CAPITULO 5
Elena no podía dormir. Las quemaduras le
dolían con cada movimiento, y no podía apartar sus pensamientos de
los temibles acontecimientos que se habían producido en el cuarto
de baño. Aunque se esforzaba por convencerse de que aquel desastre
no había sido culpa suya, el corazón le decía otra cosa. Lejos de
dormirse, esta preocupación le hacía tener los ojos abiertos. ¿Qué
había ocurrido?
Las palabras de su madre continuaban dando
vueltas en su cabeza: podía ser ella. El
tono con que las había dicho había sido más de miedo que
orgullo.
Por enésima vez, Elena sacó la mano de
debajo de la manta y la mantuvo en lo alto. Bajo la débil luz, la
mancha de la palma derecha parecía aún más oscura. El ungüento que
su madre le había aplicado en los brazos brillaba bajo la luz de la
luna, que se colaba por las cortinas de la habitación. De la crema
emanaba el dulce olor a olmo. Recordó que había quien llamaba olmo
de la bruja a aquella especie. Olmo de bruja. Elena pensó que
incluso el aire que respiraba le causaba temor.
Bruja.
Cuando salían de caza, tío Bol, que era un
almacén de historias y cuentos del pasado, los hacía estremecer
bajo el petate a ella y a su hermano contándoles historias de
brujas, ogros y otras criaturas de fábula: seres de luz y de
oscuridad, de fantasía y de folclore. Recordó el semblante serio de
su tío al narrar aquellos cuentos, y su mirada intensa, realzada
por el brillo del fuego del campamento. Parecía creer lo que
contaba y jamás guiñaba un ojo con disimulo ni levantaba las cejas
con exageración. Lo más inquietante de sus historias era el tono
bajo y grave de su voz.
—Ésta es la verdadera historia de nuestra
tierra —les decía—, una tierra que antes se llamó Alasea. Hubo un
tiempo en que el aire, la tierra y el mar hablaban al hombre, y los
animales del campo eran iguales que los que andaban sobre dos
piernas. Los bosques de los lejanos territorios del oeste, que ya
entonces se conocían con el nombre de Altos Occidentales,
alumbraron a seres tan fabulosos que convertían en piedra a quien
osaba mirarlos, y a criaturas tan hermosas que los que osaban
tocarlas caían de rodillas. Este fue el país de Alasea, vuestra
tierra. Recordad lo que os digo. Podría salvaros la vida.
Y luego se pasaba hablando toda la
noche.
Elena se esforzó por evocar alguna historia
divertida de tío Bol para olvidarse de sus problemas, pero su
pensamiento no cesaba de sacar a la luz los cuentos más siniestros:
las historias de brujas.
Al volverse de lado en su pequeña cama,
sintió que el terliz de algodón suave le arañaba las piernas. Se
cubrió la cabeza con la almohada para impedir que asomaran viejas
historias y nuevos miedos, pero no sirvió de nada. Aun así podía
oír los gritos que una lechuza profería desde el tejado de la
cuadra cercana. Se apartó la almohada de la cara y volvió a
apretarla contra el pecho.
De nuevo la lechuza repitió su grito de
protesta y, al cabo de unos instantes, Elena oyó el aleteo del ave
que pasaba frente a su ventana al iniciar su caza nocturna. La
presencia de la lechuza, a la que todos conocían con el nombre de
Pintail, era bienvenida en la granja porque mantenía a las ratas y
los ratones alejados de las reservas de grano. Pintail, que tenía
casi la misma edad que ella, pasaba las noches en las vigas del
techo de la cuadra desde que Elena alcanzaba a recordar y empezaba
su caza cada día a la misma hora.
A pesar de que el ave todavía cazaba, la
edad había arruinado la vista del pobre animal. Preocupada por su
salud, Elena llevaba casi un año robando sobras a hurtadillas para
la vieja lechuza.
Elena oyó cómo Pintail pasaba delante de su
ventana y encontró algo de consuelo en aquel rito familiar. Suspiró
profundamente para relajarse. Se dijo que ése era su hogar, que
allí la rodeaba una familia que la amaba. Por la mañana el sol
brillaría y, como Pintail, ella volvería también a sus quehaceres
diarios. Todos los acontecimientos extraños desaparecerían sin más
o tendrían una explicación. Cerró los ojos con la certeza de que
aquella noche era posible conciliar el sueño.
Justo en el momento en que empezaba a
quedarse dormida, Pintail empezó a gritar.
