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1
Observando desde la esquina de la calle mientras la oscuridad se disolvía en noche, Howie vio a un hombre en quien más tarde reconoció al pastor. El hombre en cuestión apareció de pronto ante la casa de los McGuire; se anunció a través de la cerrada puerta, y después de un rato dedicado a abrir cerrojos y soltar cadenas, fue recibido en el interior del santuario. Howie sospechaba que no iba a presentársele otra oportunidad como aquélla esa noche. O sea, que era el momento de despistar a la madre guardiana y llegar hasta Jo-Beth. Cruzó la calle, comprobando antes que nadie venía en ninguna de ambas direcciones. Pero no tenía nada que temer: la calle aparecía insólitamente silenciosa. El ruido llegaba de las casas: los televisores, tan altos que, mientras esperaba había podido distinguir los nueve canales, y canturreado sus melodías y reído sus bromas. Y así fue como pudo situarse junto a la fachada de la casa sin que nadie le viera. Saltó una tapia y fue por el callejón hasta el patio de atrás. Cuando llegó allí vio encenderse la luz de la cocina. No era Mrs. McGuire la que la había encendido, sino Jo-Beth que, como una buena hija preparaba la cena para el invitado de su madre. La observó, hipnotizado. En esa actividad tan corriente, con un traje oscuro, iluminada por un tubo de neón, Jo-Beth seguía siendo la visión más extraordinaria que cabía imaginar. Y cuando se acercó a la ventana, para limpiar unos tomates bajo el grifo, Howie salió de su escondite. Ella captó su movimiento y levantó la vista. Howie se había llevado el dedo a los labios para imponerle silencio, pero ella le hizo ademán de que se fuese, el rostro marcado por el pánico. Howie la obedeció de inmediato, justo en el momento en que Joyce aparecía en el vano de la puerta de la cocina. Hubo un breve intercambio de palabras entre la madre y la hija, de las que Howie no oyó nada, y luego Mrs. McGuire volvió al cuarto de estar. Jo-Beth miró hacia atrás, para cerciorarse de que su madre se había ido, y entonces fue hacia la puerta trasera y descorrió los cerrojos, cuidando de no hacer ruido. Pero se negó a abrirla más de lo estrictamente necesario y que no pudiera entrar, limitándose a sacar la cabeza por el hueco y susurrar:
—No debías haber venido.
—Bueno, pero lo he hecho —dijo él—, y tú te alegras mucho.
—Nada de eso.
—Pues debieras. Tengo noticias. Grandes noticias. Anda, Sal un momento.
—No puedo —susurró ella—. Haz el favor de bajar la voz.
—Tenemos que hablar. Es cuestión de vida o muerte. No… más que de vida o muerte.
—¿Pero qué es lo que te has hecho? ¡Mira cómo tienes la mano!
El intento de Howie de limpiarse la herida había sido una chapuza en el mejor de los casos, porque le daba grima arrancarse pedazos de corteza de la carne magullada.
—Esto es parte de lo que tengo que contarte —dijo él—. Si no quieres salir, déjame entrar.
—No puedo.
—Por favor, déjame entrar.
¿Fue su herida, o sus palabras, lo que la indujo a ceder? Fuera lo que fuese, el caso es que Jo-Beth abrió la puerta y Howie entró derecho a abrazarla, más ella movió la cabeza, y tenía tal expresión de terror que Howie retrocedió.
—Sube la escalera —le dijo Jo-Beth, formando las palabras con la boca pero casi sin pronunciarlas.
—¿A dónde?
—Segunda puerta a la izquierda. —Jo-Beth no tuvo otro remedio que levantar algo la voz para que se oyeran sus instrucciones—. Mi habitación. Puerta rosa. Espera allí hasta que yo sirva la cena.
Howie sentía tremendos deseos de besarla. Pero se vio obligado a contemplar sus preparativos sin hacer nada. Ella, dirigiéndole una rápida ojeada, fue derecha al cuarto de estar y Howie ovó la voz del visitante diciendo palabras de bienvenida. Howie pensó que ése era el momento de salir de la cocina. Hubo un instante de peligro, cuando, siendo visible desde la puerta del cuarto de estar.
Howie vaciló, buscando la escalera. Pero en seguida desapareció en el piso de arriba, esperando que la conversación en la planta baja acallara el ruido de sus pasos, y le dio la impresión de que era así, porque la conversación prosiguió al mismo ritmo. Howie encontró la puerta de color rosa y se refugió en el cuarto sin más incidentes.
¡El dormitorio de Jo-Beth! Nunca había esperado verse allí dentro, entre los colores suaves, mirando la cama donde ella dormía y la toalla que usaba para secarse, y la ropa interior. Cuando Jo-Beth, por fin, subió y entró en el cuarto, a espaldas suyas, Howie se sintió como un ladrón interrumpido en pleno robo. Ella se contagió del apuro que Howie sentía, y una sensación de vacío interior que les forzó a evitar mirarse.
—El cuarto está muy desordenado —dijo Jo-Beth, bajo.
—No me extraña, no me esperabas.
—No. —Jo-Beth no se le acercó, ni siquiera le sonrió—. Mamá se volvería loca si supiera que estás aquí. Todo lo que ella dijo que había cosas terribles en Grove era cierto. Una de esas cosas estuvo aquí mismo anoche, Howie, vino a por mí y a por Tommy-Ray.
—¿El Jaff?
—¿Lo conoces?
—Algo vino también a por mí. Bueno, lo que se dice venir, no vino, lo que hizo fue llamarme. Su nombre es Fletcher y asegura ser mi padre.
