CAPITULO 10
El amanecer penetró helado en la pequeña
habitación de la posada. Er'ril estaba tendido en el suelo de la
habitación, abrigado con una manta y con la mochila como almohada.
Había permanecido en vela, por lo que pudo ver cómo los primeros
rayos del sol matutino agitaban las motas de polvo de la habitación
en una danza lenta. La velada había sido larga. Nee'lahn y él
habían hablado hasta bien entrada la noche, hasta que ambos por fin
decidieron dedicar algunas horas al descanso para afrontar mejor la
mañana.
Nee'lahn se quedó dormida en la cama
rápidamente —todavía estaba vestida— y abrazada al laúd, como un
amante. En cambio, Er'ril durmió a ratos, y durante estas cabezadas
soñó cosas terribles. Finalmente abandonó su propósito de conciliar
el sueño y se contentó con contemplar el amanecer.
Mientras observaba la salida del sol, sus
pensamientos se agitaban frenéticos entre recuerdos antiguos,
preguntas y temores. ¿Por qué se había quedado con esa infeliz? En
cuanto ella hubo cerrado los ojos y su respiración se volvió más
pausada, él habría podido escabullirse. Pero sus palabras lo
retenían en la habitación. ¿El encuentro con aquella ninfa tenía
algún significado, tal como ella sostenía? ¿Había algún hecho
portentoso escondido detrás del violento incendio del campo? Y...
¿por qué...?, ¿por qué había regresado a aquel valle maldito?
Para la última pregunta sí tenía la
respuesta. En su interior sabía que no podía ocultarse a sí mismo
lo que lo había llevado al valle. La noche anterior había sido el
aniversario de la formación del Libro y de algo peor: la pérdida de
su hermano. Er'ril todavía recordaba a Shor-kan, Greshym y al niño,
cuyo nombre nunca supo, agachados en el círculo de cera mientras
los tambores batían a lo lejos. Aquel recuerdo era vivido y
brillante como un cuadro recién pintado.
Quinientos inviernos antes también había
estado en una posada parecida a ésa con el Libro firmemente
apretado entre las manos, mientras la sangre de un inocente se
extendía a sus pies. En aquel momento, el paso del tiempo se detuvo
para Er'ril sin que él fuera consciente de ello. Tuvieron que pasar
muchas estaciones antes de que se diera cuenta de la maldición que
le había caído aquella noche: no envejecer jamás. Tuvo que ver cómo
quienes amaba se hacían mayores y morían mientras él conservaba su
aspecto joven. En cada una de esas miradas había reconocido a veces
el brillo de la ira: ¿por qué yo envejezco y tú sigues igual?
Finalmente, el dolor de ser una y otra vez testigo de todo aquello
había sido demasiado grande, y se lanzó a los caminos para que
ningún lugar fuera su casa y para que nadie fuera su amigo.
Cada cien años regresaba al valle en busca
de alguna respuesta. ¿Cuándo terminaría aquello? ¿Por qué era
preciso que él viviera? Hasta el momento no había obtenido
respuesta alguna. Conforme la tierra envejecía con el tiempo,
Er'ril observaba cómo iban cicatrizando en el valle las heridas de
aquella aciaga noche. Las gentes habían olvidado y los muertos
yacían en tumbas anónimas sin que nadie se acordara de ellos. Cada
siglo regresaba a honrar a los caídos en el avance de los Señores
del Mal. Merecían, por lo menos, que una persona conservara el
recuerdo de su valor y sacrificio.
Er'ril sabía que si se doblaba sobre la
punta de su espada pondría fin a aquella maldición; muchas veces en
las noches en que permanecía despierto había tenido aquel
pensamiento. Pero el corazón se lo impedía. ¿Quién recordaría
entonces a los miles que habían muerto aquella noche hacía tantos
inviernos? Y su hermano Shorkan, que había muerto para dar vida al
Libro... ¿cómo podía Er'ril abandonar su propia responsabilidad
cuando su hermano había dado tanto de sí?