Elena se incorporó en su cama. Pintail
continuaba gritando: no era un grito de caza ni una advertencia
para preservar su territorio; era un gemido de dolor y miedo. Elena
se dirigió hacia la ventana y corrió las cortinas. Tal vez un zorro
o un lince habían cazado al ave. Apretándose el cuello con las
manos en señal de preocupación, escudriñó el suelo del
corral.
La cuadra de los caballos se encontraba
justo al otro lado del corral. Elena oyó los relinchos del caballo
y la yegua. También ellos sabían que aquel grito de la lechuza era
motivo de alarma. El corral estaba vacío. En la tierra sólo había
un carro y un arado averiados que su padre estaba reparando.
Elena abrió la ventana. El aire frío le
levantó el camisón pero ella apenas se dio cuenta al reclinarse
hacia el exterior. Miró e intentó distinguir algún movimiento entre
las sombras. No había nada.
¡No! Se apartó un paso de la ventana. Una
sombra se movía justo en un extremo del cercado vacío que albergaba
a los corderos en la época del esquileo. La débil luz de la luna
que brillaba en el corral iluminó una figura —no, no, eran dos— que
surgían de la oscuridad de las ramas de los árboles del campo. Se
trataba de un hombre encapuchado apoyado en un báculo y un hombre
delgado que le sacaba una cabeza a su compañero encorvado. Elena
intuyó que aquellos hombres no eran viajeros perdidos, sino gente
siniestra y peligrosa.
De pronto, Pintail se precipitó entre gritos
en el cercado vacío y pasó volando un palmo por encima de la cabeza
del hombre más alto. Éste se inclinó levemente y levantó el brazo
asustado. Pintail no le hizo caso y se deslizó por el espacio
abierto, ladeando de forma ostensible mientras forcejeaba con algo
que llevaba asido entre las garras. Por un momento, Elena se sintió
aliviada al ver que Pintai estaba bien.
Entonces la lechuza dio un vuelco en el aire
y se precipitó hacia el suelo. Elena dio un grito sofocado pero,
antes de chocar contra el suelo, Pintail levantó las alas, frenó su
caída, cogió altura de nuevo y se dirigió hacia Elena. La niña se
apartó trastabillando de la ventana, mientras el ave se precipitaba
y finalmente aterrizaba en el alféizar con el pico abierto en un
grito de rabia.
Primero Elena pensó que la lechuza había
cazado una serpiente, pero jamás había visto una tan blanca como
aquélla: era como el estómago de un pescado muerto. Se retorcía
entre las garras del ave. Evidentemente, Pintail se esforzaba por
retener al animal y, por los gritos que daba, parecía que esa lucha
le estaba causando un gran dolor. Elena se preguntó por qué Pintail
no lo dejaba caer sin más, por qué continuaba acarreándolo.
Entonces se dio cuenta de que la serpiente
penetraba cada vez más profundamente en el pecho de la lechuza.
Pintail no la retenía, sino que intentaba desembarazarse de ella.
Las garras nerviosas de la lechuza intentaban impedir que ese ser
penetrara más adentro. Pintail dirigió su enorme ojo amarillo hacia
Elena, como pidiéndole ayuda.
Elena se acercó presurosa a la ventana.
Pintail vacilaba en el alféizar, intentando mantener el equilibrio
con una pata y luchando contra aquella criatura repugnante. Cuando
Elena extendió la mano para ayudar a su amiga, ya era demasiado
tarde. La serpiente logró deshacerse de las garras de Pintail y
prosiguió su camino por el interior del ave. La lechuza gritó con
el pico abierto por el dolor y se cayó de la ventana, muerta.
—¡No! — exclamó Elena y, apoyándose en el
alféizar, buscó con la mirada a Pintail. La encontró tendida en el
suelo del corral, con el cuerpo destrozado. Las lágrimas corrían
por el rostro de Elena.
—¡Pintail!
Entonces, el suelo donde había caído el ave
se agitó como si fuera arena movediza. Elena chilló al ver que unos
seres monstruosos con forma de serpiente surgían en masa del suelo
y devoraban a la lechuza. Al cabo de unos instantes, sólo quedaban
unos huesos blancos y finos desparramados y una calavera con las
cavidades oculares vacías dirigidas hacia ella. Cuando los gusanos
desaparecieron bajo la tierra, Elena sintió que le flaqueaban las
rodillas. Sospechó que permanecían ocultos a la espera de más
carne.
Con los ojos anegados en lágrimas, volvió a
espiar a los dos viajeros que permanecían en el extremo alejado del
cercado. El que iba encapuchado avanzó cojeando con su báculo por
aquel suelo traicionero; parecía no temer a aquellos seres
repugnantes ocultos debajo del suelo. Entonces se detuvo y levantó
la cara hacia la ventana de Elena. La niña, sobrecogida, se apartó
rápidamente; de pronto sintió temor por aquella mirada dirigida
hacia ella. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca en señal
de peligro. ¡Era preciso avisar a sus padres!
