VIII
Grillo no había ido a Grove vestido con la ropa apropiada para aquella fiesta de «Coney Eye», pero como estaba en California, donde los pantalones vaqueros y los zapatos deportivos pasan por ropa de gala, pensó que no llamaría la atención. Ése fue el primero de los muchos errores que cometió aquella tarde. Hasta los vigilantes de la entrada iban de esmoquin. Pero Grillo tenía la invitación, con un nombre falso en ella (Jon Swift), de modo que nadie le impidió la entrada.
No era la primera vez que entraba en una reunión con nombre falso. En los días que trabajaba como reportero investigador (algo muy distinto de su actual papel de revelador de escándalos) había asistido a una reunión neonazi en Detroit haciéndose pasar por pariente lejano de Goebbels; a varias reuniones de curación por la fe que un cura secularizado celebraba, cuya superchería Grillo denunció más tarde en una serie de artículos que le supuso una nominación al premio Pulitzer de Periodismo; y, sobre todo, a una reunión de sadomasoquistas, aunque sus artículos fueron suprimidos por un senador a quien había visto allí atado con una cadena y comiendo pienso para perros. En estas fiestas tan heterogéneas, Grillo se había sentido como un hombre justo que busca la verdad entre gente peligrosa, Philip Marlow, pluma en mano, pero sintiendo náuseas. Como un mendigo en un banquete. A juzgar por lo que Ellen le había dicho acerca de la fiesta, iba a encontrar allí muchos rostros famosos; con lo que no había contado era con la extraña autoridad que tendrían sobre él, absurda por completo si se tomaban en cuenta sus menguadas habilidades. Bajo el techo de Buddy Vance se habían congregado docenas de rostros de los más famosos del Mundo entero: leyendas, ídolos, creadores de estilos. Y en torno a éstos, rostros cuyos nombres ignoraba, pero que reconocía por haberles visto retratados en Variety o en Hollywood Reporter. Los magnates de la industria: agentes, abogados, directores de estudio. Tesla, en sus frecuentes críticas contra el Nuevo Hollywood, se reservaba sus más emponzoñadas armas para éstos, los tipos con aire de haber estudiado en academias de comercio, que habían sucedido a los antiguos jefes de los estudios al estilo antiguo, como Warner, Selznick, Goldwyn y su gente, y que ahora reinaban en las fábricas de sueños con sus calculadoras y sus estudios de mercado. Ellos eran los que elegían a las deidades del año siguiente, cuyos nombres ponían en labios de los espectadores. Eso, como era natural, no siempre daba el resultado apetecido. El público, siempre veleidoso, y a veces claramente perverso, se empeñaba en deificar a cualquier desconocido contra todas las expectativas. Pero el sistema también estaba preparado para esa eventualidad, y el recién llegado a la fama entraba en el panteón oficial con desconcertante rapidez, de modo que los forjadores de dioses podían asegurar de inmediato que siempre habían visto en él un talento de gran actor.
En la fiesta había, asimismo, algunas de esas estrellas, actores jóvenes, que era imposible que hubieran conocido a Buddy Vance personalmente, pero que se encontraban allí, sin duda, porque era la fiesta de la semana, el lugar donde convenía ser vistos, entre la gente con la que convenía ser vistos.
Grillo divisó a Rochelle al otro extremo de la sala, sumida en cumplidos y halagos. Toda una muchedumbre de admiradores se apretujaba a su alrededor, alimentándose de su belleza. Rochelle no miró hacia donde Grillo se encontraba; pero, aunque hubiese mirado, era dudoso que lo hubiera reconocido. Ella tenía el aire distraído, ensoñador, de la persona que está drogada con algo más que simple admiración. Además, la experiencia había enseñado a Grillo que su rostro era de lo más vulgar del mundo, como el de muchos otros y pasaba inadvertido. Tenía una cierta suavidad que él atribuía a la mezcla de sangres que corría por sus venas: sueca, rusa, lituana, judía e inglesa. Todas se anulaban unas a otras con bastante eficacia. Grillo era todo y nada. En circunstancias como aquéllas, esa idea le daba un extraño aplomo. Podía hacerse pasar por cualquier clase de persona sin infundir sospechas, a menos que diera algún faux pas de primera categoría, e incluso entonces se las arreglaba siempre para salir del apuro.
Aceptó una copa de champaña de uno de los camareros, y luego se mezcló con la muchedumbre, tomando nota mental de los rostros que reconocía; así como de los nombres de quienes acompañaban a esos rostros. Aunque nadie en toda aquella sala, excepción hecha de Rochelle, podía tener la menor idea de su identidad, Grillo recibía constantes, afables movimientos de cabeza de casi todos los que pasaban a su lado, e incluso uno o dos saludos con la mano de dos sujetos que, era de suponer, querían ganar prestigio a los ojos de aquellos que los rodeaban luciendo el número de personas a quienes conocían en tan deslumbrante reunión. Grillo fomentó esa ficción saludando con la cabeza a los que le saludaban con la cabeza, y con la mano a quienes se los hacían a él, de modo que, después de cruzar una vez la sala entera, ya sus curtas credenciales estaban firmemente aceptadas: era uno de los muchachos. Esto indujo a una mujer de unos largos cincuenta años a acercársele y arrinconarle con una cortante mirada y un retador:
—Bien, vamos a ver, ¿quién es usted?
