III
No fue Howie el que acudió en ayuda de Jo-Beth, sumida en su solitario terror, ni quien la levantó en volandas y la llevó —con los ojos casi siempre cerrados (y, cuando los abrió, anegados en lágrimas)— al lugar que había entrevisto brevísimamente cuando ella y Howie nadaron juntos en la Esencia: la Efemérides. Había en el elemento un comienzo de inquietud que la levantaba a flote, pero ella seguía tan ignorante de esta circunstancia como de la proximidad de la isla. Otros, sin embargo, no lo ignoraban, y si Jo-Beth hubiese estado más consciente de lo que la rodeaba, hubiera visto una agitación sutil, pero inconfundible, invadir a las almas que nadaban en el éter de la Esencia. Sus movimientos no eran tan firmes, y algunas —quizá las más sensibles al rumor que el éter transmitía— dejaron de avanzar y quedaron como colgadas en la oscuridad, a semejanza de estrellas ahogadas. Otras se hundieron más y más en el éter, esperando evitar así el cataclismo cuya inminencia se rumoreaba. Y aun hubo otras, muy pocas aún, que salieron de allí, y despertaron en su cama en el Cosmos, contentas de verse fuera de peligro. Para la mayoría, sin embargo, el mensaje fue tan silencioso que no pudieron oírlo; o, si lo oyeron, el placer de estar en la Esencia venció cualquier inquietud. Se levantaron y cayeron, se levantaron y cayeron, y su camino, en casi todos los casos, les llevó por el mismo que Jo-Beth recorría: hacia la isla del mar de los sueños.
Efemérides.
El nombre resonaba en la mente de Howie desde la primera vez que lo oyó en labios de Fletcher.
«¿Qué hay en Efemérides?», había preguntado, pensando que se trataba de alguna isla paradisíaca; mas las palabras de su padre no fueron muy clarificadoras. El Gran Espectáculo Secreto, le dijo, respuesta que, a su vez, planteaba una docena de preguntas. Y en ese momento, cuando vio la isla ante sus ojos, Howie lamentó no haber preguntado con más persistencia. Incluso a aquella distancia, estaba muy claro que su idea del lugar se había quedado espectacularmente corta. De la misma manera que la Esencia no era un mar en el sentido más convencional de la palabra, Efemérides exigía una revisión de lo que la palabra isla significaba. Para empezar, no se trataba de una sola masa de tierra, sino de muchas, cientos quizás, unidas entre sí por arcos rocosos, y el archipiélago entero semejaba una vasta catedral flotante; sus puentes eran los contrafuertes; las islas, torres que crecían en altura a medida que se hallaban más próximas a la isla central, de la que se levantaban hasta el cielo gruesas y compactas columnas de humo. La semejanza resultaba demasiado grande para tratarse de una nueva coincidencia. Esa imagen era, evidentemente, la inspiración subconsciente de todos los arquitectos del Mundo. Los constructores de catedrales y torres, incluso —¿por qué no?— los niños que juegan con ladrillos de juguete, tuvieron, sin duda, ese lugar de ensueño en lo más hondo de su mente, y le rindieron homenaje de la mejor manera que cada uno sabía. Pero sus obras maestras no podían pasar de ser meras aproximaciones, componendas con la fuerza de la gravedad y las limitaciones del medio. Ni tampoco aspirarían jamás a emular obra tan grandiosa. La isla de Efemérides tenía varios kilómetros de anchura, pensó Howie, y no había trecho alguno de ella que no hubiese sentido el contacto del genio. Si se trataba de un fenómeno natural (¿y quién era capaz de decir lo que es natural en un lugar de la mente?), no cabía duda de que la Naturaleza había pasado por un frenesí de fantasía al hacer que la materia sólida se lanzase a juegos de que sólo las nubes o la luz eran capaces en el mundo que Howie había abandonado, al construir torres, finas como juncos, sobre las que se sostenían, en equilibrio, globos del tamaño de casas; al hacer colinas en espiral, peñascos como senos y perros y los restos de alguna enorme mesa Muchas eran las semejanzas, pero no había ninguna que pareciera deliberada a Howie. Un fragmento en el que había creído ver un rostro era parte de otra semejanza de la que se percató después; y cualquier interpretación estaba sujeta a cambio constante. Quizá todas ellas fuesen acertadas, todas deliberadas. Tal vez ninguna lo fuese; y, entonces, ese juego de las semejanzas sería, como la creación del muelle cuando Howie estaba a punto de llegar a la Esencia, la forma elegida por su mente de domar la inmensidad. Pero, en ese caso, estaba claro que su mente había fracasado, como en la isla central del archipiélago, que se levantaba, erecta y firme, de la Esencia, o el humo que salía de incontables