CAPITULO 24
Elena se agarraba al chaleco del caballero
mientras el siseo de los goblins iba aumentando alrededor. Y ahora,
¿qué? Ya había visto demasiados horrores ese día. Hundió el rostro
en el chaleco de piel de Er'ril. El rumor de un trueno distante
resonó sobre sus cabezas silenciando el siseo, aunque no durante
mucho tiempo. Cuando aquel estruendo dejó de oírse, volvió a
comenzar el ruido amenazador que le taladraba los oídos. Tenía un
ojo entreabierto y miraba la galería que tenían detrás. ¿Había ahí
sombras oscuras acercándoseles?
—Huelo a lluvia en este pasillo —dijo el tío
a sus espaldas y, escudriñando el pasillo que llevaba a la
izquierda, añadió—: Creo que por ahí el siseo es menor.
—Pues vayamos por ahí —propuso Er'ril.
Con el oído pegado al pecho de Er'ril, Elena
oía los latidos del corazón en el cuerpo. Se concentró en el sonido
de la sangre en el corazón de aquel guerrero para no oír los
siseos.
—Tira la antorcha —dijo Bol—. Necesitas el
brazo para llevar a Elena. Tenemos que apresurarnos. Es posible que
si no nos entretenemos nos permitan pasar por sus galerías sin
molestarnos.
Elena dejó que Er'ril la levantara con su
brazo de acero. Para mantener la posición se abrazó al cuello del
hombre.
—Pásate a la espalda —dijo él.
Ella hizo lo que le indicaba y enlazó las
piernas en la cintura de él, que mantenía su único brazo apretado
en la pierna de Elena.
—No hace falta que me cojas —le dijo ella a
la altura del oído—. Basta con que te inclines un poco y yo me
sostendré sola.
Er'ril asintió con un gruñido y la soltó.
Ella apretó las rodillas y se ajustó el peso. Se sostenía bien, no
era muy distinto a montar a caballo.
—Ya estoy —dijo.
Er'ril hizo un gesto hacia Bol con una mano
en la empuñadura de la espada.
—Muéstranos el camino. —El brazo de Elena en
su cuello le deformaba algo la voz.
Bol levantó la linterna, se introdujo por el
pasillo de la derecha y emprendió la marcha a una velocidad
moderada. Er'ril lo siguió tras indicar con la voz algo
estrangulada a la niña que se agarrara bien.
Elena apretó la mejilla contra el cuello del
hombre y se agarró con firmeza, procurando no ahogar por completo a
su montura. Su olfato se llenó con el olor de él; olía a caballo y
a almizcle, como la marga de las llanuras de donde procedía. Se lo
imaginó de niño corriendo por los campos de su hogar en Standi;
tendría unas piernas fuertes con las que saltaba acequias de riego
y un pecho ensanchado al aspirar el aire amarillo del polen de los
campos en primavera. Y si se hubieran conocido de niños, ¿qué
habría ocurrido? ¿Habrían sido amigos?
Antes de que Elena pudiera ponderar el
extraño efecto que el olor de él le causaba en el corazón,
penetraron en otra galería. El siseo era más intenso, y la amenaza
resonaba en todas las paredes. El sonido parecía penetrarle en el
cerebro y golpear sus entrañas. Miró por encima del hombro de
Er'ril mientras éste corría detrás de tío Bol y la linterna.
Aunque se movían con rapidez, la carrera no
era tan apresurada como para tropezar con piedras desmoronadas o
golpearse la cabeza con una viga del techo caída. Fue aquel ritmo
rápido pero tranquilo lo que impidió que tío Bol perdiera la vida.
Desde su sitio, Elena observaba el borde delantero del haz de luz
de la linterna, que precedía la marcha iluminando los obstáculos.
Mientras la miraba, de pronto, la luz de la linterna que se
deslizaba sobre el suelo de piedra desapareció, como si una
oscuridad hambrienta se la tragara. Elena sólo tardó un instante en
saber lo que se abría ante ellos.
—¡Cuidado! —exclamó hacia su tío, que
todavía avanzaba apresurado delante de ellos.
