CAPITULO 9
Un alarido procedente de la bestia alada
atravesó la oscuridad como el cuchillo de un carnicero. Llevaba
toda la noche persiguiéndolos. Con el grito todavía retumbando en
sus oídos, Elena sumó sus fuerzas para ayudar a Mist a atravesar la
pared de un barranco seco.
Joach sentía la tensión en sus brazos,
agotados por el esfuerzo de tirar de las riendas de la yegua.
—Nos sigue el rastro —dijo apretando los
dientes—. Deberíamos abandonar a Mist y huir corriendo.
—¡No! —repuso Elena con enfado mientras se
deslizaba por el lecho seco del arroyo para colocarse detrás de la
yegua. Mist estaba atascada y tenía las patas traseras hundidas
hasta las cuartillas en la tierra. La yegua, agotada, no se
esforzaba siquiera por liberarse.
Elena alcanzó la grupa de Mist y pasó una
mano por la piel caliente del animal. Por las ijadas temblorosas de
la yegua caían gotas de sudor, que se convertían en vapor con el
aire frío.
—Siento hacer esto, Mist —le susurró
mientras extendía la mano para agarrarle la cola—. Pero no voy a
permitir que nos abandones.
Elena asió la cola de la yegua y la lanzó
con fuerza sobre la grupa del animal mientras la retorcía
cruelmente.
—¡Mueve esas grupas, guapa!
Acto seguido con una mano propinó un
palmetazo en el cuarto trasero del animal y con la otra tiró de la
cola con fuerza.
Mist profirió un bufido de enfado y se
liberó de la tierra a la vez que lanzaba a Elena al fondo del
barranco. Como la niña cayó de espaldas, pudo ver con satisfacción
cuando Joach logró sacar por fin la yegua de aquella trampa,
guiándola y tirándole de las riendas.
De pronto, un segundo alarido atronó por las
colinas. Esta vez sonó más cerca.
—¡Rápido, El! —exclamó Joach.
A Elena no le hizo falta el ánimo. Ya se
había incorporado y se abría paso trabajosamente por la pared libre
del barranco.
En cuanto estuvo arriba, Joach indicó:
—El riachuelo de Millbend está a pocas
leguas de aquí.
Elena negó con la cabeza.
—¡Tenemos que escondernos ahora! Ese
monstruo está demasiado cerca.
Arrebató a Joach las riendas de Mist y tiró
de la yegua en dirección opuesta, hacia el fuego
resplandeciente.
—Pero ¿qué haces?
—El humo nos ocultará mejor y le confundirá
el olfato. ¡Vamos, rápido! Conozco un lugar donde escondernos hasta
que pierda el interés por nosotros.
Joach la siguió con la vista clavada en el
campo en llamas.
—Bueno, eso si antes no nos quedamos
fritos.
Elena no hizo caso de su hermano y se
concentró en buscar señales que le fueran familiares. El humo y los
latidos de su corazón la confundían. ¿Iban por buen camino? Se
creía capaz de reconocer esa zona del campo, pero ahora ya no
estaba tan segura. Avanzaba escudriñando el paisaje a la vez que
tiraba de Mist. ¡Sí! ¡Ahí estaba! Aquella vieja piedra con forma de
cabeza de oso. No se había equivocado. Aquél era el lugar.
Se encaminó rápidamente hacia la izquierda
mientras le hacía señas a su hermano para que la siguiera. Lo que
buscaba se encontraba oculto en una hondonada no cultivada. De
pronto, la capa de humo que oscurecía las estrellas se onduló con
el paso de algo enorme que avanzaba a toda prisa a sólo un tiro de
piedra por encima de sus cabezas. Mientras el monstruo los
sobrepasaba, a Elena le pareció sentir incluso su peso sobre ella.
Se dirigía hacia el barranco del que acababan de marcharse.
Joach la miró con los ojos muy abiertos bajo
la escasa luz procedente de las llamas cercanas. En aquella mirada
ella vio el horror que también le atenazaba el corazón. Si hubieran
optado por Millbend, se habrían convertido en blancos fáciles.
Joach le hizo una señal para que prosiguiera y no puso más
objeciones al avance hacia las llamas.
Elena encabezaba la marcha con toda la
rapidez y silencio de que era capaz. Sólo se permitió soltar un
suspiro de alivio cuando vio al Anciano. Elena penetró con Mist en
una pequeña parcela de bosque.
—Pero, esos niños... ¿dice usted que el
padre los pilló juntos?, ¿que vio ese acto abominable con sus
propios ojos?
—En la cuadra —asintió Rockingham—, como
perros, sin importarles el ser hermanos.
Desde la parte trasera del carro, Rockingham
oyó una gratificante ola de gritos sofocados. Tuvo que hacer un
esfuerzo para no sonreír. Era tan fácil: unas palabras crueles
bastaban para sacar a la luz los temores ocultos de toda familia.
Se arrebujó la capa de montar sobre los hombros. Por aquel camino
oscuro circulaba un viento frío procedente de las cumbres de las
montañas. Rockingham dirigió la mirada hacia las colinas ardientes.