fisuras abiertas en sus muros y se levantaba al cielo con la misma verticalidad. Su cima estaba oculta por el humo; pero, fuera cual fuese el misterio que acechaba en ella, era néctar para las luces del espíritu, que se elevaban hacia ella, liberadas de carne y de sangre, sin entrar en el humo, pero rozando su plenitud, Howie se preguntó si seria miedo lo que les impedía entrar en el humo, o si éste era una barreta más sólida de lo que a primera vista parecía. Quizá, si se acercaba más, descubriera la respuesta. Ansioso de verse allí lo antes posible, apresuró el paso, añadiendo al flujo de la marea el impulso de manos y de pies, de modo que, a los diez o quince minutos de ver por primera vez Efemérides, ya ascendía a su playa. Estaba oscuro, aunque no tanto como en la Esencia, y notó que el suelo era áspero en la palma de las manos. No se trataba de arena, sino de excrecencias, como coral. ¿Era posible, se preguntó, que el archipiélago hubiese sido creado de la misma manera que aquella isla que acababa de ver flotando entre las fruslerías de la casa de Vance, y que crecía en torno a cuerpos de seres humanos caídos en la Esencia? En ese caso, ¿cuánto tiempo hacía de la caída de éstos en el mar de los sueños para que hubiesen llegado a adquirir tales proporciones?
Howie comenzó a ascender por la playa, prefiriendo la parte izquierda a la derecha, pues, cada vez que se veía ante la bifurcación de un camino cuyos dos ramales desconocía, siempre optaba por el izquierdo. Se mantuvo cerca del mar, esperando ver a Jo-Beth en la playa, llevada allí por la misma marea que le había capturado a él. Una vez fuera de las sedantes aguas, el cuerpo de Howie, ya no sostenido ni acariciado, sintió latir de nuevo inquietudes que el mar había calmado. La primera de ellas era que podría pasarse días, semanas incluso, buscando por el archipiélago sin encontrar a Jo-Beth. La segunda, que, aun cuando diese con ella, todavía debería enfrentarse con Tommy-Ray. Y éste no estaba solo: había llegado a la casa de Vance acompañado de un séquito de fantasmas. La tercera, y la menos importante de sus preocupaciones, se convertía en aquel lugar en la más grave de todas: algo estaba cambiando en la Esencia. No importaba qué palabras serían las idóneas para definir esta realidad; si había alguna otra dimensión o estado mental, también carecía de importancia. Todo ello, probablemente, era uno y lo mismo. Lo que en verdad importaba era la santidad del lugar. Howie no dudaba ni por un momento que todo lo que había aprendido sobre la Esencia y sobre Efemérides era cierto. Ése era el lugar del que procedía todo cuanto su especie sabía de la gloria. Un lugar constante, de reposo, donde el cuerpo quedaba relegado al olvido (excepto en el caso de intrusos, como él mismo), y donde el alma soñadora levantaba el vuelo, un lugar de misterio. Pero había indicios sutiles, y algunos lo eran tanto que Howie no hubiera sido capaz de identificarlos, de que aquel lugar de sueños no era seguro. Las pequeñas olas que rompían en la playa, con su azulada espuma, no eran tan rítmicas como cuando Howie salió del mar. El movimiento de las luces de la Esencia también parecía haber cambiado, como si algo estuviese desequilibrando el sistema. Howie dudaba de que la simple intrusión de carne y sangre del Cosmos fuese responsable de aquello.
La Esencia era amplia, y disponía de medios para lidiar con aquellos que se resistían a la calma de sus aguas: él había visto ya ese mecanismo en pleno funcionamiento. No, lo que perturbaba la tranquilidad de la Esencia tenía que ser algo más que la simple presencia de alguien como él, o la de cualquiera de los invasores del otro lado.
Howie no tardó en encontrar pruebas de este desequilibrio en la playa. Una puerta, pedazos de muebles rotos, cojines, e, inevitablemente, fragmentos de la colección de Vance. A escasa distancia de esos tristes restos, en torno a una curva de la playa, Howie encontró esperanzas de que la marea hubiese llevado a Jo-Beth allí: otra superviviente. Se hallaba en el borde mismo de la Esencia, de cara al mar. Si le oyó acercarse, no volvió la cabeza. Su postura (los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los hombros hundidos) y la fijeza de su mirada hacían pensar que alguien la tuviese hipnotizada. Por reacio que se sintiera a romper su pasmo, si es que era así como ella había decidido enfrentarse con el shock de un cambio tan radical, Howie se vio forzado a intervenir:
—Dispénseme —dijo, sabiendo que la cortesía resultaba patética en tales circunstancias—. ¿Es usted la única persona aquí?
