V
Randolph había visto el humo que se alzaba de las hogueras en el exterior de la Misión al dar la primera vuelta en la larga y empinada colina. Al verlo, la sospecha que llevaba varios días royéndole se había confirmado: su genio alquilado se le estaba rebelando. Aceleró el motor de su jeep, al tiempo que maldecía aquella porquería que saltaba de detrás de las ruedas en forma de nubes de polvo y hacía su ascenso lento y trabajoso. Hasta entonces, tanto a Fletcher como a él les había convenido que la Gran Obra se realizara muy lejos de la civilización, aunque necesitó una buena dosis de persuasión para equipar un laboratorio de la complejidad exigida por Fletcher en un lugar tan remoto. Pero la persuasión era algo que ahora se le daba bien a Jaffe. El viaje a la Curva temporal había alimentado el fuego de sus ojos. Lo que la mujer de Illinois, cuyo nombre nunca había llegado a saber, le dijo: Tú tienes algo extraordinario, ¿verdad?, se había vuelto ahora más verdad que nunca. Jaffe había vislumbrado un lugar situado fuera del tiempo, y a sí mismo en él, llevado más allá de la cordura por su hambre del Arte. La gente se daba cuenta de todo eso, por más que no supieran expresarlo con palabras. Lo veían en su mirada, y, ya fuese por temor o por miedo lo cierto era que hacía lo que él quería.
Pero Fletcher, desde el principio, fue la excepción a esa regla. Sus faltas y su desesperación lo hicieron una persona dócil, pero sin perder nunca su voluntad. Cuatro veces había rechazado la proposición de Jaffe para que saliera de su escondrijo y reanudara los experimentos, a pesar de que Jaffe le recordó en todas esas ocasiones lo difícil que le había resultado dar con su paradero, y lo mucho que deseaba que ambos trabajasen juntos. Jaffe tuvo la prevención de suavizar sus cuatro proposiciones ofreciéndole pequeñas cantidades de mezcalina y prometiéndole siempre más; también le dijo que le daría cuantas facilidades quisiese para volver a sus estudios. Jaffe sabía, desde su primera lectura de las teorías radicales de Fletcher, que éste era el verdadero camino para engañar al sistema que se interponía entre él y el Arte. No dudaba de que el camino que conducía a la Esencia estaba jalonado de pruebas y esfuerzos, ideados por gurús de gran inteligencia, o por lunáticos como Kissoon, para impedir que llamados por ellos mentes plebeyas se aproximasen al sancta sanctorum. No había nada nuevo en eso. Pero él, con ayuda de Fletcher, podría poner la zancadilla a los gurús y llegar al poder por encima de ellos. La Gran Obra iría más allá de la condición de cualquiera de los que se habían nombrado a sí mismo hombres sabios, y el Arte cantaría entre sus dedos.
Al principio, una vez organizado el laboratorio según las instrucciones de Fletcher, y de brindarle algunas ideas sobre el problema, tomadas de las Cartas Perdidas, Jaffe dejó solo al maestro, enviándole todo lo que necesitaba en cuanto se lo pedía (estrellas de mar; erizos de mar; mezcalina; un mono), y visitándole sólo una vez al mes. En todas esas ocasiones, Jaffe se limitaba a pasar veinticuatro horas con Fletcher, bebiendo y cotilleando sobre asuntos de los que Jaffe se enteraba en el círculo académico para alimentar la curiosidad de Fletcher. Después de once visitas de ese tipo, intuyendo que las investigaciones de la Misión empezaban a dar alguna especie de resultado, comenzó a visitarle con más regularidad, y cada vez era peor recibido. En una ocasión incluso, Fletcher llegó a pretender que Jaffe no entrase en la Misión, y tuvo lugar una pequeña y desigual lucha. Pero Fletcher no era luchador. Su cuerpo, curvado y desnutrido, era el de un hombre dedicado a sus estudios desde la adolescencia. Apaleado por Jaffe, se vio obligado a dejarle entrar. En el interior, Jaffe encontró al mono, transformado por la destilación de Fletcher, el Nuncio, en un niño horrible, pero indiscutiblemente humano. Incluso allí, en medio de su triunfo, había indicios ya de un derrumbamiento al que Jaffe no tenía ninguna duda de que Fletcher acabaría por sucumbir, pues se mostraba inquieto ante la magnitud de su logro. Pero Jaffe se sentía demasiado complacido para tomar esos signos de aviso en serio. Hasta llegó a comentar que tenía intención de probar al Nuncio allí mismo. Fletcher le aconsejó que no lo hiciera, propuso seguir estudiando unos meses más antes de que Jaffe se arriesgase a dar semejante paso. El Nuncio era demasiado volátil todavía, argumentó. Quería examinar su reacción en el sistema del muchacho antes de hacer más pruebas. «Imagínate por ejemplo, que matara al muchacho en una semana, o en un día». Ese argumento bastó para enfriar el entusiasmo de Jaffe durante algún tiempo. Dejó que Fletcher empezara a hacer las pruebas y los experimentos que le proponía. Lo visitaba todas las semanas, y así, con cada visita, se dio cuenta del desmoronamiento de Fletcher, pero supuso que el orgullo del hombre ante su propia obra maestra le impediría deshacerse de ella.