Grillo no había preparado un alter ego detallado, como lo había llevado, por ejemplo, cuando asistió a la reunión de los neonazis, o a la del curandero por la fe, de modo que se limitó a decir:
—Swift, Jonathan.
Ella asintió, casi como si creyese conocerle.
—Yo soy Evelyn Quayle —se presentó ella—. Por favor, llámame Eve, todo el mundo lo hace.
—Bueno, pues Eve.
—Y a ti, ¿cómo te llama la gente?
—Swift.
—Muy bien —dijo ella—, ¿me harías el favor de parar a ese camarero y traerme otra copa de champaña? Van por ahí como rayos.
No fue la última que bebió. Sabía mucho sobre los invitados, y se lo contó a Grillo, cada vez con mayor detalle a medida que vaciaba copas de champaña y más cumplidos le decía él, uno de ellos, por cierto, muy sincero. Grillo había pensado que Eve andaría por los cincuenta y algo, pero ella le confesó que tenía setenta y uno.
—Pues no los aparentas en absoluto —dijo él con toda sinceridad.
—Control, querido mío, control —replicó ella—. Tengo todos los vicios, pero ninguno con exceso. ¿Me harías el favor de alcanzarme otra de esas copas antes de que se pierdan de vista?
Era la perfecta chismosa: benéfica en su cotilleo. Apenas había una persona en la sala sobre la que no diera algún detalle sabroso a Grillo. La anoréxica de escarlata, por ejemplo, era la hermana gemela de Annie Kristol, la favorita de los shows de gente famosa: estaba consumiéndose a un ritmo que sería mortal, opinaba Eve, en cosa de seis meses. Por el contrario, Merv Turner, uno de los miembros del consejo de la «Universal», recientemente despedido, había ganado tanto peso desde su salida de la «Torre Negra» que su mujer se negaba a hacer el amor con él. Y, por lo que se refería a Liza Andreatta, la pobre, había tenido que pasar tres semanas en el hospital después del nacimiento de su segundo hijo: su psiquiatra la había convencido de que, en la naturaleza, la madre siempre se comía la placenta; ella, entonces, se comió la suya, y quedó tan traumatizada por ello que casi dejó huérfano a su hijo antes de darle tiempo siquiera a ver el rostro de su madre.
—Pura locura —dijo Eve, con una sonrisa de oreja a oreja—, ¿verdad?
Grillo no tuvo más remedio que darle la razón.
—Una maravillosa locura —prosiguió Eve—. Yo he participado en ella toda mi vida, y sigue siendo tan desenfrenada como siempre. Aquí empieza a hacer calor, ¿por qué no salimos a dar una vuelta por el jardín?
—Sí, vamos.
Cogió a Grillo del brazo.
—Sabes escuchar —dijo, mientras salían al jardín—, y eso es bastante infrecuente entre esta gente.
—¿De veras? —preguntó Grillo.
—¿Qué eres? ¿Escritor?
—Sí —respondió, aliviado de no tener que mentir a aquella mujer; le caía bien—, y lo cierto es que no da mucho de sí.
—A ninguno de nosotros nos da mucho de sí lo que hacemos —dijo Eve—. Seamos francos. Aún no hemos encontrado la cura del cáncer. Lo que hacemos es pasarlo bien, corazón, sólo eso: pasarlo bien.
Llevó a Grillo al frontis de locomotora que se levantaba en medio del jardín.
—Fíjate en esto, es horrible, ¿no te parece?
—No sé. Tiene un cierto encanto.
—Mi primer marido coleccionada expresionistas abstractos estadounidenses. Pollock, Rothko… Cosas gélidas. Me divorcié de él.
—¿Por los cuadros?
—Bueno, por su afán de coleccionar; era puro coleccionismo. Una enfermedad, Swift. Hacia el final de nuestro matrimonio le dije: «Mira, Ethan, no quiero ser una más de tus posesiones. O se van ellas o me voy yo.» Prefirió sus posesiones, que por lo menos no le llevaban la contraria, como yo. Era de esa clase de hombres, culto, pero estúpido.
Grillo sonrió.
—Te estás riendo de mí —le riñó ella.
—No, no, nada de eso. Me tienes encantado.
Eve floreció bajo el cumplido.
—No conoces a nadie aquí, ¿verdad?
Su observación dejó a Grillo desconcertado.