Elena se precipitó hacia la puerta de su
habitación y la abrió con estrépito. Su hermano ya estaba en el
vestíbulo. Joach, que sólo llevaba puestos los calzoncillos, se
frotaba los ojos adormilados. Señaló en dirección al cercado.
—¿Has oído el maldito chillido?
—Tengo que contárselo a padre. —Elena tomó a
su hermano por el brazo y lo condujo a las escaleras que llevaban
al piso de abajo.
—Pero ¿por qué? —preguntó él, protestando—.
Seguro que también lo ha oído. Apuesto a que es la vieja Pintail
peleando con un zorro. Pero tiene suficiente fuerza para
enfrentarse a diez. Estará bien.
—No, está muerta.
—¡Qué! Pero ¿cómo?
—Algo malo... yo... no sé.
Elena siguió tirando de su hermano hacia la
escalera; tenía miedo de dejarlo y necesitaba notar su contacto
para controlar los chillidos que, de otro modo, se le escaparían
del pecho. Se precipitó por la escalera, atravesó la sala de estar
y llegó a la habitación de sus padres. La casa estaba a oscuras y
en silencio y el aire era denso, como antes de una tormenta de
verano. Una sensación de pánico se apoderó de Elena; sentía que el
corazón le latía con fuerza. Elena empujó a Joach hacia la
mesa.
—¡Enciende una linterna! ¡Rápido!
Él corrió hacia la fosforera y obedeció la
orden. Elena se acercó corriendo hacia la habitación de sus padres.
Normalmente hubiera llamado a la puerta antes de entrar, pero
aquélla no era una ocasión para formalidades. Entró en la
habitación justo cuando Joach encendía la mecha de aceite. La luz
proyectó su silueta sobre la cama de los padres.
La madre, que siempre tenía un sueño ligero,
se levantó inmediatamente con los ojos abiertos de asombro.
—¡Elena! Cariño, ¿qué ocurre?
El padre se apoyó sobre el codo escudriñando
aturdido la luz de la linterna. Carraspeó y dibujó una mirada de
enojo en la cara.
Elena señaló hacia la puerta trasera.
—Alguien viene. Los he visto en el
cercado.
—¿Quién es? —preguntó el padre,
incorporándose en la cama.
—Bruxton —dijo la madre apoyando una mano
sobre el brazo del padre—, no hay que pensar en lo peor.
Seguramente es alguien que se ha perdido o que necesita
ayuda.
—No, no —repuso Elena negando con la
cabeza—, quieren hacernos daño.
—¿Cómo puedes saber eso, mi niña? —preguntó
el padre mientras se apartaba las sábanas. Salió de la cama vestido
sólo con su ropa interior de lana.
Joach se acercó al umbral de la puerta con
la linterna en la mano.
—Dice que Pintail está muerta.
—Hay una especie de... seres. Es algo
horrible. —Las lágrimas le acudieron a los ojos.
—Vamos a ver, Elena —dijo el padre con
dureza—, ¿seguro que no lo has soñado?
De repente, un golpe atronó en la puerta
trasera. Por un instante todos se quedaron paralizados.
—¿Bruxton? —dijo la madre.
—No te preocupes, mamá —contestó el padre—.
Seguro que es lo que has dicho: alguien que se ha perdido.
A pesar del tono tranquilo con que el padre
pronunció estas palabras, sus cejas arqueadas de preocupación lo
contradecían. Rápidamente se puso los pantalones.
La madre salió de la cama y se colocó el
batín. Cruzó la habitación y abrazó a Elena.
—Tu padre se encargará de esto.
Joach siguió a su padre con la linterna
mientras atravesaba el vestíbulo. Elena, que se mantenía detrás de
ellos a una distancia de seguridad junto a su madre, vio que su
padre tomaba el hacha de mano que utilizaban para convertir los
troncos de madera en astillas para el fuego. Elena se acercó más a
su madre.
El padre atravesó la cocina y se acercó a la
puerta trasera con Joach a su lado. Elena y su madre se quedaron
junto a la chimenea de la cocina.
El padre levantó el hacha con una mano y
luego exclamó a través de la gruesa puerta de roble:
—¿Quién va?
La voz que respondió era fuerte e imperiosa.
Elena tuvo la certeza de que quien respondía no era el encapuchado,
sino el otro hombre más alto.
