CAPITULO 4
Dismarum, encapuchado y encorvado como un
tocón podrido, se arrodilló entre las hierbas húmedas del campo
iluminado por la luna. Aquella noche ningún pájaro cantaba, ni
siquiera los insectos zumbaban. Estaba atento tanto a lo que le
llegaba a través de sus oídos, como a lo que percibía por sus
sentidos internos. Todos los mol'grati se habían deslizado ya por
el interior del suelo y se abrían camino hacia la granja lejana. En
aquella noche fría, la herida abierta en el vientre del fallecido
Rockingham ya no emanaba vapor, y el cuerpo se iba enfriando.
Dismarum apoyó la frente sobre la tierra
fría y envió un mensaje a sus criaturas. La respuesta que obtuvo
fue como el canto de miles de niños, como un coro con un único
mensaje: Hambre.
—Paciencia, pequeños —les dijo con la
mente—, pronto tendréis vuestro festín.
Satisfecho por el avance de los mol'grati,
Dismarum se levantó y se dirigió con paso torpe hacia Rockingham;
tuvo que palpar al guía muerto con la mano sana, pues su mala vista
no resultaba de gran ayuda en aquella oscuridad. Posó los dedos en
la cara helada de Rockingham. Se agachó junto al fallecido y
desenvainó la daga. Se colocó la empuñadura en el pliegue del brazo
amputado y luego se pinchó un dedo con la hoja de la daga. Sin
hacer caso de la punzada en el dedo cortado, envainó la daga y se
volvió hacia Rockingham. Como un sepulturero preparando un cadáver,
pintó los labios de Rockingham con la sangre del dedo
ensangrentado.
Acto seguido, se inclinó y le besó los
labios ensangrentados, que tenían un sabor salado y a herrumbre.
Sopló entre aquellos labios fríos y separados, hinchándole las
mejillas. Luego dirigió sus labios a uno de los oídos gélidos del
fallecido:
—Maestro, te imploro que atiendas mi llamada
—susurró.
Dismarum se apartó, esperó y escuchó.
Entonces el aire alrededor se volvió gélido y percibió una
presencia maligna y fría. Un ruido parecido al que hace el viento
entre las ramas muertas surgió de los labios del fallecido. A
continuación, a través de la garganta siniestra de Rockingham se
oyeron unas palabras:
—¿Está aquí?
—Sí —respondió Dismarum con los ojos
cerrados.
—Habla. —La voz estaba impregnada de
resonancias, como si procediera de un pozo infecto.
—Ya está madura, está impregnada con la
sangre del poder. Lo huelo.
—¡Ve a buscarla! ¡Sométela!
—Por supuesto, señor. Acabo de enviar a los
mol'grati.
—Enviaré un skal'tum para que te
ayude.
—No creo que sea necesario. —Dismarum se
estremeció—. Creo que puedo...
—Ya está de camino. Prepárala para él.
—Como ordenes, Maestro —dijo Dismarum
sintiendo que la presencia se marchaba. Aunque tras su desaparición
aquel campo invernal parecía sofocante, Dismarum se ajustó bien la
capa a los hombros. Había llegado el momento de partir. Los
mol'grati seguramente ya estaban en posición.
Dismarum acercó la mano al vientre de
Rockingham, la hundió en la herida gelatinosa y sintió cómo la
sangre se coagulaba al deslizársele entre los dedos. Al torcer el
gesto dejó al descubierto los cuatro dientes que todavía se le
pudrían en las negras encías.
Arrodillado junto al cuerpo, tomó puñados de
tierra y los fue poniendo en el interior de la herida de
Rockingham. Cuando hubo colocado trece puñados, Dismarum unió los
extremos del corte de Rockingham sirviéndose de la mano sana y del
muñón.
Mientras sostenía los dos extremos fríos y
pegajosos pronunció en voz baja las palabras que su siniestro
maestro le había enseñado. Mientras las recitaba empezó a sentir
también un dolor en el vientre que pasó a ser agónico con las
últimas palabras, pronunciadas como si estuviera dando a luz. Con
los ojos entrecerrados por aquel dolor insufrible balbuceó por fin
la última sílaba. El viejo corazón le martilleaba en el pecho. Por
suerte, en cuanto terminó de hablar, el horrendo dolor se
desvaneció.
Dismarum echó atrás el cuerpo y pasó la mano
por la herida de Rockingham. Ahora los extremos estaban unidos y
curados. Entonces, apoyó un dedo en la frente de su guía muerto y
pronunció una sola palabra:
—¡Levántate!
