I

1

Las chicas habían bajado dos veces al agua. La primera fue el día después de la tormenta de agua que cayó sobre el Condado de Ventura, vertiendo en una sola noche sobre la pequeña ciudad de Palomo Grove más agua de la que sus habitantes podían haber esperado, razonablemente, en un año entero. El chaparrón, por muy monzón que fuese, no había conseguido suavizar el calor. Con el poco viento que le llegaba del desierto, la ciudad se cocía a más de treinta y cinco grados. Los niños, que se habían quedado extenuados después de jugar a pleno sol durante la mañana, se quejaban por la tarde en sus casas. Los perros maldecían su pelaje; los pájaros desistían de hacer música. Los ancianos se iban a la cama. Los adúlteros también, vestidos de sudor. Los infortunados que debían llevar a cabo tareas inaplazables hasta la media tarde, cuando la temperatura bajaría (Dios lo quisiera), hacían su trabajo buscando con los ojos las veredas sombreadas; cada paso era un esfuerzo, cada respiración se quedaba pegada a los pulmones.

Pero las cuatro chicas estaban acostumbradas al calor; a su edad, lo llevaban en la sangre. Entre todas sumaban setenta años de vida en el planeta, y cuando Arleen cumpliese los diecinueve, el martes siguiente, serían setenta y uno. Arleen se sentía adulta; los pocos pero importantísimos meses que la separaban de su amiga más íntima, Joyce, y más todavía de Carolyn y Trudi, cuyos dieciséis años no eran nada para una mujer madura como ella. Arleen tenía muchas cosas que contar sobre el tema de la experiencia mientras deambulaban por las calles desiertas de Palomo Grove. Era estupendo salir a pasear en un día como aquél, sin las miradas lascivas de los hombres de la ciudad —los conocían por sus nombres— cuyas esposas solían dormir en otra habitación; o cuyas aventuras sexuales habían llegado a oídos de alguna amiga de sus madres. Paseaban como amazonas con pantalones cortos por las calles de una ciudad invadida por un fuego invisible que levantaba ampollas en el aire y convertía los ladrillos en espejismos, pero que no mataba. Sólo hacía que sus habitantes se desplomasen sin fuerzas junto a la nevera.

—¿Es amor? —preguntó Joyce a Arleen.

La chica mayor tuvo una contestación rápida.

—Quiá, no —dijo—, a veces eres muy estúpida.

—No, es que creí…, como has hablado de él de esa manera…

—¿Y qué quieres decir con eso de de esa manera?

—Que hablas de sus ojos y de todo eso.

—Randy tiene los ojos bonitos —concedió Arleen—, pero también Marty, Jim y Adam los tienen.

—¡Oh, ya vale! —exclamó Trudi, con algo más que un poco de irritación—. Eres una cochina.

—No lo soy.

—Pues entonces para ya con tanto nombre, todas conocemos a esos chicos lo mismo que tú. Y todas sabemos por qué.

Arleen le lanzó una mirada que pasó inadvertida, ya que todas llevaban gafas de sol, excepto Carolyn. Anduvieron unos metros en silencio.

—¿Alguien quiere una «Coca»? —dijo Carolyn—, ¿o un helado?

Habían llegado al pie de la cuesta, y la Alameda se extendía frente a ellas, tentándolas con sus tiendas con aire acondicionado.

—Sí, desde luego —dijo Trudi—, me voy contigo.

Se volvió hacia Arleen.

—¿Quieres algo?

—No.

—¿Es que estás de morros?

—No.

—De acuerdo, aunque, en todo caso, hace demasiado calor para ponernos a discutir.

Las dos chicas se adelantaron, entrando en la tienda de Marvin y dejando solas a Arleen y a Joyce en la esquina.

—Lo siento… —dijo Joyce.

—¿Qué?

—Pues lo que te he preguntado sobre Randy. Yo pensaba que quizá tú… Pues eso, que quizás era algo serio.

—No hay nadie en todo Grove que valga dos centavos —comentó Arleen—. La verdad es que no veo el momento de irme.

—¿Y a dónde te quieres ir?, ¿a Los Ángeles?

Arleen se bajó las gafas de sol sobre la nariz y escudriñó a Joyce.

—¿Y por qué iba yo a querer ir a Los Ángeles? —dijo—. Tengo demasiado sentido común para marcarme Los Ángeles como meta. Es mejor estudiar en Nueva York. Y trabajar en Broadway. Si me quieren, que vengan y me busquen.

—¿Quién, por ejemplo?

Joyce —dijo Arleen, bromeando, fingiendo exasperación—. Hollywood.

—Oh, sí, claro, Hollywood.

Hizo un gesto afirmativo, apreciando lo completo del plan de Arleen. Ella no tenía algo tan coherente en su cerebro. Pero para Arleen resultaba muy fácil. Era la clásica belleza californiana, rubia, de ojos azules, poseedora de una envidiable sonrisa que ponía al sexo opuesto a sus pies. Por si eso fuera poco, su madre había sido actriz, y trataba a su hija como a una estrella.

Joyce no poseía tales dones. No tenía una madre que la preparase el camino, ni tanto encanto como para soportar los tiempos difíciles. Ni siquiera podía tomar una «Cola-Cola» sin que le saliese sarpullido. El doctor Briskman decía que lo que le ocurría era que tenía la piel demasiado sensible, pero que eso pasaría. Su prometida transformación era como el fin del mundo, sobre el que el reverendo predicaba los domingos y que nunca acababa de llegar. «Con mucha suerte —pensó Joyce— el día en que los granos me desaparezcan y me crezcan las tetas será el que el reverendo tendrá razón. Me despertaré perfecta, abriré las cortinas y Grove habrá desaparecido. Nunca llegaré a besar a Randy Krentzman».