Las palabras de Elena llegaron a los oídos
de Bol al mismo tiempo que la visión llegaba a sus ojos. Resbaló al
detenerse y tuvo que equilibrarse con los brazos para no caer. Se
quedó balanceándose sobre las puntas de los pies en el borde de un
precipicio. Al aproximarse, Er'ril estuvo a punto de golpearlo en
la espalda y hacerlo caer en el hoyo oscuro que tenían delante,
pero el caballero fue ágil y, en lugar de eso, apartó a tío Bol del
borde.
Elena cayó de la espalda de Er'ril. Los tres
contemplaron el precipicio que se abría delante de ellos. La
galería había sido partida en dos por una grieta antigua y un
desplazamiento de la piedra de las estribaciones; el borde de luz
de la linterna apenas alcanzaba la galería del lado contrario.
Estaba demasiado lejos para saltar.
Otro estruendo de truenos resonó procedente
de la tormenta que había en el exterior. Aquel ruido sonó muy
claramente en la galería opuesta. Tío Bol estaba en lo cierto. Al
final de aquella galería había un camino a la superficie. Sin
embargo, dado el precipicio que había entre ellos y la continuación
de la galería, podía encontrarse muy lejos.
El trueno cesó y el origen del siseo pareció
claro. El sonido emanaba del precipicio como vapor, como si fuera
una tetera a punto de explotar.
—Goblins de roca —musitó Bol.
Entonces, a sus espaldas un siseo viscoso
respondió desde el precipicio. Tío Bol se volvió hacia Elena. Ella
jamás había visto tanta desolación en su mirada.
—Lo siento —musitó Bol dirigiéndose a ella y
a Er'ril.
Elena apenas atendió sus palabras. En la
galería que quedaba a las espaldas distinguió unas sombras negras
que se movían y retorcían hacia la luz.
—¡Kral! —gritaba Nee'lahn por el bosque
empapado por la tor— ' menta. Las ramas se agitaban al paso de su
caballo y la lluvia intensa caía con fuerza clavándose en la cara.
Prosiguió su marcha por el bosque hacia el lugar donde había oído
el estrépito de unos cascos al pasar. Espoleó al caballo para que
avanzara.
Tras ella iban la yegua y su jinete,
Rockingham. A pesar de que la yegua estaba atada al caballo, el
hombre no había hecho nada por saltar de su montura y huir.
Aparentemente, el prisionero no tenía ganas de atravesar a pie esos
bosques plagados de monstruos esa noche.
—Está muerto —dijo Rockingham en tono
desabrido—. Será mejor que busquemos un árbol de ramas espesas y
esperemos a que pase la tormenta.
—No.
—No puede haber sobrevivido al
skal'tum.
—Lo hizo una vez.
—No en una noche oscura como ésta.
—Rockingham levantó los hombros y los encorvó al sentir una ráfaga
húmeda repentina.
—Lo he oído.
—Eran truenos.
Nee'lahn hizo avanzar el caballo a la vez
que llevaba consigo a la yegua. Tenía unos sentidos muy finos. Lo
que había oído no era un trueno.
—¡Kral! —volvió a gritar mientras el viento
le arrancaba el nombre de los labios.
De pronto, como una respuesta, vieron ante
ellos el destello de una luz en el bosque. Lo primero que pensó
Nee'lahn era que habían marchado en círculo y que aquella luz
brumosa no era más que la casa del anciano. Pero no era posible,
estaban demasiado adentro en el bosque, demasiado alejados de la
granja. Se enderezó en el caballo y aguzó la vista para intentar
traspasar el velo de lluvia. La luz, de un brillo azul celeste
suave, parecía moverse arriba y abajo. ¿Acaso alguien los estaba
llamando? ¿Kral, tal vez?
Extendió una mano en el tronco de un árbol
y, con los ojos entornados, examinó la corteza áspera hasta llegar
al corazón del árbol, a las raíces, que lo unían a los demás
árboles del bosque oscuro. Desde lo más profundo de su garganta
entonó una canción de las ninfas, una canción que preguntaba:
¿quién hay ahí delante?, ¿amigo o enemigo? Pero la única reacción
que percibió fue un quejido de irritación. ¡Qué aburridas eran las
raíces de esos árboles! Comparadas con la sinfonía que se oía antes
en el bosque de donde procedía, éstas parecían humanos roncando.
Sólo obtuvo una respuesta: un elfo.
