CAPITULO 35

Kral siguió al último de los goblins hasta el final de la galería. Con un golpe de hacha, cortó la cabeza a otro que se había dado la vuelta para bloquearles el paso. Kral intentó quitárselo del arma, pero el hacha se le había quedado hundida en el hueso. Se detuvo y se limpió la frente empapada. Él y los demás se habían abierto paso a través de la galería desde la boca de la hendidura. Lo raro es que habían encontrado poca resistencia. En general en su avance los goblins no les habían hecho mucho caso. Parecían estar tan decididos como ellos en alcanzar el final de la galería.
Ahí había ocurrido algo que había puesto muy nerviosos a esos animales.
Por la luz parpadeante que brillaba delante de ellos, Kral suponía que la galería terminaba a un tiro de piedra de ahí. Más allá se abría una gran sala cuyo suelo estaba ocupado por cientos de goblins, vivos y muertos.
—Es imposible que hayan logrado sobrevivir —masculló Kral, pensando en la pequeña y el caballero manco. Sacó el goblin muerto del hacha.
—No desesperes —dijo Tol'chuk. El ogro se quitó un goblin de la pierna y lo tiró contra la pared de la galería—. Los goblins odian la luz. Donde hay luz, hay esperanza.
De repente la luz que tenían delante aumentó. Un goblin en llamas provocadas por aceite en combustión se agitaba por la sala, presa del dolor, quemando a su paso a otros dos goblins, que empezaron a imitar sus saltos.
—Todavía hay alguien luchando —dijo Meric adelantándose a los dos. De la fina espada que llevaba en la mano goteaba sangre.
Detrás del elfo y descuidando su pata herida, el lobo se acercó rápidamente a la sala mientras de su garganta brotaba un gruñido.
En cuanto tuvo el hacha limpia, Kral prosiguió. Tol'chuk iba apartando los pocos goblins rezagados en la retaguardia.
El grupo irrumpió en la sala mientras Kral profería un grito de guerra. Sin embargo, los goblins estaban tan concentrados en la lucha que se libraba en la pared opuesta que no les hicieron caso. Kral vio al anciano de la granja derramando aceite caliente sobre otro goblin, mientras la niña se escondía detrás de él. Sin embargo, el combate más feroz discurría justo delante de la pareja. Un amasijo de goblins se retorcía sobre alguien que se debatía aplastado por el peso.
Aquel montón de alimañas se hinchó como una olla hirviendo cuando su oponente intentó ponerse de rodillas. Por un momento pareció que lo conseguiría y lograría erguirse, pero entonces, otra oleada de goblins lo derribó de nuevo, pero no sin que antes Kral lograra ver quién era el que luchaba. Durante un instante atisbo el rostro de Er'ril, hundido de cansancio, con un ojo ensangrentado e hinchado; luego volvió a ser engullido por aquella masa.
Kral se abrió paso entre gruñidos con el hacha; el halcón de luna sobrevolaba en círculos la sala profiriendo graznidos penetrantes. Los demás se arrojaron contra aquel mar de alimañas, pero era igual que luchar contra un temporal. En cuanto reprimían una embestida violenta, una segunda los atacaba. Enseguida, el grupo se dividió en dos: Tol'chuk cubría las espaldas de Kral, mientras el lobo y el elfo bailaban juntos en aquella danza mortal. Conforme la lucha avanzaba, las parejas se iban separando cada vez más.
—¡Ayuda al viejo y la niña! —gritó Kral a Meric. El hombre de las montañas degolló un goblin con tal fuerza que la cabeza cayó rodando por la sala—. Nosotros ayudaremos al caballero.
Kral no sabía si el elfo lo había oído entre los gritos de los heridos y moribundos, pero parecía que Meric se dirigía en efecto en la dirección correcta. Kral se dio por satisfecho y se volvió hacia E'ril. El hombre de las montañas oyó detrás de él un crujido de huesos mientras Tol'chuk le cubría las espaldas. Kral esbozó una sonrisa inexorable. Pensó que tener a un ogro como compañero era como tener un muro detrás. Le permitía dirigir el hacha y los músculos sólo a la batalla que se libraba delante de él.
El hombre de las montañas cobró bríos y empezó a abrirse paso hacia Er'ril con unos hachazos tan rápidos que apenas podían distinguirse y movimientos más instintivos que planificados. Acudieron a su mente recuerdos de las lecciones aprendidas tiempo atrás.