Pero en ese momento, cuando vio remolinos de apuntes chamuscados que volaban hacia él, Jaffe maldijo su confianza. Se bajó del jeep y anduvo hacia la Misión por entre las desparramadas hogueras. Ese lugar había tenido siempre un aire apocalíptico. La tierra, tan seca y arenosa, apenas podía alimentar más de unas pocas yucas achaparradas; y la Misión se hallaba, encaramada tan al borde mismo de la roca que, algún invierno, el Pacífico acabaría llevándosela por delante. En tanto, los pájaros bobos y otras aves tropicales volaban ruidosamente por encima de ella.
Pero, en ese momento, lo único que volaban allí eran palabras. Las paredes de la Misión estaban ahumadas por las hogueras encendidas cerca de ellas. La tierra aparecía cubierta de ceniza, aún más estéril que la arena.
Nada era como antes.
Jaffe llamó a Fletcher mientras entraba por la puerta abierta, la ansiedad que había sentido cuando subía la colina se había convertido casi en miedo, no por él, sino por la Gran Obra. Se alegró de ir armado. Si Fletcher hubiera perdido la cordura quizá se viese obligado a obtener de él la fórmula del Nuncio. No era la primera vez que iba en busca de un conocimiento con un arma en el bolsillo. En ocasiones era necesario.
El interior era una pura ruina. Varios cientos de miles de dólares gastados en instrumentos —conseguidos a base de engatusar, intimidar o persuadir a los eruditos, que le dieron cuanto les pidió para que Jaffe dejase de mirarles a los ojos— estaban completamente perdidos. Las mesas, despejadas de un solo manotazo. Todas las ventanas abiertas, y el viento del Pacífico, caliente y soleado, campando a sus anchas por aquellas estancias. Jaffe anduvo por entre los restos del naufragio, y se encaminó a la habitación preferida de Fletcher, la celda que éste había llamado en una ocasión (bajo los efectos de la mezcalina) el «tapón» que cerraba el agujero de su corazón.
Y en ella se encontraba Fletcher, vivo, sentado en su silla, frente a la ventana abierta de par en par, mirando fijamente al sol, costumbre que le había dejado ciego del ojo derecho. Llevaba la misma camisa raída y los pantalones demasiado largos de siempre; su rostro mostraba el mismo perfil contraído y sin afeitar; la cola de caballo de cabello gris (su única concesión a la vanidad) estaba en su sitio. Hasta su postura —las manos sobre el regazo, el cuerpo encorvado— era la misma que Jaffe le había visto innumerables veces. Y, sin embargo, había algo que no encajaba en aquella escena, algo muy sutil pero lo bastante detonante como para que Jaffe se detuviera en la puerta y renunciase a entrar en la habitación. Era como si Fletcher fuese demasiado Fletcher, una imagen excesivamente perfecta de sí mismo; la imagen contemplativa, mirando al sol; hasta los poros de su piel y sus arrugas llamaban la atención de la retina doliente de Jaffe, como si contempera un retrato pintado por miles de miniaturistas, a cada uno de los cuales le hubiesen sido asignados un par de centímetros del modelo para ejecutarlos con brochas de un solo pelo, lo que confería un detallismo repulsivo al retrato. El resto de la habitación: las paredes, la ventana, incluso la silla en que Fletcher se sentaba, estaba desenfocado, no podía competir con la realidad, excesivamente minuciosa, de aquel hombre.
