CAPITULO 13
Bol estaba inclinado sobre un libro
polvoriento. La débil luz del mediodía atravesaba con timidez la
ventana sucia. El único trozo fundido de vela, que tenía colocado
en su escritorio, despedía una pequeña llama amarilla. Llevaba
leyendo toda la noche con la intención de obtener los conocimientos
que necesitaba. Su única compañía eran unos montones de libros
enmohecidos e hileras de pergaminos colocados en anaqueles.
—El fuego anunciará su llegada —susurró
mientras se apartaba un mechón de cabello blanco de delante de sus
ojos cansados. Se concentró en las otras palabras de la página. Sus
labios, ocultos bajo un grueso bigote, iban traduciendo las
palabras antiguas. Los presagios de la Hermandad hablaban de aquel
día. Miró hacia fuera. Durante toda la noche, las ventanas de su
casa en el campo, que se alzaba por encima del valle en un lugar
solitario llamado Winter's Eyrie, se habían teñido de rojo con el
reflejo de los árboles en llamas.
Pobre chica. Alguien
debería haberla preparado mejor, debería estar prevenida,
pensó Bol.
Frotándose la barba, se inclinó de nuevo
para leer el enorme libro, pero en el momento en que se disponía a
volver cuidadosamente con un dedo la hoja mordisqueada por las
ratas, su corazón le dio un vuelco. Sintió que un peso mayor que su
casa le atenazaba el pecho. Apoyó las dos palmas de las manos en el
escritorio para evitar caer al suelo de madera. Al percibir que su
hermana gemela acababa de morir, sintió que un dolor inmenso
amenazaba con llevárselo de allí.
—¡Fila! —gimió en la habitación vacía.
Las lágrimas asomaron en los ojos y rodaron
luego sobre las hojas amarillentas. Aunque por lo general era
extremadamente cuidadoso con aquellos textos tan delicados, esta
vez dejó que la sal de sus lágrimas se desliera en la tinta antigua
por la página.
Agarró con fuerza un amuleto que llevaba
colgado del cuello, escondido detrás del grueso tejido de su
camisa.
—¡Fila! —repitió.
Y, como siempre, ella acudió.
En un rincón de la habitación, junto a la
chimenea, brilló una luz suave, como un fuego fatuo. Luego, aquel
resplandor apagado fue disminuyendo y empezó a brillar con más
intensidad a medida que su tamaño se reducía; por fin, la luz
adoptó la forma de su hermana. Fila, cubierta únicamente por
remolinos de luz blanca, lo miraba seria con una expresión más
irritada que triste.
—Ha llegado la hora, Bol.
Mientras él lloraba, la imagen de ella
giraba confusamente.
—Entonces es cierto.
—No quiero lágrimas. —Ella todavía
conservaba su actitud circunspecta—. ¿Estás preparado?
—Esperaba... bueno... un poco más de tiempo,
años incluso.
—Como todos. Pero acaba de comenzar. Ha
llegado el momento de dejar los libros a un lado.
—¿Me dejarás solo con esta tarea? —preguntó
él en tono suplicante.
—Hermano —respondió ella suavizando su tono
severo—, sabes que yo tengo mi propio cometido.
—Lo sé. Buscar ese maldito puente. Pero
¿crees que lo encontrarás?
—Si existe, lo encontraré —respondió ella
con actitud firme.
Él suspiró y la miró.
—Siempre con esa voluntad de hierro —dijo
con tristeza—, incluso muerta.
—Siempre un perseguidor de sueños —respondió
ella con un amago de sonrisa—, incluso vivo.
Aquella vieja discusión los hizo dibujar a
los dos una sonrisa idéntica: eran tan parecidos y tan distintos a
la vez... El dolor por la pérdida asomó en la mirada de
ambos.
La imagen de Fila empezó a desvanecerse por
los extremos.
—No puedo quedarme aquí más tiempo.
Cuídala.
Su imagen adquirió un brillo vago. Mientras
la luz era engullida por la sombra de la librería, se oyeron sus
últimas palabras.
—Te quiero, Bol.
—Adiós, hermana —musitó él en una habitación
mucho más solitaria y vacía que antes.