—¿Y le crees?
—Sí —dijo Howie—, le creo.
Los ojos de Jo-Beth se llenaron de lágrimas.
—No llores. ¿No te das cuenta de lo que quiere decir eso? Que no somos hermanos, y, por tanto, lo nuestro no está mal.
—Lo nuestro ha sido la causa de todo esto —dijo ella—, ¿no lo comprendes? Si no nos hubiéramos conocido…
—Pero el caso es que nos conocimos.
—Si no nos hubiésemos conocido, todas esas cosas no habrían llegado.
—¿No es mejor conocerlas, conocernos a nosotros mismos? Me tiene sin cuidado su condenada guerra, y no tengo la menor intención de permitir que nos separen.
Alargó la mano izquierda, que no estaba herida, y con ella cogió la mano derecha de Jo-Beth, que no se resistió; por el contrario, se dejó agarrar, obediente.
—Tenemos que irnos de Palomo Grove —dijo Howie—. Vámonos juntos a cualquier sitio, donde no puedan encontrarnos.
—Y mamá, ¿qué? A Tommy-Ray le hemos perdido, Howie.
Mamá misma lo dijo. De modo que sólo quedo yo para cuidar de ella.
—¿Y de qué te sirve si el Jaff se apodera de ti? —preguntó Howie—. En cambio, si nos vamos ahora, nuestros padres no tendrán nada por lo que reñir.
—No se trata de nosotros sólo —le recordó Jo-Beth—. Hay otros asuntos entre ellos.
—De acuerdo, tienes razón —concedió él, recordando lo que Fletcher le había dicho—. También riñen por ese lugar que llaman Esencia. —La mano de Howie apretó la de Jo-Beth—. Tú y yo fuimos allí; es decir, casi fuimos. Quiero terminar ese viaje…
—No entiendo.
—Me entenderás. Cuando vayamos, lo haremos a sabiendas de en qué consiste ese viaje. Será como soñar despiertos. —Howie cayó en la cuenta de que había dicho todo aquello sin vacilaciones ni tartamudeos—. ¿No sabías que nuestro papel es odiarnos? Ése era su plan, el de Fletcher y de Jaff, que nosotros fuéramos una prolongación de su guerra, pero les ha salido mal, porque no vamos a odiarnos entre nosotros.
Ella sonrió por primera vez.
—No —dijo—, por supuesto que no.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Te quiero, Jo-Beth.
—Howie…
—Ya no me puedes cerrar la boca, porque lo he dicho.
Ella le besó de pronto, fue como una pequeña y dulce estocada, y Howie la sorbió contra su boca antes de que Jo-Beth pudiera negársela. Con su lengua, que en aquel momento hubiera sido capaz de abrir una caja fuerte si el sabor de la boca femenina estuviera encerrado en su interior, entreabrió los labios de ella. Jo-Beth se apretó contra él con una fuerza parecida a la suya, y sus dientes se tocaron, y sus lenguas se entrelazaron.
La mano izquierda de Jo-Beth, que estaba en torno a él, encontró ahora su mano derecha y la atrajo hacia su seno, cuya suavidad Howie sintió de pronto a través del vestido y a pesar de sus dedos entumecidos. Él comenzó a desabrochar los suficientes botones de Jo-Beth para poder deslizar la mano y tocar la carne de la joven. Jo-Beth sonrió contra los labios de Howie, y su mano, después de haberle guiado a donde ella quería, le buscó la bragueta de los pantalones vaqueros. El endurecimiento que Howie había empezado a sentir sólo de ver la cama de Jo-Beth le había desaparecido vencido por sus nervios. Pero, el contacto de ella, sus besos que se confundían indistinguiblemente con los de él, ambas bocas confundidas en una sola, volvieron a endurecerle su pene.
—Quiero desnudarme —dijo Howie.
Jo-Beth apartó su boca de la de él.
—¿Con ésos abajo? —preguntó.
—Están ocupados, ¿no?
—Se pasarán las horas hablando.
—Nos harán falta horas —susurró él.
—¿Tienes algún… alguna protección?
—No tenemos que llegar hasta el final. Lo único que quiero es que nos toquemos el uno al otro, piel contra piel.
Jo-Beth no pareció muy convencida cuando se apartó de él, aunque sus acciones contradijeron su expresión, pues comenzó a desabrocharse el vestido. Howie empezó por quitarse la chaqueta, a la que siguió la camiseta. Después se dedicó a la difícil tarea de desabrocharse el cinturón con una sola mano, porque tenía la otra casi inutilizada. Ella se le acercó y lo hizo por él.
—Este cuarto es sofocante —dijo Howie—. ¿Puedo abrir una ventana?
—Mamá las cerró todas, por si entraba el demonio.
—Y ha entrado —bromeó Howie.
Ella le miró, el vestido abierto, los senos al aire.
—No digas eso —repuso, y sus manos, en un gesto instintivo, cubrieron su desnudez.
—¡No pensarás que soy el demonio! —exclamó él; y añadió—: Dime, ¿acaso lo piensas?
—No sé, la verdad, si una cosa que se siente tan… tan…
—Dilo.
—Tan prohibida, puede ser buena para mi alma —replicó ella con gran seriedad.
—Ya lo verás. —Howie, diciendo esto, se acercó a ella—. Te prometo que lo verás.
—Pienso que yo debería hablar con Jo-Beth —dijo el pastor John.