El cuerpo se sacudió bajo el dedo con un
espasmo que lo levantó casi a un palmo del suelo frío y luego lo
hizo caer de nuevo. Dismarum oyó un pequeño respiro entrecortado
que se escapaba de los labios fríos de Rockingham. Al cabo de unos
instantes, se produjo otro y, luego, un tercero.
Dismarum se puso de pie ayudado por el
báculo que asía con fuerza en un solo puño mientras en un campo
cercano una vaca mugía lúgubre. Permaneció de pie en silencio
mientras Rockingham se esforzaba por regresar al mundo entre
resuellos y toses.
Tras toser con violencia varias veces,
Rockingham logró sentarse. Temblando, se pasó una mano por la
barriga desnuda y se la cubrió con la camisa rota.
—¿Qué... qué ha pasado?
—Otro conjuro de los que provocan desmayo
—respondió Dismarum con la atención puesta en la oscura y lejana
granja.
Rockingham cerró los ojos y se frotó la
frente.
—Otra vez no —murmuró apoyándose en las
rodillas mientras se incorporaba lentamente sirviéndose del tronco
de un árbol—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—El suficiente. La pista se enfría.
—Dismarum señaló la granja—. Vamos.
El anciano echó a andar hundiendo el báculo
en la tierra a cada paso. El uso de las artes negras de su maestro
lo dejaba exhausto y le debilitaba tanto los miembros que parecían
los de un polluelo. Entonces advirtió que Rockingham permanecía
arrimado al tronco.
—La noche se acaba, anciano —dijo Rockingham
a sus espaldas—. Tal vez sería mejor regresar a la ciudad y venir a
buscar la cría por la mañana. O, por lo menos, ir montados... los
caballos están bastante cerca.
Dismarum volvió el rostro encapuchado hacia
Rockingham.
—¡Ahora! —siseó—. Cuando despunte el alba,
ha de estar apresada. El maestro dejó instrucciones muy claras al
respecto. Hay que echarle el lazo mientras la luna brille.
—Como digas. —Rockingham se apartó del árbol
como un barco al partir de un puerto seguro. Avanzó con torpeza
hacia Dismarum mientras éste se volvía para seguir el rastro de los
mol'grati. Rockingham continuó parloteando—: Has leído demasiados
textos escritos por enajenados. Las brujas son personajes de cuento
para asustar a los niños. En esa granja sólo encontraremos a la
hija asustada de un granjero, con las manos llenas de callos por la
hoz. Y yo habré perdido el descanso de una noche por esta búsqueda
de locos.
—Perderás algo más que descanso si esta
noche logra escapar de nuestra trampa —afirmó Dismarum deteniéndose
y apoyándose en el báculo—. Ya has visto en las mazmorras cómo
premia nuestro maestro los errores.
Al anciano le complació ver que Rockingham
se estremecía al oír aquellas palabras. Dismarum sabía que su guía
había sido destinado al infierno de Blackhall y que había visto los
restos retorcidos de quienes en otro momento habían andado bajo el
sol. Desde entonces el guía parlanchín siguió a Dismarum en
silencio, el cual agradeció íntimamente aquella tranquilidad.
Podría haber abandonado a ese hombre débil y dejar que se
agarrotara en el campo frío, pero sabía que Rockingham, además de
ser huésped de los mol'grati, podía utilizarse para más
cosas.
El maestro había degollado al soldado en el
altar sangriento de Blackhall y luego lo había impregnado con las
más oscuras de sus artes. Dismarum aún recordaba los aullidos del
hombre aquella noche; los ojos le sangraban de dolor y su espalda
se partió al darse contra la losa cubierta de sangre. Al terminar,
el maestro le recompuso uno por no todos los miembros y le borró
los recuerdos de aquella larga noche. Después de ser transformado
en una herramienta del maestro, Rockingham fue cedido a Dismarum
para que lo ayudara a vigilar el valle.
Dismarum miró de soslayo al soldado. Recordó
un rito especialmente detestable que se llevó a cabo durante la
medianoche de la creación de Rockingham y que requirió degollar a
un recién nacido. La sangre inocente del niño inundó tanto el altar
como el corazón palpitante y abierto de Rockingham. El anciano
recordó la herramienta que se otorgó al soldado en aquel momento:
era algo tan siniestro que incluso su recuerdo estremeció al sabio
de ojos vidriosos.
En algún lugar en las colinas, un perro
ladraba a la luna, como si percibiera un leve indicio de lo que ese
hombre llevaba oculto en las entrañas.
Ciertamente, a Rockingham todavía le quedaba
mucho por hacer.