CAPITULO 16
Tol'chuk se resistía a penetrar más adentro
en la caverna de los espíritus. Permaneció de pie, en silencio, con
el cuerpo de Fen'shwa a los pies. El trío de ogros ancianos se giró
lentamente y se encaminó con las espaldas encorvadas hacia el túnel
distante. Oyó unas palabras procedentes de la Tríada:
—Síguenos. Ahora éste será tu camino.
Tol'chuk supo entonces que había sido
castigado por su ataque a Fen'shwa. La ley de los ogros era
estricta y, a menudo, brutal. Pero ¿eso? Miró el agujero negro que
se abría en la pared opuesto, la entrada en la ruta de la muerte.
Se arrepentía de haber optado por devolver el cuerpo de Fen'shwa.
Debería haber huido por el campo.
El último de aquellos ogros frágiles y
ancianos penetró lentamente en el interior del túnel distante. Una
sola palabra resonó hacia él:
—Ven.
Al avanzar por el interior de la caverna de
los espíritus, Tol'chuk irguió su espalda y se puso derecho. Había
deshonrado a su tribu y ya no era preciso mostrarse como un ogro.
La necesidad de parecerlo había muerto con Fen'shwa. Rodeó el
cuerpo inerte de aquel miembro de la tribu y atravesó la caverna.
Unas antorchas de llama azul le sisearon a su paso, mientras
numerosas sombras se mecían en las paredes, como demonios
pervertidos haciendo mofa de su modo de andar.
Antes de que su pavor lograra apartarlo de
la entrada del túnel entre gritos de horror, inclinó la cabeza y
penetró en la oscuridad. El ruido de los ogros al rozar y arrastrar
los pies lo guió hacia el interior de las entrañas de la montaña
donde habitaban. En las paredes no había antorchas y, tras doblar
un recodo del túnel, la oscuridad lo engulló. Sólo el ruido de las
garras al rozar la piedra lo conducían hacia adelante.
El cuerpo inerte de su padre, arrastrado por
la Tríada hasta el reino de los espíritus, había sido engullido por
aquella garganta de piedra. Ahora el castigo de Tol'chuk era
penetrar por ese camino, como su padre. Para su pueblo, él estaba
tan muerto como Fen'shwa. Lo que se escondía al final del túnel era
algo que sólo conocía la Tríada. Por lo que Tol'chuk alcanzaba a
recordar, los miembros de la Tríada siempre habían sido los mismos.
En una ocasión había preguntado a su padre qué ocurría cuando algún
miembro de la Tríada moría. El padre le propinó un cachete que lo
hizo caer a un lado y luego musitó que no lo sabía porque en lo que
llevaba de vida no había muerto ningún miembro de la Tríada.
Tol'chuk sabía muy poco sobre aquellos
ancianos. Su mención causaba disgusto. Era como mencionar el nombre
de los muertos, que se consideraba un mal augurio. No obstante, la
Tríada era una constante en la vida de la tribu. Aquellos tres
ogros viejos y encorvados eran los guardianes del bienestar
espiritual de su gente.
Sólo ellos y los muertos sabían qué se
escondía al final de aquel túnel oscuro.
En cuanto el miedo se apoderó de su corazón,
los pies de Tol'chuk avanzaron más lentamente. La respiración se le
volvió áspera en la garganta ahogada y un dolor empezó a roerle el
costado. Cuando el aire se volvió cálido y malsano, avanzó aún con
mayor lentitud por el camino lleno de recodos. Con el olfato
percibió el hedor a sal y a moho resecado.
A medida que avanzaba, el túnel se iba
estrechando, como si intentara apoderarse de él e impedir que se
marchara. Sintió que rozaba con la cabeza la roca del techo. El
contacto lo hizo estremecer. Inclinó la cabeza para no tocarlo. El
techo del túnel descendía a medida que daba vueltas en las
profundidades del corazón de la montaña. Finalmente, Tol'chuk se
vio forzado a agacharse y a utilizar los nudillos de la mano para
sostenerse, retomando así el andar propio de los ogros.
Tol'chuk tenía los nudillos lastimados y en
carne viva debido al andar arrastrado cuando una luz de color verde
empezó a brillar delante del túnel. La luz aumentaba a medida que
se acercaba arrastrando los pies. Después de tanto tiempo sumido en
la oscuridad, la luz le hizo entornar los ojos.
El final del túnel tenía que estar
próximo.