—Te has colado. Cuando entraste, te observé. Miraste a la anfitriona por si ella te veía. Y pensé: «¡Por fin! Aquí viene alguien que no conoce a nadie y querría conocerlos a todos, y yo, que conozco a todos, no querría conocer a nadie.» La pareja ideal. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Ya te lo he dicho. —¡No me insultes, por favor!
—De acuerdo, me llamo Grillo.
—Grillo.
—Nathan Grillo. Pero, hazme un favor…, Grillo a secas. Soy periodista.
—¡Oh, qué pesadez! Yo pensaba que quizás eras un ángel, caído del cielo para juzgarnos. Ya me entiendes…, como lo de Sodoma y Gomorra. Bien sabe Dios que nos lo merecemos.
—No te cae nada bien esta gente —dijo él.
—Bueno, querido mío, la verdad es que aquí se está mejor que en Idaho, aunque sólo sea por el buen tiempo. La conversación es penosa, de verdad. —Se apretó más contra él—. No te vuelvas, pero tenemos compañía.
Un hombre bajo, casi calvo, de rostro vagamente familiar, se acercaba a ellos.
—¿Cómo se llama? —susurró Grillo.
—Paul Lamar. Era socio de Buddy.
—¿Comediante?
—Eso diría su agente. ¿Has visto alguna de sus películas?
—No.
—Pues Mein Kampf tiene más gracia.
Grillo aún trataba de contener la risa cuando Lamar se presentó a Eve.
—Tienes un aspecto estupendo —dijo—. Bueno, como siempre. —Se volvió a Grillo—. ¿Quién es tu amigo? —preguntó.
Eve lanzó una ojeada a Grillo, con una levísima sonrisa en las comisuras de la boca.
—Mi pecado secreto —respondió.
Lamar concentró su sonrisa de reflector en Grillo.
—Dispénseme, no he oído bien su nombre…
—Los secretos no tienen nombres —lo interrumpió Eve—, les quita encanto.
—Me has puesto en mi sitio y me lo merezco —dijo Lamar—. Permíteme corregir mi error enseñándote la casa.
—No sé si podría resistir esas escaleras, querido —dijo Evo.
—Pero si éste era el palacio de Buddy. Estaba muy orgulloso de él.
—No lo bastante como para invitarme a mí —replicó ella.
—Era su retiro —dijo Lamar—, por eso puso tanto esmero en él. Deberías verlo. Aunque sólo sea en memoria suya. Por supuesto, me refiero a los dos.
—Bueno, ¿y por qué no? —intervino Grillo.
Evelyn suspiró.
—Dichosa curiosidad —exclamó—. De acuerdo, ve delante.
Lamar lo hizo así, y entraron en la casa por el salón, donde el ritmo de la reunión había sufrido un sutil cambio. Con las copas apuradas y el bufé devastado, los invitados estaban entrando en un estado de ánimo más reposado, animados por una pequeña banda que tocaba lánguidas versiones de canciones de moda. Unos pocos habían empezado a bailar. Las conversaciones no resonaban ya, las voces eran más bajas. Se cerraban tratos; se tendían trampas.
Grillo encontró la atmósfera desalentadora, y lo mismo, evidentemente, le ocurría a Evelyn, la cual se aferró a su brazo cuando pasaban por entre los que susurraban. Siguieron a Lamar hasta el otro lado del salón, donde estaban las escaleras. Dos de los vigilantes del vestíbulo se hallaban de espaldas a él, con las manos cogidas sobre el bajo vientre. A pesar de la melodía serpenteante, hecha con diversas canciones de cine y teatro, todo ánimo de celebración había desaparecido de aquel lugar, y sólo permanecía la paranoia.
Lamar ya había subido media docena de escalones.
—Vamos, Evelyn… —dijo, haciéndole una seña—, no es nada empinada.
—Para mi edad sí que lo es.
—No aparentas más de…
—No me vengas con piropos, —dijo ella—, subiré, pero a mi aire.
Con Grillo a su lado comenzó a ascender la escalera; entonces su edad se evidenció por primera vez. Había unos pocos invitados en lo alto de aquel tramo de la escalera. Grillo observó que los vasos que tenían estaban vacíos; además no hablaban entre sí, ni siquiera en voz baja. La sospecha de que algo había allí arriba que no iba bien se despertó en él. Y su inquietud aumentó al ver a Rochelle al fondo de los escalones, mirándole desde abajo con gran fijeza. Él, seguro de haber sido reconocido, y de que estaba a punto de ser denunciado como intruso, la miró a su vez, pero Rochelle no dijo nada, sino que siguió igual hasta que Grillo se vio forzado a apartar la mirada. Cuando la volvió hacia ella, no la encontró allí.
—Aquí ocurre algo —murmuró al oído de Eve—. Opino que no deberíamos subir.
—Cariño, me encuentro a mitad de camino —replicó ella en voz alta, tirándole del brazo—. No me abandones ahora.