Ahí, por supuesto, era donde residía la verdadera razón de la pregunta íntima de Joyce a Arleen. Randy estaba en todos y cada uno de los pensamientos de Joyce, a pesar de que sólo lo había visto tres veces, y hablado dos con él. Se hallaba con Arleen cuando tuvo lugar el primer encuentro, y Randy apenas la miró al serle presentada, así que no dijo nada. En la segunda ocasión no hubo rivales, pero su amable «¡Hola!» recibió un frío «¿Quién eres?» como respuesta. Ella, entonces, insistió, diciéndole su nombre e incluso dónde vivía. En el tercer encuentro («¡Hola de nuevo!», dijo ella. «¿Nos conocemos?» replicó él), Joyce le contó todos sus detalles personales, sin avergonzarse, e, incluso, en una repentina efusión de entusiasmo, llegó a preguntarle si era mormón. Esto, se dio cuenta más tarde, había sido un error táctico. La vez siguiente, Joyce imitaría a Arleen y trataría al chico como si su presencia fuese apenas soportable, sin mirarle y sonriéndole sólo si era necesario. «Entonces, cuando estás a punto de irte, lo miras a los ojos y susurras algo vagamente sucio. Es la ley de los mensajes mezclados.» A Arleen le daba resultado, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con ella? Y ahora que la gran belleza había proclamado públicamente su indiferencia por el ídolo de Joyce, ésta tenía una brizna de esperanza. Si Arleen hubiese estado interesada en el cariño de Randy, Joyce hubiera ido directamente a ver al reverendo Meuse para preguntarle si no podría adelantar un poco el Apocalipsis. Se quitó las gafas y echó una mirada furtiva al cielo blanco y caliente, preguntándose vagamente si el fin del mundo no estaría cerca. El día era extraño.

—No deberías hacer eso —dijo Carolyn, saliendo de la tienda de Marvin seguida por Trudi—, el sol va a quemarte los ojos.

—No, qué va.

—Sí que te los quemará —replicó Carolyn, que era siempre una fuente de información innecesaria—. La retina es una lente. Como en una cámara. Enfoca.

—Bien —dijo Joyce, mirando al suelo—. Te creo.

Varios colores serpentearon en sus ojos durante un par de segundos, desconcertándola.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Trudi.

—Yo me vuelvo a casa —dijo Arleen—, estoy cansada.

—Yo no —repuso Trudi, alegre—. En casa me aburro.

—Bueno, no tiene sentido que nos quedemos en medio de la Alameda —dijo Carolyn—. Esto resulta tan aburrido como estar en casa. Y vamos a cocemos vivas al sol.

Ya parecía bastante asada, pesaba unos diez kilos más que las otras, y tenía rojo el cabello. Esa combinación de peso y piel que nunca se atezaba hubiera debido inducirla a irse a casa. Pero parecía indiferente a la comodidad, como también lo era a todos los demás estímulos, menos el del gusto. El mes de noviembre anterior toda la familia Hotchkiss había sufrido un accidente en una autopista; Carolyn se las arregló para librarse a rastras del desastre y salir con sólo leves contusiones. Cuando la Policía llegó, la encontró autopista abajo, comiendo chocolatinas. Tenía más chocolate que sangre en el rostro, y se puso a gritar como una loca —o eso se rumoreaba— cuando uno de los policías intentó disuadirla de que siguiera comiendo chocolate. Hasta bastante más tarde no se descubrió que se había roto media docena de costillas.

—Bueno, ¿a dónde vamos? —preguntó Trudi, volviendo a la cuestión candente del día—. Con este calor, ¿a dónde vamos?

—Podemos dar un paseo… —sugirió Joyce—, por el bosque. Allí hará más fresco.

Miró a Arleen.

—¿Vienes?

Arleen guardó silencio durante unos segundos. Luego aceptó.

—La verdad es que no hay otro sitio mejor donde ir —dijo.

2

Muchas ciudades, a pesar de ser pequeñas, se configuran según el modelo de la gran ciudad. Esto es, se separan. Los blancos de los negros, los heterosexuales de los homosexuales, los ricos de los menos ricos, y los menos ricos de los pobres. Palomo Grove, cuya población en el año 1971 era de mil doscientos habitantes, no constituía una excepción. Situada en la falda de una de las laderas de una colina que descendía suavemente, la ciudad había sido diseñada como representación de los principios democráticos, y se pretendía que todos sus habitantes tuviesen igual acceso al centro del poder ciudadano: la Alameda. Ésta se extendía al final de la colina de Sunrise, conocida simplemente como la Colina, y en ella convergían cuatro barrios: Stillbrook, Deerdell, Laureltree y Windbluff; la calle principal coincidía con cada uno de los puntos cardinales. Pero el idealismo de los urbanizadores se había quedado en eso, porque las sutiles diferencias geográficas de los barrios dieron en seguida un carácter distinto a cada uno de ellos.

Windbluff, situado en el flanco suroeste de la Colina, tenía las mejores vistas, y sus casas alcanzaban los precios más altos. El tercio más elevado de la Colina aparecía dominado por media docena de grandes residencias, cuyos tejados apenas eran visibles tras el exuberante follaje. En las laderas más bajas de este Olimpo se encontraban las cinco Calles de Terraza, escalonadas una sobre Otra, y eran —para quienes no podían permitirse una casa en la cúspide misma— el segundo mejor lugar de toda la ciudad para vivir.

Como contraste, Deerdell, construido en terreno llano y limitado en ambos extremos por bosques sin explotar, era una parte de Grove que se había convertido en lugar barato. Allí, las casas carecían de piscina, y siempre les hacía falta una buena mano de pintura. Para algunos, la localidad era ahora un centro de hippies. Ya en 1971, unos cuantos artistas vivían en Deerdell; y esa comunidad había ido creciendo sin interrupción. Pero si en Grove había algún sitio donde a la gente le daba miedo que alguien echase a perder la pintura del coche, ese lugar era Deerdell.

Entre estos dos extremos sociales y geográficos se encontraban Stillbrook y Laureltree, este último barrio pasaba por ser algo más caro, porque varias de sus calles hablan sido construidas en el segundo flanco de la Colina, y su nivel social y sus precios aumentaban a medida que se ascendía por ella.

Ninguna de las cuatro muchachas tenia su casa en Deerdell. Arleen vivía en Emerson, la segunda más alta de las Terrazas. Joyce y Carolyn, en Steeple Chase Drive, a una manzana de distancia la una de la otra, en Stillbrook, y Trudi, en Laureltree. Así que había cierto sabor de aventura pasear por las calles del oeste de Grove, a donde sus padres iban raras veces, o incluso nunca. Pero si alguna vez se habían arriesgado a ir hasta allá abajo, seguro que nunca llegaron a donde ellas se encontraban en ese momento, en el bosque.

—No hace más fresco aquí —se quejó Arleen cuando ya llevaban unos minutos deambulando—. En realidad, se está peor.

Tenía razón. Aunque el follaje libraba sus cabezas de los rayos del sol, el calor se metía entre las ramas y permanecía allí, atrapado, consiguiendo que el aire fuese húmedo, bochornoso.

—Hacía siglos que no venía por aquí —dijo Trudi, agitando una ramilla ante su rostro para espantarse una nube de mosquitos—. Solía venir con mi hermano.

—¿Cómo se encuentra?