Por eso, cada cien inviernos él regresaba
allí.
Er'ril oyó que Nee'lahn se estaba
despertando. La vio levantar una mano y apartarse el sueño del
rostro. Er'ril se aclaró la garganta para indicarle que él también
estaba despierto.
—¿Ya es de mañana? —preguntó ella apoyándose
en un codo.
—Sí —contestó él—, y si queremos encontrar
un sitio libre en el comedor para desayunar tendremos que estar
listos pronto. He oído hombres ir y venir durante toda la
noche.
Ella se levantó de la cama y se arregló
tímidamente el vestido.
—Tal vez podríamos comer aquí. Yo... yo
prefiero evitar las multitudes.
—No. Sólo sirven en el comedor. —Er'ril se
colocó las botas y se puso de pie. Torció el cuello con un
chasquido y miró por la ventana. Al oeste, el cielo de la mañana se
mostraba manchado de penachos de hollín, y sobre el valle se cernía
una capa de humo espesa. En las cumbres se agolpaban unas nubes
oscuras. Amenazaba tormenta, pero aquel día la lluvia sería muy
bien recibida. Er'ril vio que todavía se elevaban al cielo algunas
llamaradas. Más cerca, las colinas se erguían quemadas y negras con
alguna hondonada verde.
Nee'lahn se acercó a su lado mientras se
peinaba el cabello con los dedos.
—Una mañana horrible —susurró mirando por la
ventana.
—Este valle ha estado peor otras
veces.
Recordó la mañana después de la Batalla de
Winter's Eyrie. La sangre corría roja por los miles de arroyos,
resonaban gritos por las montañas escarpadas de la Dentellada y el
hedor a carne quemada resultaba intolerable para la nariz.
Comparada con aquélla, esa mañana resultaba apacible.
—Se recuperará —dijo a Nee'lahn apartándose
de aquella imagen. Se colocó la mochila en la espalda—. Siempre lo
hace.
Ella recogió su bolsa y ató el laúd. Luego
se acercó a él, que se encontraba ya en la puerta de la
habitación.
—No siempre ocurre —dijo ella
dulcemente.
Él la miró. Nee'lahn tenía la mirada
ausente. Er'ril tuvo la certeza de que pensaba en el destino fatal
de su bosque. Suspiró y abrió la puerta.
Nee'lahn salió al pasillo y descendió por
las escaleras que llevaban al comedor. Las voces y el griterío que
atronaban en el comedor de la posada eran tan agitados como cuando
se habían retirado la noche anterior. Había algo que todavía
inquietaba a las gentes del lugar.
Cuando él y la cantante entraron en el
comedor, un hombre escuálido pelirrojo y con la ropa manchada de
ceniza colocaba ruidosamente un pie en el escenario. Como no había
cazoleta, Er'ril dedujo que aquél no era un artista temprano.
—¡Escuchadme! —gritó con voz aguda y
estridente el hombre delgado, dirigiéndose hacia las mesas repletas
de gente—. Se lo he oído decir al propio capitán de la
guarnición.
—¡Olvídalo, Harrol! —respondió un hombre con
una pala—. ¡Lo primero es apagar el fuego! Luego ya nos ocuparemos
de esos niños.
—¡No! ¡Esos niños son hijos del demonio!
—espetó el hombre al público.
—¡Y qué! Unos demonios no me quitarán la
comida de las bocas de mi familia. O salvamos todo lo que sea
posible de la cosecha de esta estación o moriremos todos de hambre
durante el invierno.
—¡Estúpido! —El hombre del escenario tenía
el rostro enrojecido y agitaba los hombros—. ¡Esos niños fueron los
causantes del incendio! Si no los encontramos, continuarán quemando
los campos de otros pueblos. ¿Es eso lo que queréis? ¿Que todo este
valle arda en llamas?