Grillo miró a Lamar, y observó que el comediante, en ese momento, lo miraba de la misma manera que Rochelle había hecho poco antes. Lo saben, pensó, lo saben y no dicen nada.
De nuevo intentó disuadir a Eve.
—¿Por qué no subimos más tarde? —dijo.
Pero ella no cedió.
—Yo sigo —contestó—, contigo o sin ti. —Y continuó escalera arriba.
—Éste es el primer descansillo —anunció Lamar cuando estuvieron en él.
Aparte de los silenciosos y curiosos invitados, no había nada que ver allí, dado que Eve ya había afirmado la poca gracia que le hacía la colección de arte de Vance. Eve conocía por su nombre a algunas de las personas que estaban allí, y las saludó. Los invitados respondieron al saludo, pero de una manera distraída. Algo en su languidez recordó a Grillo a los drogadictos que acaban de inyectarse. Eve, por su parte, no estaba dispuesta a ser tratada con tan poco entusiasmo.
—Sagansky —dijo a uno de ellos, que parecía un ídolo de cine infantil en plena decadencia; a su lado había una mujer de la que parecía haber escapado todo resto de viveza—. ¿Qué haces aquí arriba?
Sagansky levantó la vista y la miró.
—Chist… —fue la respuesta.
—¿Es que ha muerto alguien, además de Buddy? —preguntó Eve.
—Triste —dijo Sagansky.
—A todos nos pasa, tarde o temprano —repuso, nada sentimental, Eve—. Y a ti también te llegará. Y si no, al tiempo. ¿Has pasado ya revista a la casa?
Sagansky asintió.
—Lamar… —Sus ojos giraron en dirección al comediante, pero su mirada fue más allá y hubo de volver hasta fijarla en él—. Lamar nos la ha enseñado.
—Mejor será que valga la pena, si no…
—La vale —replicó Sagansky—. De verdad…, la vale. En especial las habitaciones de arriba.
—Ah, es cierto —intervino Lamar—. Si queréis, vamos directamente arriba.
El encuentro con Sagansky y su mujer no había mitigado en absoluto la paranoia de Grillo. Estaba seguro de que allí ocurría algo realmente siniestro.
—Creo que ya hemos visto bastante —dijo Grillo a Lamar.
—Oh, lo siento —replicó éste—. Me había olvidado de Eve. Pobrecilla. Todo esto tiene que ser demasiado para ti.
Esta condescendencia, tan maravillosamente matizada, produjo el efecto deseado por Lamar.
—No seas ridículo —resopló Eve—. No niego que tengo mis añitos, pero no estoy senil. ¡Arriba se ha dicho!
Lamar se encogió de hombros.
—¿Seguro?
—Y tanto que seguro.
—Bien, si insistes… —dijo, poniéndose a la cabeza. Pasaron junto a los invitados, hasta el comienzo del siguiente tramo de escalera, y Grillo los siguió. Al pasar junto a Sagansky le oyó murmurar frases de su reciente conversación con Eve. Daba la impresión de que tenía peces muertos flotando en el cerebro.
—… lo es…, de veras que lo es…, sobre todo las habitaciones de arriba…
Eve se encontraba ya a la mitad del segundo tramo, decidida a alcanzar a Lamar y seguir a su lado hasta el fin.
—¡Eve, no sigas! —la llamó Grillo.
Ella no le hizo el menor caso.
—¡Eve! —repitió Grillo.
Esta vez, ella volvió la cabeza.
—¿No vienes, Grillo? —preguntó.
Si Lamar se dio cuenta de que Eve había dejado escapar el nombre de su secreto, lo cierto es que no dio muestras de ello. Siguió hasta el tercer descansillo, guiándola luego por el rellano. Giraron en una esquina, y los dos desaparecieron.
Más de una vez en su carrera, Grillo había evitado una paliza al captar a tiempo las mismas señales de peligro que husmeaba allí desde que habían empezado a subir las escaleras. Pero no estaba dispuesto a consentir que la vanidad de Eve acabase con ella. Durante la hora que llevaban juntos la había cogido cariño. Maldiciéndose y maldiciéndola a partes iguales se dirigió hacia la esquina por donde los dos habían desaparecido.
Afuera, en el portal, un pequeño incidente había tenido lugar. Empezó con el viento, que se levantó de pronto, pasando como una marea entre los árboles que cubrían la colina. Todo estaba seco y polvoriento; varias invitadas de última hora tuvieron que volver a sus limusinas para repararse el maquillaje.
De entre las ráfagas de viento salió un coche, conducido por un muchacho muy sucio, que pidió entrar en la casa, como si eso fuese lo más natural del mundo.
Los vigilantes no perdieron los nervios. A lo largo de su carrera habían tenido que lidiar con muchísimos gorrones como aquél; muchachos con más huevos que cabeza, que querían ver el gran mundo de cerca.
—Se necesita invitación, muchacho —le dijo uno de ellos.
