CAPITULO 11
Elena distinguió, recortado por encima de
los árboles, el tejado rojo del molino de la ciudad. Para entonces,
el incendio se hallaba muy atrás, a pesar de que el humo todavía
los perseguía pendido en el cielo de la mañana. La visión de aquel
tejado puntiagudo avivó el paso de Elena, que alcanzó a Joach
mientras tiraba de las riendas a Mist, que protestaba.
—Ya casi hemos llegado —anunció Joach.
—¿Y si tía Fila no está en la
panadería?
—El, siempre está ahí. No te
preocupes.
Ambos habían decidido pedir ayuda a su tía
viuda que regentaba su propia panadería en Winterfell. La hermana
de su madre era una mujer adusta con una entereza férrea. Ella
sabría cómo hacer frente a los horribles acontecimientos de la
noche anterior.
Tras doblar un recodo del riachuelo detrás
de su hermano, Elena vio aparecer frente a ellos todo el molino.
Aquella fachada de ladrillos rojos y ventanas estrechas constituía
una vista reconfortante. A menudo había ido allí a hacer encargos
para su madre, como recoger un saco de harina o intercambiarla por
uno de harina de maíz. La enorme rueda de palas rodaba lentamente
con la corriente plateada mientras el riachuelo se desplomaba en un
remolino corto. Un poco más allá del molino se alzaba el puente de
Millbend, un arco de piedra que vadeaba el riachuelo y conectaba el
camino hacia la ciudad con los senderos para carros que llevaban a
las tierras altas, que estaban poco pobladas.
Joach levantó la mano para evitar que Elena
saliera del follaje de los árboles que los ocultaba.
—Deja que vaya a ver si hay alguien en el
molino. Tú quédate escondida.
Elena asintió y apretó la testuz de Mist
para hacerla recular. La yegua protestó agitando la cabeza y dio
algunas patadas contra el suelo. Elena sabía que la yegua ansiaba
salir de la cobertura de las ramas para ir a la pradera que se
encontraba al otro lado y en la que todavía crecían brotes
verdes.
—¡Ea, ea, dulzura!
Elena acarició a Mist por detrás de las
orejas. Las palabras de consuelo que le susurró calmaron al animal
nervioso, pero no así a ella.
Observó a Joach acercarse, abrir el cercado
que conducía a la puerta del molino e intentar abrir el picaporte
de hierro; Elena lo vio tirar de él. Estaba cerrado. Entonces se
subió sobre un barril de harina y miró por una de las ventanas.
Saltó al suelo, se rascó la cabeza y desapareció por una
esquina.
A Elena no le gustó nada ver cómo el último
miembro de su familia desaparecía de su vista. ¿Y si no regresaba
jamás?, ¿y si ella se quedaba sola? Se imaginó a sí misma viviendo
sin familia. ¿Y si se convertía en la última Morinstal viva del
valle? Se abrazó el pecho conteniendo la respiración.
Mientras aguardaba, en una rama cercana un
pájaro kak'ora entonó un trino precioso. El olor de las flores del
rocío, que sólo se abrían con los primeros rayos del sol, perfumaba
la mañana con tal intensidad que atravesaba incluso la capa de
humo. Al mirar si Joach volvía, vio un conejo que salía de su
escondite entre las hierbas y se dirigía hacia los árboles. Molesta
por aquella interrupción, una bandada de mariposas se levantó por
el aire. Parecía que el verano se había detenido para siempre en
aquella pradera.
Suspiró. Como la noche había sido tan
horrible, había supuesto que, al salir el sol, el día sería
totalmente distinto, que los árboles estarían torcidos, y los
animales, alterados. Pero la vida del valle continuaba igual, como
cualquier otra mañana. Curiosamente, aquello la reconfortó.
La vida seguía adelante y ella también lo
conseguiría.
Un movimiento cerca del molino reclamó su
atención. Joach asomó de la parte trasera del molino y le hizo un
gesto para que saliera de su escondite. ¡Gracias, Madre dulcísima!
