CAPITULO 30
Elena vio a su tío acercarse junto a
Er'ril. El caballero estaba postrado de rodillas en el umbral que
daba a la siguiente cámara, con el rostro apartado del fulgor que
salía de ella. Bajo aquella luz, una única lágrima brillaba en su
mejilla como una joya.
—¿Qué ocurre? —preguntó tío Bol, colocando
una mano en el hombro del caballero.
Er'ril no respondió y se limitó a señalar la
siguiente sala. Elena se acercó sigilosamente tras la sombra de su
tío. Por detrás de él, miró directamente la luz. El origen de aquel
fulgor se encontraba en el centro de una sala crrcular tosca. Por
lo demás, la sala estaba vacía y sin adornos.
—¡Qué estatua tan maravillosa! —dijo el tío
con los ojos entornados mirando el interior de la sala—. Pero ¿qué
es lo que te preocupa, Er'ril?
Er'ril negó con la cabeza y no dijo nada.
Elena se apartó de la espalda de tío Bol para observar mejor la
sala. En su centro, sobre el suelo desnudo, había una estatua de
cristal que irradiaba la luz plateada. A pesar de que la estatua
era el origen de la luz pura, su brillo no impedía a Elena ver los
detalles de la escultura; de hecho, era al contrario. La luz
parecía cubrir y plegarse en la estatua añadiendo cierto detalle y
contenido a la pieza.
—El artista que la creó tenía un talento
fabuloso —musitó tío Bol mientras dirigía una mirada de
preocupación al caballero—. Sin duda, ésta no es una obra de
goblins. La lisura de la piedra, los detalles preciosos de los ojos
y los labios no tienen nada que ver con los trabajos labrados en
los arcos.
Elena asintió en silencio. Su belleza era
excepcional, pero también cruel.
La figura reproducía a un muchacho de no más
de diez inviernos. Estaba arrodillado con una mano en el suelo y
otra levantada en actitud de súplica. El rostro del muchacho,
retorcido de dolor, estaba vuelto hacia los cielos. El motivo de la
agonía del niño era claro.
—¿Ves cómo el escultor optó por mezclar
materiales para conseguir un efecto dramático? —comentó el tío a
Elena mientras le colocaba una mano en el hombro—. El niño es de
cristal pero la espada es de plata.
Elena asintió. Con el rabillo del ojo vio
que Er'ril se estremecía al oír la mención de la espada. A ella,
igual que al caballero, era eso precisamente lo que le desagradaba
de la escultura.
Clavada en la espalda del niño de cristal,
atravesándole el pecho y el corazón, había una espada de plata. La
empuñadura sobresalía un palmo de la espalda y tenía la punta
hendida en la piedra del suelo. El niño parecía esforzarse por
evitar su destino, como si todavía no fuera consciente del
resultado fatal de aquel golpe de la espada y lo único que sintiera
fuera el dolor que le provocaba. Su rostro, inocente y perdido,
buscaba en los cielos el modo de escapar de aquel padecimiento.
Tenía los ojos abiertos con una expresión interrogante, rogando
obtener una respuesta.
Sin darse cuenta, Elena empezó a llorar
mientras observaba el rostro del niño. Sintió el impulso de
acercarse y consolarlo para intentar librarlo de aquel sufrimiento.
Pero sabía que sólo era una estatua. El dolor expresado en ella
procedía de tiempos antiguos, pero la escultura era tan excelente
que su agonía trascendía el tiempo pasado y le conmovía el
corazón.
—Qué lástima que esta estatua esté dañada
—dijo tío Bol en un tono amargo; como estudioso de antiguas
historias odiaba ver vestigios de la antigüedad dañados. Con el
entrecejo fruncido observó—: Uno de esos goblins debió de romperla
al arrastrarla hasta aquí.
Al primer momento, Elena no supo a qué se
refería su tío. Entonces se dio cuenta de que al brazo izquierdo
del niño, que señalaba el techo de la cámara, le faltaba la mano,
como si hubiera sido arrancada por un hacha. Le extrañó no haberse
dado cuenta de ello inmediatamente. Aun así, mientras contemplaba
la estatua tuvo la impresión de que tío Bol se equivocaba. La
estatua no estaba dañada, sino inacabada, como una canción triste
que concluía unas notas antes del final y dejaba el oído
expectante.