—Está aún en el hospital. Nunca saldrá de allí. Toda la familia lo sabe, pero no lo dicen. Me pone enferma.

Sam Katz había sido llamado a filas y enviado a Vietnam, sano de cuerpo y alma. En el tercer mes de su estancia allí todo eso fue destrozado por un campo de minas que mató a dos de sus compañeros y le hirió de gravedad. Tuvo un estrepitoso y violento recibimiento cuando regresó a casa. Todas las fuerzas vivas de Grove formaron para recibir al héroe mutilado. Lo que siguió fue mucha palabrería sobre heroísmo y sacrificio, mucho beber, y algunas lágrimas a hurtadillas.

Durante todo ese tiempo, Sam Katz permaneció sentado con el rostro imperturbable, no rechazaba aquella celebración, pero se mostraba indiferente a ella, como si aún estuviese rememorando el momento en que su juventud se había hecho añicos. Unas semanas después lo llevaron de nuevo al hospital, y aunque su madre con testaba a cuantos preguntaban por él que se trataba de una operación para corregirle la columna vertebral, los meses fueron conteniéndose en años sin que Sam reapareciera por casa. Aunque todos suponían cuál era la razón, nadie lo confesaba. Las heridas físicas de Sam se habían curado bastante bien, pero su mente no mostraba la misma capacidad de restablecimiento. La indiferencia evidenciada a su vuelta, durante la fiesta de recibimiento, se había convertido en catatonia.

Las otras chicas conocían a Sam, aunque la diferencia de edad entre Joyce y su hermano había sido suficiente para que lo miraran casi como a un ser de otra especie. No sólo macho, lo que ya, de por sí, era bastante extraño, sino, además, viejo. Sin embargo, una vez pasada la pubertad, la vida comenzaba a adquirir velocidad y les era posible ver veinticinco años en el futuro; algo lejos pero visible. Y entonces empezaron a darse cuenta del desperdicio que era la vida de Sam de una manera que no había resultado accesible a la mente de una chica de once años. Los recuerdos, tiernos y tristes, que tenían de él las dejaron un rato en silencio, y, a pesar del calor, anduvieron un trecho juntas, rozándose los brazos de vez en cuando, cada una pensando en algo distinto. Los pensamientos de Trudi estaban en sus juegos infantiles con Sam, por aquellos mismos matorrales. Había sido un hermano mayor muy indulgente, dejándola jugar con él cuando ella tenía siete u ocho años y él trece. Un año más tarde, cuando sus juegos empezaron a advertir a Sam de que los chicos y las chicas no eran el mismo animal, las invitaciones de Sam a jugar a la guerra se terminaron, y ella sintió mucho perderle, simple ensayo de lo mucho que iba a sentir más tarde su ausencia. Vio, en su imaginación, el rostro de su hermano, un horrible anuncio del niño que había sido y del hombre que era; de la vida que había tenido y de la muerte que vivía. Aquello le hizo daño.

Para Carolyn había pocos dolores, por lo menos durante el día, y, ése —excepto por su deseo de comprarse un segundo helado—, ninguno. Por la noche era otra cosa: sufría pesadillas, con temblores de tierra en los que Palomo Grove se doblaba como una silla de lona y desaparecía bajo tierra. Ése era el precio de saber mucho, opinaba su padre. De él, Carolyn había heredado su terrible curiosidad, y la había puesto en práctica —desde que oyó hablar por primera vez de la falla de San Andrés—, dedicándose a un estudio del terreno por el que en esos momentos paseaba con sus amigas. No se podía confiar demasiado en su solidez. Ella sabía que, bajo Sus pies, el terreno estaba surcado de fisuras que, en cualquier momento, podían abrirse. Al igual que Santa Bárbara o en Los Ángeles, a todo lo largo de la costa occidental tragándoselo todo. Carolyn dejaba sus inquietudes a un lado, tragándolas a su manera: una especie de magia benévola. Ella estaba gorda porque la costra de la tierra era delgada; una irrefutable excusa para su glotonería.

Arleen lanzó una mirada a la Chica Gorda. Nunca hacía daño, le había dicho su madre en una ocasión, ir en compañía de chicas menos atractivas que una. Aunque la gente ya no se acordaba de su madre, la ex estrella Kate Farrell se rodeaba todavía de mujeres desaliñadas, en cuya compañía ella parecía doblemente atractiva. Pero a Arleen, sobre todo en días como ésos, el precio le parecía demasiado alto. Aunque realzaban su aspecto, a ella, en realidad no le gustaban sus compañeras, consideradas, en otro tiempo, sus amigas más queridas; pues, ahora, eran sólo el recuerdo de una vida de la que se sentía impaciente por escapar. Pero, ¿cómo iba a pasar el tiempo hasta el día en que, por fin, consiguiese ser libre? Incluso la alegría que le producía mirarse al espejo se desvanecía en seguida. Cuanto antes se fuese de Palomo Grove, pensaba, antes conseguiría la felicidad.

Si Joyce hubiese sido capaz de leer en la mente de Arleen, le hubiera aplaudido esa urgencia. Pero se hallaba sumida en vacilaciones acerca de cómo iba a apañárselas para organizarse un encuentro casual con Randy. Si hacía unas cuantas preguntas a Arleen, como sin darle importancia, sobre las costumbres del chico, Arleen podría adivinar sus planes, y mostrarse lo bastante egoísta como para echar a perder las oportunidades de Joyce, incluso sin estar interesada en Randy. Al ser Joyce muy buena psicóloga, sabía que eso estaba muy en consonancia con la perversidad de Arleen. Pero, por otra parte, ¿quién era ella para condenar la perversidad, si estaba persiguiendo a un hombre que, tres veces seguidas, había mostrado la más perfecta indiferencia hacia ella? ¿Por qué no olvidarle y salvarse de la tristeza de verse rechazada de nuevo? Porque el amor no era así. Hace que uno se encoja de hombros, por desanimadora que sea la situación.

Emitió un audible suspiro.

—¿Te ocurre algo? —quiso saber Carolyn.

—No, nada…, tengo calor —contestó Joyce.

—¿Es alguien a quien conocemos? —preguntó Trudi.

Antes de que Joyce pudiese encontrar una respuesta evasiva, vio que algo relucía entre los árboles.

—¡Agua! —exclamó.

Carolyn también la había visto. Su brillo le hacía entornar los párpados.

—Y mucha —observó.

—Yo no sabía que hubiera un lago aquí —comentó Joyce, volviéndose a Trudi.

—Y no lo había —respondió ésta—, por lo menos que yo recuerde.

—Pues ahora sí que lo hay —dijo Carolyn.