El gorrón se bajó del coche. Tenía manchas de sangre, y no era suya. En sus ojos brillaba una expresión de violencia que indujo a los guardias a meter la mano bajo la chaqueta, en busca de sus armas.
—Necesito ver a mi padre —dijo él.
—¿Es un invitado? —quiso saber el vigilante.
Era posible que se tratase de algún niño rico de Bel-Air, con la cabeza empapada en droga, que iba en busca de papá.
—Sí, es un invitado.
—¿Cómo se llama? —preguntó el vigilante—. A ver, Clark, dame la lista para…
—No está en vuestras listas —lo interrumpió Tommy-Ray—. Vive aquí.
—Te has equivocado de casa, chico —dijo Clark, levantando la voz por encima del rugido del viento contra los árboles, que continuaba incesante—. Ésta es la casa de Buddy Vance. ¡A menos que seas hijo natural suyo!
Al decir esto sonrió a un tercer hombre, que no le devolvió la sonrisa. Tenía los ojos fijos en los árboles, o en el aire que los agitaba. Entornó los párpados, como si atisbara algo en el gris cielo.
—Vas a arrepentirte de esto, negro —dijo el chico al primer vigilante—. Ahora mismo vuelvo, y te aseguro que serás el primero en morder el polvo. —Luego señaló a Clark con el dedo—. ¿Me oyes? Él será el primero; tú, el segundo.
Se introdujo en el coche y metió la marcha atrás: después dio inedia vuelta y desapareció colina abajo. Por extraña coincidencia, el viento pareció irse con él, bajando de nuevo a Palomo Grove.
—¡Qué extraño! —murmuró el que había estado mirando al cielo, cuando el último árbol cesó de moverse.
—Sube a la casa —dijo el primer vigilante—, y mira a ver si todo sigue bien allí…
—¿Y por qué no va a seguir?
—¡Joder, obedece y calla, haz el favor! —replicó el otro, que seguía mirando hacia donde el chico había desaparecido, seguido por el viento.
—No te pongas nervioso, hombre —dijo Clark, mientras se alejaba para hacer lo que le decía.
Ya sin viento, los dos vigilantes que quedaron allí cayeron en la cuenta del silencio repentino reinante. No se oía ruido en la ciudad que se extendía a sus pies, ni en la casa, sobre ellos. Y la avenida de árboles que tenían delante también permanecía en silencio.
—¿Has estado en la guerra, Rab? —preguntó el que había mirado al cielo.
—Nope. ¿Y tú?
—Yo, sí —fue la respuesta. Escupió polvo en el pañuelo que Marci, su mujer, le había planchado para el bolsillo del pecho del esmoquin.
Y luego, husmeando, escrutó el cielo.
—Entre ataques… —dijo.
—¿Qué?
—Es justo como esto de ahora.
«Tommy-Ray», pensó el Jaff, distrayéndose por un momento de lo que hacía y asomándose a la ventana. Ese trabajo lo había mantenido muy atento, y no se apercibió de la proximidad de su hijo hasta que éste bajaba con el coche por la colina. Trató de enviarle un aviso, pero no lo recibió. Los pensamientos que el Jaff siempre había encontrado fácil dominar hasta entonces ya no eran tan dóciles. Algo había cambiado; algo muy importante que el Jaff no conseguía explicarse. La mente del muchacho no era ya un libro abierto para él. Las señales que recibía de su hijo eran confusas. En aquel chico había un miedo que nunca hasta entonces había detectado en él; y un frío, un profundo frío.
De nada le valía tratar de entender el significado de esas señales; sobre todo con tantos otros asuntos que requerían su atención. El chico volvería. Y, por cierto, ése era el único mensaje que recibía con claridad; la intención de Tommy-Ray de volver.
Entretanto tenía cosas más urgentes en que pasar el tiempo. La tarde había sido provechosa. En cosa de dos horas, la ambición del Jaff de explotar aquella reunión se había realizado, consiguiendo aliados dotados de una pureza que era totalmente inútil buscar en los terata de los habitantes de Grove. Al principio, los ego que habían producido eso se resistieron a sus persecuciones, pero eso era de esperar. Varios de ellos, pensando que estaban a punto de ser asesinados, sacaron la cartera y trataron de sobornarle con dinero para que les dejara salir de aquella habitación. Dos de las mujeres desnudaron sus pechos de silicona, ofreciéndole sus cuerpos a cambio de su vida; y hasta uno de los hombres intentó el mismo recurso. Pero el narcisismo que les poseía a todos acabó por derrumbarse como un castillo de arena, y sus amenazas, negociaciones, ruegos y teatralidades callaron en cuanto empezaron a exudar sus temores, y el Jaff los fue mandando de vuelta a la reunión, exprimidos y pasivos.