Ella se volvió para mirarle, y Howie se llevó su segunda sorpresa: había visto aquel rostro docenas de veces en la pantalla de su televisor ponderando las virtudes de cierto champú. Howie ignoraba su nombre. Sólo era la mujer del champú «Silksheen». Ella lo miró, frunciendo el ceño, como si tuviera dificultad en enfocar su rostro. Howie trató de repetir la pregunta, cambiándola un poco.
—¿Hay otros supervivientes de la casa?
—Sí —respondió ella.
—¿Dónde están?
—Por ahí.
—Gracias.
—Esto no es real, ¿verdad? —preguntó ella.
—Mucho me temo que sí —respondió Howie.
—¿Qué le ha sucedido al Mundo? ¿Han tirado la bomba?
—No.
—¿Entonces?
—El Mundo sigue por ahí, en algún lugar —dijo Howie—, más allá de la Esencia, más allá del mar.
—Oh —dijo ella, aunque estaba claro que no había entendido nada—. ¿Tiene usted algo de cocaína? —preguntó—, ¿o píldoras?, ¿o cualquier cosa?
—No, lo siento.
Ella, entonces, volvió de nuevo la mirada a la Esencia, dejando a Howie que, por lo que le había dicho, se fuese a buscar por la playa. La agitación de las olas crecía con cada paso que daba. O bien quizá fuese que Howie se estaba volviendo más observador. Tal vez se tratara de lo último, porque en ese momento, por ejemplo, notaba otros indicios, además del creciente ritmo de las olas. En el aire que envolvía su cabeza percibía una inquietud, como si estuviesen teniendo lugar conversaciones entre seres invisibles más allá del alcance de sus oídos. En el cielo, las olas de color se rompían en manchones, como nubes color espina de pescado, y su sereno avance adquiría la misma agitación que la Esencia. Seguían pasando luces por el cielo, en dirección a la torre de humo, pero cada vez menos, y era evidente que los soñadores estaban despertando.
Delante de él, la playa aparecía bloqueada en parte por formaciones rocosas semejantes a cotas de malla, y tuvo que pasar entre ellas para continuar su búsqueda. La mujer del «Silksheen» le había dado buena guía, a pesar de todo, porque, algo más allá de las rocas, en torno a otra curva de la playa, Howie encontró a varios supervivientes más, hombres y mujeres. Ninguno parecía capaz de haber ascendido más que unos pocos metros de la playa. Uno de ellos seguía echado, con los pies en las olas, los brazos en cruz, como muerto, y nadie se molestaba en ayudarle. La misma languidez que inducía a la mujer del «Silksheen» a contemplar la Esencia afectaba a toda aquella gente; pero varios de ellos estaban inertes por otra razón muy distinta. Habían salido de la Esencia cambiados por haber flotado en sus aguas. Sus cuerpos aparecían cubiertos de pegotes, y deformes, como si el mismo proceso que había trocado a los dos combatientes en isla estuviese actuando también en ellos. Howie podía intentar adivinar sólo cuál era la cualidad, o falta de ella, qué diferenciaba a ésos de los demás; o porqué razón él, y quizá media docena más, después de recorrer idéntica distancia y en el mismo elemento que aquellos seres deformes, habían salido del mar de la Esencia sin sufrir cambio alguno. ¿Sería que aquellas personas habían entrado calientes de emoción en el mar y la Esencia se había cebado en ellos, que habían dejado su vida en otra parte, y, con ella, toda ambición, toda obsesión; cualquier tipo de sentimiento, no quedándoles otra cosa que la quietud de que la Esencia les empapaba? La quietud que había llegado incluso a atenuar en Howie el deseo de ver a Jo-Beth, aunque no por mucho tiempo, pues ése era ya su único pensamiento. Anduvo buscándola entre los supervivientes, pero quedó decepcionado; Jo-Beth no estaba allí, ni tampoco Tommy-Ray.
—¿Hay otros por aquí? —preguntó a un hombre grande y fornido, que estaba caído en la orilla.
—¿Otros?
—Sí, más gente… como nosotros.
El hombre tenía el mismo aire distraído y desconcertado que la mujer del «Silksheen». Parecía costarle trabajo el juntar las palabras que acababa de oír.
—Nosotros —subrayó Howie—. Desde la casa.