Para entonces, Bol se había vuelto de nuevo
hacia Er'ril. La expresión del tío era severa: tenía los labios
como el hierro y las mejillas hundidas por la determinación.
—¡Basta de tonterías, Standi! ¿Qué es lo que
te inquieta de este ctistal esculpido?
Er'ril permaneció callado con los hombros
hundidos. Cuando habló, lo hizo con voz grave y cabizbajo.
—Es mi deshonra —murmuró—. Es la imagen de
mi deshonra.
Cuando Er'ril inclinó la cabeza tuvo la
certeza de que Bol estaba en lo cierto. Los goblins no los habían
conducido hasta ese lugar por la niña, sino por él. De algún modo,
conocían su ignominia y lo habían atraído hasta allí para
enfrentarlo a ella.
Si eso era lo que querían esos monstruos, lo
tendrían. Consciente de que no era digno de esconderse de ningún
modo, levantó por fin la mirada y contempló la estatua. El rostro
del niño había sido esculpido con mucho detalle y refulgía bajo la
luz brillante, mientras la mente de Er'ril estallaba en recuerdos.
Jamás lograría olvidar aquel rostro y creía que no debía hacerlo
nunca. Si lo tenía siempre presente, de un modo modesto rendía
honor al sacrificio del muchacho.
Cuando posó la mirada en el pequeño rostro
levantado hacia el cielo, recordó la habitación de la posada y la
noche en la que se creó el Libro. En el transcurso del día anterior
habían acudido a él muchas imágenes de esa noche. Primero vio a
Greshym en la calle, vestido con la túnica de los magos negros, y
ahora esto: la escultura del niño mago sacrificado con la punta de
la espada de Er'ril para que el Libro tuviera su sangre. Los
participantes de aquella noche fatídica volvían a
encontrarse.
Finalmente, el misterioso motivo de lo
ocurrido y de haber sido conducido hasta aquella sala logró
penetrar en el dolor de la deshonra que sentía en el corazón.
Entonces se puso de pie. Llevaba siglos viviendo con el recuerdo de
su detestable acción. A pesar de la impresión que le había causado
ver esa estatua y de sentir que le había abierto una vieja herida,
en su interior empezó a forjarse una rabia que dejaba a un lado el
sentimiento de culpa que lo atenazaba. Se irguió. Quien fuera que
hubiera esculpido aquella estatua tenía mucho de lo que responder y
Er'ril estaba decidido a exigir esas respuestas.
—¡Pero dilo, hombre! ¿Qué ocurre? —exclamó
Bol cuando Er'ril entró en la sala.
—Éste es el joven mago que maté la noche en
que se creó el Libro —respondió Er'ril, señalando la estatua con la
cabeza. Vio que los ojos de Bol se abrían de par en par al oír
aquellas palabras y que la niña incluso se apartaba de él. Pero
esta vez no bajó la mirada. Tenía la voz tranquila—. No sé a qué
juego se está jugando aquí, pero estoy dispuesto a darle fin.
Er'ril se acercó a la estatua con pasos
decididos. Conforme se acercaba, el dolor en el rostro del niño
parecía aumentar, como si la estatua lo hubiera reconocido y
temiera volver a verlo. El caballero se dijo que sólo podía ser una
ilusión óptica. Entonces extendió un dedo y rozó la superficie dura
del cristal. Por un momento creyó que se quemaría o que lo heriría
de algún modo como venganza por su crimen, pero la piedra tenía un
tacto frío y liso y su superficie estaba levemente húmeda debido al
aire condensado de la cueva.
Er'ril acarició la mejilla del niño. Había
olvidado lo joven que había sido aquel chiquillo. Y era tan
pequeño... Er'ril estaba de pie junto a la estatua arrodillada.
Ciertamente ese niño no merecía un destino como aquél. Buscó
inútilmente palabras para suplicarle su perdón, pero nunca había
sabido el nombre del niño.