Ya estaba harto de tranquilizar a Mrs McGuire, que se había puesto a hablar de la bestia que la violó hacía ya tantos años y que había vuelto, a reclamar a su hijo. Pontificar sobre abstracciones era algo que atraía a las devotas a su público a manadas pero cuando la conversación empezaba a desbordar los cauces normales era mucho mejor batirse en retirada. Estaba claro que Mrs. McGuire se encontraba al borde mismo de un ataque de nervios. Él necesitaba a alguien que la tranquilizara, o ella acabaría por inventar toda suerte de tonterías. No era la primera vez que le ocurría algo así. El pastor John no sería el primer siervo de Dios que cayese víctima de una mujer entrada en años.
—No quiero que Jo-Beth siga pensando en estas cosas más de lo que debes —respondió Mrs. McGuire—. La criatura esa que la creó en mi vientre…
—Su padre fue un hombre, Mrs. McGuire
—Eso ya lo sé —dijo ella, que se dio cuenta de la condescendencia que hubo en su voz—. Pero la gente se compone de carne y espíritu.
—Por supuesto.
—El hombre hizo la carne de Jo-Beth ¿Quién hizo su espíritu?
—Dios, que está en el cielo —replicó el pastor, contento de volver a terreno seguro—. También Él hizo su carne, a través del hombre que usted eligió, Mrs. McGuire. Sed, por lo tanto, perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto.
—No fue Dios —replicó Joyce—. De sobra sé que no fue Dios. El Jaff no tiene nada de Dios. Ojalá usted pudiera verle, entonces se daría cuenta de que tengo razón.
—Si existe, tiene que ser humano, Mrs. McGuire. Y pienso que yo debería de hablar con Jo-Beth sobre su visita. Si es que realmente estuvo aquí.
—¡Estuvo aquí! —exclamó ella, cuya agitación creció.
El pastor se levantó, para apartar la mano de aquella loca de su manga.
—Estoy seguro de que Jo-Beth tendrá ideas valiosas… —dijo al tiempo que retrocedía un paso; y añadió—: ¿Le importa que vaya a buscarla?
—Usted no me cree —aseguró Joyce. Estaba a punto de comenzar a gritar, de estallar en llanto.
—¡La creo! Pero, en realidad… Permítame que hable un momento con Jo-Beth. Está arriba, ¿verdad? Creo que sí. ¡Jo-Beth!, ¿estás ahí? ¡Jo-Beth!
—¿Qué querrá ahora? —se preguntó ella en voz alta, interrumpiendo el beso.
—No le hagas caso —dijo Howie.
—¿Y si sube a buscarme? —Se incorporó y pasó los pies sobro el borde de la cama, escuchando a ver si oía el ruido de los pasos del pastor en la escaleta.
Howie pegó el rostro a su espalda, la rodeó con el brazo —frenando con la mano un goteo de sudor—, le rozó ligeramente un seno. Ella lanzó un leve y casi agonizante suspiro.
—No debemos… —murmuró Jo-Beth.
—Él nunca entraría aquí.
—Le oigo subir.
—No.
—Sí, le oigo —susurró ella.
Y de nuevo, la voz, desde abajo:
—¡Jo-Beth! Me gustaría hablar contigo. Y también a tu madre.
—Tengo que vestirme —dijo Jo-Beth.
Se inclinó para recoger su ropa.
Un pensamiento agradablemente perverso cruzó la mente de Howie al observarla: le gustaría que Jo-Beth, con la prisa, se equivocara y se pusiese su ropa interior en vez de la de ella, y a la inversa. Meter la polla en un espacio santificado por su cono, perfumado por él, humedecido por él, le mantendría la erección —como en ese momento— hasta el día del juicio final.
Y además, ¿no estaría Jo-Beth cachonda con su raja cubierta por sus calzoncillos? La próxima vez, se prometió. Nunca volvería a sentir la menor vacilación. Ella le había abierto la entrada de su cama. Aunque no habían hecho otra cosa que frotar sus cuerpos el uno contra el otro, esa invitación lo había cambiado todo entre ellos. Por frustrante que fuese ver cómo se vestía de nuevo, tan poco tiempo después de haberse desnudado, el hecho de haber estado desnudos juntos sería suficiente recuerdo.
Recogió sus vaqueros y su camiseta y comenzó a ponérselos, sin dejar de observar a Jo-Beth, que le miraba cómo se cubría la «máquina».
Él captó esta idea y la modificó: el hueso y el músculo de que estaba compuesto no formaban una máquina, sino un cuerpo, y era frágil. La mano, por ejemplo, le dolía; la erección le dolía; el corazón le dolía, o al menos, la opresión que sentía en el pecho le daba la impresión de un dolor de corazón. Era demasiado tierno para merecer el nombre de «máquina»; y demasiado amado.
Jo-Beth, por un momento, se detuvo en lo que estaba haciendo y miró por la ventana.
—¿Has oído? —preguntó.
—No. ¿Qué era?
—Alguien que llamaba.
—¿El pastor?
Ella negó con la cabeza, dándose cuenta de que había oído aquella voz (y seguía oyéndola) no como si le llegase de fuera de la casa, o de la habitación, sino en el interior de su propio cráneo.
—El Jaff —dijo.
Sintiéndose reseco de tanto hablar, el pastor John se dirigió hacia la pila de la cocina, dejó correr el agua hasta que salió más fría, llenó un vaso y bebió. Eran casi las diez. Buena hora para terminar aquella visita viendo a la hija o sin verla. Estaba más que harto de hablar de la oscuridad del alma humana; con lo que había charlado tenía para una semana. Vertiendo lo que quedaba del agua levantó la cabeza y miró su reflejo en el cristal del vaso. Mientras se fijaba en él con aprobación, notó que algo se movía fuera de la casa, en la noche. Dejó el vaso en la pila, que rodó durante unos segundos.