Pero no obtuvo respuesta inmediata. El otro se limitó a mirarle con ojos vidriosos. Howie renunció a seguir preguntándole y continuó la búsqueda en mejor fuente de información. Eligió a un hombre que se hallaba entre los supervivientes, pero sin mirar a la Esencia, sino playa adentro, fijándose en la torre de humo que se levantaba en el centro mismo del archipiélago. El viaje no le había dejado incólume. Había huellas de la acción de la Esencia en su cuello y en su rostro, y también a lo largo de su espalda. Se había quitado la camisa, la llevaba enrollada en la mano izquierda. Howie se acercó a él.
Esa vez no se excusó, limitándose a formular la escueta pregunta.
—Busco a una chica. Es rubia. De unos dieciocho años. ¿La ha visto usted?
—¿Qué hay arriba? —replicó el hombre, que miraba la torre—. Quiero ir a verlo.
Howie probó de nuevo.
—Busco…
—Ya le he oído.
—¿La ha visto?
—No.
—¿Sabe usted si hay más supervivientes?
La respuesta fue la misma sílaba monótona. Howie se enfureció.
—¿Pero qué cojones le pasa aquí a todo el mundo? —exclamó.
El hombre lo miró. Su rostro estaba marcado de viruelas y no era nada agraciado, pero tenía una sonrisa torcida que ni la fuerza de la Esencia no podía echar a perder.
—No se irrite —dijo—. No vale la pena.
—Ella sí la vale.
—¿Por qué? Todos estamos muertos.
—No necesariamente. Igual que hemos entrado aquí, podremos salir.
—¿Cómo?, ¿a nado? Que te den por el culo, hombre. No tengo la menor intención de meterme otra vez en esa sopa de los cojones. Preferiría morir. Por esas alturas. —Levantó nuevamente la vista, mirando a la montaña—. Allá arriba hay algo —dijo—. Algo maravilloso. Lo sé.
—Es posible.
—¿Por qué no subes conmigo?
—¿Escalando? No podrás.
—Quizá, no toda esa altura, pero puedo acercarme. Husmear.
Su apetito por el misterio de la torre resultaba animador cuando todo el mundo estaba tan letárgico, y Howie no quiso separarse de él. Aunque Jo-Beth, desde luego, no se encontraba en la montaña.
—Acompáñame parte del camino —insistió el otro—. Desde más cerca verás mejor; quizás encuentres a tu amiga.
No era mala la idea, sobre todo teniendo tan poco tiempo. La agitación del aire se hacía más palpable a cada minuto que transcurría.
—¿Por qué no? —dijo Howie.
—He estado buscando el camino más fácil. Me parece que lo mejor será que vayamos por el lado de la playa. A propósito, ¿cómo te llamas? Mi nombre es Garrett Byrne, con dos erres, y sin u. Te lo digo por si tuvieras que escribir mi nota necrológica. ¿Y tú?
—Howie Katz.
—Te estrecharía la mano, pero sucede que la mía no se puede estrechar. —Agitó el miembro envuelto en la camisa—. No sé qué me pasó en el agua, pero te aseguro que no volveré a firmar más contratos. Quizá sea mejor así, ¿quién sabe? Era un trabajo de lo más jodido.
—¿Cuál?
—Abogado de espectáculos. ¿Sabes el chiste? ¿Qué ocurre cuando tienes a tres abogados de espectáculos hundidos en mierda hasta las cejas?
—Pues no sé.
—Que no tienes mierda suficiente.
Byrne prorrumpió en una carcajada cuando lo contó.
—¿Quieres ver? —dijo, quitándose la camisa de la mano. Apenas lo parecía. Los dedos estaban pegados entre sí, e hinchados—. ¿Sabes lo que te digo? —añadió—. Creo que trata de convertirse en una polla. Después de pasarme tanto tiempo jodiendo a la gente con esta mano, metiéndosela a todos por el culo, la pobre ha acabado por entender el mensaje. Es una polla, ¿no te parece? No, no digas nada. Vamos a escalar.
Tommy-Ray sentía que el mar de los sueños actuaban sobre él mientras flotaba, pero no malgastó esfuerzos en mirar en qué consistía el cambio que se estaba efectuando en él. Se limitaba a dejar libre la furia que impulsaba aquellos cambios.