Avanzó por entre el follaje, sin cuidarse de elegir el camino menos tupido. Su atolondrado andar iba despejando el camino a tas otras.

—Mira, vamos a poder refrescarnos después de todo —dijo Trudi, yendo a buen paso detrás de ella.

Desde luego, era un lago, como de unos quince metros de ancho, su plácida superficie interrumpida por árboles medio sumergidos e islas de arbustos.

—Ha sido una inundación —dijo Carolyn—. Nos encontramos justo a los pies de la Colina. El agua se ha embalsado aquí después de la tormenta.

—Demasiada agua —murmuró Joyce—. ¿Es posible que cayera tanta esta noche?

—Pues si no, ¿de dónde viene? —preguntó Carolyn.

—Da igual —dijo Trudi—, parece fresca.

Pasó delante de Carolyn y se acercó al borde mismo del agua. El suelo se hacía cada vez más fangoso, y el barro les cubría las sandalias. Pero el agua, cuando llegaron junto a ella, era tan buena como su vista prometía, refrescantemente fría. Trudi se inclinó, hizo un cuenco con la mano, y lo sacó lleno de agua para refrescarse la cara.

—Yo no haría eso —advirtió Carolyn—, es probable que tenga cantidad de química.

—¿El agua de lluvia? —repuso Trudi—. ¿Qué agua puede ser más clara?

Carolyn se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras.

—No sé qué profundidad tendrá —observó Joyce—. ¿Crees que habrá la suficiente para que podamos nadar?

—Yo diría que no —comentó Carolyn.

—Lo sabremos en cuanto probemos —dijo Trudi, y empezó a meterse en el lago.

Bajo sus pies se veían hierba y flores inundadas. El fondo era suave, y sus pasos levantaban nubes de barro, pero siguió avanzando hasta que el agua mojó el dobladillo de sus cortos pantalones.

El agua estaba fría. Ponía la piel de gallina. Pero eso era preferible al sudor que le había pegado la blusa al pecho y a la espalda. Miró hacia atrás, a la orilla.

—Está estupenda —dijo—. Voy a meterme.

—¿Así? —preguntó Arleen.

—No, claro que no. —Trudi se volvió hacia las otras, y se sacó la blusa de debajo de los pantalones al andar. El aire que llegaba del agua le cosquilleaba la piel, dándole una estremecida bienvenida. No llevaba nada debajo; ella hubiera sido más púdica en cualquier otra ocasión, incluso con sus amigas, pero la invitación del lago no admitía espera.

—¿Viene alguna de vosotras conmigo? —preguntó.

—Yo —contestó Joyce, y comenzó a desabrocharse las sandalias.

—Pienso que debemos dejarnos el calzado puesto —dijo Trudi—; después de todo, no sabemos qué hay en el fondo.

—Sólo hierba —replicó Joyce. Estaba sentada, aflojándose los nudos, sonriendo—. Esto es estupendo.

Arleen observaba aquel sonoro entusiasmo con desdén.

—¿No venís vosotras dos? —inquirió Trudi.

—No —dijo Arleen.

—¿Tienes miedo de que se te vaya el maquillaje? —le preguntó Joyce, sonriendo cada vez más.

—Nadie nos ve —intervino Trudi, antes de que la riña estallara—. ¿Y tú, Carolyn?

Ésta se encogió de hombros.

—No sé nadar.

—No es lo bastante profundo como para nadar.

—¿Y tú qué sabes? —observó Carolyn—. Sólo has vadeado un par de metros.

—Pues entonces no os alejéis de la orilla. Allí estaréis seguras.

—Es posible —murmuró Carolyn, no muy convencida.

—Trudi tiene razón —dijo Joyce, al darse cuenta de que la desgana de Carolyn era más por no descubrir su gordura que por el sudor—. ¿Quién va a vernos?

Mientras se desabrochaba los shorts se le ocurrió que entre los árboles podía haber mirones escondidos. Pero, ¡qué diablos! ¿No estaba diciendo siempre el reverendo que la vida era corta? Mejor no desperdiciarla. Se quitó la ropa interior y se metió en el agua.

William Witt conocía los nombres de cada una de las bañistas; en realidad conocía los nombre de ludas las mujeres de Grove que tenían menos de cuarenta años, y sabía dónde vivían, y cuál era la ventana de su dormitorio. Gozaba de una memoria prodigiosa, de la que procuraba no hacer ostentación ante sus compañeros de clase, para que no se corriese la voz. Aunque él no encontraba nada malo en mirar por las ventanas, sabía lo bastante para darse cuenta de lo mal visto que estaba. Pero, después de todo, él había nacido con ojos, ¿o no?, ¿por qué no usarlos?, ¿qué tenía de malo mirar? No era lo mismo que robar, o que mentir, o que matar a alguien. Era hacer aquello para lo que Dios había creado los ojos…, y William Witt no acababa de comprender qué encontraría la gente de malo en eso.

Se agachó, escondido entre los árboles, a una media docena de metros del agua, y casi al doble de distancia de donde las chicas se encontraban, mirándolas desnudarse. Notó que Arleen Farrel vacilaba, y eso le decepcionó. Verla desnuda hubiera sido una proeza que no hubiese podido guardar para sí solo. Era la chica más guapa de Palomo Grove: elegante, rubia y arrogante, lo mismo que se decía de las estrellas de cine. Las otras dos, Trudi Katz y Joyce McGuire, estaban ya en el agua, de modo que él se fijó en Carolyn Hotchkiss, que, en ese momento, se estaba quitando el sostén. Tenía pesados senos, y color rosa, y, al verlos, William Witt notó que la polla se le ponía dura dentro de los pantalones. Aunque ella se quitó el short y las bragas, William se quedó mirándole los senos. No conseguía entender la fascinación que otros chicos —él tenía diez años entonces— sentían por las partes bajas, que a él le parecían mucho menos incitantes que los senos, pues consideraba que eran distintos en cada chica, tan distintos como la nariz o las caderas. La otra parte (no le gustaba ninguna de las palabra que usaban para designarla) le parecía bastante carente de interés: una mata de vello y una ranura hundida en el medio. ¿Qué tenía eso de fantástico?

Siguió observando a Carolyn, que se metía en el agua, y contuvo una risita de placer al verla reaccionar ante el agua fría con un paso hacia atrás que hizo temblar sus carnes como si fuesen jalea.

—¡Ven, está estupenda! —la animaba la chica Katz.

Carolyn hizo acopio de valor y avanzó unos cuantos pasos más.