Sorprendida, apartó los dedos de la corteza
leñosa mientras se decía que aquello sólo podía ser una pesadilla
antigua. Esos árboles estaban anclados en el pasado. Los elfos
habían desaparecido de esas tierras hacía miles de años. Se habían
marchado hacía mucho tiempo en sus barcos de vela, más allá del
Gran Océano Occidental para ir a un país lejano del que jamás
regresaron.
La mera mención de los antiguos elfos la
llenó de preocupación; era un nombre demasiado maldito para
encontrarlo entre las ramas empapadas por la tormenta.
La curiosidad la hizo avanzar con su caballo
hacia la luz. Los troncos de los árboles que se interponían entre
ella y la luz hacían que aquel brillo asomara y desapareciera, como
si emitiera señales crípticas. Por fin, un vendaval de violencia
inusitada se desató desde lo alto de las montañas y una cortina de
lluvia cayó sobre ellos. La luz se apagó. Nee'lahn, insegura del
punto donde se encontraba antes la luz, detuvo el caballo y
aguardó.
Escudriñaba el paisaje mientras contenía el
aliento; entretanto Rock-ingham colocó su yegua junto al caballo
castaño.
—No me gusta esto. Deberíamos irnos. Es
mejor no saber qué tipo de bestia puede andar suelta esta
noche.
—¡Silencio! —exclamó Nee'lahn levantando una
mano a modo de aviso. Aguzó el oído. Le había parecido oír que una
rama se rompía cerca de allí.
—Pero ¿qué...? —La pregunta de Rockingham
quedó enmudecida por una manaza enorme que le tapó la boca.
Nee'lahn se asustó en su silla de montar al
ver una figura enorme que se erguía y sacaba a Rockingham de su
montura. Un puñal que llevaba en una vaina en la muñeca salió
disparado de la mano. Quien fuera que había aprehendido a
Rockingham se encontraba en el lado más alejado del caballo y
permanecía oculto a la vista.
Con el rabillo del ojo observó que la luz
brillante volvía a aparecer a la derecha, en un punto más adentrado
del bosque. Sin embargo, no le hizo mucho caso porque tenía la
atención centrada en el movimiento que se había producido detrás de
la yegua. De pronto, un rostro asomó sobre la cruz del caballo. Los
rasgos duros y la barba espesa le resultaron familiares.
—¿Kral? —preguntó con un susurro.
—Desmonta —murmuró él, tendiéndole la mano
para que descabalgara.
Nee'lahn bajó del lomo del animal. Se acercó
rápidamente hacia Kral y Rockingham. El hombre de la guarnición se
frotaba el cuello con una expresión de rabia en los ojos.
—Ata los caballos —le susurró el hombretón
al oído.
—¿Por qué?
—Los caballos llaman la atención —respondió
señalando hacia la luz—. Vosotros dos hacíais ruido suficiente como
para atraer a un gato montes sordo. Si vamos a pie, la tormenta
ocultará nuestro rastro y tapará nuestras pisadas.
—¿Quién hay ahí?
—No... no estoy seguro. —Kral apartó
rápidamente el rostro—. Pero en esta noche tan horrible, es preciso
ir con cuidado.
Nee'lahn torció el gesto en señal de
preocupación. El hombre de las montañas actuaba de un modo extraño,
pero sus palabras parecían sensatas.
—Yo no pienso ir a ningún sitio —dijo
Rockingham poniéndose de pie.
—Tú ya estás bien donde estás —repuso Kral
tomándole las muñecas con una mano y atándoselas con una cuerda—.
Te quedarás aquí con los caballos.
Acto seguido, Kral lanzó un cabo de la
cuerda por encima de una rama alta de roble y lo recogió. A
continuación, tensó la cuerda, que tiró de los brazos de Rockingham
hasta el punto que éste tuvo que ponerse de puntillas para
sostenerse. Entonces Kral ató la cuerda alrededor del tronco del
árbol. Rockingham protestaba, pero la mordaza que le colocó en la
boca silenció sus palabras.
—¿Es realmente necesario? —preguntó
Nee'lahn, sorprendida por el comportamiento salvaje de Kral—. Hasta
ahora no nos ha causado problemas.
—¿Y qué hay del skal'tum? —repuso Kral—
¿Cómo han sabido dónde encontrarnos?
Ella no dijo nada.