—Por orden del Consejo de Gul'gotha exigimos
entrar en esta casa. Negarse a ello implica el arresto de toda la
familia.
—¿Qué quiere?
—Tenemos órdenes de inspeccionar toda la
granja. ¡Abra la puerta! —rugió la misma voz.
El padre dirigió una mirada de preocupación
a la madre. Elena negó con la cabeza en un intento por avisar a su
padre. Este se volvió hacia la puerta.
—Es tarde. ¿Cómo puedo saber que es quien
dice ser?
Una hoja de papel pasó por debajo de la
puerta y fue a parar a los pies descalzos del padre,
—Llevo el sello del procurador de la
guarnición del condado.
El padre hizo un gesto a Joach para que lo
recogiera y lo sostuviera bajo la luz de la lámpara. Desde el otro
lado de la habitación, Elena distinguió el sello púrpura en la
parte inferior del pergamino. Entonces el padre se dio la vuelta y
les habló en voz baja.
—Parece oficial. Joach, deja la linterna y
llévate a Elena arriba. Y no hagáis ruido.
Joach asintió pero se notaba que estaba
nervioso y quería quedarse ahí. Aun así, como siempre, hizo lo que
su padre le había indicado. Colocó la linterna en el extremo de la
mesa y fue hacia Elena. La madre la abrazó por última vez y luego
la dirigió hacia su hermano.
—Cuida de tu hermana, Joach. Y no bajéis
hasta que os llamemos.
—Sí, mamá.
Elena vacilaba. La luz temblorosa de la
linterna arrojaba sombras por la pared. El hombre que hablaba no la
inquietaba; era el otro, el hombre encapuchado, el que todavía no
había dicho nada. No era capaz de describir con palabras el
desagrado gélido que le invadió el corazón al recordar el rostro
que había intentado verla en la ventana. Por ello, se acercó a su
madre y le dio un gran abrazo.
La madre le acarició el cabello y luego se
separó de ella.
—Apresúrate, cariño. Esto no es asunto tuyo.
Tú y Joach tenéis que ir rápidamente arriba.
La madre intentó esbozar una sonrisa de
confianza, pero el miedo de su mirada echó por tierra su
esfuerzo.
Elena asintió y volvió con su hermano, con
la mirada clavada en sus padres en la cocina.
—Venga, hermanita —le dijo Joach a su
espalda, mientras apoyaba una mano en su hombro.
Elena se estremeció al notar su contacto
pero dejó que se la llevara de ahí. Volvieron a cruzar la sala de
estar y llegaron al pie oscuro de la escalera. La lámpara de la
cocina, como un fanal solitario en la casa a oscuras, iluminaba a
sus padres. Desde la escalera, Elena vio cómo su padre se volvía y
se disponía a levantar la vara de acero oxidado que impedía la
entrada de bandidos por aquella puerta. Sin embargo, ella sabía que
lo que había al otro lado de la puerta era algo mucho peor que unos
ladrones.
Este temor la mantenía clavada al pie de las
escaleras. Joach le tiró del brazo con la intención de que
subiera.
—Elena, tenemos que marcharnos.
—No —susurró—, desde aquí, a oscuras es
imposible que nos vean.
Joach no discutió; evidentemente, también él
quería mirar. Se arrodilló junto a su hermana en el primer
escalón.
—¿Qué crees que quieren? —le dijo al
oído.
—A mí —respondió ella también en voz queda,
sin apenas pensarlo. Estaba segura de que tenía razón. Todo lo que
estaba ocurriendo era, de algún modo, culpa suya: la mancha de la
mano, la manzana quemada en el campo, el reventón en el cuarto de
baño y ahora estas visitas a medianoche. Era imposible que tantos
acontecimientos extraños fueran mera coincidencia.
—Mira —murmuró Joach.
Elena volvió la vista y vio que su padre
abría la puerta de la cocina. Seguía bloqueando la entrada y
todavía tenía el hacha en la mano. Elena oyó lo que decían. Su
padre fue el primero en hablar:
—Bueno, ¿qué significa este alboroto?
El hombre delgado caminó hacia la entrada y
la linterna le iluminó el rostro. Era sólo unos dedos más bajo que
su padre, menos corpulento, y tenía una pequeña barriga que le
sobresalía de la camiseta arrugada y desgarrada. Llevaba una capa
de montar y unas botas negras llenas de barro. A pesar de que se
hallaba a bastante distancia, Elena advirtió que no se trataba de
una capa comprada en la aldea, sino que era obra de un sastre. El
hombre se frotó el pequeño bigote oscuro que le crecía bajo la
nariz estrecha y respondió:
—Venimos a causa de un delito. Una de sus
hijas ha sido acusada de... mmm... un delito repugnante.