De vez en cuando, conforme el incendio se extendía por los campos,
se levantaban llamaradas.
Una voz chillona irrumpió desde algún lugar
del carro.
—Y cuando ustedes llegaron, ¿qué
ocurrió?
Rockingham se enderezó sobre la montura y
volvió a mirar hacia el carro.
—Encontramos al niño armado con un hacha. A
sus pies yacía la madre cubierta de sangre. El padre llevaba un
rato extendido, frío, sobre el suelo.
—¡Madre dulcísima!
Algunos hombres se pusieron un pulgar en la
frente como signo de protección contra el diablo.
—La chica acababa de preparar las antorchas
para quemar la cuadra y la casa. En cuanto llegamos, el chico se
nos acercó con el hacha. No tuve más remedio que salvar al anciano
ciego y retirarme.
—¿Cómo es posible? —dijo el conductor del
carro con los ojos abiertos por el espanto—. Conozco a esos
niños... parecen muy dulces y educados, sin tacha alguna.
Entonces Dismarum, iluminado por la luz de
las antorchas del carro al levantarse la capucha, habló por vez
primera:
—Han sido los demonios. Los espíritus
malignos se han apoderado de sus corazones.
Entonces, casi todos los que se hallaban en
el carro se llevaron el pulgar a la frente. Hubo incluso un hombre
que saltó del carro y regresó corriendo a la ciudad. Sus pisadas se
perdieron en la noche.
—Traédmelos ilesos —prosiguió Dismarum—. No
los matéis, o el mal podría pasar de sus corazones moribundos a los
de un hijo vuestro. Id con cuidado.
Dismarum se bajó la capucha e hizo un gesto
a Rockingham con su mano huesuda para que prosiguiera la marcha.
Este hizo avanzar su caballo y el potro de Dismarum lo
siguió.
—¡Dad voces! ¡Buscadlos! ¡Traed esos niños
malvados a la guarnición! —exclamó Rockingham en dirección a los
asombrados ocupantes del carro que tenía a sus espaldas.
En cuanto el carro se ocultó detrás de una
curva de la carretera, Rockingham detuvo el paso de su caballo para
cabalgar junto a Dismarum.
—¡Han caído en la trampa! —dijo al
anciano.
Dismarum no dijo nada. De repente, oyeron el
batir de unas alas pesadas, que procedía de una hilera de árboles.
Los dos hombres tuvieron que inclinarse mientras aquello les pasaba
por encima de la cabeza. Se dirigía hacia la ciudad.
—Reza para que sea una buena trampa —musitó
Dismarum mientras el monstruo alado desaparecía hacia la luz
incipiente que asomaba al este.
Elena cabalgaba abrazada a la cintura de
Joach mientras él conducía a Mist hacia el riachuelo de Millbend.
Cuando el caballo penetró con un estrépito en el amplio y poco
profundo riachuelo, el agua salpicó las pantorrillas de Elena.
Aquel frío súbito le recordó que el invierno estaba a punto de
llegar. Mist, en cambio, se agitó con alborozo; parecía que el agua
calmaba el miedo de la yegua.
—En cuanto hayamos cruzado, estaremos a
salvo —dijo Joach con la voz rota por el cansancio y el humo—. El
riachuelo es ancho, y dudo que el fuego pueda saltar esta
distancia. Por lo menos, eso espero.
Elena no dijo nada. También ella lo
esperaba.
Detrás de ellos el incendio extendía sus
tentáculos por el campo, como si los quisiera atrapar. En un
barranco seco situado entre dos promontorios, hubo un momento en
que el fuego estuvo a punto de alcanzarlos. Tuvieron que montar a
Mist y regresar deprisa sobre sus pasos rozando casi el borde de
las llamas. Sin embargo, afortunadamente, por lo menos no habían
vuelto a encontrar ningún indicio del monstruo alado.
Cuando llegaron al riachuelo de Millbend, la
luna ya se había puesto y en el este un brillo pálido anunciaba la
mañana.
—Joach —preguntó Elena—, ¿cuánto falta para
Winterfell?
—No estoy seguro. Si pudiera ver algún punto
de referencia a través de este maldito humo... Pero, bueno, yo
diría que llegaremos a la ciudad al amanecer.
Joach golpeó con los talones la ijada de
Mist para que subiera el banco del riachuelo.
—Será mejor que descabalguemos y vayamos a
pie.
Bajó de la yegua y levantó un brazo para
ayudar a Elena. La niña tenía las piernas agotadas y, al
descabalgar, las rodillas le Raquearon. Le dolían los pies y todas
las articulaciones le temblaban de cansancio. Se sintió en carne
viva, como si alguien la hubiera despellejado.
—Podríamos descansar un poco, El —sugirió
Joach mientras la sostenía.
Ella se frotó la cara sucia de hollín y
asintió. Se acercó laboriosamente hasta una piedra cubierta de
musgo que había al borde del riachuelo y se sentó. Cerca de ellos,
Mist olisqueó algunos brotes verdes que había junto al riachuelo y
se dispuso a arrancarlos con los dientes.