—Tenía que ocurrir —dijo Bol con delicadeza
detrás de él—. He leído textos antiguos. Era preciso que se
vertiera la sangre de un inocente.
—Pero ¿por qué tenía que ser yo quien lo
hiciera?
—Todos tenemos cargas que llevar en la vida:
mi tía Fila, Elena, este chico. Son tiempos oscuros y para rezar
por un amanecer en el futuro tenemos que estar de rodillas, por muy
cansados que estén nuestros huesos y por mucho que nos duelan las
articulaciones.
—Estoy harto de rezar, ¿quién escucha?
—Reposó la palma de la mano en el rostro alzado y asustado del
muchacho—. ¿Quién escuchó a este niño?
—El camino que has recorrido está lleno de
dolor y de pena y no puedo decirte que el que sigas a continuación
será más fácil. Sólo sé una cosa: este camino te redimirá de cuanto
has hecho y justificará a cuantos fueron sacrificados. No pierdas
tu corazón, Er'ril de Standi.
—Es demasiado tarde. Mi corazón se perdió
hace mucho tiempo. —Mientras hablaba, Er'ril apartó la mano del
rostro del niño.
—No. —Bol levantó una mano y apretó el
hombro del caballero—. Puede que esté oculto y que resulte muy
difícil tras tantos cientos de inviernos, pero estoy convencido de
que volverás a encontrarlo.
Er'ril tensó el rostro. No tenía ningún
deseo de volver a encontrar su corazón. Aquel dolor le resultaría
insufrible para él.
—¡Escuchad! —susurró Elena alarmada de
repente. Er'ril levantó la cabeza. Un sonido familiar se les
acercaba de nuevo: siseos. ¡Los goblins se acercaban! Er'ril miró
la galería. Todavía no había ningún indicio de aquellas alimañas.
Recorrió la sala con la mirada. Había otra abertura de una galería,
pero desde ahí también se oía el siseo de los goblins.
—Estamos atrapados —dijo Bol.
—Y demasiado expuestos —repuso Er'ril—.
Nuestra mejor opción es huir por una de las galerías.
—Luchar contra ellos es inútil —razonó Bol,
volviéndose hacia Er'ril—. Ni siquiera tenemos un arma. Sin duda
nos han conducido hasta aquí por algún motivo pero no es para
matarnos. Podrían haberlo hecho en cualquier otro momento.
—No tengo ninguna confianza en la lógica de
los goblins de roca. —Er'ril se separó de Bol y se dirigió hacia la
estatua—. Todo lo que sé es que necesitamos un arma.
Entonces se colocó en la parte posterior de
la estatua, se inclinó, tomó la empuñadura de la espada plateada y
tiró de ella. Por un instante, ésta no se soltó del cristal
esculpido y Er'ril temió no tener suficiente fuerza para extraerla,
pero cuando forzó más los músculos, la espada cedió de repente,
como si una mano fantasmal la hubiera soltado sin más.
Er'ril se tambaleó hacia atrás con la espada
en alto. Mientras recuperaba el equilibrio, levantó el arma. Su
larga hoja brillaba tan vivamente que la plata parecía estar
forjada con grandeza.
—Ahora, a luchar. Basta ya de sombras
escurridizas y amenazas siseantes.
—No será necesario.
La voz provenía de sus espaldas.
Er'ril se dio la vuelta mientras su espada
cortaba el aire para apuntar a quien había pronunciado aquellas
palabras. Por la otra galería asomó una figura encapuchada. Andaba
encorvada y tenía el pelo gris y muy despeinado. Levantó el rostro
hacia la luz. Era un hombre. Avanzó hacia ellos. Sólo llevaba un
taparrabo lleno de barro y suciedad. Tenía el pecho marcado de
arañazos de muchas garras y cojeaba sobre un pie torcido. La mano
derecha le había sido arrancada a la altura del codo y su extremo
ahora era una masa de tejido rosado marcada con cicatrices.
—¿Quién eres? —preguntó Er'ril.