—Ven, el sol está a punto de salir
—prosiguió—. Regresaré a la granja y liberaré al valle de esos
monstruos del mismo modo que hice con el otro. —Y señalando con un
ademán hacia la luz dijo—: Pero antes quiero saber quién más anda
por estos bosques durante una noche de tormenta.
Nee'lahn pensó en decirle lo que había oído
de las voces del árbol, pero las acciones de Kral la incomodaban y
le impedían expresar sus preocupaciones de forma abierta. Por otra
parte, ¿qué necesidad había de hablar de elfos? Eran seres de
cuentos antiguos.
—Sería bueno que tú también te quedaras con
los caballos —dijo Kral.
—rrNo. —La palabra se le escapó de la boca y
no pudo detenerla; sin embargo, no se retractó—. Iré contigo.
Kral vaciló y pareció que iba a protestar,
pero luego se encogió de hombros y se dio la vuelta. Cuando él
emprendió la marcha, Nee'lahn se colocó detrás de su amplia
espalda. A pesar de ser un hombre tan grande, parecía flotar sobre
el suelo del bosque. Se acercó a la luz distante con rapidez,
resolución y silencio y el hacha apretada en el puño. Nee'lahn, que
era un ser del bosque, tenía que apresurarse para seguir el ritmo
del hombre. Las ráfagas y el abrazo húmedo de la tormenta le
dificultaban el paso; en cambio, la lluvia que caía sobre la cabeza
inclinada de Kral se le escurría por el cuerpo como si fuera de
piedra.
Mientras avanzaban no intercambiaron
palabra; no obstante, el corazón de Nee'lahn se debatía en miles de
preocupaciones. Después de la lucha contra el skal'tum en la
ciudad, Kral había salido tenso pero con la cabeza clara y la
fortaleza de espíritu intacta. En cambio ahora sus palabras
parecían mordiscos y sus acciones eran tan cortantes como el filo
del hacha. Incluso sus hombros parecían rígidos y hechos de
hierro.
Si Kral no hubiera tenido una actitud tan
extraña, ella se habría quedado con los caballos y con Rockingham y
probablemente habría podido evitar que el hombre fuera atado como
un animal. Pero la asustó el modo en que Kral fruncía el entrecejo
con aquella mirada enrojecida y abatida, no sólo por sí misma, sino
también por cuantos él pudiera encontrar. Aquella noche no todo
tenía que resolverse con puñales y músculos.
Nee'lahn se acercó el hombre de las montañas
y contempló la luz que brillaba más allá de la última extensión de
árboles. Quien fuera que proyectara una luz como aquélla en la
tormenta merecía atraer algo más que furia ciega. Por ello se
adelantó a Kral, decidida a ver primero si el hacha era necesaria.
Adelantó rápidamente al gigante con pasos elásticos, que parecían
bailar silenciosos sobre las hojas y las ramas caídas. Los caminos
del bosque eran parte de su ser. A sus espaldas oyó un murmullo
airado de Kral.
Una leve sonrisa le asomó a los labios hasta
que llegó al último de los árboles y vio quién y qué emitía luz en
el oscuro bosque. ¡No! El instinto se apoderó de su corazón
mientras volvía a los dedos el puñal procedente de la vaina que
llevaba en la muñeca. Se precipitó hacia el círculo de luz.
Un hombre esbelto, el doble de alto que
Nee'lahn pero también el doble de delgado, vestido sólo con un
jubón fino y blanco remetido en unos pantalones verdes bombachos,
giró el cuello largo y delgado y la miró. Estaba de pie en medio de
un círculo de setas con una mano en alto en la que sostenía la
fuente de luz. Un pájaro encaramado en la muñeca levantada emitía
un brillo azul celeste de sus plumas. El animal, sorprendido, agitó
dos veces las alas, y la luz brilló con más intensidad. Era un
halcón de luna.
Entonces el ave abrió el pico y profirió un
chillido.
—¡No, Nee'lahn! —exclamó Kral detrás,
mientras ella salía corriendo Alacia adelante enarbolando el puñal.
Pero la mujer no le hizo caso y profirió un grito de rabia.
¡Muerte a los elfos!
Er'ril empujó a la chica detrás de él y
desenvainó la espada mientras escudriñaba la galería oscura. Unas
formas negras y sibilantes avanzaban hacia ellos. Bol estaba de pie
con la niña y mantenía en alto la linterna, cuya luz convertía al
trío en una isla iluminada. Con el precipicio detrás, la retirada
era sólo otro modo de morir.
