que se acercara. Elena se apresuró a acudir al lado del hombre de las montañas, contenta de que por lo menos aquella noche hubiera una víctima menos.
Los ojos de Kral brillaron aliviados al verla. Er'ril estaba junto a ella y se arrodilló al lado de Kral.
—Nos has salvado a todos —dijo, señalando a Nee'lahn y Meric, que empezaban a ponerse de pie.
—Lo hemos logrado entre todos —murmuró Kral— y con la ayuda de los dioses.
Levantó la cabeza lo suficiente para ver su hacha sobresaliendo del enorme cuerpo del monstruo. Suspiró y hundió la cabeza en el barro. Elena oyó que murmuraba una oración de acción de gracias.
Er'ril le tocó el hombro.
—Fue tu hacha la que dio en el blanco. La fuerza de tu brazo nos ha salvado en esta noche repugnante.
—Pero no ha logrado salvar mi corazón de cobarde —murmuró Kral con la vista clavada en el suelo.
—Pero ¿qué dices? Los mataste con gran valentía.
—No, fueron los dioses. Mi arma no podía atravesar la magia oscura. Ha sido obra de los dioses, no de mi brazo.
—No es así, Kral, no han sido los dioses quienes han atravesado la protección oscura. Tu arma había sido ungida con la sangre del ser que mataste en Winterfell. Su espíritu siniestro bañó tu hacha. Cuando un arma recibe un tratamiento como ése, es capaz de atravesar la magia negra.
Al oír a Er'ril, Kral levantó la cabeza de pronto; su mirada entonces era atenta y despejada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó al caballero, levantando la mano para apretarle la rodilla.
Er'ril parecía confundido por el ansia que brillaba en los ojos de Kral.
La mano del hombre de las montañas se apartó de la rodilla de Er'ril. Kral frunció el entrecejo con una mueca que no sólo reflejaba dolor físico.
—Creía que era un ardid, una mentira.
—¿Qué mentira? —inquirió Er'ril.
—En la granja mi lengua pronunció falsedades para escapar de esos monstruos —respondió Kral mientras reclinaba de nuevo la cabeza—. Les dije que yo sabía cómo atravesar su protección, que mi hacha era capaz de matarlos.
El dolor de Kral dejó sin habla al caballero.
Tío Bol terció para llenar aquel silencio denso y colocó una mano en el pecho del hombre de las montañas:
—Pero era verdad. No mentiste.
La mirada de Kral brillaba de dolor.
—En mi corazón lo hice.
Tío Bol intercambió una mirada con Er'ril para que lo ayudara. Pero éste se limitó a negar con la cabeza, inseguro de lo que podía decir. Entonces Kral empezó a cerrar los ojos de nuevo y la respiración se le volvió entrecortada por el dolor.
Entonces Elena tomó de la mano a tío Bol y a Er'ril, los apartó y se arrodilló junto a Kral. La había salvado. Ahora ella no podía consentir que él cargara con aquel pesar. Otros muchos habían arriesgado ya demasiado para salvaguardarla. Por lo menos, tenía que saldar aquella deuda.
Cuando se arrodilló, el hombre abrió los ojos en señal de reconocimiento por su presencia, pero detrás de las pupilas todavía se advertía un pesar profundo.
Elena le levantó la mandíbula con un dedo y luego, se lo colocó sobre los labios.
—Hombre de las montañas, ninguna mentira ha salido de tu boca. Tu corazón te ha protegido porque me protegías a mí. No permitas que el sentimiento de culpa deslustre sus acciones valerosas. Tu corazón se ha mantenido fiel. —Se inclinó y le dio un suave beso en los labios. Luego volvió a susurrar—: Ninguna mentira ha salido de esta boca.
El gesto y las palabras dulcificaron las arrugas que surcaban la frente y los ojos del hombre. El cuerpo se relajó de forma notoria.
—Gracias —musitó Kral en voz baja. Luego cerró los ojos. La respiración adquirió un ritmo más tranquilo.
Er'ril apretó el hombro de Elena.
—Es posible que acabes de salvarle la vida. Su sentimiento de culpa habría podido minar su voluntad, y es preciso que el corazón de Kral esté fuerte y libre de dudas para poder sanar sus heridas.
Elena se arrojó al pecho de Er'ril. Aquellas palabras del caballero también eran un bálsamo para su alma. Un profundo suspiro le recorrió el pecho cansado. Er'ril la abrazó y la ayudó a levantarse.
Tío Bol se apartó y se arrodilló junto a Rockingham. El asesino yacía desparramado boca arriba sobre el barro. El tío posó una mano en la mejilla del hombre.
Elena aguardó. De repente, sintió la urgencia de apartar de ahí a tío Bol. Rockingham había matado a sus padres; Elena no quería a nadie cerca de él. Abrió la boca, pero la cerró. Sabía que sus palabras sonarían ridiculas.
—No siento el pulso de su corazón. No respira —dijo el tío. Se levantó con un quejido, apretándose con una mano la parte baja de la espalda. Se volvió hacia ellos mientras se frotaba las manos, como si intentara limpiar todo rastro del tacto repugnante de Rockingham. —Está muerto.
Elena se relajó por fin. Todo había terminado. El amanecer estaba próximo. Sintió una gran necesidad de volver a ver el sol. Su tío le dirigió una sonrisa y ella se la devolvió, primero con timidez y luego con intensidad. Aquella larga noche ya llegaba a su fin.
Mientras sonreía, el olfato le advirtió de algo que luego apareció ante sus ojos. Un hedor de tumbas abiertas invadió el claro. Elena arrugó la nariz ante aquel hedor repugnante para no sentir su pestilencia ofensiva.
Al ver lo que se alzaba detrás de su tío, chilló.