CAPITULO 15

Tol'chuk cargaba el cuerpo inerte de Fen´shwa en los brazos. Como necesitaba los dos brazos para llevar aquella carga tan pesada, iba en posición erguida. Al acercarse al pueblo, vio a algunas hembras hocicando gusanos en el suelo. Al verlo en posición erguida, arrugaron la nariz en señal de disgusto. Normalmente los ogros se servían de la espalda y de un solo brazo para cargar troncos u otros objetos pesados, y el otro lo utilizaban para dar equilibrio a su andar pesado. Las hembras se asustaron tanto al verlo que sólo cuando estuvo cerca de ellas miraron disimuladamente la carga que llevaba. Abrieron las pestañas y de sus gargantas surgió una melodía cacofónica de gemidos. Las hembras huyeron despavoridas dejando pendido en el aire seco de la tierra alta el olor intenso del miedo.
Tol'chuk no hizo caso de aquello y prosiguió su ascensión por el camino gastado que conducía a las cuevas de su tribu. Tenía la espalda y los brazos consumidos por el esfuerzo, pero aquello no era nada comparado con la atrocidad que había cometido. Lo que había hecho era el peor delito de la ley de los ogros: un ogro no mata jamás a otro miembro de la tribu. En una guerra, los ogros podían matar a ogros de otras tribus, pero jamás a uno de la propia.
Al ver el cuerpo ensangrentado de Fen'shwa había pensado en huir por la vergüenza. Pero si lo hubiera hecho habría deshonrado a su padre muerto. Ya su nacimiento había sido una desgracia suficiente para su familia. No podía empeorar más las cosas con acciones cobardes. Por ello, recogió el cuerpo de Fen'shwa y emprendió su andadura hacia las cuevas, dispuesto a enfrentarse al castigo de su tribu.
Delante de él, al pie de unos enormes precipicios de granito, Tol'chuk vio el orificio negro de su tribu, que resultaba difícil de distinguir entre las sombras que se adherían a la cara escarpada e irregular de la piedra. Las hembras ya habían alertado a la tribu. Cerca de la entrada a las cuevas se había congregado un grupo de ogros, de hecho, casi toda la tribu, incluso las espaldas curvadas de los ancianos y los pies apresurados de los jóvenes. Entre ellos se agitaban unas pocas varas de madera de roble de guerreros. Un ogro pequeño sacó un pulgar de su boquita y señaló a Tol'chuk, pero antes de que llegara a articular algún ruido, la madre le tapó la boca con una manaza. Cuando los muertos pasaban entre los ogros, nadie debía hablar.
Tol'chuk agradeció el silencio. Pronto tendría que enfrentarse a muchas miradas interrogantes y explicar en voz alta su crimen, pero antes tenía una obligación que cumplir.
El corazón le latía con fuerza en el pecho, y las piernas le empezaron a temblar. Pero delante de su gente no vaciló ni un paso. Si dudaba un instante, podría perder el ímpetu, y el temor creciente podría hacer mella en el corazón. Por ello se esforzaba para que cada pie siguiera al siguiente y avanzara hacia su hogar.
De repente, un ogro adulto de gruesas extremidades se abrió paso entre el muro de espectadores. Se apoyaba sobre un brazo tan grueso como el tronco de un árbol. Levantó la nariz en dirección al aire que le llegaba desde Tol'chuk y, se quedó paralizado, con los músculos tensos como una cresta de piedra. Con la edad, tras muchas estaciones viviendo en cuevas oscuras, los ogros perdían la vista, pero en cambio su agudo olfato se afinaba. El ogro adulto levantó su rostro hacia las paredes del precipicio que los rodeaba y lanzó un bramido de dolor que quebró el silencio. Había reconocido el olor de la carga de Tol'chuk.
El padre de Fen'shwa había reconocido a su hijo.
Tol'chuk estuvo a punto de detenerse. ¿Cómo podía confesar su culpa? Apretaba con tal fuerza los dientes que los músculos de la mandíbula le dolían. Sin embargo, mantuvo la vista clavada en la hendidura del precipicio y prosiguió su marcha.