Quizás era eso —la ira y los mocos— lo que había atraído a sus fantasmas de nuevo. Empezó a notarlos como un recuerdo. Su mente los imaginaba, persiguiéndole por las desiertas carreteras de la Baja California, su nube como latas de conserva atadas al rabo de un perro. Pero en cuanto empezó a pensar en ellos, los sintió. Un viento frío le sopló en el rostro, la única parte de él que salía del mar. Tommy-Ray se dio cuenta entonces de lo que estaba a punto de ocurrir. Olió las tumbas, y el polvo de las tumbas. Pero hasta que el mar empezó a agitarse a su alrededor, no abrió los ojos; entonces vio la nube girando en círculos por encima de él. No era la gran tormenta de Grove, destructora de iglesias y de madres. Era una enloquecida y enana espiral de basura. Pero el mar sabía que aquella basura era suya, y comenzó a actuar con más fuerza sobre su cuerpo. Tommy-Ray sentía los miembros cada vez más pesados. El rostro le picaba con verdadera furia, y él hubiera querido decir: «Esta legión no es mía, no me echéis la culpa.» ¿De qué valía negarlo? Era el Chico de la Muerte, y seguiría siéndolo. La Esencia lo sabía, y por eso actuaba en él. Allí no había mentiras. Ni ficciones. Tommy-Ray observó a los espíritus que descendían hacia la superficie del mar, girando en torno a él. La furia del éter de la Esencia iba en aumento, y Tommy-Ray se sentía girar como una peonza, su propio movimiento le impedía moverse. Trató de levantar los brazos por encima de la cabeza, pero los sintió como diplomo, y el mar, sin más, se cerró sobre su cabeza. Abrió la boca. La Esencia le inundó la garganta; todo el organismo. En aquella confusión, arrastrado por la Esencia, engullido de pronto en todo su vasto amargor, una seguridad lo asaltó: sobre él estaba a punto de caer un mal peor que todos los que había conocido hasta entonces. Lo sintió, primero, en el pecho; luego, en el vientre y en el intestino; y, por último, en la cabeza, como una noche florecida. La noche era llamada Jad, y el frío que transmitía no tenía parangón con planeta alguno del sistema solar, ni siquiera en aquellos cuya lejanía del astro rey les impedía producir vida. Ninguno poseía una oscuridad tan profunda, tan asesina.
Tommy-Ray volvió a levantarse sobre la superficie. Los fantasmas habían desaparecido, pero no en la lejanía, sino en su interior, absorbidos por su anatomía en transformación, como parte de la obra de la Esencia. No había salvación en la noche que se aproximaba, excepto pata sus aliados. Mejor, él sería un muerto entre tantos muertos; así, al menos, tendría una leve esperanza de pasar inadvertido en el inminente holocausto.
Tomó aliento y lo expulsó en una carcajada, mientras se llevaba las transformadas manos, por pesadas que fuesen, al rostro. Éste, por fin, había adquirido la forma de su alma.
Howie y Byrne ascendieron la pendiente durante varios minutes, pero, por alto que subieran, la mejor vista estaba siempre por encima de sus cabezas: el espectáculo de la torre de humo. Y cuanto más se acercaban a ella tanto más emocionaba a Howie la obsesión de Byrne por alcanzarla. Comenzó a preguntarse, como se había preguntado ya cuando la marea le brindó su primer atisbo de Efemérides, qué gran misterio se escondería arriba, tan potente que era capaz de atraer hasta su umbral a los durmientes del mundo. Byrne no era nada ágil, sobre todo teniendo en cuenta que sólo disponía de una mano para ayudarse. Resbalaba constantemente. Pero no se quejaba ni murmuraba, aunque, cuanto más tropezaba, mayor era el número de cortes y rozaduras que su cuerpo recibía. Con los ojos fijos en la cima de la montaña, Byrne seguía escalando, sin parecer preocuparse en absoluto por el daño que esto pudiera causarle, siempre y cuando, a costa de ese dolor, la distancia entre él y el misterio menguara. A Howie le resultaba bastante fácil ir a su ritmo, pero debía detenerse cada pocos minutos para otear la escena que se abría a sus pies desde cada nueva atalaya. No había huella alguna de Jo-Beth en toda la extensión visible de la orilla, y Howie empezó a preguntarse si tendría sentido, después de todo, esa escalada en compañía de Byrne. La subida era cada vez más arriesgada, a medida que las rocas por las que subían se iban haciendo más y más empinadas y los puentes sobre los que cruzaban se volvían más angostos. Desde los puentes no se veía más que abismo, casi siempre con un fondo de roca pura. A veces, sin embargo, se vislumbraba un atisbo de Esencia en el fondo de esos abismos, pero el agua estaba tan agitada como ellos lejos de su orilla.
En el aire había cada vez menos espíritus, pero, cuando cruzaban un arco que no era más ancho que una tabla, una bandada de ellos pasó justo por encima de sus cabezas, y Howie vio que en el interior de cada luz brillaba una línea sinuosa, como una luminosa serpiente. «El Génesis —pensó— se equivocó de medio a medio, o nos engañó, al decir que la serpiente había sido aplastada por el talón humano. El alma era esa serpiente y sabía volar.»