—Pastor.
Joyce McGuire apareció a sus espaldas.
—No es nada —dijo él, inseguro de a quién tenía que tranquilizar.
Aquella mujer le había puesto nervioso con sus estúpidas fantasías. Miró de nuevo por la ventana.
—Me ha parecido ver a alguien en el patio —dijo—, pero no hay nadie.
¡Allí, allí! Un bulto pálido, confuso, que se movía en dirección a la casa.
—No, qué va a ser —añadió.
—¿Cómo dice?
—Que sí es algo —replicó él, mientras retrocedía hacia la pila—. Es algo malo.
—¡Él ha vuelto! —exclamó Joyce.
Como no sentía deseo alguno de decir que sí, el pastor prefirió callarse, y se alejó un poco más de la ventana: un paso, dos… y movió la cabeza negativamente. Pero justo en ese instante vio al intruso y se dio cuenta de que el intruso sabía que le había visto. Ansioso por despedazar las esperanzas del pastor, el intruso salió de pronto de las sombras y se mostró abiertamente.
—¡Dios santo! —exclamó el pastor—. ¿Qué es esto?
A sus espaldas, Mrs. McGuire prorrumpió en oraciones y no eran oraciones ya hechas (¿a quién se le hubiera podido ocurrir preparar una oración especial para un caso como ése?), sino una simple explosión de súplicas.
—¡Jesús, ayúdanos! ¡Señor, ayúdanos! ¡Defiéndenos de Satanás! ¡Defiéndenos de los malvados!
—¡Escucha! —dijo Jo-Beth—; es mamá.
—Ya lo oigo.
—¡Algo ocurre!
Howie se adelantó a ella, cruzó la habitación y apoyó la espalda contra la puerta.
—Está rezando, no es más que eso.
—Nunca ha rezado así.
—Bésame.
—¡Howie!
—Reza y eso significa que está ocupada. O sea, que puede esperar. Yo, sin embargo, no puedo esperar. No tengo oraciones, Jo-Beth. Lo único que tengo eres tú. —Ese discurso le dejó desconcertado antes incluso de terminarlo—. Bésame, Jo-Beth.
—¡Mamá! —chilló ella—. ¡Mamá!
A veces, un hombre se equivocaba. Al nacer en la ignorancia, era inevitable. Pero morir por causa de esa ignorancia, y además de manera brutal, resultaba, además, muy injusto. Acariciándose el ensangrentado rostro, y con otra media docena de quejas de parecido tipo, el pastor John se arrastró por la cocina para refugiarse lo más lejos posible de la ventana rota, y del ser que la había roto, todo lo lejos que sus temblorosos miembros pudieran llevarle. ¿Cómo era posible que hubiese llegado a verse en una situación tan extrema como ésa? Su vida no era inocente del todo, pero sus pecados distaban mucho de ser grandes, y ya había pagado con creces sus deudas al Señor. Había visitado a los huérfanos y a las viudas en los momentos de aflicción, como los Evangelios ordenaban; había hecho todo cuanto estaba en su mano por mantenerse limpio a ojos del mundo. Y, a pesar de todo, los demonios lo visitaban. Los oía, a pesar de que mantenía los ojos cerrados. Sus miles de patas hacían ruido al subirse a la pila y a las pilas de platos que había junto a ella. Oía sus cuerpos húmedos cayendo sóbrelos baldosines, pues, de tan numerosos como eran, se desbordaban, corrían por la cocina, impulsados por aquella figura que él había entrevisto al otro lado del cristal (¡el Jaff!, ¡el Jaff!), y que estaba cubierta de ellos de pies a cabeza, como un apicultor demasiado enamorado de su enjambre.
Mrs. McGuire había dejado de rezar. Quizás estuviese muerta; la primera víctima de aquellas «cosas» tal vez eso les saciase y se olvidasen de él.
—Por favor, Señor… —murmuro, tratando de hacerse lo más pequeño posible—, hazles ciegos para mí, sordos para mí, oye Tú solo mis súplicas y mírame con ojos de perdón. Mundo sin fin…
Sus plegarias se vieron interrumpidas por unos violentos golpes contra la puerta de atrás, y, por encima de ellos, la voz de Tommy-Ray, el hijo pródigo:
—¡Mamá!, ¿me oyes, mamá? ¡Ábreme! ¡Déjame entrar y te juro que los echaré de aquí! ¡Te lo juro! ¡Ábreme!
El pastor John oyó el gemido exhalado por Joyce McGuire a modo de respuesta a su hijo; el gemido, sin previo aviso, se convirtió en aullido. Estaba viva, muy viva; y hecha una furia.
—¡Cómo te atreves! —aulló—. ¡Cómo te atreves!
Tan potente fue su grito que el pastor abrió los ojos. La invasión de los demonios había cesado. Es decir, había cesado su avance, pero todavía se percibía movimiento en su masa pálida. Antenas que se agitaban, miembros que se preparaban para obedecer nuevas órdenes, ojos que surgían de cuernos de caracol. En aquellos seres nada recordaba algo ya visto. Sin embargo el pastor John los reconocía. No se atrevía a preguntarse a sí mismo de qué manera o por qué, pero los reconocía.
—Abre la puerta, mamá —volvió a decir Tommy-Ray—. Tengo que ver a Jo-Beth.