El padre de Fen'shwa lo siguió a paso rápido mientras sus gruesas patas traseras golpeaban con estruendo la escarpadura de piedra. Se detuvo con un resbalón que envió una ráfaga de esquistos sueltos contra Tol'chuk. Extendió la mano libre para tocar el brazo inerte de su hijo, que se arrastraba por el suelo.
—¿Fen'shwa?
Como era costumbre en su pueblo, Tol'chuk no le hizo caso, pues el dolor era algo que no debía demostrarse, y continuó avanzando hacia la enorme entrada. Pero al padre le bastó el silencio de Tol'chuk. Su hijo no sólo estaba herido, Fen'shwa había muerto. A su espalda, Tol'chuk oyó el lamento penetrante que brotó de la garganta del padre y vio cómo los demás miembros de la tribu daban la espalda al afligido padre.
Entonces, temblando de cansancio y de miedo, Tol'chuk pasó entre el grupo de ogros que se despedían del fallecido. Nadie lo tocó ni le barró el paso: la muerte tenía que pasar con rapidez. Tol'chuk pasó por la entrada con su carga y se adentró en la oscuridad de las cuevas.
El techo de la gran sala común se extendía más allá incluso del alcance de las hogueras dispersas que servían de cocina. Los dedos de piedra caían gota a gota señalándole de forma acusadora. Pasó con la cabeza inclinada por la zona de cocinas de su pueblo. Unas pocas hembras permanecían agachadas junto a las hogueras con el cuerpo encorvado; en sus miradas abiertas se reflejaban las llamas crepitantes de sus hogares.
Atravesó la zona de vivienda de las distintas familias. En la zona de uso comunitario destacaban unas entradas más estrechas que conducían a los laberintos privados de cada familia. Los machos de la tribu sacaron la cabeza con recelo mientras pasaba, temerosos de que alguien intentara robarles alguna de sus hembras. Al ver la carga de Tol'chuk, desaparecieron en el interior de las cuevas, por temor a que la muerte se les colara por las habitaciones.
Cuando pasó por delante de la hendidura que conducía a las cuevas de su familia, ningún ogro salió a verlo. Era el último de su familia. Tras la marcha de su padre con los espíritus cuatro inviernos antes, las cuevas de su casa resonaban vacías.
Tol'chuk prestó atención al olor familiar de su hogar. Sabía adonde tenía que ir antes de enfrentarse a sus responsabilidades: a la caverna de los espíritus.
Prosiguió su avance hacia la parte más profunda y oscura de las cuevas, donde una hendidura, que partía del suelo y se prolongaba hasta el techo, dividía en dos la pared final de la cueva. Al verla se quedó paralizado y, por primera vez en su camino, tuvo que detenerse. La última vez que se había acercado a aquella ruta oscura había sido después de que su padre cayera en una batalla contra la tribu Ku'ukla. Tol'chuk era demasiado joven para ir con los guerreros y, cuando éstos regresaron, nadie le dijo que su padre había muerto en la batalla.
Cuando los guerreros llevaron a rastras el cuerpo del padre herido con lanza, él jugaba a los dardos con otro ogro demasiado pequeño para asustarse y compadecerlo. Se quedó paralizado, con un dardo en la mano, mientras el cuerpo del último miembro de su familia era conducido por la oscura hendidura hacia la caverna de los espíritus que se encontraba más allá.
Ahora Tol'chuk tenía que recorrer ese camino.
Antes de que sus piernas se paralizaran de miedo y lo clavaran en el sitio, se acercó el cuerpo de Fen'shwa al pecho y prosiguió. Como el tamaño de la carga era grande, tuvo que volverse de lado para pasar por la estrecha hendidura. Miró el oscuro pasadizo con el aliento contenido. Mientras apoyaba la espalda en la pared, avanzó por el camino trillado hasta que distinguió una débil luz azulada detrás de un recodo del pasillo que tenía delante. Aquella luz parecía socavarle la fuerza de los brazos y las piernas. Su actitud resuelta vaciló y empezó a temblar.