William Witt, en ese momento, casi no podía creer en su suerte: Arleen se había quitado el sombrero y se desabrochaba la blusa sin mangas. Después de todo, se iba con ellas. William Witt se olvidó de las otras y se fijo en Miss Elegante. Tan pronto como se dio cuenta de lo que las chicas —a las que llevaba una hora siguiendo sin que lo vieran— planeaban, su corazón empezó a latir con tal fuerza que pensó que se estaba poniendo enfermo. La velocidad del latido se duplicó ante la perspectiva de ver los serios a Arleen. Nada —ni siquiera el miedo a la muerte— le hubiera obligado a apartar la vista. Se impuso el reto de no olvidar detalle alguno para añadir veracidad a lo que iba a contar a los descreídos.

Arleen lo hacía todo con gran lentitud. Si no fuera porque él la conocía, hubiera pensado que sabía que tenía público, debido a la forma de actuar y de hacer ostentación. Sus senos fueron una decepción para Willian Witt: no tan grandes como los de Carolyn, no tan jactanciosamente enormes, con grandes pezones oscuros, como los de Joyce. Pero la impresión general, cuando Arleen se despojó de los cortados vaqueros y de las bragas, fue maravillosa. Al verla así, le dio pánico, los dientes le castañetearon como si tuviera la gripe. El rostro le ardía, las tripas le sonaban como una carraca. Más tarde William Witt, contaría a su psicoanalista que ése fue el primer momento de su vida en que se dio cuenta de que iba a morir. En realidad, eso lo dijo hablando del pasado; lo cierto era que, en esos momentos, la muerte estaba muy lejos de su mente. Y la visión de la desnudez de Arleen, y su pasar inadvertido al tiempo que era testigo de ella, marcó para él ese momento como inolvidable. Estaban a punto de ocurrir cosas que, durante algún tiempo, le iban a hacer desear no haber mirado nunca allí (más tarde vivió con el miedo de ese recuerdo); pero, cuando, después de varios años, el terror de aquella visión fue suavizándose, William Witt recordaba de nuevo la imagen de Arleen entrando en el agua de aquel lago repentino como se recuerda un icono.

Aquél no fue el momento en que vio por primera vez que se iba a morir, pero, quizá, la primera ocasión en que comprendió que dejar la existencia no debía de ser tan malo si la belleza lo acompañaba por el camino.

El lago era seductor; su abrazo frío, pero tranquilizante, no tenía resaca, como el del mar; no había oleaje que batiese contra la espalda, sal que escociese en los ojos. Era como una piscina construida sólo para ellas cuatro; un idilio al que nadie en todo Grove tenía acceso.

Trudi, que era la mejor nadadora de las cuatro, fue la que se puso a la cabeza, ya desde la orilla, con más vigor, descubriendo, conforme avanzaba, que, contrariamente a sus esperanzas, el agua se hacía más profunda. «Ha debido de irse acumulando donde el suelo es naturalmente más hondo», razonó. Quizá se hallaba incluso en un lugar donde en otros tiempos hubo un pequeño lago, aunque ella no recordaba ningún sitio de ese tipo en sus vagabundeos con Sam. En ese momento, la hierba desapareció bajo sus pies, que rozaron roca desnuda.

—No te adentres demasiado —le gritó Joyce.

Se volvió. La orilla estaba más lejos de lo que había calculado. La superficie del agua se extendía ante sus ojos, y reducía a sus amigas a tres trazos rosa, uno rubio y dos castaños, medio sumergidos en el mismo delicioso elemento que ella. Por desgracia, sería imposible conservar ese trozo del paraíso para ellas solas. Arleen sería incapaz de resistir hablar de ello. Por la tarde ya se habría descubierto el secreto, y, al día siguiente, una multitud. Lo mejor era disfrutar lo más posible de esa intimidad. Y, con ese pensamiento, se lanzó hacia el centro del lago. A diez metros de la orilla, haciendo la plancha en una profundidad de agua que no le llegaría al ombligo, Joyce miraba a Arleen en el borde del lago: se inclinaba para salpicarse el vientre y los senos. La belleza de su amiga le causó un espasmo de envidia que recorrió todo su cuerpo. No era de extrañar que Randy Krentzman y los que eran como él se volviesen tontos sólo con verla. Se sorprendió preguntándose qué se sentiría al acariciar el cabello de Arleen como un chico lo haría, o al besar sus senos o sus labios. La idea la poseyó tan fuerte que, de repente, perdió el equilibrio en el agua, tragando mucha al intentar enderezarse. Cuando se recuperó se volvió de espaldas a Arleen, y, dando una brazada que salpicó, se dirigió hacia aguas más profundas.

Más lejos, Trudi gritaba algo.

—¿Qué dices? —preguntó Joyce, chillando, mientras suavizaba sus brazadas para oír mejor.

Trudi reía.

—¡Caliente! —gritó mientras salpicaba a su alrededor.

—¡Aquí está caliente!

—¿Bromeas?

—¡Ven y lo verás! —contestó Trudi.

Joyce empezó a nadar hacia donde Trudi se deslizaba por el agua, pero su amiga se había vuelto hacia la zona caliente y Joyce no pudo resistir mirar de nuevo a Arleen. Ésta que al fin se había dignado sumarse al grupo de nadadoras, se sumergió hasta que su largo cabello se extendió alrededor de su cuello como un collar dorado. Empezó a dar unas brazadas rítmicas hacia el centro del lago. Joyce sintió algo parecido al miedo cuando pensó en la proximidad de Arleen. Quería compañía estimulante.

—¡Carolyn! —llamó—. ¿Vienes?

Carolyn movió la cabeza.

—Aquí hace calor —prometió Joyce.

—No te creo.

—¡Que sí, que es verdad! —gritó Trudi—. ¡Es estupendo!

Carolyn comenzó a ceder y a chapotear en el agua, siguiendo la estela de Trudi.

Trudi nadó unos metros más. El agua no iba siendo más caliente, sino que se agitaba, burbujeando a su alrededor. Sintiendo un miedo repentino, trató de hacer pie, pero el fondo había desaparecido. Pocos metros antes el agua tenía una profundidad, como mucho, de un metro y medio, pero ahora los dedos de sus pies ni siquiera rozaban el fondo. El terreno debía de haber sido arrastrado violentamente, en el mismo lugar, más o menos, donde la corriente cálida habla aparecido. Pensando que tres brazadas bastarían para devolverla a terreno seguro, tuvo la valentía de sumergir la cabeza.