Joach suspiró con fuerza y se dejó caer
ruidosamente en la orilla. Se reclinó sobre las manos mientras
miraba el río de humo que circulaba entre las estrellas.
Elena inclinó la cabeza. Desde la tarde
anterior todo aquello en lo que creía, el mismo suelo sobre el que
andaba, se había convertido en tierras movedizas. Nada parecía
real. Incluso Joach y Mist, de los que apenas la separaba un brazo,
parecían irreales; le hizo el efecto de que en cualquier momento
podían convertirse en polvo, desvanecerse y dejarla sola entre los
árboles. Se abrazó y empezó a mecerse adelante y atrás sobre su
asiento de piedra y se agitó en movimientos convulsivos. Era
imposible ocultar las lágrimas.
Apenas se dio cuenta de que Joach se
levantaba de la orilla y se dirigía hacia ella. Su hermano la rodeó
con los brazos y la sostuvo así hasta detener su movimiento; Elena
seguía sollozando en aquel abrazo. Su hermano la rodeó todavía más
fuerte con los brazos y le colocó la cabeza en el pecho. No
pronunció palabra, sólo la abrazó con fuerza.
Poco a poco, los movimientos convulsivos
empezaron a remitir y se reclinó en Joach.
Sabía que aquella noche no sólo era su
hermano quien la tenía en los brazos. En el cariño de aquel abrazo
había el amor y el cariño de su madre, y en la fuerza de los brazos
que la rodeaban, los huesos y músculos de su padre. No importaba lo
que hubiera pasado aquella noche: todavía eran una familia.
A Elena le habría gustado permanecer en
aquel abrazo hasta que el sol de la mañana alcanzara el punto más
alto en las montañas, pero de pronto Mist resopló con fuerza y se
apartó del río confundida y con las orejas en alto.
Joach soltó a su hermana, se levantó y se
puso en alerta para ver lo que había asustado a la yegua.
Elena también se incorporó y tomó las
riendas de Mist. Su hermano se agazapó en el extremo cubierto de
moho de la orilla y miró detenidamente el lecho del río.
—¿Ves algo?
—Nada. Seguramente esta noche la tiene
asustada.
Elena comprendía muy bien el nerviosismo de
Mist. Se acercó sigilosamente hasta Joach y escudriñó la corriente
arriba y abajo. El riachuelo borboteaba sobre piedras alisadas
circulando entre bancos cubiertos de heléchos. No había nada
raro.
—Tal vez tengas razón... —empezó a decir.
Pero se interrumpió. Pestañeó por miedo de que el cansancio de los
ojos le estuviera jugando una mala pasada.
En un remanso de las aguas, junto a la
orilla, refulgía un brillo plateado, como un rayo de luna. Sin
embargo, la luna ya se había puesto y, al mirarlo, observó que la
luz giraba en sentido opuesto a la corriente.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿Dónde?
Elena señaló hacia la luz en el momento en
que ésta detuvo sus giros y se desplegó en el agua como si fuera
leche derramada.
—No veo nada —dijo Joach mirándola.
—La luz en el agua. ¿No la ves?
Joach se separó de la orilla e intentó
apartar también a Elena, pero ella permanecía clavada en el
sitio.
—El, ahí no hay nada.
Elena contempló cómo aquella luz disuelta se
convertía en un brillo vacilante; luego en un instante desapareció.
Ella se frotó los ojos.
—Ha desaparecido —dijo tranquilamente.
—¿Qué? No había nada.
—Había... algo.
—Bueno, pues yo no lo he visto. De todos
modos, con la noche que llevamos, fuera lo que fuera nos quería
hacer daño.
—No —Elena habló sin pensar, pero tenía la
certeza de que decía la verdad—, no era un peligro.
—Yo ya tengo suficientes acontecimientos
extraños por una noche. Vamonos. Todavía nos queda un buen trecho
hasta Winterfell.
Joach miró de nuevo el agua y, tras negar
con la cabeza, avanzó río abajo.
Elena lo siguió, tirando de Mist.
De nuevo recordó aquel brillo que se
extendía en el agua. Es posible que sus ojos la hubieran confundido
pero, por un instante, antes de que la luz se desvaneciera, creyó
haber visto una imagen plateada: la de una mujer con estrellas en
lugar de ojos. Luego, súbitamente, sólo vio agua oscura y piedras.
Se frotó los ojos doloridos. Aquello sólo podía ser un espejismo de
luz y cansancio, sólo eso.
Pero entonces, ¿por qué cuando la imagen se
precipitó en el agua, la mano con la mancha de repente le quemó
como si hubiera tocado el sol? Y luego, en un momento, al igual que
había pasado con la imagen, el calor también desapareció. ¿Por qué
Joach no había visto ni la mujer ni la luz?
Mist la empujó levemente con la testuz.
Elena siguió a Joach con más brío. Eran demasiadas preguntas. Tal
vez en Winterfell hallaría la respuesta.