—Déjanos en paz.
—Tengo que verla, y no creas que me lo vas a impedir —dijo Tommy-Ray, furioso.
Siguió a estas palabras el ruido que hacía la madera de la puerta al romperse bajo sus patadas. Tanto el cerrojo como las cadenas se desprendieron. Se produjo una breve pausa, y luego Tommy-Ray abrió la puerta con suavidad. En sus ojos brillaba una luz siniestra; un resplandor que el pastor John había visto en los ojos de gente a punto de morir. Alguna luz interior los animaba. Y él, hasta ese momento, había pensado siempre que era una luz beatífica jamás volvería a caer en el mismo error. La mirada de Tommy-Ray se clavó en su madre, que estaba apoyada contra la puerta de la cocina, impidiéndole el paso, y luego se desvió hacia el invitado.
—¿Conque tienes compañía, mamá?
El pastor John tembló.
—Usted tiene influencia sobre ella. Siempre lo escucha. Dígale que me dé a Jo-Beth. Así resultará más fácil y mejor para todos nosotros.
El pastor miró a Joyce McGuire.
—Haga lo que le pide —dijo, sin más—; si no, nos matará.
—¿Lo ves, mama? —llegó la respuesta de Tommy-Ray—. Un consejo de un hombre de Dios, que sabe cuándo ceder. Llama a Jo-Beth, mamá o me enfadaré de verdad, y cuando yo me enfado también se enfadan los amigos de papá. ¡Llámala!
—No hace falta.
Tommy-Ray sonrió al oír la voz de su hermana, y la combinación de sus ojos fulgurantes con su sonrisa de entusiasmo hubiera bastado para congelar el hielo.
—Vaya, aquí estás —dijo.
Jo-Beth se encontraba en el vano de la puerta, detrás de su madre.
—¿Dispuesta para venirte conmigo? —preguntó él, cortés, como un chico fino que invita a una amiga a salir con él por primera vez.
—Pero has de prometer que dejarás a mamá en paz —dijo Jo-Beth.
—Lo prometo —replicó Tommy-Ray, con voz de inocencia ofendida—. No tengo la menor intención de hacer daño a mamá y tú lo sabes.
—Si la dejas en paz…, me iré contigo.
Cuando estaba a la mitad de la escalera, Howie oyó a Jo-Beth llegar a ese acuerdo con Tommy-Ray, murmuró un silencioso no. Él, desde allí, no podía ver los horrores que Tommy-Ray había llevado a aquella casa, pero los oía, y sonaban como el ruido que tenía en la cabeza cuando le asaltaban las pesadillas: de flemas y de jadeos. No dio espacio suficiente a su imaginación para crear figuras con que ilustrar el texto, porque él mismo había visto la verdad hacía tiempo, de modo que descendió otro escalón más, al tiempo que trataba de encontrar la manera de frenar a Tommy-Ray para impedirle que se llevara de allí a su hermana. Tal era su concentración que no interpretó los ruidos que llegaban de la cocina. Pero, para cuando bajó el último escalón, ya tenía formado un plan bastante sencillo: crearía el mayor desorden posible a su alrededor a ver si Jo-Beth y su madre podían escapar al amparo del caos; si, de paso que actuaba como un loco, conseguía dar un buen golpe a Tommy-Ray, pues tanto mejor.
Con esa idea y esa intención bien arraigadas en su mente, Howie respiró hondo y entró en la cocina.
Jo-Beth no se encontraba allí. Ni Tommy-Ray; tampoco estaban allí los horrores que habían entrado en la casa con él. La puerta permanecía abierta a la noche, y Mrs. McGuire yacía de bruces en el umbral, con los brazos abiertos, como si su último acto consciente hubiese sido alargarlos para detener a sus hijos. Howie fue hacia ella, pisando azulejos que parecían de goma bajo sus pies desnudos.
—¿Está muerta? —preguntó una voz grave.
Howie se volvió para ver al pastor John, que se había encajado entre la pared y la nevera, metiéndose lo más adentro que su gordo trasero le permitía para hacerse invisible.
—No, no lo está —respondió Howie, mientras volvía con suavidad el cuerpo de Mrs. McGuire—. Y no ha sido gracias a usted, por supuesto.
—¿Y qué podía hacer yo?
—Dígamelo usted. Yo pensaba que su oficio le brindaría ciertas tretas.
Dicho eso, Howie anduvo hacia la puerta.
—No les sigas, muchacho —dijo el pastor—. Quédate aquí, conmigo.
—Se han llevado a Jo-Beth.
—Por lo que acabo de oír, da la impresión de que ya era casi suya, tanto ella como Tommy-Ray son hijos del diablo.
¿Piensas que soy el diablo?, había preguntado Howie a Jo-Beth no haría más de media hora, y ahora ella era la condenada al infierno; y nada menos que por boca de su propio ministro del Señor. ¿Significaba eso, entonces, que los dos estaban contaminados? ¿Se trataba de una cuestión de pecado e inocencia, de luz y oscuridad? ¿Se levantaban los dos quizás entre ambos extremos, en un lugar reservado para los amantes?
Esos pensamientos pasaron por su mente como relámpagos, pero fueron suficiente para que diese más ímpetu a su carrera hacia la puerta, en busca de lo que estuviera esperándole en la calle.
—¡Mátalos a todos! —oyó gritar a sus espaldas al ministro del Señor—. ¡Mátalos a todos!