La asamblea que ahora estaba alineada contra la pared era más pura por sus reclutas más recientes, un mensaje de entropía pasaba de un terata a otro, y su multiplicidad se transformaba en las sombras en algo más antiguo; más oscuro, más sencillo. Todos ellos habían perdido sus características personales. El Jaff no podía asignarles ya los nombres de sus creadores Gunther Rothbery, Christine Shepard, Laurie Doyle, Martine Nesbitt: ¿Dónde estaban ahora? Reducidos a barro, a barro basto y común.
El Jaff había conseguido una legión tan nutrida como su autoridad requería. Si su ejército aumentase quizá se volviera díscolo. Aunque era posible que ya empezara a serlo. A pesar de todo, el Jaff siguió aplazando el momento de permitirles que hicieran con sus manos lo que él quería, y para lo que les había creado, o, mejor dicho, recreado: utilizar el Arte. Habían transcurrido veinte años, desde aquel día estremecedor en que encontró el símbolo del Enjambre, perdido en tránsito en los desiertos de Nebraska. Y nunca había vuelto. Ni siquiera su guerra con Fletcher, la pista de la batalla le había conducido hasta Omaha. Y dudaba mucho que hubiera algún conocido suyo allí. La enfermedad y la desesperación habrían acabado con la mitad de ellos, y los años, con la otra mitad. Él, por supuesto, se había mantenido indemne a todas esas fuerzas. El paso del tiempo no tenía autoridad sobre él. Sólo el Nuncio, y no había forma de salir de este cambio. Lo único que le quedaba por hacer era continuar, siempre adelante, hasta ver hecha realidad la ambición que lo animaba desde aquel día, y que siguió animándole durante todos los días que siguieron. Se había elevado de la banalidad de su vida para penetrar en extraños territorios, y en muy raras ocasiones había vuelto la vista atrás. Pero hoy, al aparecer aquel desfile de rostros famosos ante él en el cuarto alto de la casa, entre llanto y estremecimientos y desnudándose los senos, y luego las almas, para que sus ojos se saciasen de tal espectáculo, el Jaff no pudo menos que recordar lo que había sido en otros tiempos, cuando no hubiera podido siquiera soñar con hallarse entre esa clase de gente. Y ahora que estaba allí, notaba algo en su interior que, a lo largo de aquellos años, había sabido esconder hábilmente, y que era lo mismo que sus víctimas sentían al máximo: miedo.
Aunque había sufrido un cambio tal que ya no era reconocible, una pequeña parte de su ser seguía siendo, y lo sería siempre, igual: Randolph Jaffe, y esa parte, le murmuraba al oído: Esto es peligroso. No te das cuenta de lo que estás emprendiendo. Esto podría matarte.
Al cabo de tantos años, fue para él un verdadero shock oír en el interior de su cabeza aquella vieja voz; aunque al mismo tiempo le resultaba, también extrañamente tranquilizadora. Y no sería prudente que hiciese caso omiso de ella, porque la advertencia que le brindaba era cierta: él no sabía lo que acechaba allende el uso del Arte. Nadie lo sabía, en realidad. Él había oído todas las historias; y estudiado todas las metáforas. Pero sólo eran historias, sólo metáforas. La Quiditud no era un mar; ni Efemérides una isla. Se trataba, simplemente, de la descripción materialista de un estado de ánimo. Tal vez fuera el Estado de Ánimo. Y ahora se encontraba a unos minutos solamente de abrir la puerta que conducía a esa condición; pero ignorante, casi por completo, de su verdadera naturaleza.
Quién sabía si conduciría a la locura, al infierno o a la muerte, con tanta probabilidad como al cielo y a la vida eterna. No había manera de saberlo por anticipado; la única forma era lanzarse, usar el Arte.
¿Pero por qué usarlo? —le murmuró al oído el hombre que había sido hacía treinta años—. ¿Por qué no gozar del poder que ya tienes? Es mucho más de lo que nunca has soñado, ¿verdad? Las mujeres te ofrecen sus cuerpos; los hombres se ponen de rodillas ante ti, babean y se les cae la moquita pidiéndote clemencia. ¿Qué más quieres? ¿Qué más podría querer nadie?
La respuesta era: razones. Algún significado detrás de las tetas y de las lágrimas; algún sentido, un atisbo del panorama.
Tienes todo lo que hay, le dijo la vieja voz. No hay nada mejor. No hay nada más.
Se oyó un golpecito en la puerta: era la clave de Lamar.
—Espera —murmuró el Jaff, que intentó no interrumpir la discusión que tenía lugar en su mente.
Al otro lado de la puerta, Eve dio un golpecito a Lamar en el hombro.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
El comediante esbozó una ligera sonrisa.
—Una persona a la que debes conocer —dijo.
—¿Un amigo de Buddy? —preguntó ella.
—Sí, gran amigo suyo.
—¿De quién se trata?
—No lo conoces.
—Pues entonces, ¿a qué verle? —preguntó Grillo.
Asió a Eve del brazo. Su recelo se había convertido en certidumbre. Algo raro estaba ocurriendo arriba, y se oían roces de más de una persona al otro lado de la puerta.