Elena acudió rápidamente junto a su hermano,
que se debatía. El tiempo parecía pasar lento y pesado, como la
savia que recorre un arce en invierno. Vio que la cara de Joach se
volvía púrpura mientras la garra del skal'tum le oprimía la
garganta. Elena dio un salto y se agarró a la muñeca de aquel
monstruo con un chillido aprisionado en el pecho. Ciega de espanto,
clavó los dedos en esa piel pegajosa, resuelta a no perder a su
hermano en las garras de esa bestia.
—¡Suéltalo! —chilló.
Acto seguido, una llama surgió de su mano.
Sintió que entre los dedos brotaba un calor semejante al de la
piedra fundida. Dobló el puño y vio que los dedos se le hundían en
la muñeca de aquel monstruo atravesándole la piel y los
huesos.
El monstruo aulló de dolor y apartó el brazo
en el que ahora sólo había un muñón chamuscado. Con un alarido,
asustado por la mutilación, se apartó bruscamente de Elena y de su
hermano.
Joach se tambaleó hacia adelante, se deshizo
de la mano sesgada y la arrojó al suelo de la calle.
—¡Madre dulcísima! —exclamó corriendo para
colocarse junto a su hermana.
Elena se miró rápidamente la mano: esperaba
ver huesos ennegrecidos y carne chamuscada, pero todo era normal.
No tenía ni siquiera un resto de su mancha roja. ¿Acaso había
logrado librarse de aquella maldición?
—¡Corre, El! —gritó Joach mientras la
arrastraba en dirección hacia los restos humeantes de la
panadería.
Pero la bestia aulladora no era la única
amenaza que había en la calle.
Joach se detuvo de un patinazo arrastrando a
Elena consigo. Entre ellos y el lugar donde guarecerse se erguía el
hombre encapuchado apoyado en su báculo. El anciano sonreía, como
si todo aquello se aviniera perfectamente a sus propósitos.
—¡Ven aquí, niña! Llevo demasiado tiempo
esperándote.
Con una velocidad sorprendente, golpeó la
cabeza de Elena con la punta de su báculo.
Elena, todavía aturdida por la energía que
había sentido en la mano, no comprendió por completo el peligro que
corría y se quedó paralizada hasta que Joach le dio un golpe que la
hizo caer a un lado. Con un grito de sorpresa, cayó al suelo de la
calle golpeándose la rodilla contra los duros adoquines. Con el
rabillo del ojo vio que el báculo hería el hombro de Joach con un
golpe sesgado.
Elena, ya despabilada, logró ponerse de pie
y empezó a huir. Pero Joach no la seguía. Elena se giró, se detuvo
y miró asombrada a su hermano, que intentaba levantar las piernas y
moverlas. Pero éstas parecían clavadas en el suelo y no le
obedecían. Joach levantó la vista y, lleno de espanto, vio que
Elena se había detenido.
—¡Márchate! —le ordenó.
Ella se tambaleó hacia atrás al ver que el
hechizo se iba adueñando del cuerpo de su hermano. Ahora ya no
podía mover los brazos y, al poco, dejó de mover el cuello y la
cabeza. Sólo una lágrima le recorría la mejilla.
—Niña, ¿vas a abandonar a tu hermano? —El
anciano la llamaba con un dedo torcido—. ¡Ven!
La gente del pueblo corría despavorida en
dirección opuesta a Er'ril, que se esforzaba por acudir al lugar de
donde procedían los gritos. Pero, como una roca en medio de un río
de curso rápido, lo golpeaban codos y rodillas y no podía avanzar.
Por fin, Kral se adelantó y se abrió paso hacia adelante valiéndose
de su enorme talla.
Uno de los del pueblo —Er'ril supuso por su
delantal manchado de sangre que era el carnicero— intentó derrumbar
a Kral. Pero bastó un movimiento de hombros de Kral para que aquel
hombre gordo saliera despedido. Su cabeza fue a dar contra una
pared de ladrillos y luego cayó inerte al suelo. Sin darle la menor
importancia, Kral prosiguió su camino.
—¡Corred! —exclamó otro del pueblo—. ¡El
diablo ha venido!
Kral miró a Er'ril y luego apresuró el paso.
Er'ril, con Nee'lahn a su sombra, siguió detrás del hombre de las
montañas. Instantes después, la calle estaba desierta, pues la
muchedumbre había huido.
—Ándate con cuidado, Kral —dijo Er'ril en
voz baja—. Estamos cerca.
Cautelosamente, avanzaron hasta la esquina
siguiente y se ocultaron detrás de un carro de herrador. Desde el
borde de la carreta, Er'ril observó la calle que se extendía
delante.