Al decirlo, un grupo de goblins entró
precipitadamente en la sala procedente de la galería que se abría
detrás del hombre. Se agolparon alrededor de las piernas del hombre
como sombras nerviosas. Elena se acercó más a Er'ril. El la oyó
gritar a su lado y, al volverse para mirarla, topó con ojos rojos
que lo contemplaban fijamente desde la otra galería. Estaban
atrapados. Entonces volvió de nuevo la vista a aquel hombre
decrépito.
—¿Quién eres? —repitió con voz
amenazadora.
El hombre se apartó los cabellos sucios y
dejó ver un rostro adusto y lleno de cicatrices. Su nariz estaba
deformada y torcida y sólo tenía un ojo. Sonrió y mostró una boca
desdentada.
—Er'ril, ¿no me reconoces?
El hombre soltó una risa, una carcajada
semejante a la del que se encuentra al borde de la locura; la mano
se le contraía como si tuviera voluntad propia.
—No conozco a nadie como tú, animal de
caverna —respondió con repugnancia.
—¿Animal de caverna? —El hombre volvió a
reírse. Levantó la mano hacia el cabello y tomó algo de ahí. Lo
extrajo y, tras examinarlo un instante lo aplastó entre sus uñas
largas y amarillas—. Tu hermano no fue tan maleducado. La última
vez que nos encontramos me pidió mi bendición.
Er'ril adoptó de repente una expresión de
sorpresa. Se quedó sin habla por la impresión. ¿Quién podía ser
aquel loco? Entonces Bol rompió el silencio:
—¿Vives entre los goblins de roca?
—Me tienen miedo. —El hombre movió la mano
en actitud de no tomárselos en serio—. En su idioma de chasquidos y
siseos me llaman El hombre que vive como una
piedra.
—¡Sabes hablar su idioma! —Bol estaba
admirado.
—He tenido mucho tiempo para
aprenderlo.
Er'ril se repuso de su asombro. A él le
traían sin cuidado los goblins y su idioma. \ —Has mencionado a mi
hermano —dijo por fin.
—Oh, sí —asintió el hombre dirigiendo su
brillante ojo a Er'ril—, Shorkan fue siempre una mezcla de encanto
y frustración. Fue una lástima perderlo. —Volvió su mirada a la
estatua—. Aquella noche perdimos tanto.
—Basta de locuras, anciano. ¿Quién eres?
¿Por qué nos has conducido hasta aquí?
—Hubo un tiempo en que me llamaban Re'alto
—dijo el hombre con un profundo suspiro—; mis alumnos me llamaban
Maestro Re'alto. ¿Todavía no reconoces al superior de la
academia?
Er'ril se sobresaltó y la punta de su espada
cayó al suelo. ¡El Maestro Re'alto! ¡Parecía imposible! Sin embargo
Er'ril creyó reconocer un vestigio de sus rasgos, ocultos bajo las
arrugas y la mugre. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo había logrado
sobrevivir? Se decía que durante la noche de la purga de la
academia, todos los magos habían sido aniquilados a manos de los
skal'tum y los soldados. Se suponía que el niño había sido el único
superviviente.
—P... pero ¿cómo?
El hombre permaneció en silencio mientras su
sonrisa esforzada se convertía en una mueca de preocupación. Su ojo
brillante parecía albergar cierta lucidez.
—Aquella noche... —la voz se le agravó con
el peso del recuerdo— envié a tu hermano para que buscara al niño
en la sala de novicios e intenté escapar. Quise huir, pero los
Señores del Mal me prendieron. Por suerte, se limitaron a jugar
conmigo. —Señaló el brazo arrancado y el pecho lleno de cicatrices.
De repente el anciano pareció aturdido. Miró alrededor como si
hubiera perdido alguna cosa. Clavó el ojo en un goblin pequeño,
mucho más pequeño que los demás. Tomó en brazos a aquel animalillo
que se retorcía—. ¿Acaso no son preciosos de pequeños?
Er'ril torció la boca con disgusto. Nunca
había respetado al superior; le consideraba una persona demasiado
cobarde y quejumbroso. Pero ahora...