—Ven. Te estamos esperando —susurró una voz delante de él.
Tol'chuk se tambaleó. Era la voz de la Tríada. Había pensado que dejaría el cuerpo en la caverna de los espíritus y se marcharía a confesar su atrocidad a la tribu. La Tríada se dejaba ver en contadas ocasiones. Aquellos seres ancianos, ciegos a causa de su edad, moraban en las profundidades, en el corazón de la montaña. Sólo en situaciones muy solemnes la Tríada se aventuraba a salir de su morada situada más allá de la caverna de los espíritus y se unía a la tribu de los ogros.
En cambio, ahora los tres viejos ogros lo esperaban. ¿Acaso la Tríada ya sabía la locura que había cometido?
—Vamos, Tol'chuk.
Las palabras le llegaban desde lo alto de la cabeza, como un gusano sin ojos buscando la luz.
Tol'chuk se dirigió hacia aquella voz, conteniendo el aliento que se le había quedado atrapado en el pecho. El cuerpo de Fen'shwa se le desasía por el sudor. Por fin, el camino estrecho se ensanchó y las paredes de piedra desaparecieron. Entonces se volvió hacia adelante y pudo andar derecho.
Penetró en la caverna de los espíritus con los brazos temblorosos por el peso de Fen'shwa. La caverna, iluminada por unas antorchas de luz azul, se desplegaba delante de él y se convertía en un punto negro situado en el lado opuesto, que constituía la entrada a los dominios de la Tríada. Ningún ogro, excepto los ancianos y los muertos, habían recorrido aquel camino.
Tol'chuk, en el otro extremo de la caverna, temblaba. Sólo se había aventurado a pasar por esa cámara una vez en la vida, cuando tenía cuatro inviernos, en el transcurso de la ceremonia para darle nombre. Aquel día, un miembro de la Tríada le había dado aquel maldito nombre de El que anda como un humano, una vergüenza que sobrellevaba hacía ya doce inviernos.
Había deseado no volver a entrar jamás en la caverna de los espíritus, pero Tol'chuk conocía la costumbre. Había que dejar a los ogros muertos en esa cueva, alejados de la vista de la tribu. Lo que ocurría con los cuerpos jamás se decía ni se preguntaba. Hablar de los muertos podía ser causa de desgracias en un hogar.
Los muertos eran responsabilidad de la Tríada.
Tol'chuk dio un único paso en la cámara. En el centro de la cueva, los tres ancianos estaban sentados, encorvados, como salientes de piedra nacidos del suelo. Los tres miembros de la Tríada lo aguardaban, desnudos y decrépitos, con más hueso que carne.
Una voz surgió entre ellos, aunque Tol'chuk no sabía cuál de ellos hablaba. Parecía como si las palabras emanaran de los tres.
—Deja al muerto.
Tol'chuk quería bajar lentamente el cuerpo de Fen'shwa hasta el suelo de piedra para mostrar el mayor respeto hacia el miembro de su tribu asesinado y no ofender a los dioses. Pero sus músculos le gastaron una mala pasada y el cuerpo de Fen'shwa se desplomó de sus brazos exhaustos. La cabeza golpeó la piedra con un chasquido ruidoso que resonó por toda la cámara.
Tol'chuk se agachó para doblar la espalda en la forma apropiada para un ogro. Como su obligación había terminado, empezó a retroceder hacia el camino estrecho para alejarse de la Tríada.
—No. Ese camino ya no está abierto para ti. —De nuevo la voz procedía de los tres ogros—. Has matado a uno de tu tribu. Tol'chuk se detuvo. Tenía la vista clavada en el suelo de piedra gastado. Los ancianos sabían que había violado la ley. Unas palabras brotaron de sus labios:
—Yo no quería matar...
—Para ti ahora sólo queda un camino abierto.