Kral se había adiestrado en el arte de la lucha con hacha con Mulf, un anciano guerrero canoso de la Dentellada. De él se decía que había luchado en las guerras contra los enanos y que durante un día y una noche enteros había defendido él solo el Paso de las Lágrimas. A los once inviernos, con la mirada henchida de glorias futuras, Kral fue a buscar al anciano a su cueva, situada en lo alto de la Dentellada. Cuando vio por primera vez a Mulf, todas sus esperanzas se vinieron abajo. Mulf tenía la espalda encorvada y parecía tan viejo como las raíces de las montañas. Su barba, blanca como la nieve temprana, era tan larga que el anciano tenía que ajustaría al cinturón para no tropezar con ella. ¿Cómo iba a enseñarle algo ese viejo decrépito? Mulf le pareció incluso demasiado viejo para levantar un hacha y, evidentemente, incapaz de blandiría en combate. Sin embargo, tras su primera lección con aquel anciano profesor, el joven Kral terminó con su trasero sentado sobre nieve fangosa a medio derretir, con un gran moretón en la frente donde Mulf lo había golpeado con el extremo de la empuñadura del hacha. Lo último que el muchacho recordaba era el filo del hacha pasando por encima de la cabeza. Sin embargo, con un movimiento demasiado rápido para que su vista pudiera seguirlo, el anciana había hecho girar el hacha por el pulgar y, en lugar de darle con el hierro afilado en la cabeza, sólo lo había golpeado con la madera. Aquella mañana fría, con el hielo enfriándole el trasero, Kral aprendió la primera de las muchas lecciones de su perspicaz profesor: no subestimar jamás al adversario.
Y desde luego no iba a hacerlo en esa ocasión.
Los goblins podían ser pequeños pero eran violentos, todo músculos y extremidades afiladas. Kral no permitió que su brazo se detuviera, ni que su vista se desviara de aquella ráfaga de garras. Su recelo le permitió esquivar más de un cuchillo de goblin dirigido contra su pecho. En cuanto se aproximó al lugar donde Er'ril se debatía, los goblins agitaron unas dagas afiladas, iguales a las que los habían asaltado en la cima del desfiladero y que habían hecho que Kral yTol'chuk saltaran por él.
Cortó de cuajo la muñeca del goblin para evitar una daga. La bestia aulló. El arma, que la garra todavía tenía agarrada, cayó al suelo. Kral apartó la cara del chorro de sangre que brotó de la muñeca amputada, no por asco, sino para evitar que la sangre caliente le impidiera ver. Otro goblin lo atacó entonces por otro lado blandiendo un arma. No tenía tiempo para girar el hacha, así que utilizó el truco que su maestro le había enseñado y golpeó con la empuñadura del hacha el ojo del animal. Oyó el crujido del hueso al dar contra la madera y el goblin cayó al suelo.
Kral evitó pisar aquel animal y prosiguió su avance mortífero.
Er'ril se encontraba sumergido bajo una masa de animales, luchando contra algo más que los goblins. Una parte de su espíritu estaba dispuesto ya a rendirse: le pareció que llevaba luchando desde el día de la creación del Diario ensangrentado. Sin embargo, en su interior la tenacidad de su origen Standi no le permitía sucumbir a la desesperación. No, los siglos de inviernos pesaban mucho más en sus hombros que aquellos goblins carniceros. Había sacrificado tanto y había esperado tanto tiempo... No estaba dispuesto a morir allí de ese modo.
Con un grito en los labios, se apartó a patadas los goblins de las piernas y se sirvió de su mano de hierro para asfixiar a los animales que intentaban desgarrarle la garganta o el rostro. El brazo con el que sostenía la espada, cuando no estaba inmovilizado por los cuerpos de esas alimañas, conseguían despejar un área durante unos instantes, pero éstos nunca eran suficientes para lograr ponerse de pie o ver cómo les iba a Bol y a Elena. Tenía siempre una muro de goblins alrededor.
Aun así, no se rindió, no quería oír los susurros de desesperación.
Hubo un instante en que le pareció oír un grito y la palabra niña atronando en la caverna, pero los siseos y el alboroto apagaron aquella voz. ¿Quién había gritado? ¿Acaso se lo había imaginado?
Observó que el halcón de luna planeaba por el techo de la caverna en un destello rápido de luz. El maldito pájaro había regresado, sin duda, confundido por las galerías. Agradeció a los dioses aquella pequeña bendición. Su luz repentina detuvo por unos instantes a los goblins y pudo liberar el brazo. Dibujando con la espada un arco salvaje, Er'ril apartó las bestias.
Ya de pie, vio algo que le estremeció el corazón.
A un palmo de él se erguía un goblin dos veces mayor que un hombre. Tenía los brazos empapados de sangre y su boca llena de colmillos sonreía de forma mortífera.
Er'ril retrocedió. De repente un dolor inmenso le atenazó la pierna derecha. La extremidad cedió. Al desplomarse vio que un goblin le clavaba por segunda vez su daga en el muslo. La hoja dio en el hueso y la vista de Er'ril se nubló de dolor. Se agitó y se apartó la daga con una patada. Se irguió sobre las rodillas y agitó a ciegas su brazo invisible. Con el puño agarró la garganta de una alimaña armada con una daga y la estranguló hasta matarla. Agitando el goblin muerto en su puño de hierro golpeó a otros seres como aquél para apartarlos de su lado mientras utilizaba el cuerpo inerte como escudo.