Un poco más adelante, el camino empezó a
ensancharse de nuevo y se hizo evidente cuál era el origen de la
luz. Las paredes del túnel estaban plagadas de miles de gusanos de
luz del tamaño de un pulgar que emitían un brillo de color verde
pálido, como el del verdín de los estanques. Los gusanos se
contorneaban y estremecían; algunos en manojos enredados como
raíces, otros formando filas solitarias que dejaban un reguero
incandescente.
La cantidad de gusanos en las paredes era
cada vez mayor y se extendía cada vez más. A medida que Tol'chuk
avanzaba, también el suelo pasó a agitarse con aquellos cuerpos
brillantes. Los borrones oscuros de gusanos de luz aplastados
marcaban las huellas de los ogros ancianos. Tol'chuk los seguía,
intentando colocar sus pies en los mismos lugares que ellos. Le
daba asco aplastar gusanos con los pies descalzos. La visión de sus
cuerpos retorciéndose le revolvía el estómago.
Con la atención fijada en los gusanos,
apenas se dio cuenta de que había abandonado el túnel y, de pronto,
se encontró en una gran caverna. Sólo los sonidos guturales
procedentes de la Tríada lograron llamar su atención. Los tres
ogros se habían reunido formando un círculo, con la cabeza
inclinada hacia adelante.
Al dirigir la mirada más allá de la Tríada,
Tol'chuk vio un enorme arco hecho de piedra del corazón, de color
rojo intenso. El ogro cayó de rodillas. La piedra del corazón era
una joya que raras veces la montaña cedía a los mineros. La última
piedra del corazón descubierta, un trozo de joya no más grande que
el ojo de un gorrión, había causado tal conmoción entre los ogros,
que se inició una guerra de tribus para poseerla. Aquella guerra
había matado a su padre.
El inmenso arco hacía que el grupo de ogros
delante de él pareciera pequeño. Tol'chuk miraba absorto aquella
masa de piedra del corazón y estiró el cuello hacia atrás para
poder contemplar el punto más alto del arco.
La superficie, labrada en múltiples facetas,
reflejaba el brillo de los gusanos en múltiples colores, cuyos
tonos eran tan asombrosos que su lengua áspera era incapaz de
describirlos. Se quedó quieto disfrutando de aquella luz.
Aunque antes el brillo de los gusanos de luz
le había dado asco, ahora la luz reflejada despertaba en su pecho
algo profundo, algo que le llegaba incluso a la médula de los
huesos; por vez primera en su vida, Tol'chuk se sintió completo.
Notó la presencia de su espíritu en cada partícula del cuerpo.
Aquel brillo purificador limpió, como una cascada, la vergüenza que
sentía por su cuerpo. Estiró la espalda como jamás lo había hecho y
sintió todos sus músculos. Notó que al erguir la espalda los brazos
se le levantaban. El no era un mestizo, no era un espíritu
dividido. Era un ser completo.
Las lágrimas le bañaban el rostro mientras
percibía el espíritu completo y la belleza escondida en su piel y
sus huesos. Inspiró profundamente aquel aire radiante para hacer
suyo el brillo reflejado. No quería moverse de donde estaba. Allí
podía morir.
—Que la Tríada corte mi cuello —se dijo—,
que la sangre que me da vida se abra paso entre los gusanos que
tengo alrededor de los pies.
Los huesos y los músculos sólo eran una
jaula; en cambio, ninguna hacha o cuchillo podían partir el
espíritu que habitaba en ellos. Era un ser completo y siempre lo
sería. En aquel momento no deseaba nada más de la vida, pero los
demás intervinieron.
—Tol'chuk.
Su nombre sólo pasó rozando el borde de su
conciencia pero, como si fuera un guijarro lanzado en un estanque
quieto, la palabra desplazó con sus ondas su sensación de
bienestar.
—Tol'chuk.
Volvió el cuello en dirección a la voz. Al
moverse, aquella paz se hizo añicos. Agitó la cabeza buscando lo
que había perdido pero no pudo recuperar aquella sensación. El arco
de piedra del corazón brillaba y refulgía, pero eso era todo.
Tol'chuk se disponía a encorvar la espalda,
cuando advirtió que los tres pares de ojos lo miraban
detenidamente.
—Ahora vamos a empezar.
La voz de la Tríada era más un gemido que
palabras. Tol'chuk inclinó la cabeza. El corazón le latía por el
miedo.
Un miembro de la Tríada se le acercó y le
asió la muñeca con su zarpa huesuda. Le levantó la mano y Tol'chuk
notó algo frío y duro en la palma. El ogro anciano dio un paso
atrás.
—Míralo —ordenó la Tríada. De nuevo la voz
parecía provenir de los tres, como el siseo del viento entre riscos
estrechos.