Tol'chuk levantó la cabeza para mirar con disimulo aquellos cuerpos encorvados. Tenían los brazos alzados en dirección a la distante abertura negra: el túnel que sólo la Tríada atravesaba.
—Tendrás que andar por el camino de la muerte.
Oculto detrás de una enorme piedra, Mogweed miraba en dirección al este, hacia las montañas. Fárdale, que tenía los sentidos más finos, se había adelantado para explorar el camino. Después de cruzar los prados dorados de la parte baja de las estribaciones, habían llegado a un terreno más rocoso e inseguro. Unos robles nudosos y algunos abetos adornaban las estribaciones más altas, mientras arbustos de espinos con púas cubrían la mayor parte del suelo polvoriento. Por suerte, después de avanzar penosamente por barrancos pedregosos y ascender precipicios escarpados, Fardale había encontrado un camino más transitable que conducía hacia las cumbres. Aquel sendero anunciaba buenas perspectivas. Pero Fárdale, siempre precavido, había insistido en examinar el sendero antes de confiar en él.
Después de un día de viaje, las ropas de Mogweed hedían a sudor y se le pegaban al cuerpo de forma repulsiva. Las cogió con las manos y se preguntó cómo los humanos soportaban vivir con esos trapos. Cerró los ojos y deseó transformarse, ansioso por recobrar la sensación familiar de carne suelta y huesos flexibles. Pero, como siempre, no ocurrió nada; su forma humana no se alteraba. Masculló una palabrota en voz baja, abrió los ojos y miró hacia el este. Más allá, en algún lugar se encontraba el remedio de la maldición que se cernía sobre él y sobre Fardale.
Sudando por la ascensión, miró con ansia la nieve que cubría el pico más alto en el horizonte, la nieve que ni siquiera el sol más caliente del verano lograba derretir. Esa montaña, el Gran Colmillo del Norte, se erguía por encima de sus numerosas hermanas. Aquella cordillera de picos escarpados, conocida como Dentellada, se extendía desde el Desierto de hielo helado situado al norte hasta el Erial yermo del sur, dividiendo el territorio en dos partes.
Mogweed levantó una mano para protegerse del sol y escudriñar la cordillera del sur. En algún lugar, a miles de kilómetros de allí, se levantaba la hermana gemela de aquel Colmillo, el Gran Colmillo del Sur, que ahora todavía estaba oculto detrás del horizonte. A pesar de la inmensurable distancia que separaba ambos picos, corría el rumor de que dos personas situadas cada una en un Colmillo podían hablar entre sí. Incluso los susurros podían percibirse de un lado a otro a través de la distancia.
Mogweed frunció el entrecejo ante una idea tan absurda. Había cosas más importantes en que concentrarse en lugar de esas fantasías de crío. Se apretujó el pecho con los brazos y miró con expresión amarga aquel muro de picos tras el cual se extendían las tierras de la raza humana: unos territorios que, a pesar de sus temores, tenía que recorrer.
Alrededor de las cumbres empezaron a formarse unas nubes, que se prendían en los riscos mecidas por el viento que soplaba en dirección este. La cima nevada del Gran Colmillo desapareció de la vista, cubierta por un remolino de nubes negras. Entre los nubarrones refulgían relámpagos. Si él y Fardale querían cruzar la Dentellada antes de que el invierno acariciara aquella tierra con su mano gélida, tenían que apresurarse.
Mogweed buscó a su hermano entre los árboles y arbustos escuálidos. ¿Qué tendría en la cabeza? Una duda le atenazó el estómago. ¿Y si su hermano había huido y lo había dejado solo en medio de aquel paisaje desértico?
De pronto, como si lo hubiera oído, Fardale asomó al pie de la superficie inclinada de piedra. Estaba nervioso, respiraba con dificultad a causa de una carrera precipitada, y se agitaba sobre las patas. Fardale miró a Mogweed en busca de contacto y Mogweed se lo concedió.