A pesar de que era miope, a poca distancia veía bien, y el agua estaba clara. Podía ver hacia abajo, todo a lo largo de su cuerpo, hasta sus pies, que se agitaban como aletas. Pero más abajo no vio otra cosa que oscuridad profunda. El fondo había desaparecido. El susto hizo que respirara con dificultad, y le entró agua por la nariz. Gorgoteando y estremecida, sacó la cabeza para respirar.

Joyce estaba gritando.

¡Trudi! ¿Qué te ocurre, Trudi?

Ésta trató en decir algunas palabras para advertirlas, pero un terror primigenio se había apoderado de ella. Lo único que pudo hacer fue lanzarse en dirección a la orilla, su pánico sólo le permitía agitar el agua, demasiado fresca y extrañamente revuelta. Oscuridad abajo, algo caliente al acecho para hundirme.

Desde su escondrijo, William Witt vio cómo se agitaba la chica. Su pánico hizo que la erección se le fuese. Algo extraño estaba su cediendo en el lago. Podía ver como dardos en la superficie del agua en torno a Trudi Katz, como peces que acababan de sumergirse. Algunos se desgajaban y se deslizaban hacia las otras chicas. No se atrevió a gritar. Si lo hacía, ellas se darían cuenta de que las estaba espiando. Lo único que pudo hacer fue seguir observando, con creciente alarma, cómo se desarrollaban los acontecimientos en el lago.

Joyce fue la primera en sentir el calor. Se extendía sobre su piel, y también en su interior, como un trago de coñac que agarra las entrañas. Esa sensación la distrajo del chapoteo de Trudi, y de su propio riesgo. Miraba con un extraño despego el agua asaeteada y las burbujas que rompían en la superficie, a su alrededor, surgiendo como lava, lenta y espesa. Incluso cuando intentó hacer píe y no tocó fondo, el pensamiento de que podía ahogarse fue más bien vago. Hubo otros sentimientos más importantes. Uno, que el aire que salía de las burbujas y sus alrededores era el aliento del agua, y el respirarlo, como besar al lago. Dos, que Arleen estaría nadando a su lado muy pronto, con su largo collar dorado flotando tras ella. Seducida por el placer del calor del agua, no se prohibió a sí misma pensamientos que hubiera rechazado unos minutos antes. Las dos, flotando juntas en el mismo cuerpo de agua cálida, acercándose más y más la una a la otra, mientras el líquido elemento que las separaba acunaba los ecos de cada uno de sus movimientos hacia atrás y hacia delante. A lo mejor las dos se disolvían en el agua, licuados sus cuerpos, hasta confundirse con el lago. Ella y Arleen, una fusión, liberadas de toda necesidad de vergüenza; más allá del sexo, en dichosa singularidad.

La posibilidad le pareció demasiado exquisita para aplazarla un solo momento. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se dejó hundir. El encanto del lago, aunque poderoso, no pudo contener el pánico animal que se apoderó de ella cuando el agua cubrió su cabeza. En contra de su voluntad, el cuerpo empezó a resistirse al pacto que había hecho con el lago. Empezó a luchar con violencia hasta llegar a la superficie, como si quisiese aferrarse a un asidero de aire.

Tanto Arleen como Trudi vieron a Joyce hundirse. De inmediato, Arleen acudió en su ayuda, gritando mientras nadaba. Su agitación estaba en consonancia con la del agua a su alrededor. De todas partes salían burbujas. Ella sentía manos que le rozaban el vientre, los senos y entre los muslos. Al sentir esas caricias, la misma ensoñación que se había apoderado de Joyce se adueñó de ella, pero que llenaba a Trudi de pánico. Aunque no había un objeto de deseo específico que la indujese a hundirse. Lo que Trudi evocaba era la imagen de Randy Krentzman (de quién, si no); pero, para Arleen, el seductor era como un disparatado edredón hecho con rostros famosos. Los pómulos de James Dean, los ojos de Frank Sinatra, la arrogancia de Marión Brando… Y sucumbió a esa mezcolanza, igual que Joyce había sucumbido, y, unos metros más allá, Trudi. Levantó los brazos y se dejó llevar por el agua.

Desde la seguridad de la orilla, Carolyn observaba, aterrada, el comportamiento de sus amigas. Cuando vio a Joyce bucear, se imaginó que había algo en el agua que la interesaba. Pero el comportamiento de Arleen y de Trudi lo desmentía. Se dio cuenta de que estaban exhaustas. No se trataba de un simple suicidio. Carolyn se encontraba lo bastante cerca de Arleen como para observar la expresión de placer que se reflejaba en su bello rostro mientras se hundía. ¡Había sonreído, incluso! Levantó los brazos y se dejó llevar.

Aquellas tres chicas eran las únicas amigas que Carolyn tenía en el mundo. No podía permanecer quieta mientras veía cómo se ahogaban. A pesar de que el lugar del lago donde habían desaparecido se ponía cada vez más revuelto, empezó a nadar hacia allí y de la única manera que sabía: una desdichada mezcla de chapoteo, como un perro, y de crawl. Las leyes naturales, ya lo sabía, estaban de su parte. Lo gordo flota. Pero supuso poco alivio para ella cuando notó que el suelo se hundía bajo sus pies. El fondo del lago había desaparecido. Se hallaba nadando sobre una falla, que, de alguna extraña forma, se había tragado a las otras chicas.

Un brazo apareció delante de ella en la superficie. En su desesperación, avanzó para agarrarse a él.

Sin embargo, una vez bien asida al brazo, el agua comenzó a agitarse a su alrededor con renovada furia. Lanzó un grito de horror. Después, la mano a la que se había agarrado se aferró a ella con fuerza y la hundió.

El mundo desapareció como una llama ahogada. Sus sentidos la abandonaron. Si todavía estaba agarrada a los dedos de alguien, no los sentía. Tampoco, por más que sus ojos estuviesen abiertos, veía nada en las tinieblas. Vaga, distante, comenzó a darse cuenta de que su cuerpo se estaba ahogando; que sus pulmones se llenaban con el agua que penetraba en ellos por la boca abierta; que su último aliento la estaba abandonando.

Pero su mente había salido de su envoltorio y se desprendía de la carne que la había retenido. Entonces vio esa carne: no con sus ojos físicos (que aún seguían en su cabeza, mirando ansiosos) sino con su vista mental, y observó una barrica de grasa, que rodaba y caía sin dejar de hundirse. No sintió su muerte en absoluto, excepto, quizás, algo de asco por aquel exceso de grasa y por la absurda falta de elegancia de su desgracia. Las otras chicas resistían todavía en el agua algo más allá de donde su cuerpo se encontraba. Sus forcejeos, por lo menos eso suponía ella, eran simple instinto de conservación. Sus mentes, como la de ella, habrían salido también de sus cabezas y estarían mirando el espectáculo con el mismo desapasionamiento. Bien era verdad que, al ser sus cuerpos más atractivos que el de ella, quizá, les resultaba más penosa su pérdida. Pero la resistencia, a fin de cuentas, era un esfuerzo inútil. Todas iban a morir muy pronto allí mismo, en medio de aquel lago, en pleno verano. ¿Y por qué?