Pero Er'ril no fue suficientemente rápido.
Un puñal le atravesó la espalda. El dolor lo cegó por un momento. Cuando volvió a ver, observó que tenía la mano de hierro vacía; se había quedado sin escudo. Delante de sus ojos aparecieron más goblins, entre ellos varios armados.
Frunció el entrecejo con rabia y dolor. Por fin su propia muerte, la que durante siglos le había sido negada, estaba próxima.
Levantó la espada. En el transcurso de su larga vida, hubo ocasiones en que habría agradecido la muerte, deseoso de descansar por fin, pero ahora no. Había otra gente que contaba con él: la niña, el anciano, incluso el niño De'nal. Esa muerte lo rebelaba.
Apoyándose en su pierna izquierda herida, olvidó el intenso dolor que sentía en la espalda y escupió sangre contra el suelo. Asió con fuerza la espada.
En el momento en que levantaba la punta del arma en actitud provocadora, el muro de goblins se abrió de golpe y el horrible rey de los goblins se abrió paso entre sus congéneres colocándose delante de él. El monstruo alzó a dos miembros pequeños de su gente y los lanzó por la caverna. El brazo armado de Er'ril temblaba. ¿Tendría fuerzas para medirse con ese monstruo? Erguido delante de Er'ril, el ser lo doblaba en estatura y era aún más ancho de hombros.
De pronto oyó una voz que le resultaba familiar.
—Alabada sea la Roca, todavía estás vivo.
Conocía esa voz. Entonces vio a Kral que salía de detrás de aquella criatura monstruosa. El cerco de goblins, ahora abierto, se disgregó en grupos de cobardes y huyó. Al girar el cuello, Er'ril sintió que la cabeza le daba vueltas. La sala se estaba vaciando de goblins. Los que todavía quedaban con vida se escabullían y se marchaban cojeando de la sala, excepto el gigante, aquella bestia deforme que tenía delante. Entonces observó que Kral colocaba una mano en el brazo del monstruo. El hombre de las montañas se percató de la expresión de horror de Er'ril.
—Se llama Tol'chuk. Es un amigo.
—¿Qué... qué? —Er'ril estaba demasiado aturdido para formular preguntas.
—Es un ogro. Nos ha ayudado a rescataros.
Las palabras de Kral le recordaron los demás. Se giró con dificultad y vio a Elena saliendo de detrás de su tío. Las ropas de Bol colgaban en andrajos y tenía la cara y el pecho manchados de sangre. Mientras el halcón de luna planeaba sobre sus cabezas, el anciano le dirigió una débil sonrisa. Er'ril observó que había dos personajes que todavía se movían entre los goblins muertos. El lobo que los había seguido de forma obstinada olisqueaba los restos retorcidos que había cerca de Bol y Elena. Junto al animal se encontraba un hombre alto de cabellos plateados atados en una larga cola. Una espada delgada como una aguja le colgaba suelta en una mano, parecía casi que había olvidado que la llevaba. Los ojos de aquel hombre escudriñaban la caverna.
De pronto Er'ril se sintió algo mareado y se inclinó levemente hacia adelante. Antes de que cayera de bruces, Kral se adelantó y le puso un brazo en el hombro.
—Tranquilo. Tienes unas heridas bastante profundas.
La voz de Elena resonó entonces por toda la sala. Er'ril vio que alzaba su mano derecha para señalar una herida que su tío tenía en la mejilla; el color rojo de la mano apenas se podía distinguir de la sangre del tío.
—Tío Bol también está herido —dijo.
Er'ril percibió los sollozos que se escondían detrás de la voz.
De pronto, observó que el desconocido delgado se tensaba con nerviosismo al lado de la niña. La espada del hombre, antes olvidada y suelta en la mano, se alzó y apuntó contra Elena.:
—¡La marca! —exclamó con los ojos clavados en la mano de Elena—. ¡La marca de la bruja!
Kral soltó de pronto los hombros de Er'ril.
—¡No! —atronó el hombre de las montañas.
Er'ril tenía las piernas demasiado flojas para tenerse de pie y cayó pesadamente al suelo. Vio que Kral se abalanzaba sobre el hombre delgado, pero el hombre de las montañas estaba demasiado alejado.
—¡No, Meric! ¡No!
La visión de Er'ril se volvió borrosa en el momento en que el hombre de cabellos plateados arremetió contra la niña, rápido como un felino. Elena apenas tuvo tiempo de volverse cuando la espada se dirigió hacia el pecho.
Pero antes de que la espada diera en el blanco, una oscuridad fría dejó inconsciente a Er'ril.