Incluso desde allí, brillaba el ámbar de los ojos del lobo. Fardale le susurraba sus pensamientos: Hedor de la carroña corrompiéndose bajo el sol. Piernas corriendo perseguidas por dientes que rechinan. El vuelo de una flecha por el cielo abierto. Se aproximaban unos cazadores. ¿Humanos? Si bien su aspecto era el de un humano y, durante el largo camino que tenían por delante, con toda probabilidad tendría que relacionarse con ellos, Mogweed no tenía prisa por encontrarlos. Secretamente había deseado esquivar las miradas de los humanos, por lo menos hasta atravesar la Dentellada.
Mogweed se deslizó por la superficie inclinada rocosa para ir al encuentro de su hermano. —¿Dónde podemos escondernos?
Piernas corriendo. Patas heridas por piedras afiladas.Fardale quería huir con toda rapidez.
A Mogweed le dolían mucho las piernas. La idea de huir por aquel terreno escabroso le socavaba la voluntad. Le hacía flaquear.
—¿Por qué no nos escondemos en algún lugar hasta que hayan pasado y luego volvemos al camino?
Dientes afilados. Garras. Hocicos enormes inflamados oliendo el rastro.
Mogweed se tensó. ¡Rastreadores! ¿Ahí? ¿Cómo era posible? En el bosque salvaje, esas bestias se desplazaban en manadas. Como tenían un apetito voraz, esas criaturas empleaban su agudo sentido del olfato para localizar si'lura aislados y atacarlos. No sabía que esos animales podían ser domesticadas por los humanos.
—¿Adónde vamos?
Fardale se volvió y se dirigió al sendero con la cola en alto, señalando el camino.
Mogweed levantó el equipaje que llevaba a la espalda y siguió a su hermano. Las articulaciones cansadas protestaban por el ejercicio brusco. Pero a Mogweed le bastó pensar en los rastreadores babosos y en las fauces temibles de aquellas bestias para olvidar todos sus dolores.
En cuanto tomó el recodo del camino, advirtió que Fardale permanecía quieto delante de él y levantaba el hocico examinando el aire. De pronto, el lobo se precipitó hacia la izquierda y abandonó el camino.
Mogweed, renegando, se abrió paso por una zarza cuyas púas le dañaron la ropa y siguió a su hermano. Al ascender por una cuesta empinada de piedras afiladas y tierra suelta, tuvo que ponerse a andar en cuatro patas como su hermano lobo. La ascensión resultó dificultosa, pues una y otra vez Mogweed resbalaba y perdía el terreno conseguido con esfuerzo.
Con la respiración entrecortada y los labios secos, miró el final de la cuesta. Fardale ya había llegado arriba y permanecía de pie con el hocico levantado en dirección a la brisa. ¡Maldito cuerpo asqueroso! Mogweed introdujo sus sensibles dedos en la tierra y siguió avanzando hacia arriba. Lentamente logró vencer la cuesta, poniendo mucha atención en dónde colocaba los pies y las manos. Mientras avanzaba, un zumbido familiar le llegó a los oídos. Fardale buscaba contacto. Con una mueca, Mogweed levantó la vista para encontrarse con los ojos de su hermano.
Fardale estaba sentado sobre sus patas en el borde de la cresta con los ojos brillantes. En cuanto establecieron comunicación, Mogweed recibió las imágenes que le enviaba su hermano: Dientes que rasgan talones. Nudo corredizo de cáñamo que estrangula. Los cazadores se acercaban.
Movido por el miedo, Mogweed se esforzó en trepar los últimos tramos de la cuesta y se agazapó junto a su hermano.
—¿D...d...d... dónde están?
Fárdale se dio la vuelta y señaló con el hocico hacia el este, donde se alzaban las montañas.
Mogweed escudriñó la zona con la mirada. El sendero que habían dejado serpenteaba por las estribaciones abruptas y desaparecía en la región más inhóspita de las cumbres.
—¿Dónde...?