Elena avanzó rápidamente para recorrer cuanto antes la distancia
que los separaba, a pesar de que tenía que tirar con fuerza de
Mist, que continuaba arrancando bocados de hierba. Al llegar donde
se encontraba su hermano, éste hizo un gesto negativo con la
cabeza.
—No hay nadie. Deben de estar fuera,
intentando apagar el fuego.
—¿Y si tía Fila también ha salido? —preguntó
Elena mientras Mist atacaba las hojas de un arestín.
—No, El. Para su edad, la tía está muy
fuerte, pero los hombres no permitirían que luchara contra el
fuego, aunque se enfadara. Estará en casa.
—Supongo que tienes razón.
—Vamonos.
Joach emprendió la marcha hacia el puente de
Millbend. Elena tuvo que continuar tirando de Mist para que la
siguiera porque la yegua se había empeñado en llenarse bien el
buche antes de abandonar la pradera.
Por fin logró llegar al puente con la yegua.
Al pasar, los cascos resonaron con fuerza por la piedra. Cuando
alcanzaron la parte alta del puente, Elena volvió los ojos al
molino y observó una cortina que se cerraba en una ventana del
segundo piso del molino.
—Joach, en el molino hay alguien —dijo
señalando la ventana con la cortina.
—¡Qué raro! Tienen que haberme oído. Incluso
he golpeado la ventana de atrás.
—Puede que fuera uno de los hijos del
molinero, asustado porque sus padres no están en casa.
—Conozco a Cesill y Garash. Y ellos me
conocen a mí. Esto no me gusta. —Joach tenía una expresión
seria.
Procedentes del final del camino, oyeron el
ruido de las ruedas de un carro que se acercaba. Joach indicó a su
hermana que saliera rápidamente del puente y se dirigiera a los
árboles situados en la parte norte de la carretera. Empujó a Mist
por la grupa hasta que quedaron bien ocultos.
—Podría ser alguien conocido —protestó
Elena—, alguien que podría ayudarnos.
—O también uno de aquellos hombres de la
otra noche.
Elena se acurrucó más cerca de Mist. Desde
aquel escondite a la sombra vieron pasar un carro abierto cuya
parte trasera y barras estaban ocupadas por hombres vestidos en
rojo y negro: eran hombres de la guarnición. Entonces recordó que
el hombre delgado de la noche anterior había dicho que era miembro
de la guarnición.
Ni ella ni Joach dieron voces al carro
cuando pasó por delante de ellos con un estrépito.
Joach le hizo una señal para que entrara más
adentro en el bosque. Elena encontró un camino de venado que
permitía un espacio suficiente a Mist para dar la vuelta. Desde
allí sólo podían distinguir el carro. Los soldados saltaron de la
parte trasera y tomaron posición en el puente. Dos hombres se
encaminaron hacia el molino.
—Será mejor que nos vayamos de aquí —susurró
Joach al oído de Elena.
Justo en el momento en que daban la vuelta
para marcharse, Elena vio que la puerta del molino se abría y que
el molinero y su esposa se apresuraban a ir al encuentro de los
soldados. No podía oír lo que decía el molinero, pero su brazo
apuntaba en dirección a la carretera que llevaba hacia el
pueblo.
—No lo entiendo —dijo.
—Móntate. —Joach la alzó para sentarla a la
grupa de la yegua. Luego él saltó tras ella—. Tenemos que llegar a
casa de tía Fila antes de que alguien más nos vea.
—¿Por qué? Nuestra familia tiene muchos
amigos en el pueblo.
—Sí, como el molinero y su esposa —repuso
Joach levantando un brazo hacia el puente.
Asustada, Elena dio una patada a la ijada de
Mist para que avanzara al trote por el camino de venado.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Iremos por el bosque. La casa de tía Fila
está cerca del extremo norte de la ciudad. Daremos un rodeo entre
los árboles en esa dirección. Así habrá menos posibilidades de que
alguien nos vea.
Ella se quedó en silencio. Por mucho que su
corazón se negara a admitirlo, su mente sabía que era cierto. De
momento, sólo podían confiar en su familia. Tía Fila era juiciosa e
inteligente. Ella y sus tres hijos, ya mayores, los protegerían y
los ayudarían a aclarar todo lo sucedido.