Este último argumento hizo callar al hombre
que protestaba entre la gente.
Nee'lahn se había acercado sigilosamente a
Er'ril. Lo miró con actitud interrogante. Él se encogió de
hombros.
—Malas lenguas. Parece que están buscando
una cabeza de turco.
Un anciano de pelo cano sentado a una mesa
cercana oyó esas palabras.
—No, amigo mío. Han llegado rumores desde
las colinas. Fueron los chicos de Morin'stal. El diablo se ha
apoderado de sus corazones.
Er'ril asintió sonriendo débilmente mientras
se apartaba. Para no encontrarse en medio de los que discutían sus
asuntos locales, se dirigió con Nee'lahn hacia la barra y acercó
dos taburetes para sentarse.
El posadero estaba en su puesto detrás de la
barra, pero esa mañana lucía una sonrisa por encima de su ceño
habitual. Obviamente, aquel incendio era beneficioso para la
posada. Nada mejor que un acontecimiento estremecedor para llenar
las arcas con monedas.
Er'ril captó la atención del posadero, que
se acercó a sus asientos desde detrás de la barra. —Sólo hay gachas
de avena frías —dijo para empezar.
Er'ril observó que la vista del posadero se
clavaba en Nee'lahn. Mientras le recorría la figura delgada con la
mirada, se relamía los labios. Ella se estremeció. El posadero
volvió la mirada hacia Er'ril con desprecio.
—Claro que con cinco monedas más podría
conseguir un poco de mermelada de zarzamora para la señorita.
—Las gachas y el pan son suficientes.
—Con pan es una moneda más.
Er'ril frunció el ceño. ¿Desde cuándo las
gachas de avena se servían sin pan? Estaba claro que el posadero se
estaba aprovechando de la gente.
—De acuerdo —dijo con frialdad—, a no ser
que nos cobre también por usar la cuchara.
El tono álgido de esas palabras afectó a
aquel hombre gordo, que se alejó refunfuñando. Una camarera tímida
de ojos enrojecidos y cansados, que parecía haber estado trabajando
toda la noche, les sirvió el desayuno. Er'ril le dio una moneda.
Con aquellos precios, pocos clientes darían propinas a las
camareras esa mañana. El rostro de la camarera se iluminó al tomar
la moneda y hacerla desaparecer en el bolsillo con la rapidez de un
prestidigitador.
Detrás de ellos, los hombres continuaban
discutiendo sobre qué debían hacer. Cuando parecía que la disputa
se estancaba, se produjo una interrupción repentina.
Dos hombres entraron precipitadamente
procedentes del patio, con los rostros sonrojados por el frío de la
mañana. El más pequeño de ellos, que parecía un gnomo comparado con
el gigante que lo acompañaba, era cojo y avanzó por el comedor
balanceando su pierna débil. A su lado iba un enorme hombre de
barba poco cuidada y espaldas enormes. El hombretón, vestido con un
chaquetón de pieles y unas botas de piel de becerro, escudriñaba
cauteloso con sus ojos negros al público mientras apretaba los
labios en actitud amenazante. Tenía un aspecto crispado, como si la
presencia de la gente le incomodara.
Er'ril adivinó que se trataba de un hombre
de las montañas, un pueblo nómada que habitaba en los picos helados
de la Dentellada. Fuera de la época de mercado, cuando se producía
el deshielo en los pasos, raras veces se aventuraban a ir a las
Tierras Bajas. No era habitual ver uno cuando el invierno estaba
tan próximo.
El hombre pequeño levantó una mano al
aire.
—¡Noticias! ¡Traemos noticias!
Como la discusión anterior se había
convertido en un callejón sin salida lleno de gruñidos y quejas,
todas las miradas, incluida la de Er'ril, se volvieron hacia los
recién llegados.
—¿Qué has oído decir, Simkin? —exclamó
alguien desde las mesas.
—No he oído nada, lo he visto.