Ese encargo llenó a Howie de ira, pero no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada. En vista de ello, se limitó a gritar:
—¡Que le den por el culo! —Ya estaba en plena calle cuando gritó eso, e iba de cabeza en busca de Jo-Beth.
2
Salía suficiente luz de la cocina para permitirle captar la geografía general del patio. Distinguió un grupo de árboles que lo rodeaba y un prado hirsuto entre los árboles y el lugar donde él se encontraba. Y fuera era igual que dentro: ni rastro del hermano o de la hermana o de la hueste que les seguía. Sabiendo que no tenía la menor esperanza de coger al enemigo por sorpresa, dado que salía de un interior bien iluminado después de haber gritado un insulto al que quedaba en la cocina, Howie avanzó llamando a Jo-Beth con toda la potencia que su voz le permitía; tenía la esperanza de que, de esa manera, ella quizás encontrara la oportunidad de responderle. Pero no hubo otra respuesta que un coro de ladridos de los perros que sus gritos habían despertado. «Venga —pensó Howie—, ladrad todo lo que queráis, a ver si vuestros amos se despiertan y se ponen también en movimiento.» No era ése el momento de permanecer sentados ante el televisor, contemplando programas de juegos. Había otros programas muy distintos aquella noche. Misterios que se paseaban solos; la tierra que se abría, escupiendo maravillas. El gran espectáculo secreto y el estreno se representaban esa noche en las calles de Palomo Grove.
El mismo viento que llevaba el ladrido de los perros agitaba también los árboles. Su sonido sibilante distrajo a Howie del producido por el ejército hasta que se hubo apartado un poco de la casa. Entonces oyó el coro de murmullos y cloqueos y zambullidas a sus espaldas. Dio media vuelta. La tapia en torno a la puerta que acababa de cruzar era una pura masa de seres vivos. El tejado, que se inclinaba hacia él desde la altura de dos plantas hasta la de la cocina, también estaba invadido. Allí merodeaban bultos mayores, que se movían con torpeza de un extremo a otro sobre el tejado de pizarra, emitiendo murmullos roncos. Estaban demasiado altos para recibir luz, y sólo se distinguían sus siluetas recortadas contra un cielo sin estrellas. Ni Jo-Beth ni Tommy-Ray se encontraban entre ellos. No había una sola silueta en todo aquel bullir de seres que se pareciese a la forma humana.
Howie estaba a punto de rehacer el camino andado cuando oyó la voz de Tommy-Ray a sus espaldas:
—Oye, Katz, ¿a que en tu vida has visto una cosa igual?
—Ya sabes que no —respondió Howie, y la cortesía de su respuesta se debía a la punta del cuchillo que sintió contra la piel de su espalda.
—¿Por qué no te vuelves, muy despacio? —prosiguió Tommy-Ray—. El Jaff quiere cambiar unas palabras contigo.
—Algo más que unas palabras —dijo otra voz. Era una voz muy baja, apenas más audible que el viento entre los árboles, pero cada sílaba estaba exquisita, musicalmente formada—. Mi hijo piensa que debiéramos matarte, Katz. Dice que hueles a su hermana. Dios es testigo de que no estoy muy seguro de que los hermanos debieran saber a qué huelen sus hermanas, eso te lo digo en primer lugar; pero supongo que es que estoy algo chapado a la antigua. Nos hallamos demasiado metidos en el milenio para dar importancia a cosas como el incesto. Sin duda, también tú tienes opinión al respecto.
Howie se volvió, y vio al Jaff a varios metros de distancia, detrás de Tommy-Ray. Después de todo lo que Fletcher le había dicho sobre el Jaff, Howie se lo había imaginado como un gran señor de la guerra, pero, por el contrario, no había nada de grandioso ni de impresionante en la figura del enemigo de su padre. Tenía el aspecto de un aristócrata al borde de la disolución. Sus facciones, fuertes y persuasivas, estaban cubiertas por indisciplinada barba; su aspecto y su actitud eran los de alguien que apenas puede ocultar el gran cansancio de que se siente poseído. Uno de los terata estaba cogido a su pecho: era un objeto pequeño, delgado, mucho más lamentable que el mismo Jaff.
—¿Qué decías, Katz?
—Yo no decía nada.
—Sobre lo antinatural que es la pasión que Tommy-Ray siente por su hermana. ¿O acaso piensas que todos nosotros somos antinaturales? Tú. Yo. Ellos. Me imagino que a todos nosotros nos habrían quemado vivos en Salem. En fin, lo que te decía, que Tommy-Ray tiene muchas ganas de hacerte daño. Sólo sabe hablar de castración.
Tommy-Ray, al oír eso, bajó la punta del cuchillo unos cuantos centímetros del vientre de Howie hasta la ingle.
—Cuéntaselo —se dirigió el Jaff a su hijo—. Dile cómo te gustaría cortarle en pedazos.
Tommy-Ray rió.
—Tú dame permiso para hacerlo y ya verás.
—¿No te lo he dicho? —añadió el Jaff, volviéndose hacia Howie—. Necesito toda mi autoridad paterna para contenerle. Te explicaré lo que voy a hacer contigo, Katz. Permitiré que salgas corriendo el primero, te dejaré en libertad para ver si los trucos de Fletcher pueden compararse con los míos. Tú conociste a tu padre antes de que tomara el Nuncio. A lo mejor era un gran corredor.
La sonrisa de Tommy-Ray se trocó en carcajadas; la punta del cuchillo se hincó en la costura de los pantalones vaqueros de Howie.