—¿Y de qué delito se trata?
El hombre se volvió, miró sobre su hombro y
giró sobre los pies en busca de ayuda. Entonces la segunda figura
se acercó a la entrada. Elena vio que su padre daba un paso atrás.
La luz de la linterna iluminó a una figura envuelta con una túnica
negra que terminaba en una capucha oscura. A su lado, apoyado en el
suelo, tenía un báculo. La figura que se ocultaba tras la túnica
intentó colocar con una mano esquelética la capucha de forma que le
quedara entre la cara y la luz de la linterna. Parecía que la luz
le molestaba. Tenía la voz quebrada por la edad.
—Estamos buscando a una chica... —levantó su
mano huesuda— que tiene una mano manchada.
La madre profirió un grito agudo que
rápidamente sofocó; el anciano volvió el rostro hacia ella y la luz
de la linterna se coló por la capucha. Elena también tuvo que
reprimir un grito al ver los ojos que se volvían hacia su madre:
eran los de un muerto, como los globos apagados de los terneros que
nacían muertos. Opacos y blancos.
—No sabemos de qué nos habla —dijo el
padre.
El anciano encapuchado cogió su báculo y se
retiró hacia el campo oscuro. Entonces habló el hombre más
joven:
—No pretendemos molestar a toda la familia.
Salga aquí fuera y hablaremos de esto en privado. Tal vez podamos
resolver este asunto con tranquilidad. —Se inclinó levemente y
extendió una mano hacia el corral—. Vamos, es tarde y todos
queremos descansar.
Elena vio que su padre se encaminaba hacia
la puerta y supo lo que allí le aguardaba. Recordó el cuerpo de
Pintail mientras era desgarrado por las criaturas que se ocultaban
debajo del suelo. Se levantó de inmediato con la intención de ir
hacia la cocina, pero Joach la tomó por el pijama y la obligó a
quedarse.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —preguntó
en voz baja.
—Déjame ir —intentó deshacerse de Joach,
pero él era mucho más fuerte que ella—, tengo que avisar a
padre.
—Dijo que nos ocultásemos.
Su padre avanzaba hacia la puerta. ¡Oh, no,
por todas las diosas, no! Logró zafarse de Joach y se precipitó
hacia la cocina seguida por su hermano. Los tres adultos se
volvieron hacia ella cuando la luz de la linterna la iluminó de
repente.
—¡Espera! —gritó. Su padre se detuvo en el
umbral con el rostro rojo de ira.
—Me parece que os dije que...
A la espalda del padre, el intruso más joven
lo tomó por los hombros y lo obligó a salir fuera. Elena dio un
grito al ver que su padre, sorprendido, daba un traspié y rodaba
por los tres escalones hasta caer sobre el suelo duro. La madre se
abalanzó sobre el hombre con un cuchillo de cocina en alto. Pero
ella era demasiado mayor, y el hombre, demasiado rápido; el hombre
agarró a la madre por la muñeca y tiró de ella con violencia.
Joach gritó enfurecido, pero el hombre hizo
un gesto de mofa y tiró a la madre por el suelo, que fue a parar
junto a su marido. El muchacho se abalanzó hacia el intruso
lanzando saliva por la boca. El hombre sacó una porra del interior
de su túnica y golpeó a Joach a un lado de la cabeza. El chico cayó
al suelo de madera con un estrépito.
Elena se quedó paralizada cuando la mirada
del hombre se posó en ella. Entonces vio que sus ojos se dirigían
hacia la mano derecha, la que se le había teñido de rojo, y se le
abrían con asombro.
—¡Es cierto! —exclamó el hombre mientras
daba un paso adelante por la puerta. Dirigió una mirada hacia el
encapuchado que estaba en el corral—. ¡Está aquí!
Entretanto su padre había conseguido ponerse
de pie y estaba en guardia delante de su mujer, quien, sujetándose
el brazo izquierdo, se hallaba de rodillas.
—¡A mi hija no la toquéis! —gritó el padre a
los intrusos.
Con la frente sangrando, Joach se puso de
pie y se colocó ligeramente tambaleante entre Elena y la
puerta.
Entonces el anciano se acercó cojeando hacia
los padres.
—Vuestra hija o la vida —dijo con una voz
chirriante, como si fuera una serpiente en la oscuridad.
—No os llevaréis a Elena. Os mataré si lo
intentáis. —Su padre no se amedrentaba ante la mirada del
anciano.