Cerró la boca inmediatamente. Acababa de distinguir movimiento en el sendero, mucho más cerca de lo que había imaginado.
Por el camino avanzaban unos humanos vestidos con ropas del color verde del bosque, arcos colgados sobre los hombros y haces de flechas con plumas a sus espaldas. Mogweed se apretó más contra el suelo. Tres rastreadores, atados con correas de piel y pertrechados con bozales de hierro, se debatían por desasirse de sus amos. Incluso a aquella distancia, Mogweed veía cómo los orificios nasales se les abrían y cerraban embutidos en los bozales de hierro mientras rastreaban el sendero. Los musculosos animales, que carecían de pelo y tenían la piel del color de la carne amoratada, intentaban soltarse de las correas. Al andar clavaban las garras en el sendero. Mogweed vio cómo un rastreador abría los labios con un gruñido cuando otro chocó contra él, dejando ver las cuatro filas de colmillos afilados que rechinaban entre unas mandíbulas poderosas.
Mogweed todavía se aplastó más contra el suelo. —¡Vete! ¿A qué esperas? —susurró a su hermano. De pronto, un alarido resonó por las montañas. Mogweed conocía ese bramido. Lo había oído a veces de noche, procedente de lo más profundo del bosque. Era el aullido de un rastreador hambriento de sangre.
Fardale lo miró con los ojos brillantes. Las imágenes le penetraron: Un cachorro reprendido por lloriquear de noche muestra una madriguera escondida. Un hocico sigue un rastro. Los rastreadores habían captado el rastro de Fardale en el sendero superior.
Mogweed tuvo que tragarse una reprimenda violenta cuando Fardale huyó de un salto. Corrió detrás de su hermano. La carrera se convirtió en una retahila imprecisa de arañazos en la piel y moretones de caídas. Los gritos los perseguían, pero era imposible saber a qué distancia.
Fárdale se sirvió de un antiguo lecho seco de río como camino para encaramarse a lo alto de las estribaciones. Las piedras de cantos suaves dibujados por el agua en el lecho seco hacían que la marcha fuera resbaladiza. Las botas de Mogweed lo traicionaron y un talón se le dobló con una piedra. Cayó sobre las rodillas al tiempo que sentía un intenso dolor en el tobillo.
Cuando Mogweed se esforzaba por volver a ponerse de pie, oyó un alarido a sus espaldas. ¡Esas bestias estaban cada vez más cerca! Fárdale se agitaba nervioso sobre las patas delante de él. Mogweed intentó apoyarse en el pie lastimado, pero el dolor se extendió por toda la pierna. Intentó avanzar cojeando por la superficie inestable y volvió a caer.
—¡No puedo correr! —gritó a su hermano.
Fárdale corrió hacia él y le olisqueó la bota.
—No me dejes —gimió Mogweed.
Fárdale levantó la vista para mirar a los ojos de Mogweed. Dos lobos, espalda contra espalda, se protegen.
Un grito retumbó a sus espaldas y fue respondido por otro más cercano,
—¿Qué vamos a hacer?
Una manada cazando a un ciervo desde un precipicio. Un vuelo de patos alzando el vuelo.
—¿Qué? —Las palabras de Fárdale no tenían sentido. ¿Acaso su hermano llevaba ya demasiado tiempo con aquella forma de lobo? ¿Acaso las cualidades salvajes del animal se estaban abriendo paso en su alma de si'lura? Mogweed hizo una mueca de dolor encorvando los hombros con aprensión—. ¡Estás enviando mensajes incongruentes!
Una loba guía a la cría. Fárdale se dio la vuelta y empezó a salir del lecho estrecho del riachuelo. Miró a Mogweed a sus espaldas.
Este se apoyó sobre la pierna sana y balanceó la punta de su otra bota para no caer. Se asió a la cola de Fárdale y, con su paso a saltos y los empujones del lobo, logró salir del lecho del riachuelo, pero le llevó tiempo. Mogweed tenía los labios doblados por el dolor. En cuanto se puso de pie, se abrazó al tronco de un abeto con la respiración entrecortada.
