I
De los cientos de revistas y películas eróticas que William Witt compraba mientras se iba haciendo hombre, o sea, durante los diecisiete años siguientes y algunos más, primero por correo y más tarde haciendo viajes ex profeso a Los Angeles, sus favoritas eran siempre aquellas en las que eran posible captar el reflejo de una vida detrás de la cámara. En ocasiones, hasta se podía ver al fotógrafo —con su equipo y todo— reflejado en un espejo detrás de los actores. Algunas veces la mano de algún técnico o de un currinche, alguien contratado para que las estrellas se animasen entre toma y toma quedaba cogida en el borde del marco, como el miembro de un amante acabado de exiliar de la cama.
Estos errores tan obvios eran bastante raros. Solían ser más frecuentes —y le decían más a la mente de William— signos sutiles de realidad detrás de la escena que estaba observando. Cuando a un actor le ofrecían una multitud de pecados y él no sabía a ciencia cierta cuál era el que le tocaba disfrutar, solían mirar al cámara en busca de guía; otras veces, una pierna se retiraba rápidamente de la pantalla porque el cámara le gritaba que estaba oscureciendo el campo de visión.
En ocasiones, la ficción le emocionaba, aunque no era tal ficción, porque una polla dura era una polla dura, y él sabía que eso no se podía fingir. En esos momentos, William creía comprender mejor a Palomo Grove. Había algo en la vida habitual de aquella ciudad que dirigía sus procesos y actividades cotidianas con tal falta de interés que nadie más que él la veía actuar. Y hasta acababa olvidándolo; pasaban los meses y él, ocupado como estaba en sus asuntos de corretaje de fincas, llegaba a olvidarse de esa mano oculta, hasta que, de pronto, vislumbraba algo. Podía ser una mirada en los ojos de alguno de los residentes más antiguos, o una grieta en una calle, o agua corriendo colina abajo procedente de un césped demasiado regado. Cualquiera de esas cosas, y de otras, bastaba para hacerle recordar el lago, y a la Liga, y, entonces, la ciudad entera se le volvía una ficción; bien, no del todo porque la carne es carne, y eso no se finge, y él se convertía de pronto en uno de los actores de su extraña historia.
Esa historia se había desarrollado sin un drama que igualase el de la Liga de las Vírgenes en los años en que las cuevas fueron cerradas. Aunque Grove era una ciudad marcada, prosperó, y Witt con ella. Cuando Los Ángeles creció en extensión y prosperidad, las ciudades de los alrededores del valle de Simi, Grove entre ellas, se convirtieron en zonas residenciales de la metrópolis. El precio del terreno en Grove se elevó por las nubes a finales de los años sesenta, justo cuando Witt comenzó con su negocio de corretaje de fincas. Los terrenos aumentaron su valor otra vez, sobre todo en Windbluff, cuando algunas estrellas menores comenzaron a comprar casas en la Colina, dándole un aire chic que hasta entonces le había faltado. La mayor de esas casas, una residencia palaciega, con sendas vistas panorámicas de la ciudad y el valle, fue comprada por el comediante Buddy Vance, que, por aquel entonces, tenía el espectáculo televisivo que había batido todos los records de audiencia de todas las cadenas. Un poco más abajo, en la Colina, el actor-cowboy Raymond Cobb hizo derribar una casa y en su lugar, levantó un rancho de gran extensión, con piscina en forma de insignia de sheriff. Entre la casa de Vance y la de Cobb había otra enteramente cubierta por árboles, ocupada por la actriz del cine mudo Helena Davis, que, en sus días, fue la estrella que más dio que hablar en Hollywood. Ahora, al final de su séptima década, se había convertido en una completa prisionera, que sólo levantaba rumores cada vez que aparecía en la ciudad algún hombre joven —siempre de metro ochenta y cinco de altura, y siempre rubio— declarándose amigo de Miss Davis. La presencia de esos hombros en Grove acabó dando a la casa de Helena Davis el apodo de Guarida de la Iniquidad.
Había también otras importaciones de Los Ángeles, como, por ejemplo, un «Club de la Salud», abierto en la Alameda, que de inmediato se llenó hasta desbordar. La locura por los restaurantes de Szechwan hizo que dos de estos establecimientos se abrieran allí, y con suficiente clientela para resistir la competencia. Se abrieron tiendas de decoración, que ofrecían modernismo, estilo naif estadounidense y hasta simple mal gusto. La demanda de espacio llegó a ser tal que a la zona comercial de la Alameda hubo que añadirle una segunda planta. Negocios que, en sus primeros días, Grove no hubiera soñado siquiera con tener, eran ahora indispensables. Tiendas para objetos de piscina, institutos de belleza, escuelas de kárate.
De vez en cuando, mientras se esperaba el turno de la pedicura y los niños elegían en la tienda de animales entre tres clases de chinchilla, algún recién llegado a la ciudad mencionaba quizás un rumor que acababa de oír. ¿No había sucedido algo allí, hacía ya mucho? Si en la cercanía había alguien que llevaba mucho tiempo en Grove, desviaba la conversación hacia otro tema menos polémico. Aunque otra generación había crecido en los años intermedios, entre los nativos, como a ellos les gustaba llamarse, había la idea de que lo mejor sería olvidarse para siempre de la Liga de las Vírgenes.
Sin embargo, en la ciudad había personas que nunca lograrían olvidarlo. Una de ésas, naturalmente, era William Witt. Él observaba a los otros en sus vidas diarias. Hoyce McGuire, una mujer tranquila y profundamente religiosa, que había educado a Jo-Beth y Tommy-Ray sin las ventajas que da el tener marido. Su familia se había ido a vivir a Florida hacía varios años, dejando la casa a su hija y a sus nietos. A ella casi no se la veía, pues permanecía encerrada entre sus cuatro paredes. Hotchkiss, cuya mujer se había fugado con un abogado de San Diego diecisiete años mayor que ella, aún no se había repuesto de tal deserción. La familia Farrell, que se había mudado a Thousand Oaks, sólo para darse cuenta de que su reputación la seguía allí, terminó por instalarse en Luisiana, llevándose a Arleen con ellos. William había oído que ésta seguía sin restablecerse del todo, y que ya era mucho que lograse decir diez palabras seguidas. Su hermana pequeña, Jocelyn Farrell, se había casado y regresado a vivir en Blue Spruce. La veía en ocasiones cuando iba a la ciudad a visitar a algunos amigos. Las familias seguían formando parte importante de la historia de Grove. Pero aunque William intercambiaba el saludo con todos ellos —los McGuire, Jim Hotchkiss, incluso Jocelyn Farrell—, nunca cruzaban una sola palabra más.
Ni tampoco tenían necesidad de hacerlo. Todos sabían lo que sabían.
Y, precisamente por saberlo, vivían a la expectativa.