Mientras se hacía esta pregunta, su mirada sin ojos le dio la respuesta. Había algo en la oscuridad, debajo de su mente flotante. No lo veía pero lo sentía. Un poder…, no, dos poderes cuyas respectivas respiraciones eran las burbujas que habían salido a la superficie en torno a ellas, y cuyos brazos eran los remolinos que las habían hecho seña de bajar al fondo y morir. Volvió la vista a su cuerpo, que aún buscaba aire. Sus piernas todavía se agitaban locamente en el agua, como pedales, y, entre ellos, su virginal coño. Por un instante sintió algo de dolor al pensar en los placeres que nunca se había arriesgado a perseguir, y que nunca ya tendría. ¡Tonta, más que tonta!, por haber valorado más el orgullo que la sensación. El simple ego le parecía pura tontería en ese momento. Hubiera debido pedir el acto sexual a cualquier hombre que la hubiese mirado dos veces, y no cejar hasta lograr que alguno dijera sí. Todo aquel sistema de nervios y tubos y ovarios iba a morir sin haber sido usado. Era un desperdicio, lo único que sabía a tragedia allí.

Su mirada volvió a la oscuridad de la fisura. Las dos fuerzas gemelas que había sentido estaban aproximándose todavía. En ese momento comenzó a ver algo; formas vagas, como manchas en el agua. Una era brillante, más brillante, por lo menos, que la otra, pero ésa fue la única distinción que pudo hacer. Si tenían rasgos faciales, estaban demasiado borrosos para distinguirlos, y el resto, miembros y torso, se perdía entre la multitud de burbujas oscuras que ascendían con ellos; sin embargo, no podían ocultar su propósito. Su mente captó eso con gran facilidad. Ellos emergían de la fisura para apoderarse de la carne, de la que sus pensamientos estaban ahora misericordiosamente desconectados. Dejémosle que tengan lo que desean, pensó. Aquel cuerpo suyo había sido una carga para ella, y estaba contenta de librarse de él. Los poderes que ascendían no tenían jurisdicción sobre sus pensamientos, ni los buscaban. Su ambición era la carne; y cada uno de ellos quería el cuarteto entero. Si no, ¿por qué luchaban entre sí? Dos manchas, una oscura y otra clara, se entrelazaban como dos serpientes mientras emergían para atrapar los cuerpos de ellas cuatro y llevárselos allá abajo.

Se había creído libre demasiado pronto. Cuando los primeros tentáculos de los entrelazados espíritus tocaron sus pies, los preciosos momentos de liberación cesaron. Tuvo que volver a meterse en su cráneo, y la puerta de su calavera se cerró de golpe. La visión de los ojos sustituyó a la de la mente; dolor y pánico, el dulce desasirse. Vio que los espíritus luchadores la envolvían, y ella, la presa, se agitaba de un lado para otro entre los dos, mientras cada uno luchaba por quedársela. Sin saber la causa, al cabo de unos segundos estaría muerta. No le importaba en absoluto saber quién reivindicaba su cuerpo, si el más brillante de los dos o el que lo era menos. Cualquiera que fuese, si quería su sexo (y sentía sus investigaciones allí, incluso al final), ella no sentiría placer, ninguna de ellas lo sentiría, estaban acabadas, las cuatro.

Justo cuando exhalaba la última bocanada de aire, un destello de luz solar le dio en los ojos. ¿Podría ser que estuviese saliendo de nuevo a la superficie? ¿Habían despreciado su cuerpo como no válido para sus propósitos y ahora dejaban flotar la grasa? Se agarró a esa posibilidad, por débil que fuera, y se impulsó hacia la superficie. Una nueva multitud de burbujas surgió con ella, casi parecía que la llevaban hacia arriba, hacia el aire. Cada vez se hallaba más cerca. Si pudiese aferrarse a la consciencia durante el tiempo de un latido más, sobreviviría.

¡Dios estaba de su lado! Salió a la superficie. Primero el rostro, vomitando agua, y, después, respirando aire. Sintió los miembros entumecidos, pero las mismas fuerzas que habían intentado ahogarla la mantenían ahora a flote. Después de respirar tres o cuatro veces se dio cuenta de que las otras chicas también habían sido liberadas y se atragantaban y chapoteaban en torno a ella. Joyce nadaba ya hacia la orilla, tirando de Trudi. Arleen empezaba a seguirlas. La tierra firme estaba a sólo unos metros de distancia. Incluso con piernas y brazos que apenas le respondían, Carolyn cubrió la distancia, hasta que las cuatro hicieron pie, y, con los cuerpos sacudidos por sollozos, fueron, tambaleándose, hacia tierra firme. Incluso entonces lanzaban miradas hacia atrás, temerosas de que lo que las había asaltado decidiera perseguirlas en las zonas poco profundas. Pero el centro del lago permanecía en completa tranquilidad.

Antes de que alcanzase la orilla, Arleen sufrió un ataque de histeria, y empezó a gemir y a temblar. Nadie acudió a consolarla Apenas tenían energía suficiente para avanzar, para poner un pie delante del otro; tanto menos podían desperdiciar la poca respiración para calmarla. Arleen se adelantó a Trudi y a Joyce para llegar primero a la hierba, dejándose caer al suelo, donde había dejado su ropa, y tratando de ponerse la blusa de cualquier manera. Sus estremecimiento se redoblaban mientras intentaba encontrar los agujeros de las mangas. A un metro de la orilla, Trudi cayó de rodillas y vomitó. Carolyn andaba con dificultad en sentido contrario al de ella, a sabiendas de que si le llegaba el menor olor a vómito, ella acabaría igual. Fue una maniobra inútil, con el ruido de las arcadas le bastó. Sintió que se le revolvía el estómago; en seguida se puso a pintar la hierba de bilis y helado.

Incluso en ese momento, a pesar de que la escena que estaba contemplando se le había convertido, de erótica, en aterradora y repugnante, William Witt no conseguía apartar los ojos de ella. Hasta el final de su vida recordaría a las chicas surgiendo de las profundidades del lago, donde él había dado por seguro que tendrían que haberse ahogado, sus esfuerzos, el impulso que las sacó del fondo del agua a la superficie, al aire, y lo alto que había visto saltar los senos.