La visión le hizo detenerse, y tomar una decisión.
—No subo más —dijo.
Byrne se volvió a mirarle.
—¿Por qué?
—Ya he visto toda la orilla que se puede divisar a vista de pájaro.
La vista desde allí no era, ni mucho menos, total, pero continuar la ascensión no la mejoraría. Además, las figuras en la playa que se extendía a sus pies se veían tan pequeñas que apenas las reconocía. Pocos minutos más de subida y no le sería posible distinguir a Jo-Beth entre los supervivientes.
—¿No quieres ver lo que hay ahí arriba? —preguntó Byrne.
—Por supuesto que me gustaría —respondió Howie—, pero en otra ocasión.
Sabía que su respuesta sonaba ridícula, porque no iba a tener otra oportunidad a este lado del tiempo.
—Pues, entonces, adiós —dijo Byrne.
No perdió el tiempo en más despedidas, cariñosas o secas, sino que volvió a su asunto, que era la subida. Su cuerpo chorreaba sudor y sangre, y a cada dos pasos que daba tropezaba; pero Howie sabía que sería inútil intentar disuadirle. Inútil y presuntuoso, porque, no importaba cuál hubiera sido su vida anterior —y, a juzgar por lo que él mismo decía, había sido una vida carente de caridad—, Byrne estaba aprovechando ahora su última oportunidad de entrar en contacto con la santidad. Quizá la muerte fuese la consecuencia inevitable de aquella búsqueda.
Howie volvió los ojos a la escena que se extendía a sus pies. Resiguió la línea de la playa, con la mirada, en busca del menor signo de movimiento. A su izquierda estaba el trecho de orilla de donde habían subido. Todavía veía al grupo de supervivientes, junto al mar, tan hipnotizados como antes. A su derecha estaba la mujer del «Silksheen». Las olas rompían contra la playa —su estruendo llegaba hasta los oídos de Howie—, y lo hacían con fuerza, tanta como para amenazar a la mujer del «Silksheen» con llevársela consigo. Más allá, otra vez, la playa donde Howie se había encontrado a sí mismo.
No estaba desierta, y los latidos de su corazón aumentaron el ritmo. Alguien avanzaba a trompicones por la orilla, manteniéndose lejos del mar, que avanzaba. Su cabello brillaba, incluso a tanta distancia. Podía ser Jo-Beth. Y, al reconocerla, sintió miedo por ella, porque parecía que cada paso que daba era una agonía.
De inmediato comenzó a rehacer el camino andado, la roca estaba marcada en algunos puntos por la sangre de Byrne. Desde uno de aquellos puntos, Howie se volvió para ver si lo divisaba, pero las alturas estaban oscuras, y, le parecieron desiertas. Las últimas almas que quedaban se habían alejado de la torre de humo, y, con ellas, gran parte de la luz. No había ni rastro de Byrne.
Pero le vio al volverse de nuevo. Estaba dos o tres metros por debajo de él, en la pendiente. Las heridas que había acumulado en la ascensión eran poca cosa en comparación con la última de tollas. Iba desde un lado de la cabeza hasta la cadera, y era tan profunda que le llegaba a los intestinos.
—Me caí —se limitó a decir.
—¿Todo este trecho? —preguntó Howie, maravillado de que fuese capaz de seguir en pie.
—No, bajé por mi propio pie.
—¿Cómo?
—Fácil —replicó Byrne—. Ahora soy larvae.
—¿Qué cosa?
—Fantasma, Espíritu. Pensé que a lo mejor me habías visto caer.
—Pues no.
—Fue una larga caída, pero terminó bien. No creo que nadie se haya muerto hasta ahora en Efemérides. Eso hace que mi caso sea único, y ahora puedo establecer mis propias reglas, hacer lo que me venga en gana. Y pensé que podría bajar para ayudar a Howie… —Su calor obsesivo había sido sustituido por un aire de serena autoridad—. Tienes que darte prisa —añadió—. De pronto comprendo muchas cosas, y las noticias no son buenas.
—Algo va a ocurrir, ¿verdad?
—Los Iad están empezando a cruzar la Esencia —dijo Byrne.
Palabras que pocos minutos antes no sabía eran algo natural en sus labios.
—¿Qué son los Iad? —preguntó Howie.
—El mal inconcebible —dijo Byrne—, de modo que ni siquiera me esforzaré.
—¿Van al Cosmos?
—Sí. Quizá consigas llegar antes que ellos.