—Tal vez deberíamos ocultarnos —sugirió—, subirnos a un árbol y esperar a los cazadores. Es posible que con esta forma no nos reconozcan como si'lura.
Fárdale frunció el entrecejo. El ojo de una lechuza. Carne arrancada del hueso.
Mogweed gruñó. Pero, claro, Fárdale tenía razón. Aquéllos eran hombres de los bosques de los Altos Occidentales y no se los podía engañar fácilmente. Su única esperanza era esquivar a los humanos hasta haber atravesado la Dentellada. Habían pasado cientos de años desde la última vez que sus gentes se habían atrevido a salir de los bosques y habían penetrado en las tierras del este. Con algo de suerte, los humanos del lado lejano de la Dentellada habrían olvidado a los si'lura.
Un grito resonó desde el pedregal del lecho del riachuelo.
¡Piernas, a correr! El olor de la manada cercana. El pecho de una madre cerca de la nariz.
Mogweed se separó del árbol. Avanzó cojeando hacia su hermano y puso una mano en el hombro de Fárdale para sostenerse. Avanzaban con lentitud, pero, como su hermano había dicho, no tenían muchas opciones.
Fárdale ayudó a Mogweed a superar una cuesta donde ni siquiera crecían arbustos de púas. Más allá, se abría una superficie cubierta de piedras de granito y pizarra desgastadas por el clima, que se extendía por el antiguo paso de un glaciar y que ahora constituía un camino. Las escarpadas montañas de roca gris estaban rematadas por grietas negras.
Aquella visión desolada se llevó toda la esperanza que Mogweed había albergado.
—¡Oh, no! —susurró al ver aquel amasijo de piedras y pizarra. ¡Su hermano había enloquecido! Al verse en aquella zona desértica, dio un paso atrás vacilante. Mogweed dirigió una mirada de desconfianza a Fárdale—. Prefiero probar suerte con los rastreadores.
Un novato quedado prendido en el escaramujo, su sangre joven es chupada por púas que le atraviesan hasta que se queda quieto. A sus espaldas tenían una muerte segura. Un río atroz tras el cual la manada puede aullar. Por muy peligroso que pareciera, adelante tenían una oportunidad.
De pronto, a sus espaldas se oyó un alarido y entonces percibieron incluso el ruido de las botas del cazador. Una voz atronó desde el lecho oculto del riachuelo.
—¡Mirad! Son sus huellas. Parece que estos mutantes han trepado por aquí. ¡Vamos, Blackie, atrápalos!
El aire propagó el ruido del chasquido de un látigo de mano y el aullido de los rastreadores.
—¡Pillad a esos mutantes de una maldita vez!
Henchido de satisfacción, Fárdale dirigió una mirada penetrante a Mogweed. Había demostrado estar en lo cierto. El intenso frenesí de los rastreadores había puesto sobre aviso a los cazadores del rastro que había llamado la atención de las bestias, el de los si'lura o, en la lengua de los humanos, mutantes, una palabra fea y de pronunciación difícil.
Mogweed dejó escapar un gemido entre los dientes. ¿Por qué había abandonado el bosque de su hogar? Tendría que haberse quedado y tratar de salir adelante lo mejor posible. ¿Qué importancia tenía ser un proscrito? Por lo menos, habría sobrevivido.
Sin embargo, en el fondo de su corazón temeroso, Mogweed sabía que ese viaje era necesario. La idea de permanecer atrapado para siempre en esa única forma le asustaba mucho más que los aullidos de los rastreadores o de lo que pudiera aguardarlos en el camino.
—Vá... vamonos —musitó Mogweed, sosteniéndose en un pie.
Apoyado en los hombros de Fárdale, ambos cruzaron el umbral de zarzas y espinos y penetraron en una tierra de rocas agrietadas, un territorio que todos los habitantes de los Altos Occidentales evitaban por su propio bien: el territorio de los ogros.