Tol'chuk miró el objeto pesado que tenía en
la palma de la mano. Era un trozo de piedra del corazón del tamaño
de la cabeza, de una cabra.
—¿Qué... qué es esto?
Su propia voz sonó tan fuerte en la cueva
que hizo que Tol'chuk inclinara la cabeza.
La respuesta surgió del grupo de
ogros.
—Es el Corazón de los Ogros, el espíritu de
nuestro pueblo hecho forma.
La mano temblorosa de Tol'chuk estuvo a
punto de hacer caer la piedra. Había oído rumores acerca de ella.
Era la piedra del corazón que transportaba los espíritus de los
ogros al siguiente mundo. Tendió la roca hacia la Tríada para que
la tomara.
—Mírala. —Los ojos de aquellos ogros
parecían refulgir con la luz de los gusanos—. Mira detenidamente
esta piedra.
Tragó saliva para aliviarse la garganta seca
y levantó la piedra hasta los ojos. A pesar de que era de un
intenso tono rojo, carecía del brillo y el resplandor del arco.
Escrutó la piedra y no consiguió ver nada importante. Confuso, hizo
el amago de bajar la piedra.
—Examina su superficie —susurraron de nuevo
las voces.
Tol'chuk contrajo el rostro y fijó la vista.
Se concentró en la piedra del corazón. A pesar de su tamaño
excepcional, parecía una joya normal. ¿Qué pretendían de él? Si
iban a matarlo, ¿para qué esas tonterías? Justo en el momento en
que iba a levantar de nuevo los ojos, distinguió algo. Un
desperfecto en el centro de la piedra. Había un borrón negro
hundido en las facetas de la joya.
—Pero ¿qué es...?
De pronto, aquel desperfecto empezó a
moverse. Primero pensó que había movido la piedra sin darse cuenta
pero, al observar con más detenimiento, vio que la masa oscura
oculta en el interior de la piedra se contraía de nuevo. Se
estremeció de miedo; esta vez estaba seguro de que él no había
movido la piedra.
Fijó más la vista y sostuvo la piedra en
alto, hacia la luz. Entonces vio lo que las facetas de la joya
intentaban esconder. En el centro de la piedra había un gusano.
Podría haber sido un pariente de los que se contorneaban en las
paredes de la caverna, pero aquél era negro como el aceite
inflamable que se encontraba en los estanques escondidos debajo de
la montaña. ¿Qué era ese ser?
Como si la Tríada le hubiera leído el
pensamiento, oyó la respuesta:
—Es la Calamidad. Engulle los espíritus de
nuestros muertos cuando entran en la piedra sagrada. —Los tres
brazos señalaron el Corazón—. Éste es el verdadero final del camino
de la muerte: el estómago de un gusano.
Tol'chuk hizo una mueca con la boca
mostrando sus pequeños colmillos. ¿Cómo era posible? Le habían
enseñado que, cuando los ogros morían, la Tríada los ayudaba a
pasar a un mundo y a una vida nuevos a través de la piedra. Levantó
aquella roca de corazón negro. ¡Le habían enseñado una mentira! Ahí
acababa todo.
—No lo entiendo.
—Hace muchas vidas —prosiguió la Tríada—, un
ogro rompió un juramento con el espíritu del territorio. Por culpa
de esa traición, sufrimos la maldición de la Calamidad.
—¿Por qué me contáis todo esto? —preguntó
Tol'chuk bajando la piedra y doblando la cabeza.
La Tríada no dijo nada.
Un ruido sordo y grave agitó la base de la
montaña, un trueno procedente del pico distante que los ogros
conocían como la voz de la montaña. Por
fin se había desatado la tormenta del invierno que amenazaba.
Cuando el eco se apagó, las palabras de la Tríada volvieron a
fluir.
—Eres magra, tienes la edad adecuada.
Incluso la montaña te llama.
—¿Por qué yo? —dijo levantando la vista
hacia los ogros ancianos.
—Tú eres ogro y no lo eres. Los espíritus de
dos pueblos se mezclan en ti.
—Lo sé. Soy mestizo: ogro y humano.
Los miembros del trío de ogros se miraron
entre sí y conversaron en silencio. Tol'chuk aguzó el oído para
oír. Sólo oyó unas murmuraciones vagas, palabras inconexas y frases
rotas: ... mentiras... no sabe... el libro
ensangrentado... colmillos de cristal.... La última frase la
percibió perfectamente: la piedra matará a la
bruja.
Tol'chuk aguardó, pero no pudo oír nada más.
El corazón le latía con fuerza en el pecho. No podía permanecer
callado.
—¿Qué queréis de mí?