Entonces el ser envuelto en la túnica
levantó el báculo y dio dos golpes contra el suelo. Tras el segundo
golpe, la tierra que había a los pies de sus padres se levantó en
forma de una nube de barro que los ocultó. Por primera vez en la
vida, Elena oyó a su padre gritar. Luego, la tierra se detuvo y
entonces vio a su madre y a su padre cubiertos con los gusanos
blancos que habían atacado a Pintail mientras la sangre brotaba a
chorros de sus cuerpos.
Elena chilló y cayó de rodillas al suelo. Su
padre se volvió hacia la puerta.
—¡Joach! —gritó—. ¡Salva a tu hermana!
Ráp... —No pudo decir más: las palabras se le acabaron cuando los
gusanos lograron entrarle por la boca y le atravesaron la
garganta.
Joach retrocedió para dirigirse hacia Elena
y la puso de pie.
—No —dijo ella casi en un susurro y repitió
luego con más fuerza—: ¡No! —La sangre ardía de rabia—. ¡No! —Su
mirada se tiñó de rojo y sintió que su garganta le impedía gritar.
Se puso de pie rápidamente, temblando, con los puños apretados.
Apenas era ligeramente consciente de la presencia de Joach, quien,
con los ojos como platos, se había apartado de ella trastabillando.
Elena tenía toda la atención concentrada en el corral, donde sus
padres se debatían en la tierra revuelta. De pronto, profirió un
chillido que la liberó de toda la rabia contenida.
Entonces se levantó una llamarada que
destruyó el corral. Los dos horribles seres consiguieron apartarse
torpemente de la ruta del fuego, pero sus padres no se movieron.
Elena vio cómo las llamas envolvían a su madre y a su padre. En sus
oídos, que todavía le zumbaban por la energía, se extinguieron los
gritos de sus padres, como si una puerta se cerrara detrás de
ellos.
De pronto, Joach la tomó de la cintura y la
sacó de la cocina para llevarla a la sala de estar. La pared de la
cocina ardía. Elena se dejó caer en los brazos de su hermano,
agotada, como una muñeca de trapo. Joach se debatía con su peso. La
habitación se estaba llenando de humo.
—Elena —le dijo al oído—, te necesito.
¡Vamos!
El humo la hizo toser. El fuego se había
extendido a las cortinas de la sala de estar. Elena se esforzó por
tenerse de pie.
—¿Qué he hecho?
Joach contempló las llamas que tenía a la
espalda, y unas lágrimas brillaron en sus mejillas iluminadas por
el fuego. Luego miró hacia adelante con una actitud
escrutadora.
El humo invadía el aire. Elena tosió. Joach
se dirigió a la puerta delantera pero se detuvo.
—No, seguro que es lo que esperan. Tenemos
que salir por otro lado.
De repente, la empujó hacia la escalera.
Elena sintió pinchazos en sus miembros entumecidos y empezó a
agitarse mientras sollozaba en silencio.
—Es culpa mía.
—Calla. Vamos arriba.
Joach la empujó hacia la escalera y luego
por los escalones.
—Vamos, El —le susurró en el oído—. Ya los
has oído. Te están buscando.
Ella volvió sus ojos anegados en lágrimas
hacia él.
—Lo sé. Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho?
Joach no sabía la respuesta a esas preguntas
y se limitó a señalar la puerta que daba a su habitación.
—Por ahí.
Elena vio entonces la ventana que había al
final del pasillo y se desasió de Joach.
—No he visto lo que ha ocurrido. Tengo que
verlo. —Elena se precipitó hacia la ventana.
—¡No!
Elena no hizo caso de la orden que su
hermano susurró y llegó al final del pasillo. La ventana de grueso
cristal no podía abrirse, pero ofrecía una excelente panorámica del
corral que había abajo. Elena apoyó la frente contra el cristal
frío. Abajo, a pocos pasos de la entrada trasera, consumido por las
llamas, vio lo que quedaba de sus padres. El humo se alzaba
ondulante.
Sobre la tierra marrón yacían dos esqueletos
abrasados, entrelazados en un abrazo y con los cráneos juntos. El
anciano se encontraba a algunos pasos de ellos. El borde de su
túnica ardía. Tenía un brazo en alto con el que señalaba la parte
delantera de la casa.
Joach se acercó por detrás de ella y la
apartó de la ventana.
—Ya has visto suficiente, Elena. El fuego se
extiende. Tenemos que apresurarnos.
—Pero... padre y madre... —Miró hacia la
ventana.