El tal Simkin, un hombre delgado, negó con
la cabeza y se abrió paso a codazos por entre la gente, seguido por
el hombre de las montañas, que avanzaba pesadamente. En cuanto
llegó al escenario, se subió al estrado e hizo señas de impaciencia
al hombretón para que se acercara. En cuanto Simkin se hubo
encaramado al escenario y se encontró a la misma altura de cara que
el hombre de las montañas, le colocó una mano en el hombro y se
volvió hacia la multitud.
—¡Este compañero ha visto al demonio!
El público irrumpió en murmuraciones de
incredulidad, si bien algunos se colocaron el pulgar en la frente
por precaución.
—¡Olvida estos cuentos chinos, Simkin!
—gritó alguien.
—¡No, escuchad! ¡Es cierto!
—¿Qué ha visto? ¿A tu mujer? El público
estalló en carcajadas, a pesar de que se podía apreciar cierto
nerviosismo entre la gente.
—¡Cuéntaselo! —El hombre delgado golpeó el
hombro del hombre de las montañas con un dedo—. ¡Adelante!
Er'ril advirtió un destello momentáneo de
ira en la mirada del hombre al recibir el golpe de Simkin. Jamás se
debe irritar a un hombre de las montañas.
No obstante, el gigante se aclaró la
garganta con un chasquido que sonó como si se estuviera arrancando
una corteza a un árbol. A continuación habló con una voz más
profunda que las cuevas que socavan las cumbres nevadas.
—Pasó volando por el Paso de las Lágrimas al
anochecer, cerca de casa. Es pálido como los hongos que crecen
junto a los árboles muertos, y sus alas son tan anchas como tres
hombres con los brazos extendidos. Al pasar con los ojos rojos
brillantes, nuestro ganado se asustó y una mujer de mi clan dio a
luz a un niño muerto.
Nadie osaría llamar mentiroso a un hombre de
las montañas, no por lo menos a la cara. Tenían fama de decir la
verdad. Tras oír esas palabras, la gente se quedó en
silencio.
Al oírlo, Er'ril se irguió en su asiento con
una cucharada de gachas de avena suspendida a medio camino hacia la
boca. ¿Era posible después de tanto tiempo? Hacía siglos que no se
veía ninguno.
—¿Y has venido hasta aquí para avisarnos?
—preguntó alguien suavemente desde el final de la sala.
—He venido a matarlo. —La voz del hombre de
las montañas era tan grave que parecía un retumbo.
Er'ril bajó la cuchara y, sin pensarlo dos
veces, preguntó al hombre de las montañas:
—¿Ese ser era delgado como un niño famélico
y tenía una piel tan fina que podía verse a través de ella?
—Así es, la luz débil lo atravesaba como un
cuchillo y parecía enfermo —respondió el hombre de las montañas con
un movimiento de la barba en dirección a Er'ril.
—¿Conoces el ser del que está hablando?
—susurró Nee'lahn a su lado.
—¡Oye, malabarista! ¿Tú qué sabes de eso?
—preguntó entonces otro hombre entre el público.
Ahora tenía todas las miradas clavadas en
él. Er'ril lamentó haber hablado sin pensar, pero no había modo de
retractarse.
—Es una calamidad. —Tras hablar tiró la
cuchara hacia la barra—. No tenéis esperanza.
La gente se inquietó. Sólo el hombre de las
montañas permanecía quieto entre aquellos hombres agitados. Tenía
la vista fija y clavada en Er'ril con una expresión decidida. Tuvo
la certeza de que sus palabras no habían logrado convencer al
gigante. La sangre de las gentes de las montañas circulaba con el
hielo de las cumbres y la tenacidad del granito con que construían
sus hogares. Pocas veces la amenaza de la muerte los hacía
desistir. Er'ril apartó la vista de la mirada del gigante; Nee'lahn
le llamó la atención y se le acercó.
—¿Qué tipo de criatura es ésa?