Después, las aguas que casi las habían arrebatado estaban tranquilas de nuevo, no se veía una ola siquiera, ni se producía una sola burbuja. Se podía pensar que lo sucedido ante sus ojos había sido algo más que un simple accidente. Había algo vivo en el lago. El hecho de no haber visto otra cosa que las consecuencias —la agitación, los gritos—, y no lo que hubiera en sí, le llegaba al alma. Tampoco podría bromear con las chicas sobre la naturaleza del agresor. Se encontraba completamente a solas con lo que acababa de ver.

Por primera vez en su vida, el papel de voyeur, que él mismo había elegido, empezó a pesarle. Se juró que jamás espiaría a nadie. Fue un juramento que no le duró más que un día.

En cuanto a aquel suceso, ya tenía bastante. Lo único que veía de las chicas era la silueta de sus caderas y sus traseros, echadas como estaban en el suelo. Sólo escuchaba sus vómitos y sus lloros.

Se fue tan silencioso como pudo.

Joyce lo oyó, y se incorporó sobre la hierba.

—Alguien nos está mirando —dijo.

Observó la parte de follaje iluminada por el sol y vio que se movía de nuevo. Sería el viento que agitaba las hojas.

Arleen había encontrado por fin la forma de ponerse la blusa, y estaba sentada, arropándose con los brazos.

—Quiero morirme… —dijo.

—No, qué vas a querer —la interrumpió Trudi—, precisamente ahora que nos acabamos de librar de la muerte.

Joyce se tapó el rostro con las manos, y sus lágrimas, que creía agotadas, se derramaron de nuevo, en una sola ola.

—¡Pero, por los clavos de Cristo! —exclamó—, ¿qué nos ha ocurrido? Yo pensaba que era sólo…, agua de tormenta.

Carolyn le dio la contestación, con voz sin inflexiones, pero temblorosa.

—Hay cuevas debajo de toda la ciudad —dijo—, tienen que haberse llenado durante la tormenta. Nadamos por encima de la boca de una de ellas.

—Estaba muy oscuro —dijo Trudi—. ¿Mirasteis al fondo?

—Había algo más —murmuró Arleen—, además de la oscuridad: había algo en el agua.

Los sollozos de Joyce se intensificaron al oír aquello.

—Yo no he visto nada —dijo Carolyn—, pero lo he sentido.

Y miró a Trudi.

—Todas hemos sentimos lo mismo, ¿no crees?

—No —repuso Trudi, con un movimiento de cabeza—. Eran corrientes que salían de las cuevas.

—Pues a mí trató de ahogarme —dijo Arleen.

—Sólo eran corrientes —insistió Trudi—. A mí me ha ocurrido en el mar. Resaca. Me tiraba de las piernas, desde abajo.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —exclamó Arleen, categórica— ¿Para qué molestarnos en contarnos mentiras entre nosotras? Todas sabemos lo que hemos sentido.

Trudi la miró fijamente.

—¿Y qué era con exactitud? —preguntó.

Arleen movió la cabeza. Con el cabello pegado al cráneo y el maquillaje corrido mejillas abajo parecía cualquier cosa menos la reina de belleza de diez minutos antes.

—Lo único que sé es que no se trataba de una resaca —dijo—. Había formas, dos formas, y no eran peces, ni nada que se les pareciese. —Apartó la mirada de Trudi, fijándola abajo, entre sus piernas—. He notado que me tocaban —dijo, temblando—, me tocaban dentro.

—¡Cállate! —interrumpió Joyce de pronto—. No digas eso.

—Pero es verdad, ¿o no? —contestó Arleen—. ¿Acaso no es verdad?

Volvió a levantar la vista. Primero miró a Joyce, luego, a Carolyn, por último a Trudi, que hizo una seña afirmativa.

—Lo que fuese nos quería porque somos mujeres.

Los sollozos de Joyce aumentaron de volumen.

—¡Cállate! —le ordenó Trudi con aspereza—. Tenemos que pensar en esto.

—¿Y qué vamos a pensar? —preguntó Carolyn.

—Pues lo que tenemos que decir —contestó Trudi.

—Diremos que hemos ido a nadar… —empezó Carolyn.

—Y después…, ¿qué?

—Pues que fuimos a nadar y…

—¿Y nos atacó algo?, ¿algo que intentó entrar dentro de nosotras?, ¿algo que no era humano?

—Bueno, pues sí —contestó Carolyn—; además, es la pura verdad.

—No seas tan estúpida —dijo Trudi—, se reirían de nosotras.

—Pues, aunque se rían —insistió Carolyn—, es la verdad.

—¿Y crees que eso cambiará las cosas? Comentarán que somos idiotas si nadamos en el primer sitio que encontramos. Después dirán que lo ocurrido ha sido producto de un calambre o algo así

—Tiene razón —dijo Arleen.

Pero Carolyn persistía en su idea:

—Suponte que alguien más viene aquí, y le ocurre lo mismo que a nosotras. O se ahogan. Pensad por un momento que se ahogan. Entonces seríamos nosotras las responsables.

—Si eso es sólo agua de tormenta, desaparecerá en pocos días —dijo Arleen—. Si decimos algo, todo el mundo hablará de nosotras. Jamás lo olvidaremos. Nos perseguirá durante el resto de nuestra vida.

—No seas tan comedianta —dijo Trudi—. Ninguna de nosotras dirá algo que no hayamos acordado antes, ¿de acuerdo?

—¿De acuerdo, Joyce? —Ésta acusó recibo de la pregunta con un sollozo—. ¿Y tú, Carolyn?

—Bien, sí, qué remedio —contestó ésta.

—Hemos de acordar qué vamos a decir.

—Lo mejor será no decir nada.

—¡Nada! —exclamó Joyce—. ¡Míranos!

—No lo explicaremos ni nos disculparemos, nunca —murmuró Trudi.

—¿Cómo?

—Es lo que mi padre dice siempre.

Y cuando pensó en ello, por ser una filosofía de su familia, pareció sentir algo de consuelo.

—No dar explicaciones…, nunca —repitió Trudi.

—Ya te hemos oído —dijo Carolyn.

—Bueno, pues de acuerdo entonces —siguió Arleen. Se levantó y fue a buscar el resto de su ropa, que había dejado en el suelo.

—Nos lo callamos todo.

Y no hubo ni un solo atisbo de discusión más entre ellas. Las demás imitaron a Arleen, se vistieron y volvieron a la carretera. A su espalda quedaba el lago, a solas con sus secretos y sus silencios.