—Más tarde ya lamentaremos su muerte. —Joach
la condujo hasta su habitación y abrió la puerta—. Esta noche
tenemos que sobrevivir. —Sus siguientes palabras fueron puro
hielo—: Mañana también puede ser un buen día para vengarse.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Joach? —preguntó
Elena al entrar en la habitación.
—Escapar.
Incluso con la habitación a oscuras era
posible ver la determinación en las mandíbulas. ¿Cómo podía su
hermano ser tan duro? Sólo había vertido unas pocas lágrimas y nada
más.
—Necesitamos ropa para abrigarnos. Ponte mi
gabán de lana.
El se puso unos pantalones y un jersey
grueso que su madre le había tejido para la última Fiesta de
Invierno. Elena recordó aquella noche de fiesta y las lágrimas
volvieron a acudir a sus ojos.
—Vamos... —susurró Joach.
Tomó el gabán largo de su hermano del
colgador del ropero y se arrebujó en el calor de la prenda. No se
había dado cuenta del frío que tenía hasta que sintió el abrazo de
aquel abrigo.
Su hermano estaba ya junto a la
ventana.
—¿Qué tal andas de equilibrio?
—Cada vez mejor. ¿Por qué?
El le hizo un gesto para que se acercara a
la ventana. Esta daba a un lado de la casa, donde un enorme castaño
desplegaba sus gruesas ramas a lo ancho y acariciaba con ellas el
alero del edificio y de la cuadra. Joach abrió la ventana.
—Haz lo mismo que yo —le indicó mientras se
encaramaba al alféizar.
A continuación, saltó y, agarrando una rama
gruesa entre las manos, pasó a otra aún más gruesa. Era evidente
que no era la primera vez que lo hacía. Se dio la vuelta hacia
Elena y le hizo la señal para que saliera.
Ella se subió al estrecho alféizar. Con los
dedos descalzos de los pies se aferró a la madera. Miró el suelo
que se extendía abajo. Si se caía, romperse una pierna sería la
última de sus preocupaciones. Era lo que se ocultaba bajo la tierra
lo que la hacía estremecer.
Entonces su hermano imitó el canto de la
curruca para llamarle la atención. Elena saltó de la ventana y se
agarró a la misma rama que él antes había cogido. Joach la ayudó a
pasar a la rama gruesa que tenía a su lado.
—¡Sígueme! —dijo Joach en voz baja, temeroso
de llamar la atención de los otros. Elena oyó voces en la parte
delantera de la casa y luego el ruido de cristales al romperse.
Siguió a Joach por el árbol, sin atender a los arañazos que las
ramas le hacían en la ropa y en la piel.
Por fin lograron atravesar el corral
infestado. Al llegar al final, las ramas más pequeñas se doblaban
con su peso. Joach señaló la puerta abierta del henil.
—Así. —Descendió por una rama fina y luego
saltó. Fue a caer con una voltereta sobre un montón de heno. Se
puso inmediatamente de pie y volvió hacia la puerta—. ¡Rápido!
—susurró.
Ella tomó aire y se apresuró. ¡Tenía que
conseguirlo! Y probablemente lo hubiera hecho de no ser porque al
saltar una rama se le enganchó en un bolsillo. El gabán se rompió y
eso la hizo girar por el aire. Sorprendida al verse volando, Elena
no pudo reprimir un chillido. Entre gritos fue a darse contra la
cuadra, que se encontraba justo debajo de la puerta que daba al
henil.
Sin embargo, antes de que cayera, Joach
logró sostenerla por el cuello del gabán de forma que ella quedó
colgada del abrigo que su hermano sostenía.
—No puedo levantarte —dijo él, exhausto por
el esfuerzo—. Levanta los brazos y agárrate del borde. ¡Rápido!
¡Seguro que te han oído!
Con el corazón latiendo tan fuerte que le
atronaba en los oídos, Elena se esforzó por llegar al borde de la
apertura que daba al henil. Sólo tocaba el borde de madera con las
puntas de los dedos, pero eso era suficiente. La fuerza de sus
dedos y Joach tirando del abrigo lograron que Elena entrara por fin
en el henil.
Pese a estar casi sin aliento, los dos se
abrieron paso entre el heno con la respiración entrecortada para
llegar hasta la escalera que conducía hacia abajo.
Elena se detuvo en el escalón superior y
señaló el suelo de la cuadra.
—¿Y si esos gusanos también están
aquí?
Joach señaló al semental y la yegua de las
cuadras.
—Mira, Tracker y Mist. —Los dos caballos
estaban nerviosos por el revuelo, tenían los ojos en blanco y se
hallaban encabritados por el miedo, pero estaban vivos—.
Vámonos.