Se le heló la sangre. A un tiro de piedra,
delante de la estructura quemada de un edificio, se alzaba un ser
que había deseado no volver a ver jamás. Tenía las alas extendidas
de dolor, aullaba y sostenía un brazo herido contra el pecho.
¿Herido? Er'ril se escondió de nuevo. ¿Quién
habría sido capaz de herir a un ser como aquél?
Er'ril vio que Kral se disponía a sacar el
hacha de su cinto. Era un arma demasiado corta contra un Señor del
Mal. Er'ril levantó la palma de la mano hacia el hombre de las
montañas en señal de precaución y paciencia. Kral arrugó la frente
con disgusto.
Nee'lahn se arrodilló a su lado y miro la
calle desde debajo del carro.
—Ahí están los niños —susurró señalando
entre los radios de las ruedas—. ¿Quién es ese hombre, el de la
túnica?
Er'ril vio entonces dos niños sentados en
cuclillas delante de una figura con capucha cerca del edificio
incendiado. A pesar de que el rostro del encapuchado estaba oculto
por las sombras, Er'ril reconoció la túnica negra. Apretó los
labios en señal de amenaza.
—Es un mago negro.
—Acércate, niñita —decía el ser de la
túnica, cuando por fin lograron oírlo al cesar los aullidos del
skal'tum—, o tu hermano morirá.
El skal'tum avanzó hacia los niños con una
voz que cortaba el aire como una daga.
—Dame al niño. Le arrancaré las extremidades
una a una mientras su hermanita lo contempla.
Otro hombre, vestido con el uniforme rojo y
negro de la guarnición y apostado junto a un barril de agua de
lluvia, graznó:
—Dismarum, haz lo que dice este animal del
maestro. No necesitamos al niño. —Calla esa lengua, Rockingham
—espetó el tal Dismarum, mientras le dirigía tal mirada al soldado
que éste se colocó detrás del barril.
El skal'tum repitió su exigencia:
—¡Dame al niño! Quiero comerme su tierno
corazón.
—¡Demonio! —bramó Kral detrás de Er'ril en
un tono rabioso. Antes de que Er'ril pudiera levantar la mano para
impedirlo, Kral ya había salido de un salto de detrás del carro
blandiendo el hacha por encima de la cabeza.
El skal'tum se volvió para defenderse de
aquel ataque inesperado.
El mago negro retrocedió hacia las sombras
del edificio quemado con la mano extendida hacia la niña, que
todavía permanecía quieta en su sitio.
¡Pobre hombre de las montañas! Antes de que
Er'ril pudiera valorar su reacción, las piernas y el corazón lo
traicionaron y se encontró saltando detrás de Kral con la espada en
la mano y dispuesto a unirse a la batalla.
Elena tenía los ojos clavados en Joach. Pese
a no estar hechizada como él, no podía huir. Otro tipo de vínculo
la retenía en aquel lugar. No abandonaría su hermano aunque aquel
hombre encapuchado extendiera contra ella una mano llena de
garras.
Pero antes de que los dedos lograran tocarle
la piel, de pronto un codo le golpeó el pecho y la echó hacia
atrás. Un caballero manco armado con una espada se interpuso entre
ella y el anciano.
—¡No la conseguirás, mago negro! —exclamó el
hombre alto, de espaldas anchas y la tez rubicunda propia de las
gentes de la planicie, mientras blandía la espada. Pero antes de
que el encapuchado pudiera reaccionar, la bestia alada aulló de tal
modo que logró atraer la atención de todos. El caballero de la
espada empujó a la niña al suelo mientras una gran ala se agitaba
sobre sus cabezas.
—¡Huye, niña! —le gritó al oído.
Sin embargo, a Elena las piernas no le
obedecían. Su corazón, unido por un vínculo invisible a Joach
paralizado, no se le movía. Quedó agazapada y quieta en la
calle.
Encogida por el miedo, Elena vio cómo un
gigante atacaba al monstruo alado blandiendo un hacha en un alarde
de hoja afilada y músculos. El demonio con alas retrocedía ante
aquel ataque.
De pronto sintió una mano sobre su hombro.
Al volverse vio el semblante preocupado de una mujer
diminuta.
—Ven conmigo. Deja que Er'ril salve a tu
compañero.
—¡Es mi hermano! —dijo negando con la
cabeza. Era cuanto podía decir mientras extendía el brazo señalando
a Joach.