Dio otra patada a Mist para que avanzara más
rápidamente. Cuanto antes llegaran a la panadería de tía Fila, más
seguros estarían. Observó los penachos de humo que cruzaban el
cielo procedentes de los campos devastados en las estribaciones
lejanas. ¿Qué le había ocurrido a su valle, a su gente? Recordó
aquel momento revelador que había tenido mientras miraba la pradera
tranquila de la colina. Se había engañado.
En el valle donde había nacido, la vida no
era la misma: se había convertido en un lugar frío y extraño,
Er'ril dejó las gachas de avena en la barra
y, dirigiéndose hacia la puerta, negó con la cabeza.
—Será mejor marcharse.
Nee'lahn, sentada en un taburete a su lado,
lo miraba asustada. Era evidente que todavía estaba sobrecogida por
el alboroto que se había formado alrededor de ellos para que Er'ril
les diera más detalles acerca de los Señores del Mal. Pese a
reiterar que no sabía nada más sobre aquellos seres y que en sus
viajes sólo había oído historias, Er'ril no logró aplacar la
curiosidad que había despertado. Insistieron tanto que, finalmente,
Er'ril se vio forzado a desenvainar uno de los cuchillos que
empleaba para sus malabarismos y apartar así de su lado los últimos
rezagados.
Para entonces la conversación en el comedor
había vuelto a centrarse en la cuestión de qué hacer con los niños
hijos del demonio. En cualquier caso, la discusión resultaba
estéril, puesto que la mayoría de los hombres se había marchado no
sin antes tocarse supersticiosamente la frente con el pulgar para
proteger sus hogares de aquella amenaza maligna.
Sólo uno de los clientes todavía tenía
clavada la mirada en Er'ril. El hombre de las montañas, inclinado
sobre una jarra de cerveza recalentada, no parecía tener prisa
alguna por abandonar la posada. Su mirada inquietaba a
Er'ril.
—Deberíamos irnos —repitió Er'ril
levantándose y dando la espalda al gigante.
La ninfa no se movió. Er'ril hizo el ademán
de querer tomar a Nee'lahn por el codo, pero ella dio un respingo y
se apartó.
—¿No te das cuenta? —prosiguió él—. El aire
está cargado de amenazas. Esta ciudad es como una yesca seca en la
que todos corren con antorchas encendidas. Debemos
marcharnos.
—¿Y qué hay del skal'tum? —repuso ella con
tono tranquilo—. Tal vez estaremos más seguros en la ciudad hasta
que alguien lo mate.
—Nadie lo matará.
—¿Por qué?
—Los skal'tum están protegidos por la magia
negra.
—¿Qué es esa magia negra de la que hablas?
—prorrumpió una voz grave a sus espaldas.
Er'ril se sobresaltó al oír esas palabras,
sorprendido de que un hombre de aquel tamaño pudiera moverse de
forma tan sigilosa hacia él. Los ojos de Nee'lahn se abrieron con
miedo. Al volverse hacia el hombre de las montañas, Er'ril tuvo que
echar la cabeza atrás para mirarlo.
—Disculpe, pero esta conversación es
privada.
—Voy a cazar un ser que te asusta —repuso el
hombretón con un gruñido y los orificios de la nariz abiertos—. Si
tienes honor, me dirás lo que tengo que saber.
Las mejillas de Er'ril enrojecieron. Hubo un
tiempo en que nadie hubiera osado poner en cuestión su
honorabilidad. Hacía muchos inviernos que no se sentía tan
avergonzado.
Nee'lahn habló escondida detrás de las
espaldas de Er'ril.
—Tal vez tenga razón. Este hombre merece
saber.
—Señor de la montaña, tal vez sería mejor
olvidar este asunto —respondió Er'ril apretando el puño.
Entonces el gigante se enderezó y dejó ver
su verdadero tamaño. Er'ril no se había dado cuenta hasta qué punto
aquel hombre se inclinaba al estar entre los hombres de la ciudad.