—Y para hacer boca…
Al oír esas palabras, Tommy-Ray agarró a Howie y le hizo dar la vuelta, tirándole de la camiseta para sacársela de los pantalones y rasgándosela desde el dobladillo hasta el cuello, de forma que la espalda de Howie quedó al descubierto. Hubo una breve demora mientras el aire nocturno refrescaba la sudorosa espalda de Howie, que sintió en seguida que algo le toca la espalda. Los dedos de Tommy-Ray, pegajosos y húmedos, se separaron en abanico, a la derecha y a la izquierda de la espina dorsal de Howie, siguiendo la línea de las costillas. Howie se estremeció y curvó la espalda para evitar el roce. Al hacerlo, los contactos que sentía se multiplicaron y llegaron a ser demasiados para que fuesen dedos; una docena o más a cada lado, asiéndole el músculo con tal fuerza que se le rasgó la piel.
Howie miró por encima del hombro, justo a tiempo para ver un miembro blanco, de muchas junturas, fino como un lápiz barbado, que hincaba la punta en su carne. Gritó y forcejeó hasta volverse, su repulsión fue mayor que su temor ante el cuchillo de Tommy-Ray. El Jaff le observaba. No tenía nada en los brazos. La cosa que había estado acariciando aparecía sujeta a la espalda de Howie, que sentía su frío abdomen contra sus vértebras, mientras su boca le sorbía la nuca.
—¡Quítamelo de encima! —le gritó al Jaff—. ¡Quítame de encima esta mierda de los cojones!
Tommy-Ray se puso a aplaudir al ver a Howie en esta tesitura, dando vueltas como un perro que siente una pulga en la punta del rabo.
—¡Hale, venga, hale! —le jaleó.
—Yo en tu lugar no lo intentaría —dijo el Jaff.
Antes de que Howie pudiera preguntarse por qué, la cosa misma le dio la respuesta, mordiéndole con fuerza en el cuello. Howie dio un aullido, cayó de rodillas. La expresión de dolor despertó un coro de chasquidos y murmullos en el tejado y en la pared de la cocina. Howie, con un insufrible dolor, se volvió hacia el Jaff. El aristócrata había dejado caer la careta y el rostro de feto que había detrás de ella era enorme y reluciente. Howie tuvo sólo un instante para contemplarlo, porque el ruido de los gemidos de Jo-Beth forzaron sus ojos a fijarse en los árboles, donde la vio en manos de Tommy-Ray. Ese atisbo (los ojos húmedos, la boca entreabierta) fue también horriblemente corto. Luego, el dolor que sentía en el cuello le forzó a cerrar los ojos. Cuando los abrió de nuevo ya no vio a Jo-Beth ni a Tommy-Ray ni a su padre nonato.
Se puso en pie. Una ola de movimiento recorrió al mismo tiempo el ejército del Jaff. Los que estaban en la parte más baja de la pared se deslizaban hasta el suelo, y los que estaban más altos se tiraban para seguirlos, y ese movimiento fue tan rápido que los batallones no tardaron en apretujarse, de tres o cuatro en fondo, en el prado. Algunos consiguieron salirse de la muchedumbre y se dirigieron, con los medios de propulsión de que disponían, lucran éstos cuales fuesen, hacia donde Howie se encontraba. Los más grandes se deslizaban ya del tejado para participar en la persecución. Howie, en vista de que la ventaja que el Jaff le había ofrecido estaba quedando muy mermada, salió corriendo como un loco en busca de la vía pública.
Fletcher sentía con tremenda precisión el terror y la repulsión del muchacho, pero hizo cuanto pudo por apartarla de sí. Howie había rechazado a su padre para salir en busca de la miserable progenie del Jaff, cegado sin duda por las apariencias. Si sufría ahora como consecuencia de tanta terquedad, bueno, allá él, que se las arreglara como pudiese. Si sobrevivía, tal vez se comportase con más prudencia en adelante, y, si no, muy bien, su vida, cuyo objeto él mismo había rechazado en el momento en que volvió la espalda a su creador, terminaría tan lamentablemente como la de Fletcher, y en ello habría una cierta justicia.
Pensamientos duros, pero Fletcher hizo lo posible por mantenerlos dentro de la lógica, evocando la imagen de su hijo cada vez que él sentía su dolor. Pero no bastaba con eso. Por mucho que intentase apartar de sí los terrores de Howie, éstos insistían en ser oídos, y acabó no teniendo más remedio que dejarles entrar y aposentarse en su mente. Así, en cierto modo, remataba su noche de desesperación, y era inevitable. Él y su hijo eran piezas interdependientes, dentro de un marco de derrota y fracaso.
Fletcher llamó al muchacho:
Howardhowardhowardhow…
La misma llamada que la primera vez, cuando salió de debajo de la tierra:
Howardhowardhowardhow…
Lanzó este mensaje rítmicamente, como un faro situado en lo alto de un arrecife. Esperaba que su hijo no estuviese demasiado débil para oírle. Fletcher concentró toda su atención en la jugada final. Ante la inminencia de la victoria del Jaff, no le quedaba más que un gambito por el que no quería dejarse tentar, sabiendo lo fuerte que era su gusto por la metamorfosis. Llevaba años atormentándole, porque sentía la obligación moral de mantenerse fijo en un solo nivel de existencia, esperando que así podría derrotar a] mal que él mismo había ayudado a crear, mientras sus pensamientos le pedían sin cesar que escapase. Deseaba con verdadera ansia verse libre de una vez por todas de ese mundo y sus locuras, desvincularse de su propia anatomía y aspirar, como Schiller había dicho al referirse a todas las artes, a transformarse en pura música. ¿Habría llegado, por fin, el momento de ceder a este instinto, y en los últimos momentos de su vida como encarnación de Fletcher, abrigar la esperanza de arrancar un fragmento de victoria a su inevitable derrota? Si era así, tendría que hacer bien sus planes, tanto el método de autodestrucción como en el ruedo en que ésta tendría lugar. No podía permitirse el lujo de ofrecer un nuevo espectáculo al ejército que ocupaba Palomo Grove en esos momentos, porque si él, el brujo rechazado por ellos, moría sin pena ni gloria, se perderían bastante más que unos pocos cientos de almas.