—No lo entiendo —musitó Bol a sus espaldas—.
Las pocas veces que he encontrado indicios de goblins de roca, me
he limitado a huir. Jamás me han perseguido.
—Tal vez se han envalentonado —repuso
Er'ril.
Vio que algunos se acercaban al borde de la
luz. El brillo de la linterna parecía actuar como una protección
mágica que impedía a esos seres acercarse más.
Entonces una de ellos se separó de los demás
y avanzó. Se encontraba en el borde mismo de la luz, si bien
continuaba sumido en la sombra. La escasa luz de la linterna mostró
una mirada brillante y roja y unos colmillos afilados. Er'ril
sintió que se le erizaban los pelos de miedo. El ser le recordó
terrores nocturnos de su infancia, cuando se cubría hasta la
barbilla con las sábanas al oír los crujidos de su casa en mitad de
la noche.
—No aguantarán mucho rato así —dijo Er'ril—.
¿Bol, tiene alguna arma?
—No, sólo la linterna.
Al hablar, el anciano dio un paso adelante
con la linterna. Su movimiento repentino tomó de sorpresa al goblin
audaz. El animal, al ser iluminado con la luz, se quedó quieto. No
era mayor que una cabra; la piel, que en la oscuridad parecía
negra, en realidad era blanca y escamosa, como la barriga de un
pez, y estaba cubierta por una sustancia viscosa. Tenía los grandes
ojos rojos clavados en ellos y no pestañeaba. Entonces se encorvó
ante ellos con un siseo agudo a la vez que mostraba unos colmillos
de áspid. El goblin enroscó y retorció la cola, de cuyo extremo
pendía un único cuerno negro, en actitud amenazadora.
Er'ril hizo una mueca de disgusto, que no
fue provocada por aquel animal encogido bajo la luz de la linterna,
sino por lo que el haz de luz brillante reveló. La galería que
tenían delante estaba repleta de cuerpos encorvados y retorcidos.
Incluso las paredes y el techo estaban festoneados de goblins, que
pendían de los bloques de piedra desmoronados a los que se
sujetaban con las garras.
El único goblin que permanecía cerca de
ellos se escurrió rápidamente hacia las sombras. Los demás
congéneres también esquivaron la luz que se había desplazado, pero
su actitud no era la de una retirada.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Er'ril a Bol,
intentando no mirar a la niña asustada que se escondía detrás de su
tío—. Mi espada sola no basta para abrirse paso ante tantos. ¿Y si
utilizamos la magia de la bruja?
—No. Elena está agotada. Igual que ocurría
con sus homólogos masculinos, necesita el sol para renovarse. No
puede ayudarnos.
—¿Los goblins de roca atienden a
razones?
—No lo sé. Son unos seres asustadizos y
pocas veces entran en contacto con otros.
—¿Y qué ocurre con esos otros?
—Se han encontrado calaveras y esqueletos
muy limpios.
Er'ril vio que los goblins se arrastraban
lentamente hacia ellos. Llevó a Elena hacia una pared e hizo que
Bol se colocara delante de ella para protegerla. Er'ril necesitaba
espacio para moverse. Levantó el extremo de su espada.
Entonces esperó a tener algún indicio de que
los seres tenían la confianza suficiente para atacar. Sin embargo,
continuaban en el borde de la luz de la linterna, como si
aguardaran una señal propia. Parecían decididos a impedir que los
intrusos huyeran, pero, a la vez, no sabían qué hacer con
ellos.
—¿Qué... están haciendo? —preguntó Elena
detrás de su tío. Tenía una voz sorprendentemente tranquila. Tal
vez era demasiado inocente para valorar de forma correcta la
difícil situación en la que se encontraban.
—No estoy seguro, dulzura —respondió tío
Bol—, pero será bueno que no hagamos ruido.
Tras aquellas palabras se produjo un tumulto
entre los goblins, que se inició al fondo de la galería y continuó
hacia ellos acompañado por un siseo furioso y riñas con chasquidos
de lengua.
Er'ril tensó el brazo armado mientras
permanecía quieto y con la mirada concentrada.