Pero la mujer era más fuerte de lo que
aparentaba y tiró de Elena para que se pusiera de pie.
—¡Nee'lahn! —gritó el caballero de la
espada. Estaba agachado sobre una rodilla, con la espada levantada
contra el hombre de la túnica—. Llévala a un lugar seguro.
La mujer llamada Nee'lahn colocó un brazo en
el hombro de Elena mientras le hablaba en susurros al oído. Sus
palabras, con un tono semejante a una balada, eran ininteligibles
pero lograban atravesarle de algún modo su mente embotada. Le
recordaron las palabras que Anciano le susurrara en el campo. Los
susurros de la mujer lograron vencer la parálisis de sus piernas y
permitió que la sacaran de aquel campo de batalla.
Nee'lahn llevó a Elena detrás del carro
mientras se preguntaba si aquella niña era la elegida. Le susurraba
palabras al oído que había aprendido para procurarse el apoyo de
los humanos. Apartó un mechón de cabello pelirrojo de la cara de la
niña y vio en sus ojos el verdor de las plantas nuevas. ¿Era
posible?
En cuanto la niña estuvo a salvo, Nee'lahn
volvió a atender lo que ocurría en la calle. Er'ril se había vuelto
a poner de pie y el mago oscuro se zafaba del roce de la espada.
Er'ril evitaba que el encapuchado huyera, pero Nee'lahn se dio
cuenta de que en realidad ambos estaban atentos a la batalla que se
libraba entre el skal'tum y el hombre de las montañas.
Kral atacaba con furia y sus embestidas eran
salvajes y violentas. Sin embargo, los golpes no lograban atravesar
la piel dura de aquella bestia, que no había derramado ni una gota
de sangre.
A pesar de que el hacha de Kral golpeaba
infructuosamente al monstruo, Nee'lahn advirtió que el skal'tum
estaba afectado por la herida que le había amputado el brazo y que
se protegía sus flancos con las alas.
—Lleva al skal'tum bajo la luz del sol
—gritó Er'ril a su enorme compañero—. Allí podrás herirlo.
Con una finta furiosa, Kral cambió la
dirección de sus ataques y consiguió que el monstruo se desplazara
hacia un cuadrado iluminado por el sol. Sin embargo, el skal'tum
pareció darse cuenta del peligro que corría y empezó a responder a
los embates. Con las garras negras de la mano sana golpeó al hombre
del hacha. Kral retrocedió. El hombre de las montañas era ágil y
rápido de pies y, aunque logró evitar la herida, también perdió
terreno. Ahora la bestia se hallaba más lejos de la luz del
sol.
El skal'tum profirió un aullido de
satisfacción, volvió a ganar confianza y continuó avanzando hacia
adelante contra Kral, obligándolo a dar vueltas, casi jugando con
él. Al cabo de un rato, habían intercambiado la posición. El hombre
de las montañas, sudoroso, retrocedía poco a poco hacia la luz del
sol mientras procuraba recuperar el aliento, vencido ya por el
cansancio.
La bestia abrió sus alas repugnantes en
señal de victoria y se dispuso a dar el golpe de gracia.
Nee'lahn, asustada, se llevó una mano a la
boca.
Pero entonces Kral se precipitó a gran
velocidad hacia la luz del sol. La bestia se acercó al cuadrado
iluminado por aquella luz brillante y dirigió un siseo contra Kral.
El monstruo, detenido por el sol, permanecía justo donde comenzaba
la zona de la sombra mientras acechaba al hombre de las montañas
dando vueltas alrededor de él. —Ahora no tienesss hacccia dónde
huir, hombrecccito —bramó riéndose.
Nee'lahn se dio cuenta de que era cierto. El
área soleada era una isla cuadrada. La sombra ocupaba todos los
lados y la bestia acechaba en la sombra.
Kral miraba a todos lados en busca de una
solución.
Nee'lahn hizo lo mismo. Si el hombre de las
montañas fracasaba, Er'ril quedaría atrapado entre el Señor del Mal
y el mago negro. ¡Eso no debía ocurrir! Se dio la vuelta y cogió
rápidamente la tapa de un barril de encurtidos. Apuntó con ella
hacia un lado soleado hasta que logró atrapar el reflejo del sol en
la tapa, y la inclinó para enviar los rayos del sol al rostro del
skal'tum.