Había intentado no pensar demasiado en las consecuencias de la victoria del Jaff porque sabía que el sentido de la responsabilidad podría invadirlo. Pero, ahora que se acercaba el final del enfrentamiento, acabó por forzarse a sí mismo a no eludirlo. Si el Jaff se hacía dueño del Arte, y, gracias a su posesión conseguía el acceso a la Esencia, ¿qué podría ocurrir?
En primer lugar, un ser que no había sido purificado por los rigores de la negación de sí mismo tendría poder sobre un lugar apartado de todo cuanto no fuese perfecto y no estuviera purificado. Fletcher no comprendía por entero lo que era la Esencia (era posible que no hubiera ser humano capaz de entenderlo), pero estaba seguro de que el Jaff, que se había servido del Nuncio para salirse de sus propias limitaciones con ayuda del engaño y la astucia, crearía allí un verdadero caos. El mar de los sueños y su isla (islas, quizás; él había oído decir una vez al Jaff que se trataba de archipiélagos) recibían la visita de los seres humanos en tres momentos vitales: en su inocencia, in extremis y en el amor. En las orillas de Efemérides se mezclaban por un corto espacio de tiempo con absolutos; veían visiones y oían historias que les liberarían de la locura ante el terror de estar vivos. Allí, por breve que fuese el tiempo, había lógica y motivo y un vislumbre de continuidad; era el Espectáculo, el Gran Espectáculo Secreto sobre cuyo recuerdo el ritual y la rima descansaban. Si esa isla iba a convertirse en el campo de recreo del Jaff, el daño resultaría incalculable. Lo que era secreto se convertiría en algo público; lo que era santo sería profanado; y una especie, que había sido defendida de la locura por sus oníricos viajes, quedaría enferma sin remedio.
Fletcher sentía otro miedo, menos fácil de sistematizar con el pensamiento por ser menos coherente. Se centraba en el cuento que el mismo Jaff le había contado al principio, cuando le visitó en Washington con su ofrecimiento de fondos con los que tratar de resolver el enigma del Nuncio. Había un hombre llamado Kissoon, le dijo el Jaff; un brujo que conocía la existencia del Arte y sus poderes y al que el Jaff había acabado por encontrar en un lugar que, según él, era Curva temporal. Fletcher escuchó este relato, pero sin creerlo del todo, aunque los acontecimientos subsiguientes habían llegado a tan fantásticas alturas que la idea de la Curva temporal de Kissoon parecía ya algo de poca monta. El papel que el brujo hubiera tenido en el gran proyecto, con su intento de hacer que el Jaff lo matase, era cosa que Fletcher no podía saber, pero su instinto le decía que el asunto no había terminado todavía, ni mucho menos. Kissoon era el último miembro superviviente del Enjambre, una orden de seres humanos de gran elevación que habían preservado el Arte contra el Jaff y sus semejantes desde que el homo sapiens empezó a soñar. ¿Por qué había permitido Kissoon que un hombre como Jaffe, que, sin el menor género de dudas, apestaba a ambición desde el principio, tuviera acceso a su Curva temporal? ¿Por qué se le había permitido esconderse en ella? ¿Y qué les había ocurrido a los demás miembros del Enjambre?
Ya era demasiado tarde para buscar respuestas a tales preguntas, pero Fletcher deseaba realizárselas a alguna otra mente además de a la suya propia. Quería hacer un último esfuerzo por salvar el abismo que mediaba entre él mismo y su propio cerebro. Si Howard no fuera el receptor de esas observaciones, acabarían en un momento cuando él, Fletcher, desapareciera.
Y esa idea le devolvió al acuciante problema que tenía entre manos, a su método y al ambiente en el que lo llevaría a cabo. Tendría que ser un golpe teatral, un espectacular último acto que apartara a la gente de Palomo Grove de sus televisores y les indujera a lanzarse a la calle, con los ojos abiertos como platos. Después de sopesar varias alternativas, Fletcher eligió una, y, sin dejar de llamar a su hijo, se lanzó en dirección al lugar de su liberación final.
Howie oyó la llamada de Fletcher en el momento en que huía ante el ejército del Jaff, pero las oleadas de pánico que no cesaban de invadirle también le impedían localizar su origen. Howie no hacía más que huir a ciegas, con los terata pisándole los talones. Hasta que se dio cuenta de que les había sacado la ventaja necesaria como para disfrutar de un respiro, sus confusos sentidos no oyeron su nombre pronunciado con suficiente claridad para inducirle a cambiar de dirección y seguir a la llamada. Cuando se lanzó en pos de ella lo hizo con una velocidad de la que él mismo nunca se hubiera creído capaz. A pesar de lo agotados que estaban sus pulmones, consiguió sacarles suficiente aliento para responder con unas pocas palabras a la llamada de Fletcher:
—Te oigo —le dijo, sin dejar de correr—, te oigo. Padre… te oigo.