Detrás de él oyó que a una camarera se le caía un vaso al ver
asustada aquel hombre inmenso. Er'ril, que se consideraba alto, vio
que llegaba a la altura de la barriga del gigante.
—Mi nombre es Kral a'Darvun, soy miembro de
la hoguera Senta —dijo en tono grave—. Ese ser ha profanado el
fuego de mi hoguera. No puedo regresar sin llevar conmigo la cabeza
de esa bestia.
Er'ril sabía la importancia que los hombres
de la montaña daban al honor. En los pasos helados y peligrosos,
tener confianza era crucial para sobrevivir. Er'ril oprimió el puño
contra la garganta en señal de respeto por aquella promesa.
Kral repitió el gesto con una ligera
expresión de sorpresa en su mirada.
—Conoces nuestras costumbres, hombre de las
Tierras Bajas. —He viajado.
—Entonces puedes comprender mi
determinación. Explícame lo que sepas de esta magia negra.
Er'ril tragó saliva; de pronto se sentía
incómodo por la poca información que podía proporcionar a aquel
hombre.
—Yo realmente no... no sé mucho. La magia
negra llegó a nuestra tierra cuando Gul'gotha invadió nuestros
territorios. Los sabios de mi tiempo decían que su pestilencia
nauseabunda fue la responsable de que Chi se apartara de nosotros.
Así, a medida que la magia de Chi se desvanecía, el poder de la
magia negra se impuso. En el transcurso de mis viajes he visto
horrores que harían estremecer al más valiente de los
hombres.
—Estás hablando de antes de que mi llama
llegara del Erial del Norte. ¿Cómo es posible? —preguntó Kral con
la frente arrugada.
Er'ril se quedó sin habla. No había pensado
en lo que decía. Había bastado una sola noche hablando
tranquilamente con Nee'lahn para olvidar los años que llevaba
conteniéndose la lengua.
—Tienes ante ti a Er'ril de Standi, también
conocido como el Caballero Errante por los narradores de cuentos
—dijo Nee'lahn a sus espaldas.
Los ojos de Kral se estrecharon en señal de
disgusto, aunque en ellos se advertía cierto temor.
—Yo os pido la verdad y vosotros me venís
con cuentos.
—No es un mito —insistió ella—. Él es el
auténtico.
De pronto, Kral extendió las manos hacia
adelante y colocó las dos palmas sobre las sienes de Er'ril. Éste
ya sabía qué significaba aquello y no se defendió de aquel hombre
enorme. Nee'lahn, en cambio, que desconocía aquella costumbre, se
sobresaltó.
El posadero, que había estado barriendo
vasos rotos en el comedor, les advirtió:
—¡Nada de peleas aquí! ¡Las disputas, en la
calle!
Kral mantenía las manos quietas.
—Soy quien ella dice. Mi nombre es Er'ril y
pertenezco a la familia Standi —dijo Er'ril con tranquilidad.
Kral cerró los ojos por un instante.
Entonces abrió sus párpados por completo, dio un paso torpe hacia
atrás, se dio contra una mesa y la volcó.
—¡Estás diciendo la verdad!
El posadero, con el rostro enrojecido y con
las mandíbulas agitadas levantó la escoba.
—¿Qué os he dicho? ¡Fuera o llamaré a la
guardia!
Kral cayó de rodillas. El impacto hizo
añicos una de las maderas del suelo.
—¡No! ¡No puede ser!
Su voz resonó por la sala mientras las
lágrimas se le deslizaban entre la barba.
Er'ril se quedó pasmado ante aquella
reacción. Conocía el poder de las gentes de la montaña que les
permitía saber cuándo alguien decía la verdad gracias a una especie
de magia elemental de la piedra que manaba desde las profundidades
de las raíces de su hogar en la montaña. Pero ¿qué pensar de
aquella reacción? Un hombre de las montañas no lloraba jamás, ni
siquiera al recibir una afrenta grave.
—¡Has venido! —La voz de Kral era un lamento
sordo. Se desplomó sobre el suelo—. Entonces, la Roca dice la
verdad. Mi gente tiene que morir.