De repente, otro goblin se abrió paso entre
el grupo y se colocó bajo la luz de la linterna. Igual que hizo el
anterior, miró a Er'ril con sus grandes ojos rojos mientras blandía
la cola con cautela. Sin embargo, en sus manos pequeñas asía un
objeto que brillaba con la luz. El goblin avanzó cabizbajo hacia él
con las manos levantadas, como si le ofreciera un regalo. Er'ril
retrocedió y apuntó su espada contra aquel ser.
Los otros goblins de la galería habían
dejado de sisear y permanecían muy quietos. El goblin que se
encontraba delante de Er'ril abrió sus largos dedos y mostró un
objeto metálico labrado tan grande que para sostenerlo necesitaba
sus dos pequeñas manos blancas.
Er'ril se sobresaltó. Bajo la luz de la
linterna la pieza metálica brillaba como el oro. Reconoció el
objeto y su forma y supo que lo que brillaba no era oro, sino
hierro forjado con la sangre de mil magos. Lo había ocultado en las
ruinas de la vieja academia hacía más de un siglo para preservarlo
de picaros y ladrones durante sus viajes.
Era la guarda de A'loa Glen.
Sorprendido por aquella visión inesperada,
Er'ril bajó por fin la guardia, pero se movió con demasiada
lentitud. El goblin de la guarda salió disparado hacia adelante
pero, en lugar de dirigirse a Er'ril, lo adelantó y siguió. Antes
de que Er'ril se diera cuenta, el goblin se encontraba detrás de
él, al borde del precipicio. El animal se detuvo un instante para
mirarlo atentamente por encima del hombro.
—¡No! —Er'ril dejó caer la espada y extendió
una mano hacia el animal. La guarda no podía perderse. De nuevo fue
demasiado lento.
El goblin saltó y se precipitó en el
interior de aquellas fauces oscuras, asiendo todavía la llave que
daba acceso a la ciudad perdida.
Er'ril se acercó rápidamente al borde, se
puso de rodillas y miró hacia el interior. Sólo veía
oscuridad.
—Traed la linterna —ordenó Er'ril.
—Mirad, se marchan —dijo Bol.
Er'ril dirigió una mirada rápida. En efecto,
la masa de goblins de roca se marchaba desapareciendo en la
oscuridad de las galerías. Una amenaza menos. Luego volvió a
dirigir su atención al precipicio y repitió:
—¡La linterna! Alumbre aquí.
—Pero ¿para qué? Vamonos de aquí, volvamos a
la superficie —dijo Bol mientras se acercaba con la linterna.
—Bájela hasta el orificio.
Bol se inclinó con un suspiro y dirigió la
linterna por el borde. La luz recorrió la oscuridad, mostrando un
precipicio estrecho que se encontraba unos palmos más abajo. Había
unos escalones toscos de piedra que conducían a las profundidades
de aquel despeñadero. Justo en el punto en que terminaba el alcance
de la luz de la linterna se veía un goblin bajando a saltos la
escalera. Al poco tiempo desapareció de la vista.
—Tenemos que atrapar ese pequeño sapo.
—Er'ril se irguió y recogió la espada que había soltado.
—¿Por qué? Deja que se marche, Er'ril,
tenemos que poner a salvo a Elena.
—Si queremos tener alguna oportunidad de
llegar a A'loa Glen y conseguir el Diario ensangrentado necesitamos
lo que aquel goblin tiene. —Er'ril entretanto introdujo con
nerviosismo la espada en la vaina—. Es la llave que abre el camino
hacia la ciudad perdida. Sin ella, los antiguos hechizos urdidos
alrededor de A'loa Glen son inexpugnables. Tengo que conseguir esa
guarda.
—¿Cómo la han encontrado? ¿Por qué la
muestran y después huyen? —se preguntó Bol, ceñudo, al comprender
el alcance de las palabras de Er'ril.
—Nos han conducido hasta aquí. —Er'ril
señaló la galería vacía—. Al enseñarnos la guarda, no necesitan
empujarnos más. Esperan que ella nos arrastre.
—¿Que nos arrastre hacia dónde? —preguntó
Elena.
—Ahí abajo —respondió Er'ril, colocándose a
su lado.
Kral se acercó corriendo detrás de Nee'lahn.