—Maestro Re'alto, basta de tonterías. ¿Qué
ocurrió?
Las palabras de Er'ril lo hicieron volver en
sí de golpe. Dejó caer el goblin como si se hubiera sorprendido de
llevarlo. Se lavó la mano en su taparrabo y prosiguió:
—Yo... yo... todavía estaba con vida cuando
a los Señores del Mal que me tenían preso les llegó el rumor de que
Shorkan había logrado huir con un niño. Me abandonaron. Como estaba
atiborrado de venenos, me dieron por muerto. Me arrastré hasta una
de las bodegas más profundas, pues conocía un camino hacia las
cuevas subterráneas.
—Abandonaste la academia.
—No soy capitán de barco para morir en el
barco. —La voz del hombre se volvió muy severa—. La academia estaba
perdida. Todo lo que quedaba en los pasillos eran los gritos de los
moribundos y de los soldados del Señor de las Tinieblas. —El
anciano se limpió la frente como si quisiera borrar aquel
recuerdo—. Yo sólo quería morir en paz, no quería ser el pasto de
uno de aquellos Señores del Mal. Así que me arrastré hasta aquí. —Y
con la mano señaló la sala.
—Obviamente no moriste —apuntó Bol—, a pesar
de las heridas envenenadas y del paso del tiempo.
La mirada del Maestro Re'alto se posó en la
estatua. Su ojo adquirió una expresión ausente y el anciano empezó
a murmurar para sí mientras se balanceaba ligeramente.
Cuando fue evidente que no iba a obtener
respuesta, Bol se aclaró la garganta. El ruido sorprendió al
superior.
—No, no morí. De hecho, él regresó
—susurró.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Er'ril.
—El niño me necesitaba. De algún modo supo
dónde estaba yo y se me apareció, rutilante con el poder de Chi. Su
luz me salvó, y mientras he permanecido cerca de ella, su magia ha
impedido que los años hicieran mella en mí. Necesitaba un guardián,
alguien que velara por él. —Retiró la mirada de la estatua y les
habló en tono conspiratorio, como si temiera que la estatua pudiera
oírlo—: Primero me negué a sus deseos, pero había hecho tan poco
por salvar mi academia. —El hombre se caía de cansancio—. ¿Cómo iba
a negarme?
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Bol—.
¿Acaso la estatua habla?
La única mano de Re'alto se agitó sobre su
cabeza como si quisiera borrar esa idea.
—No, me habla en sueños. Él es lo único que
me mantiene cuerdo aquí abajo.
Bol se volvió hacia Er'ril con una expresión
dubitativa, cuestionándose la salud mental de aquel hombre.
De pronto el hombre se incorporó de un salto
y gritó:
—¡Que no se acerque ahí!
Los goblins se agitaron con enfado alrededor
de los pies del hombre.
Al mirar a su lado, Er'ril vio que Elena
tenía la mano, la que estaba manchada de color rojo intenso,
tendida hacia la estatua. Sólo parecía curiosa. Las palabras del
hombre la dejaron helada. — —Es mejor que lo dejes —dijo
Er'ril.
El halcón de luna que llevaba en el hombro
profirió un graznido contra el caballero, pero ella bajó la mano y
se acercó más a Er'ril.
En cuanto Elena se hubo apartado de la
estatua, el hombre se serenó y al cabo de unos instantes los
goblins iniciaron un débil siseo.
—Es preciso que ella no lo toque —dijo el
maestro.
—¿Por qué?
—El muchacho te espera a ti, Er'ril, a nadie
más. Ambos hemos esperado durante mucho tiempo este
encuentro.
—¿Con qué fin? —preguntó Er'ril, frunciendo
el entrecejo.
El hombre de las cicatrices señaló con la
mano sana el brazo extendido del niño que terminaba en la muñeca.
Er'ril se quedó mirándolo sin comprender nada. Re'alto golpeó la
estatua vigorosamente.
—Para finalizar la estatua, bobo.
Er'ril no entendía de qué hablaba el hombre.
Apretó el puño y lo agitó delante de él. Entonces, como el
estallido de un leño en un fuego ardiente, Er'ril lo entendió todo.