Sus palabras atronaron en la cueva
silenciosa. La Tríada volvió los tres pares de ojos hacia él.
—Libera a nuestros espíritus. Mata a la
Calamidad.
Mogweed y Fárdale estaban acurrucados bajo
el saliente de una piedra. Aunque no resultaba de gran abrigo, la
tormenta de la tarde había sido tan repentina y violenta que no
habían podido encontrar otro refugio en aquel territorio desértico
de los ogros.
Los brazos de los rayos abrazaban el pico de
la montaña y hacían estremecer la roca. Los truenos retumbantes los
hacían replegarse más bajo la prominencia de piedra. Unos remolinos
de viento se desplomaban desde lo alto llevando consigo una lluvia
intensa.
Después de que los cazadores desistieran de
la idea de seguirlos por la tierra de los ogros, Mogweed creía que
el único peligro de muerte residía en la posibilidad de encontrar
uno de los enormes moradores de aquellos picos desérticos. El
tiempo que hiciera no le preocupaba.
Unas gotas pequeñas y heladas golpearon la
piel expuesta de Mogweed como la picadura de una avispa.
—Tenemos que encontrar un refugio mejor
—dijo Mogweed mientras Fárdale agitaba su grueso abrigo—; de lo
contrario, cuando caiga la noche moriremos congelados.
Fárdale, de espaldas a Mogweed, escudriñaba
los barrancos y riscos cubiertos de lluvia. Parecía no apercibirse
de la fría lluvia que caía de los cielos tapados por las nubes.
Como las plumas de las ocas, su pelaje rechazaba la lluvia; en
cambio, la ropa de Mogweed absorbía la humedad y mantenía su abrazo
frío pegado a la piel.
A Mogweed le castañeteaban los dientes, y el
tobillo hinchado, embutido en la bota empapada, le dolía.
—Por lo menos necesitamos una hoguera
—dijo.
Fárdale se volvió hacia Mogweed con un
brillo frío en los ojos. Le sobrevino una imagen, una amenaza:
El ojo de un águila es capaz de ver la cola
que una ardilla estúpida agita.
Mogweed se escondió más adentro en el
saliente de piedra.
—¿De verdad crees que los ogros verán
nuestra hoguera? Seguro que esta tormenta los ha obligado a
refugiarse en sus cuevas.
Fárdale escudriñó el terreno pedregoso sin
decir nada.
Mogweed no presionó a su hermano. El frío
era una amenaza muy pequeña comparada con una banda de ogros. Se
desembarazó de la mochila del hombro y la dejó con un ruido sordo
en el suelo del refugio. Se acurrucó en el hueco más resguardado
del viento y la lluvia y levantó las rodillas hasta el pecho para
dejar expuesto la menor superficie posible de su cuerpo a las
ráfagas penetrantes. Una vez más, entre las miles de veces de aquel
día, deseó tener al menos un ápice de sus antiguas
habilidades.
Si sólo pudiera
cambiarme a la forma de un oso —se dijo—, esta lluvia y el frío no serían más que un
estorbo. Contempló el cuerpo abrigado de su hermano e hizo una
mueca. Fárdale siempre había sido el gemelo afortunado. La vida le
había sonreído desde el primer momento en que respiraron. Como
nació primero, Fárdale fue nombrado heredero de las propiedades de
la familia. Y, por si fuera poco, tenía el don de la palabra y,
como orador, sabía exactamente cuándo y qué decir en cada ocasión.
Pronto hubo rumores de sus posibilidades de convertirse en jefe de
la tribu. En cambio, Mogweed parecía que decía siempre lo más
inapropiado en el momento más inoportuno e irritaba a los miembros
de su clan cada vez que despegaba la lengua. Pocos eran los que
buscaban su compañía o su consejo.
Todo ello, aunque molesto, no era lo que más
incomodaba a Mogweed con respecto a su hermano. Lo que realmente lo
hacía estremecer de rabia era que Fárdale aceptara sin más su
nacimiento maldito.
Al nacer como gemelos idénticos en un mundo
de mutantes, su nacimiento fue motivo de emoción y alegría. Entre
los si'lura ya antes habían nacido mellizos, pero jamás idénticos.
Mogweed y Fárdale fueron los primeros. Nadie, ni siquiera sus
padres, era capaz de distinguirlos. Cada hermano era la copia
exacta del otro.
Al principio, los hermanos fueron la novedad
y el deleite del clan.