¿Qué podía provocar semejante furia en una mujer tan tranquila? La
lluvia caía en remolinos sobre el pequeño claro que se abría entre
los árboles. Su único ocupante, un hombre tan alto como Kral, pero
delgado como un arbolito mecido por el viento, miraba a Nee'lahn
con los labios levemente fruncidos, como si no le asombrara mucho
que una mujer se abalanzara contra él blandiendo un puñal. Llevaba
el cabello recogido en una larga trenza que le colgaba por la
espalda y brillaba con reflejos de color de plata, que no se debían
a la edad, puesto que la piel del rostro era tersa. Sin embargo,
los ojos azules, que sólo dirigió un momento hacia Kral, sugerían
que el tiempo le había arrebatado tanto los temores como la
curiosidad propios de la juventud. Tenía una mirada aburrida.
La única luz en aquel claro tormentoso
provenía del haz que irradiaba un pájaro, un halcón iluminado con
una intensa luz azul celeste. La reacción del animal, que se erguía
sobre la muñeca de aquel hombre alto, fue todavía más acústica que
la de su cuidador. Emitió un chillido agudo contra Nee'lahn,
imitando el grito de furia de aquella pequeña mujer.
A Kral le cayó una gota de lluvia en los
ojos. Pestañeó. En esa fracción de segundo, el animal desapareció
de la muñeca del forastero. Con una llamarada de luz no muy
distinta a la de los relámpagos que refulgían entre las nubes, el
pájaro se abalanzó sobre Nee'lahn y le arrebató el puñal de la
mano. Antes de que los pies sorprendidos de Nee'lahn se detuvieran,
el halcón volvía a estar en su puesto.
Nee'lahn permaneció de pie con la
respiración entrecortada y el fino cabello pegado en mechones en la
cara.
—¡Esta no es tu tierra! —gritó entre los
truenos—. Los de tu raza no pertenecéis a aquí.
Por entonces, Kral ya se encontraba junto a
ella y le colocó una mano en el hombro. Sin saber quién podía ser
ese hombre, pero confiado en el instinto de Nee'lahn, adoptó una
actitud de apoyo a su compañera. Sintió que ella temblaba, como si
en su interior tuviera las emociones a punto de explotar.
—¿Quién es este hombre? ¿Lo conoces?
El temblor de Nee'lahn se apaciguó al
oírlo.
—No, no lo conozco. Pero conozco a su
pueblo: los elfos —dijo con desprecio mirando al forastero con
actitud amenazadora.
Este no dijo nada, tenía una actitud
despreocupada, como si no comprendiera el idioma. Kral se puso en
guardia cuando, de pronto, el elfo se movió, si bien fue sólo para
acercar uno de sus largos dedos a las plumas encrespadas del
halcón. Eso pareció calmar al pájaro, que se posó mejor en su
soporte, con menos tensión.
—No he oído hablar de ese clan —dijo Kral,
pronunciando por algún motivo esas palabras entre susurros.
—Sería imposible. Antes incluso de que la
raza de los humanos habitara estas tierras, los elfos ya se habían
convertido en un mito; eran un pueblo desaparecido hacía mucho
tiempo en las brumas del Gran Océano Occidental.
—Entonces, ¿cómo los conoces tú?
—Los árboles tienen una gran memoria.
Nuestras raíces más antiguas eran jóvenes cuando los elfos se
paseaban bajo las ramas de los árboles de los Altos Occidentales.
Los árboles más venerados recitaban historias sobre ellos; eran
canciones de guerra... y de traición.
—Sin embargo, hace tiempo que no cantan
—dijo el forastero por vez primera con una voz que parecía el
repicar de las campanas, con la vista clavada en el halcón y la
cabeza levemente ladeada en actitud de estudio.
—¡Por culpa vuestra! —Nee'lahn volvió a
estremecerse. El se encogió de hombros—. ¡Nos traicionasteis! —Las
lágrimas asomaron en los ojos de la mujer.
—No. Os destruísteis a vosotros
mismos.
Por vez primera, como una tormenta repentina
en un cielo de verano, un brillo de enfado centelleó en los ojos
azules del forastero. Se volvió para mirarlos de frente, mostrando
unos pómulos altos que se recortaban afilados en un rostro
blanco.
Kral apretó el hombro de Nee'lahn para
intentar contener la rabia creciente que se estaba apoderando de
ella. Gracias al contacto, Kral percibió verdad en las palabras de
Nee'lahn. Ella creía en las acusaciones que estaba formulando. Sin
embargo, Kral tenía también la impresión de que el forastero no
mentía. Él también creía en sus afirmaciones de inocencia.