La voz de Er'ril se convirtió en un susurro
y dijo para sí:
—Es uno de los Señores del Mal de Gul'gotha,
un skal'tum.
—El sssol essstá sssaliendo.
El skal'tum avanzó majestuoso por el
aposento malsano del sótano de la guarnición hacia Dismarum. Agitó
las alas como un chucho mojado por la lluvia. El estrépito de los
huesos correosos se dejó oír con fuerza en la habitación.
—¿Essstá todo preparado?
Dismarum retrocedió. El hedor a carne cruda
y a suciedad de la celda lo ahuyentaba tanto como la amenaza
siniestra del skal'tum.
—Rockingham va de un lado a otro con el
caballo propagando rumores sobre la muchacha por la ciudad. Pronto
alguien la encontrará. Salvo aquí, no tiene ningún otro lugar
adonde ir.
—Essso essspero. El Corazzzón Ossscuro
essstá impaciente por verla. No le falléisss de nuevo.
Dismarum se inclinó levemente y retrocedió
hacia la puerta. Buscó a tientas el pestillo y abrió la puerta. La
luz matutina del sol, apenas distinguible para su vista cansada,
penetraba por la escalera cercana y atravesaba la entrada
derramándose alrededor. Dismarum sonrió para sí cuando el skal'tum
se apartó de la luz. A diferencia de otros secuaces del Señor de
las Tinieblas, esos seres podían soportar las quemaduras del sol,
pero preferían evitar aquel roce cálido. La piel translúcida se les
oscurecía si se exponían un tiempo prolongado al sol y, entre los
de su clase, las manchas no se consideraban algo favorecedor.
El anciano sostuvo la puerta abierta más
tiempo de lo necesario obligando así al skal'tum a retirarse al
fondo del aposento. Dismarum ardía en deseos de colocar aquel ser
bajo el sol del mediodía y ver cómo se retorcía. Los años no habían
logrado aminorar su aversión por los seres alados.
Finalmente, el skal'tum siseó enfadado y se
encaminó hacia Disma-rum. Éste, satisfecho de haberlo presionado
tanto como le era posible, cerró la puerta con un movimiento
enérgico. De momento, el monstruo era útil, pero en cuanto tuviera
una oportunidad... Sabía cómo hacer aullar de dolor a un
skal'tum.
Con una mano apoyada en la húmeda pared de
piedra, siguió por el pasillo hasta la escalera. Las antorchas la
iluminaban lo suficiente como para distinguir contornos
aproximados. Ayudado por su báculo, subió por los desgastados
escalones. Mientras ascendía, sintió un intenso dolor en las
rodillas, que lo obligó a detenerse varias veces para descansar.
Cerró los ojos y respiró con fuerza mientras se esforzaba por
recordar cómo era ser joven: tener buena vista, andar sin sentir el
pinchazo del dolor en los huesos. Le parecía que siempre había sido
viejo, desmoronado por la edad cana. ¿Había sido joven alguna
vez?
En una de aquellas pausas, un soldado que
bajaba las escaleras estuvo a punto de darse de bruces con él. El
oficial se apoyó en la pared para que pudiera pasar.
—Disculpe, señor.
Dismarum observó que el hombre arrastraba
trabajosamente un cubo de comida para los prisioneros que había
abajo. Hedía a carne agria y podrida. A pesar de su escasa vista,
vio gusanos que se deslizaban por aquella masa nauseabunda. El
joven soldado se dio cuenta de que el sabio arrugaba la nariz con
repugnancia.
—Afortunadamente, ahí abajo sólo hay un
prisionero. Odiaría tener que cargar con más porquería como ésta
—exclamó levantando el cubo.
Dismarum asintió con brusquedad y continuó
avanzando por los escalones apoyándose con fuerza en el báculo de
madera de poi. Se preguntó a quién podría haber ofendido aquel
oficial joven para merecer un castigo así. En el laberinto de
celdas sólo había un ocupante: el skal'tum. Y ciertamente no se
conformaría con comer la inmundicia de aquel cubo.