Pero pronto los hermanos aprendieron que
siempre que uno de ellos modificaba la forma, el cuerpo de su
hermano se deformaba también para mantener su naturaleza idéntica,
tanto si el cambio era o no de su agrado. Eso los condujo a una
batalla por obtener el control. Si un gemelo descuidaba su
concentración, su forma quedaba inmediatamente abierta a cambios
inesperados causados por la voluntad del otro hermano. En un mundo
donde la libertad de forma era una cuestión vital, Mogweed y
Fárdale estaban ligados para siempre por nacimiento.
Mientras Fárdale aceptó sin más esta
condena, Mogweed creció amargado y no supo digerir el destino de
ambos. Leyó con avidez textos antiguos de su gente en busca de un
modo de romper las cadenas que ligaban un hermano con otro. Y por
fin descubrió un modo, un secreto que sólo conocían los si'lura
ancianos de las profundidades del bosque.
Al recordarlo, Mogweed suspiró con fuerza.
Si hubiera sido más precavido...
En un texto antiguo corroído por los
mordiscos de los gusanos descubrió una característica poco conocida
de la naturaleza de los si'lura: cuando dos amantes si'lura se
entrelazaban para aparearse, ninguno de ellos podía cambiar de
forma al alcanzar el momento culminante de su pasión. Mogweed
estudió durante muchas lunas ese descubrimiento. Presentía que en
esa pequeña característica estaba la llave que lograría liberarlo
de Fárdale. Entonces empezó a forjar un plan en su mente.
Sabía que su hermano había estado cortejando
a una joven hembra, la tercera hija del anciano de la tribu. Con el
tiempo, la mayoría de los si'lura desarrolla una predilección por
una forma determinada, y ella sentía preferencia por la forma y la
velocidad del lobo. Aquella loba de piernas largas y piel blanca
como la niebla cautivó los ojos de Fárdale. Al poco tiempo, corrió
el rumor de una unión.
Cuando el romance de su hermano prosperó,
Mogweed se retiró a un segundo plano. Era posible que ahí hubiera
una oportunidad. Estudió, hizo planes y esperó.
Una noche de luna llena, la paciencia se le
agotó. Mogweed siguió sigilosamente a su hermano y, protegido por
un arbusto cercano, contempló los juegos de su hermano con la
pequeña loba. Su hermano acariciaba y hacía mimos con el hocico a
la joven hembra, cuya piel blanca brillaba bajo la luz de la luna.
Ella le devolvía los mimos y, por fin, se le ofreció. Mientras
Mogweed observaba, Fárdale la montó, primero tiernamente, con
pellizcos suaves en las orejas y la garganta, y luego con una
pasión creciente.
Mogweed aguardó hasta oír el aullido
característico de la garganta de su hermano y pasó a la acción.
Mogweed deseó convertirse al cuerpo de un humano con la esperanza
de que su hermano, en medio de su pasión, quedase en la forma de
lobo.
El plan funcionó...
Bajo el saliente de piedra del territorio de
los ogros, Mogweed contemplaba la palidez de sus manos.
Su plan funcionó... demasiado bien.
En aquella noche maldita, Mogweed adoptó la
forma de un humano y Fárdale se quedó con la forma de un lobo.
Pero, al poco tiempo, Mogweed se dio cuenta de que el precio por
romper su naturaleza idéntica era alto... muy alto.
Ahora ninguno de los hermanos podía volver a
cambiar su forma. Ambos estaban atrapados para siempre en aquellas
fundas separadas.
Si hubiera sido más precavido...
Cerca de él, Fárdale gruñó en señal de
amenaza e hizo volver la atención de Mogweed al presente. Tenía el
pelaje erizado y las orejas extendidas sobre la cabeza gacha. Un
gruñido cavernoso volvió a atronar en la garganta de Fárdale.
Mogweed se acercó a su hermano.
—¿Qué es eso? ¿Ogros?
La mera mención de aquel nombre en sus
labios bastó para estremecerlo.
De pronto, un ser de piel negra apareció
delante de ellos entre las cortinas de lluvia. Del cuello le
colgaba el bozal de hierro del que pendía una cadena rota. Bajó la
cabeza para valorar la posición de Fárdale mientras clavaba las
garras en la roca.
¡Uh rastreador!
Estaba claro que se había escapado de los
cazadores y proseguía la caza solo. Mogweed se escondió detrás de
Fárdale, a pesar de que el lobo no resultaba de gran protección. Su
peso era sólo una cuarta parte del de aquel enorme depredador que
gruñía; era como si un cachorro de lobo se enfrentara a un
oso.
La bestia tenía unas paletillas muy
musculosas. Liberado de su bozal, el rastreador abrió las fauces y
dejó ver las filas de dientes puntiagudos. Aulló hacia ellos, y su
alarido se midió con los truenos de las montañas.
Luego atacó.