Kral interrumpió aquel silencio tenso. La
tormenta que se estaba desencadenando en ráfagas de viento y
truenos sobre ellos parecía tranquila comparada con la guerra
silenciosa que se estaba librando en tierra.
—No lo entiendo. ¿Qué ocurrió entre vuestros
pueblos?
—Hace mucho tiempo —explicó Nee'lahn
volviéndose hacia Kral—, los árboles espirituales de mi pueblo, los
koa'kona, crecían por todo el territorio, desde la Dentellada, la
extensión de los Altos Occidentales y hasta el mismísimo Gran
Océano Occidental. Nuestras gentes eran reverenciadas como
espíritus de las raíces y el lodo. Y compartíamos nuestros dones
con los demás libremente.
—Gobernabais como si las demás razas del
territorio fueran meras herramientas para contribuir al crecimiento
de vuestros árboles preciosos. Vuestro mandato era una dictadura
—espetó el forastero.
—¡Mientes!
—Al principio, ni siquiera nosotros nos
dimos cuenta de lo poco natural que era vuestra propagación por la
tierra. Os ayudamos con nuestros dones de viento y luz para que
vuestros árboles crecieran. Pero entonces, desde los vientos de
altura empezamos a percibir el efecto nefasto que la propagación de
vuestro pueblo tenía sobre la tierra: los estanques se secaron, los
ríos cambiaron el curso, las montañas se desmoronaban. La belleza
de la variedad de la vida estaba amenazada por la propagación
egoísta de vuestro pueblo. Por ello, dejamos de cederos nuestros
dones e intentamos que vuestros ancianos entraran en razón. A
cambio, fuimos vilipendiados y expulsados de nuestras propias
tierras.
—Pero antes arrojasteis una maldición contra
nosotros —replicó Nee'lhan—. Sembrasteis la Roya en vuestros
vientos y lanzasteis contra nosotros la podredumbre de las raíces y
las hojas. Entonces nuestros árboles empezaron a secarse y morir
por todo el territorio. Sólo sobrevivió a la plaga un claro pequeño
que estaba protegido por la nueva magia de los humanos. Nos
destruísteis.
—¡Eso nunca! Nosotros consideramos la vida,
incluso la vuestra, como algo precioso. No fuimos nosotros quienes
lanzamos la maldición contra vuestros árboles y les trajimos la
Roya, fue la propia tierra. La naturaleza se protegió de vuestra
propagación para proteger su propia diversidad. Fuisteis expulsados
por la propia tierra. No nos echéis la culpa a nosotros.
KralVio que Nee'lahn tenía los ojos abiertos
mientras en su mirada se debatían la sensatez y la rabia.
—Mientes —afirmó. Esta vez su voz tenía un
deje de duda. Volvió el rostro hacia Kral—. Está mintiendo
¿verdad?
—Yo sólo percibo verdad —respondió Kral
negando con la cabeza—, pero es fe en sus palabras. Cree en lo que
dice. Eso no significa que lo que él crea sea necesariamente
cierto.
Nee'lahn levantó los puños contra las
sienes, como si quisiera apartar las dudas que nacían en su
interior.
—Entonces, ¿por qué? ¿por qué habéis
regresado?
—Cuando fuimos expulsados, vuestro pueblo
colocó en estas tierras unas protecciones de magia elemental para
mantenernos alejados de aquí. Con la muerte del último de los
árboles, el poder de esas protecciones desapareció y los caminos se
abrieron de nuevo. Entonces fui enviado hacia aquí.
—¿Para qué? —preguntó Kral.
—Para recuperar lo que perdimos y lo que nos
obligaron a dejar atrás.
—¿Y qué es eso? —preguntó Nee'lahn—. No nos
quedamos con nada vuestro.
—Ah, sí lo hicisteis. Sí. Y lo escondisteis
en este valle, que todavía lleva el nombre que le dimos hace tanto
tiempo: Winter's Eyrie.
—¿Qué? —preguntaron Kral y Nee'lahn al
unísono.
Entonces el elfo alzó el halcón.
—Encuentra lo que perdimos. —El pájaro saltó
de la muñeca con un destello de luz de luna y se elevó por encima
del claro anegado—. Encuentra a nuestro rey perdido.