Oyó al soldado silbar mientras descendía a
las mazmorras de la guarnición. Dismarum continuó su avance hasta
el pasillo principal. En cuanto alcanzó el rellano siguiente, el
grito del joven soldado atronó desde abajo y cesó al
instante.
Dismarum suspiró. Tal vez la comida pondría
de mejor humor al skal'tum. Subió los peldaños restantes sin
atender a los lamentos de sus articulaciones. Sólo deseaba poner la
máxima distancia posible entre él y la criatura de ahí abajo.
Apoyado en el báculo, llegó al pasillo
principal de la guarnición. Las altas puertas estaban abiertas al
enorme patio, bañado ahora por la luz del sol de la mañana, donde
los caballos y los carros se empujaban unos a otros para hacerse un
sitio. Los soldados se apiñaban entre los cascos y las ruedas
chirriantes. Procedente de la herrería situada en el lado opuesto
del patio, se oía el sonido del hierro batido.
Dismarum volvió la espalda a la puerta y
cruzó impasible el pasillo, dando golpes fuertes con su báculo
contra el suelo de piedra lisa. Alrededor se apresuraban otros
soldados con las espadas golpeándoles los muslos. El hedor de las
armaduras lubricadas penetraba en su nariz. Avanzó sin estorbos
entre el bullicio: ningún soldado se atrevía a acercarse a menos de
un brazo a su figura vestida con túnica. Al pasar por las tres
puertas que daban a las habitaciones de los soldados, observó las
filas de camastros vacíos. Todos estaban de servicio. Aquella
mañana en las calles resonaban los filos y las armaduras.
De pronto, oyó una voz familiar a sus
espaldas.
—¡Dismarum! ¡Detente, hombre!
Era Rockingham.
Dismarum se dio la vuelta para mirarlo.
Rockingham se había cambiado sus prendas de montar chamuscadas y
ahora vestía los colores de la guarnición: el rojo y el negro. Unas
brillantes botas negras le cubrían la pierna hasta la rodilla, y su
gabán rojo estaba festoneado de broches y botones de latón. Se
había arreglado el bigote con aceite y por fin se había lavado el
hollín del rostro; sin embargo, en cuanto se acercó sobre el suelo
de piedra, el fino olfato de Dismarum percibió todavía el olor a
humo.
—Creo que tenemos demasiadas patrullas en la
calle —dijo Rockingham al detenerse frente al sabio.
—¿Cómo es eso? —preguntó Dismarum irritado y
con los nervios crispados todavía por culpa del skal'tum.
—Con tanta actividad, es posible que
asustemos al chico y a la chica y no entren en el pueblo.
—Rockingham señaló hacia la puerta—. Es imposible dar dos pasos sin
tropezar con un hombre armado. Incluso yo me he asustado al entrar
en el pueblo.
El sabio asintió y se frotó los ojos. Tal
vez aquel imbécil tenía razón. Si no estuviera tan cansado,
probablemente él también se habría dado cuenta.
—¿Qué propones?
—Que los soldados se retiren. Ya he
propagado los rumores. La gente está indignada. Ellos se encargarán
de detenerlos.
—No puede escapar de nuestra trampa —dijo
Dismarum apoyándose fuertemente en la vara.
—Si se presenta en la ciudad, la apresarán.
El fuego y los rumores sobre los demonios han inquietado a la
gente. Todas las calles están vigiladas por cientos de ojos.
—Entonces, que no haya persecución.
—Dismarum se giró para marcharse—. Esperaremos a que venga a
nosotros.
Mientras avanzaba cojeando por la losa,
imaginó al skal'tum acurrucado en su laberinto de celdas, como un
perro sarnoso hambriento por un hueso. Pensar en traicionar su
codicia y al señor al que aquél servía era una locura.
Pero Dismarum llevaba muchos años
esperando.