Llegó la invitación de pasar. Lamar empuñó el picaporte y abrió la puerta.
—Vamos, Eve, entra —dijo.
Ella se desasió de Grillo y penetró en la estancia en compañía de Lamar.
—Está oscuro —la oyó decir Grillo.
—Eve —dijo, echando a un lado a Lamar y alargando la mano, puerta adentro, para agarrarla.
Desde luego, la estancia estaba oscura. La noche habla caído sobre la colina, y la poca luz que entraba por la ventana del otro extremo de cuarto apenas permitía ver la forma del interior. Pero la figura de Eve se delineaba con claridad delante de él. Una vez más, la cogió del brazo.
—Ya es bastante —dijo, y se volvió para salir de nuevo al vestíbulo.
Pero en aquel mismo momento el puño de Lamar le alcanzó en el centro del rostro, y el golpe fue tan fuerte, e inesperado que Grillo soltó el brazo de Eve, cayó de rodillas, notándose sangre en la nariz. A sus espaldas, el comediante cerró la puerta de golpe.
—¿Qué pasa aquí? —oyó decir a Eve—. ¡Lamar!, ¿que ocurre aquí?
—Nada de preocuparse —murmuró Lamar.
Grillo levantó la cabeza, y el movimiento le hizo sangrar abundantemente por la nariz. Se llevó la mano al rostro para defender la hemorragia y miró a su alrededor. Cuando, antes del golpe, había dado una breve ojeada al interior, éste le pareció lleno de muebles, pero se había equivocado, estaba lleno de cosas vivas.
—Lamar… —repitió Eve, ya sin fuerza o jactancia alguna en la voz—. Lamar…, ¿quién está aquí?
—Jaffe… —respondió una voz sofocada—, Randolph Jaffe.
—¿Enciendo la luz? —preguntó Lamar.
—No —fue la respuesta desde las sombras—. No enciendas. Aún no.
A pesar del zumbido que tenía en la cabeza, Grillo reconoció la voz y el nombre. Randolph Jaffe: el Jaff. Y ese dato le dio la identidad de las formas que acechaban en las esquinas más oscuras de la inmensa habitación. Estaba llena de bestias hechas por la mente del Jaff.
También Eve las había visto.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurre aquí?
—Amigos de amigos —repuso Lamar.
—No le hagas daño —exigió Grillo.
—No soy un asesino —dijo la voz de Randolph Jaffe—. Todos los que entraron aquí han salido con vida. Lo único que necesito es una pequeña parte de vosotros… —La voz del Jaff no tenía el mismo tono de aplomo que cuando Grillo le oyó en la Alameda. Grillo había pasado buena parte de su vida profesional oyendo hablar a la gente, buscando signos de la vida que acechaba, bajo la existencia. ¿Cómo lo había expresado Tesla? Algo así como que Grillo tenía vista para captar el programa oculto. Y, desde luego, en la voz del Jaff había ahora un subtexto, una ambigüedad que antes no tenía. ¿Le ofrecía eso alguna esperanza de fuga, por lo menos, de demora en la ejecución?
—Te recuerdo —dijo Grillo. Tenía que provocar al Jaff, conseguir que el subtexto se volviera texto—. Vi cómo te incendiabas.
—No… —dijo la voz en la oscuridad—, ése no era yo…
—Entonces me he equivocado. ¿Quién…, si se me permite preguntar…?
—No se te permite —le interrumpió Lamar, detrás de él. Después se dirigió al Jaff—: ¿Con cuál de los dos quieres hablar primero?
El Jaff hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Que quién soy? —prosiguió su diálogo con Grillo—. Resulta curioso que preguntes eso. —Su tono era casi soñador.
—Por favor —murmuró Eve—. No puedo respirar aquí.
—Silencio —ordenó Lamar, que se había acercado a ella, para sujetarla.
En las sombras, el Jaff se removió en su asiento, como una persona que no acaba de encontrar la postura más cómoda.
—Nadie sabe… —comenzó—, lo terrible que es.
—¿Qué? —preguntó Grillo.
—Tengo el Arte —replicó el Jaff—. Tengo el Arte. De modo que no me queda más remedio que usarlo. Si no, supondría un desperdicio, después de toda esta espera, después de todo este cambio.
«Se está cagando de miedo —pensó Grillo—. Se encuentra al borde del abismo, y siente terror de precipitarse en él.» ¿Dónde? Grillo lo ignoraba. «Aunque —se dijo— es indudable que la situación en que el Jaff se encuentra es explotable.» Decidió seguir de rodillas, porque así no suponía una amenaza física para nadie.
—¿Qué es eso del Arte? —preguntó en voz baja.
Si la respuesta del Jaff tenía por objeto aclarar esa duda, sus palabras no lo hicieron:
—Todos están perdidos. Y yo hago uso de ello. Aprovecho el miedo que late en su interior.