Joach fue el primero en descender por la
escalera.
Elena lo siguió. Al bajar, una gruesa
astilla se le clavó en la mano derecha. Al quitarse el trozo de
madera de la palma de la mano, notó que el rojo intenso de la
mancha se había vuelto rosa suave, de modo que apenas difería de la
otra mano.
Entretanto Joach ya había abierto las
puertas de las cuadras; los dos caballos, molestos por el humo,
bufaron recelosos mientras salían. El muchacho pasó a Elena un
juego de riendas y un freno. Ella acarició rápidamente el cuello de
Mist para calmarla y le colocó el freno y las riendas. No tenían
tiempo para ensillar.
Joach saltó sobre Tracker y se acercó a su
hermana para ayudarla a saltar sobre la espalda desnuda dé Mist. En
cuanto estuvieron sentados, se acercó a la puerta de la parte
trasera de la cuadra y soltó el pestillo con el pulgar de un pie.
Las puertas se abrieron y dejaron ver el borde del campo. Joach
sostuvo la puerta abierta para que Mist pasara.
Mientras Elena conducía a Mist hacia fuera,
Joach examinó detenidamente el oscuro espacio que se extendía entre
la cuadra y los árboles del campo. Unas nubes habían ocultado la
luna, y el aire era denso a causa del humo. Mientras Elena hacía
girar a Mist en dirección a los árboles, detrás de Joach surgió una
luz. Elena dio un salto sobre su montura y soltó un grito sofocado.
Detrás de su hermano, en una esquina de la cuadra, el hombre
encapuchado entraba por la parte trasera mientras su compañero
sostenía en alto una linterna.
—¡Elena, vete! —Joach hizo girar a su
caballo para hacer frente a los dos hombres—. Yo los
entretendré.
Elena no le hizo caso y vio que el anciano
levantaba su báculo encorvado y daba un golpe en el suelo. Tras
aquel impacto tan preciso, el suelo se hinchó alrededor de los dos
hombres y empezó a extenderse en forma de onda, semejante a la que
se produce cuando se lanza un guijarro a un estanque. La ola de
tierra agitada se dirigía veloz hacia Joach. Aquí y allá se veía el
brillo de unos cuerpos gruesos y blancos que surcaban la
tierra.
—¡No! ¡Joach, corre!
Entonces Joach vio lo que se le venía
encima. Tiró de las riendas de Tracker para obligarlo a dar la
vuelta. Relinchando de pánico, el caballo se resistió durante un
momento pero, por fin, dio una vuelta en círculo y empezó alejarse
saltando de sus perseguidores. Pero fue demasiado lento. El
montículo de tierra que avanzaba con aquella onda repugnante
engulló las patas traseras del caballo.
Elena observó que la grupa del caballo se
movía como si nadara en el fango. La tierra se tiñó de negro con la
sangre. Tracker se encabritaba y profería relinchos de pánico con
los ojos fuera de las órbitas. Joach mantenía firmes las riendas.
El caballo se desplomó. Clavó las pezuñas de sus extremidades
anteriores en el suelo firme en un intento por levantar las patas
traseras.
Joach intentaba que el caballo avanzara,
pero Elena advirtió que el esfuerzo era inútil. Aquellos
depredadores de tierra eran capaces de separar la carne de los
huesos en cuestión de segundos. Elena acercó su yegua hacia la
pareja que se debatía y se colocó delante de Tracker. Con un brazo
envuelto en las riendas, se esforzaba por mantener a Mist frente al
caballo jadeante que las miraba con ojos abiertos.
—¡Ven conmigo! —gritó a su hermano.
—¡Déjame, vete! —dijo Joach al ver que su
postura era inútil.
—¡No sin ti! —Mist dio un paso hacia atrás.
La onda, que durante un tiempo se había demorado mientras engullía
la parte trasera del caballo, ahora avanzaba hacia la yegua. Las
patas delanteras de Tracker quedaron atrapadas en la tierra que se
agitaba.
—¡Salta! —gritó a su hermano.
Joach, indeciso, apretaba con fuerza las
riendas. Luego meneó la cabeza, se puso de pie sobre el caballo,
extendió los brazos para mantener el equilibrio y saltó desde el
lomo de Tracker para caer boca abajo en la grupa de Mist. El peso
repentino dio bríos a la yegua, que huyó como si la hubieran
azotado con un látigo.
Elena dejó que Mist corriera y se limitó a
indicarle el camino por el campo oscuro. Con el otro brazo
intentaba sostener a su hermano en la parte trasera del
caballo.
Los tres se sumergieron en el campo de
manzanas.