Contempló fijamente al hombre.
—Por eso robaste la guarda.
—Ya era hora de que lo adivinaras —dijo el
Maestro Re'alto. Luego continuó murmurando, como si discutiera
consigo mismo. De repente levantó la cabeza y gritó a Er'ril—: ¡Tú
fuiste siempre tan torpe!
Antes de que Er'ril pudiera replicar, el
anciano se volvió rápidamente y miró el grupo de goblins que tenía
detrás y les chasqueó y siseó. Entonces, uno de los goblins del
fondo se marchó precipitadamente. Entonces Re'alto, de espaldas a
Er'ril, dijo:
—Tienen una sensibilidad extraordinaria
hacia la magia. Así fue cómo me encontraron. La luz los asusta,
pero la magia los atrae. Me creen una especie de dios.
En las profundidades de la galería se oyó un
alboroto. Un goblin se abrió paso entre los demás. Tenía las manos
juntas y sostenía en ellas un objeto pesado. Al acercarse al
anciano, agitó la cola hacia adelante y atrás con nerviosismo.
Inclinó la cabeza y le ofreció lo que llevaba en las manos. Re'alto
aceptó el regalo con un siseo y un resoplido. El goblin se
escabulló y Re'alto se volvió hacia Er'ril.
—Les resultó muy fácil saber dónde habías
escondido la guarda. El niño me habló en sueños y yo los envié a
buscarla. Sabíamos que regresarías para recuperarla así que nos
limitamos a esperar. Cuando me avisaron de tu llegada, hice que ese
pequeño goblin la utilizara para atraerte hasta aquí abajo.
—¿Por qué no viniste a buscarme? Nos
hubieras ahorrado todo esta farsa de persecuciones.
—Me resulta imposible abandonar el contacto
de esta luz —dijo ceñudo el superior, y abriendo los ojos—. No es
seguro para mí. —Entonces tendió la guarda hacia Er'ril—. He
esperado suficiente. Termina la estatua.
Er'ril contempló la guarda. Había arriesgado
mucho por obtenerla y ahora que sabía para qué tenía que
utilizarla, se resistía a hacerlo. La pieza de hierro destilado de
la sangre de mil magos tenía un color rojo intenso bajo la luz
plateada. Er'ril la miró y supo qué tenía que hacer.
La guarda tenía la forma de un puño pequeño,
un puño de niño.
Er'ril pasó la espada a Bol, que tenía la
mirada llena de interrogantes. Er'ril tomó la guarda con mano
temblorosa y le pareció que aquel puño de hierro se escapaba de sus
dedos torpes. Lo apretó con fuerza, arropando con su puño otro puño
más pequeño. Luego se acercó a la estatua.
—Sólo podías hacerlo tú, Er'ril— dijo el
superior de la academia—. Tu mano fue quien le arrebató la
vida.
Er'ril acercó el puño y lo colocó en la
muñeca vacía de la estatua. Ajustaba perfectamente. Cuando lo
soltó, el puño permaneció quieto en su lugar. Retrocedió. Al
terminarse la estatua, la escultura adquirió una nueva dimensión.
Mientras el niño antes parecía consumido por el dolor y tenía una
expresión suplicante hacia un cielo despiadado, ahora, con el puño
en lo alto, la obra había adquirido un tono desafiante. El rostro
del niño refulgía por el sufrimiento de la responsabilidad y su
puño se alzaba con rabia y determinación. La figura arrodillada
había dejado de ser la de un niño. Era un hombre.
Mientras Er'ril contemplaba la estatua con
los ojos anegados en lágrimas, el rostro de cristal se volvió hacia
él y sus miradas se encontraron.
Elena, de pie detrás de Er'ril, profirió un
grito de asombro y Bol, desconcertado, dio un respingo. En cambio,
los oídos de Er'ril sólo atendían a las palabras que el superior
murmuró en un tono de voz que oscilaba entre la exaltación y la
locura.
—Sólo tú podías hacerlo, Er'ril de Standi.
Tu mano le arrebató la vida. Sólo la tuya podía devolvérsela.