—¿Y tú no? —preguntó Grillo.
—¿No, qué?
—Perdido.
—Yo solía pensar que había encontrado el Arte…, pero quizás el Arte me encontrara a mí
—Eso está bien.
—¿Sí? —dijo el Jaff—, no sé qué tiene previsto hacer…
«Así que se trata de eso», pensó Grillo: tiene su premio, y ahora le da miedo desempaquetarlo.
—Podría destruirnos a todos nosotros.
—No es eso lo que nos dijiste —murmuró Lamar—. Aquello de que tendríamos sueños. Todos los sueños que Estados Unidos jamás soñó; todos los sueños que el Mundo jamás soñó.
—Es posible —dijo el Jaff.
Lamar soltó a Eve y dio un paso hacia su amo.
—Pero lo que nos dices ahora es que todos podríamos morir. No quiero morir. Quiero a Rochelle. Quiero esta casa. Tengo un futuro. Y no pienso renunciar a él.
—No trates de soltarte —dijo el Jaff.
Por primera vez desde que habían empezado a hablar de esta forma, Grillo oía un eco del hombre al que había visto en la Alameda. La resistencia de Lamar comenzaba a devolverle sus viejos arrestos. Grillo maldijo a Lamar por rebelarse de aquella forma, aunque, por lo menos, tenía la ventaja de que permitía a Eve ir de espaldas hacia la puerta. Grillo continuó sin moverse. Cualquier intento por su parte de unirse a ella serviría sólo para llamar la atención de Lamar y del Jaff y frustrar la fuga de los dos. Si Eve conseguía escapar, podría dar la voz de alarma.
Las quejas de Lamar, entretanto, se multiplicaban.
—¿Por qué me mentiste? —decía—. Debí de haberme dado cuenta desde el principio de que no me ibas a servir de nada. Bueno, ¿sabes lo que te digo?, pues que te vayas a tomar por el culo…
En silencio, Grillo lo incitaba. La oscuridad, cada vez más densa, seguía oponiéndose a que sus ojos la penetraran, de modo que sólo veía de su captor lo mismo que cuando había penetrado en aquella habitación, pero distinguió el movimiento que hizo al levantarse. Esa acción causó consternación entre las sombras, pues las bestias que se escondían en ellas reaccionaron a la confusión de su creador.
—¿Cómo te atreves? —dijo el Jaff.
—Me aseguraste que no corríamos peligro —replicó Lamar.
Grillo oyó el ruido de la puerta al cerrarse a su espalda. Resistió la inmensa tentación que sintió de volverse.
—¡A salvo, eso fue lo que me dijiste!
—¡No es tan sencillo! —contestó el Jaff.
—¡Yo me largo de aquí! —gritó Lamar, mientras se volvía hacia la puerta.
La oscuridad era demasiado densa para que Grillo pudiese ver la expresión de su rostro, pero un resto de luz tras él, y el ruido de los pasos de Eve al escapar de la habitación, le bastaron a Grillo para levantarse, maldiciendo, en el momento en que Lamar cruzaba la habitación. Aún se sentía confuso por el golpe, y vacilaba al andar; pero, aun así, consiguió llegar a la puerta antes que Lamar. Chocaron allí; el peso de ambos cayó al mismo tiempo contra la puerta y volviéndola a cerrar de golpe. Hubo un momento de confusión, que casi fue cómico, cuando ambos forcejearon por asir el picaporte. Entonces, algo que se cernió amenazador sobre el comediante intervino en la pelea. En la oscuridad, aquella forma parecía pálida: como gris sobre negro. Cogió a Lamar por detrás, que hizo un leve ruido gutural y alargó las manos buscando asidero en Grillo, el cual se escabulló de entre sus dedos, para volver al centro de la estancia. Grillo era incapaz de imaginar cómo estaría atacando el terata a Lamar, y se alegró de ello. Los miembros de Lamar, que se agitaban en vano, y sus sonidos guturales bastaron para indicar a Grillo lo que estaba ocurriendo. Vio el cuerpo del comediante caído contra la puerta; luego vio cómo se deslizaba hasta el suelo, cubierto completamente por el terata. Hasta que ambos quedaron inmóviles.
—¿Muerto? —jadeó Grillo.
—Sí —dijo el Jaff—. Me había llamado embustero.
—Me acordaré de esto.
—Una buena idea.
El Jaff hizo un movimiento en la oscuridad que Grillo no tuvo tiempo de captar. Pero ese movimiento tuvo consecuencias que explicaron muchas cosas. De los dedos del Jaff salieron cuentas de luz que iluminaron su rostro, ahora consumido; su cuerpo, vestido como en la Alameda, pero que parecía derramar oscuridad; y la habitación misma, llena de terata, que no eran ya las complejas bestias de antes, sino sombras hirsutas alineadas a lo largo de las cuatro paredes.
—Bien, Grillo… —dijo el Jaff—, parece que tengo que hacerlo.