—¿Cómo?
—Confía en el mar. El mar quiere lo que tú quieras.
—¿Y qué es?
—Salir —dijo Byrne—; así que vete, y rápido.
—Te oigo.
Byrne se hizo a un lado, y cuando Howie pasó junto a él, le agarró del brazo con su mano buena.
—Quiero que sepas… —comenzó.
—¿Qué?
—Lo que hay en la montaña. Es maravilloso.
—¿Digno de morir por ello?
—Cien veces. —Soltó a Howie.
—Me alegro.
—Si la Esencia sobrevive —dijo Byrne—, y tú sobrevives a esto, búscame. Querré hablar contigo.
—Lo haré —respondió Howie.
Comenzó a descender la pendiente a la mayor velocidad posible; su bajada oscilaba entre lo desgarbado y lo suicida. Comenzó a gritar el nombre de Jo-Beth en cuanto llegó a lo que le pareció suficiente distancia, pero su llamada no obtuvo respuesta. La cabeza rubia no se distraía de su contemplación. Quizás el ruido de las olas cubriera su voz. Howie llegó a la playa cubierto de sudor, confuso y fatigado, y comenzó a avanzar hacia ella.
—¡Jo-Beth!, ¡soy yo! ¡Jo-Beth!
Esta vez ella le oyó, y levantó la vista. Incluso a varios metros de distancia, Howie observó con claridad la razón de que ella tropezara. Horrorizado, aminoró el paso, sin darse apenas cuenta de lo que hacía. La Esencia había actuado en Jo-Beth. El rostro del que Howie se había enamorado en el restaurante «Butrick», el rostro por el que hubiera dado la vida, era una masa de excrecencias espinosas que le bajaban hasta el cuello y desfiguraban sus brazos. Durante un instante, que jamás se perdonó, Howie deseó que Jo-Beth no lo reconociera; deseó poder pasar junto a ella sin decirle nada. Pero Jo-Beth lo reconoció, y la voz que salió de aquella horrenda máscara fue la misma que le había dicho que lo amaba.
—Howie…, ayúdame… —dijo.
Él abrió los brazos y Jo-Beth se refugió en ellos. Su cuerpo estaba febril, agitado por estremecimientos.
—Pensé que no volvería a verte —dijo ella, cubriéndose el rostro con las manos.
—Jamás te hubiera abandonado.
—Por lo menos, ahora podemos morir juntos.
—¿Dónde está Tommy-Ray?
—Se ha ido.
—También nosotros debemos irnos —dijo Howie—. Salir de la isla lo antes posible. Algo terrible va a ocurrir aquí.
Ella se atrevió a mirarle; sus ojos eran tan claros y azules como siempre, y le miraban con el brillo de un tesoro en medio del fango. Esa visión indujo a Howie a apretarla más entre sus brazos, como para demostrarle (y demostrarse a sí mismo) que se había sobrepuesto a todo aquel horror. Pero no era cierto. La belleza de Jo-Beth que, en un principio, le había dominado, no existía ya. Tuvo que desviar la mirada más allá de su desaparición para ver a la Jo-Beth a quien amaría más tarde, pero iba a resultarle muy difícil. Apartó la vista de ella, y la dirigió hacia el mar. Las olas eran atronadoras.
—Tenemos que volver a la Esencia —dijo.
—¡No podemos! —respondió ella—. ¡Yo no puedo!
—No tenemos otra opción. Es el único camino de vuelta.
—Mira lo que me ha hecho —dijo ella—. ¡Me ha cambiado!
—Si no nos vamos ahora, nunca podremos volver —insistió Howie—. Así de sencillo. Si seguimos aquí, morimos aquí.
—Quizá fuese lo mejor —replicó ella.
—¿Por qué? —preguntó Howie—. ¿Cómo es posible que morir sea lo mejor?
—El mar nos matará de todas formas, nos deformará, nos retorcerá.
—No, si confiamos en él no. Entreguémonos a él. —Howie recordó su viaje hasta allí, flotando de espaldas, observando las luces. Si pensaba que el viaje de regreso iba a ser igual de agradable, se engañaba a sí mismo. La Esencia no era ya un sereno mar de almas. Pero, por otra parte, ¿qué alternativa tenían?
—Podemos seguir aquí —repitió Jo-Beth—, podemos morir aquí, juntos. Incluso si volviésemos… —comenzó a gemir de nuevo—, si volviésemos, yo no podría vivir así.
—Deja de llorar —dijo él—. Y deja de hablar de la muerte. Vamos a volver a Grove. Los dos. Si no por nosotros mismos, por lo menos para advertir a los demás.