La bestia empezó a aullar e intentó
apartarse. Pero Nee'lahn enderezó la posición de la tapa para
mantener a la bestia bajo la luz.
Kral se dio cuenta de su ventaja y embistió
con un rugido de rabia mientras alzaba el hacha hacia aquel
monstruo y le daba de lleno en el cuello. Al estar expuesta al sol,
la piel de la bestia perdió su protección siniestra y la hoja
penetró profundamente.
La bestia se tambaleó mientras se deshacía
del arma de Kral. Al agarrarse el cuello, un río de sangre brotó
entre sus garras. Balanceándose sobre sus piernas debilitadas,
intentó desplegar sus alas pero, en lugar de ello, cayó hacia
adelante yendo a parar a la zona iluminada por la luz del sol. Su
sangre repugnante brotó entre siseos y burbujas, manchando los
adoquines del suelo.
Kral se acercó al ser caído con el hacha
levantada sobre la cabeza.
Er'ril no vio cómo terminaba Kral con el
skal'tum. Tuvo que concentrarse por completo en el mago negro. La
mera visión de aquella túnica negra le revolvía el estómago. ¿Cómo
podía un hombre abrazar la magia negra que había emponzoñado la
tierra? Er'ril notó en la sangre un hervor de rabia que no sentía
hacía más de un siglo. Esa sensación no le desagradó.
—¡Tu juguete ha muerto, mago! —espetó al
encapuchado—. Suelta al niño o sufrirás el mismo destino.
El mago, con la capucha doblada sobre el
rostro, se deslizó despacio hacia el niño y se apoyó pesadamente
sobre su báculo, como si estuviera exhausto.
—Estás interfiriendo en asuntos que no
alcanzas a comprender...
Entonces levantó el otro brazo y mostró su
muñón. Unas sombras se arremolinaron alrededor del mago y treparon
por la túnica hasta el brazo. Entonces esa oscuridad se posó en la
muñeca vacía y permaneció quieta allí. Como si fuera el capullo de
una rosa negra al abrirse, del muñón brotó un puño de ébano hecho
de sombras oscuras.
—... y haces amenazas que no lograrás
cumplir —continuó el encapuchado.
—Ponme a prueba. —Er'ril frunció la
mirada.
El mago abrió aquel puño siniestro y
extendió los dedos, que parecían tragar la luz.
—Te lo digo por última vez: dame la niña. No
sabes quién es ni qué significa.
—Me niego a cumplir tu orden, ser
repugnante.
Er'ril levantó la espada, pero se mantuvo en
esa posición por temor a herir al niño paralizado.
El mago negro se pasó el báculo al puño
negro. La oscuridad de aquella mano horrible recorrió la vara de
madera gris hasta que por toda ella quedaron reflejadas las sombras
de la noche.
Mientras Er'ril se preparaba para la
batalla, el encapuchado, en cambio, reposó su mano de carne sobre
el hombro del niño.
—¡Deja al niño! —gritó Er'ril precipitándose
hacia el hombre con la intención de detenerlo antes de que hiciera
daño al niño.
El mago negro echó la cabeza atrás, dejó
caer su capucha y por vez primera miró a Er'ril directamente a la
cara. Cuando sus ojos se encontraron, a Er'ril se le heló el
corazón.
¡No! Er'ril dio un traspié, se quedó parado
y dejó caer al suelo la espada, que dañó los adoquines.
El hombre de la túnica levantó el báculo y
dio un golpe en el suelo. La oscuridad se alzó entre los adoquines
engullendo a él y al niño. La voz del mago negro resonó desde las
sombras.
—Er'ril, ¿no has aprendido nada durante
todos estos años?
De pronto, las sombras, como una llama negra
extinguida, se desvanecieron. Ahí donde habían estado el mago y el
niño, ahora sólo estaba la calle vacía.
Er'ril cayó de rodillas mientras la niña
gritaba a sus espaldas asustada y llorando.
Sin embargo, Er'ril apenas la oía. En la
mirada todavía tenía clavados los ojos de aquel mago siniestro.
Conocía aquel rostro: la misma nariz partida, los pómulos
desiguales, los labios finos. Y, sobre todo, la muñeca
mutilada.
Recordó el hombre inclinado con su hermano
en un círculo protector hecho con gotas de cera mucho tiempo atrás,
durante la noche en que se forjó el Diario ensangrentado.
El verdadero nombre del mago negro se escapó
de los labios de Er'ril:
—¡Greshym!