—¿De qué?
—De que algo está cruzando la Esencia. Una invasión. Y se dirigen a nuestra tierra. Ésa es la razón de que el mar se agite de esa manera.
La conmoción en el cielo era igual de violenta. Tampoco había signo alguno, ni en el mar ni en el cielo, de espíritus luminosos. Por preciosos que fueran los momentos pasados en Efemérides, hasta el último de los soñadores había renunciado al viaje, y despertado. Howie les envidiaba la facilidad del pasaje. Poder, sin más, salirse de golpe de ese horror y encontrarse de nuevo en la propia cama. Sudoroso, quizá; asustado, seguro. Pero en casa. Suave y fácil. No era ésta, sin embargo, la suerte de los transgresores, como ellos, carne y sangre en lugar de espíritu. Ni tampoco, ahora que lo pensaba, la de los otros que estaban allí. Debía advertirles, aunque sospechaba que desoirían sus palabras.
—Ven conmigo —dijo.
Cogió de la mano a Jo-Beth y los dos volvieron a la playa, donde los demás supervivientes seguían reunidos. Muy poco había cambiado allí, aunque el hombre que antes estaba echado junto a la orilla había desaparecido, arrebatado, imaginó Howie, por la violencia de las olas, sin que nadie acudiera en su ayuda. Todos seguían en pie, como antes, con los ojos aún fijos en la Esencia. Howie se acercó al más próximo, un hombre que no sería mucho mayor que él, cuyo rostro parecía hecho a la medida de su actual vacuidad.
—Debéis iros de aquí —le dijo—. Todos debemos irnos.
La urgencia de su voz hizo algo por sacar al hombre de su torpor, pero no mucho. Lo más que salió de él fue un cansino:
—¡Ah!, ¿sí?
No hizo nada.
—Moriréis si seguís aquí —le dijo Howie; luego, levantó la voz sobre el ruido de las olas, y se dirigió a todos los demás—: ¡Moriréis! —gritó—. Tenéis que volver a la Esencia, y dejar que ella os lleve de vuelta.
—¿A dónde? —preguntó el joven.
—¿Cómo que a dónde?
—Sí, ¿de vuelta a dónde?
—Pues a Grove. Al lugar de donde habéis venido. ¿Es que no te acuerdas?
No obtuvo respuesta de ninguno de ellos. Quizá la mejor manera de provocar un éxodo, pensó Howie, fuese dar ejemplo.
—Ahora o nunca —le dijo a Jo-Beth.
Aún vio resistencia, tanto en su expresión como en su cuerpo. Tuvo que sujetarle la mano con fuerza y conducirla playa abajo, hacia las olas.
—Ten confianza en mí —dijo.
Jo-Beth no le respondió, pero tampoco se resistió ni trató de seguir en la playa. Estaba poseída de una angustiosa docilidad. «La única ventaja de esto —pensó Howie— es que quizás ahora la Esencia la deje en paz.» Howie no estaba muy seguro de que a él le tratara con la misma indiferencia, porque ahora no se sentía tan libre de tensa emoción como en el viaje de ida. En su interior hervía toda clase de sentimientos, y la Esencia podía reaccionar ante cualquier de ellos. El más fuerte de todos era el temor que sentía por su vida y por la de Jo-Beth; pero, inmediatamente después, estaba la confusión de repugnancia ante el aspecto de Jo-Beth y el remordimiento que esa repugnancia le inspiraba. El mensaje que se respiraba en el aire, sin embargo, era lo bastante urgente como para inducirle a correr playa abajo a pesar de sus inquietudes. Casi se trataba de una sensación física que le recordaba algún otro momento de su vida, y, por supuesto, algún otro lugar también; un recuerdo que no lograba identificar, pero daba igual, porque el mensaje estaba claro a más no poder. Los Iad, fueran quienes fuesen, causaban dolor, un dolor implacable, insoportable. Un holocausto en el que todas las propiedades de la muerte serían exploradas y celebradas excepto la virtud del apagón total, que se aplazaría hasta que el Cosmos se transformara en un solo gemido humano suplicando liberación. En algún lugar, Howie había sentido un atisbo de esto, en algún rincón de Chicago. Quizá su mente estuviese haciéndole un favor al negarse a recordarle dónde había sido.
Las olas estaban ya a un metro de distancia, y se levantaban en lentos arcos, resonando al romper en la playa.
—Bueno, ha llegado el momento —dijo a Jo-Beth.
La única respuesta de ella —una respuesta por la que se sintió tremendamente agradecido— consistió en apretarle más la mano, y, juntos, volvieron a hundirse en el transformador mar.