Jaffe cerró los ojos ante ese retrato. Sobrecargaba sus sentidos. Lo hacía repugnante. En la oscuridad oyó la voz de Fletcher, tan poco musical como siempre.
—Malas noticias —dijo, muy sereno.
—¿Por qué? —preguntó Jaffe, sin abrir los ojos.
Incluso en la oscuridad de sus párpados cerrados sabía perfectamente que el prodigio le hablaba sin servirse de la lengua y los labios.
—Vete —dijo Fletcher—. Y, sí.
—¿Sí, qué?
—Tienes razón. Ya no necesito la garganta ni la lengua.
—Yo no he dicho…
—No necesitas decirlo, Jaffe. Estoy en tu mente. Ahí dentro, Jaffe. Y es peor de lo que yo había pensado. Debes irte…
El volumen de su voz se extinguía, aunque todavía se oían sus palabras. Jaffe trató de cazarlas, pero la mayor parte se le escaparon. Algo así como: ¿Nos convertimos en cielo? ¿Oía eso? Sí, eso era lo que Fletcher decía:
—¿… nos convertimos en cielo?
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jaffe.
—Abre los ojos —repuso Fletcher.
—Me pone enfermo mirarte.
—El sentimiento es mutuo. Pero…, a pesar de todo…, debes abrirlos. Para que veas cómo se realiza el milagro.
—¿Qué milagro?
—Tú observa.
Jaffe obedeció ante la insistencia de Fletcher. La escena no había cambiado desde que cerró los ojos. La amplia ventana; el hombre sentado ante ella. Todo igual.
—El Nuncio está en mí —anunció Fletcher en la cabeza de Jaffe.
Su rostro no se alteró en absoluto. Ni siquiera un movimiento de labios. Ni un aleteo de pestañas. Justo la misma terrible consumación.
—¿Quieres decir que has hecho el experimento contigo mismo? —preguntó Jaffe—, ¿después de todo lo que me contaste?
—Lo cambia todo, Jaffe. Es como un latigazo en la espalda del Mundo.
—¡Lo has tomado! ¡Y habíamos quedado en que sería yo!
—No, te equivocas. Él me ha tomado a mí. Tiene vida propia, Jaffe. He intentado destruirlo, pero él no me ha dejado.
—Para empezar, ¿por qué destruirlo? Es la Gran Obra.
—Porque no actuaba de la forma que yo había pensado. No está interesado en la carne, Jaffe, sino de manera secundaria. Es en el espíritu donde actúa. Se adueña del pensamiento para su propia inspiración, trabaja con él. Hace de nosotros lo que esperábamos ser, o lo que tememos ser. O ambas cosas. Quizás ambas cosas.
—No has cambiado —observó Jaffe—. Tu voz es la misma.
—Pero estoy dentro de tu mente —le recordó Fletcher—. ¿Acaso había hecho esto antes?
—Bueno, la telepatía es el futuro de la especie humana —dijo Jaffe—, no tiene nada de sorprendente. Lo que ocurre es que has acelerado el proceso, y dado un salto de unos cuantos miles de años.
—¿Seré cielo? —volvió a preguntar Fletcher—, porque eso es lo que quiero ser.
—Pues selo —dijo Jaffer—; yo tengo ambiciones más altas.
—Sí, sí, ya sé que las tienes, ésa es la pena, y la razón de que yo intentara quitártelo de las manos, impedirte que lo usaras. Pero él mismo me ha distraído. He visto la ventana abierta y no he podido apartarme de ella. El Nuncio me ha vuelto muy soñador. Ha hecho que me sentara y me preguntase: «¿Me convertiré en… en cielo?».
—No. Te ha impedido que siguieses engañándome —dijo Jaffe—. Lo que él desea es que lo utilicen, eso es todo.
—Hummm.
—Bueno, vamos a ver, ¿dónde está el resto? Tú no lo has tomado todo.
—No —dijo Fletcher; la capacidad de engañar se le había agotado—. Pero, por favor, no…
—¿Dónde? —insistió Jaffe, penetrando en el cuarto—. ¿Lo llevas encima?
Notó miles de roces diminutos contra su piel al adentrarse en la habitación, como si anduviese a través de una invisible y densa nube de mosquitos. Esa sensación debió de haberla advertido que no tocara a Fletcher, pero estaba demasiado impaciente por tener el Nuncio en su poder para darse cuenta de algo así. Puso los dedos sobre la espalda de Fletcher. A ese contacto, la figura del otro pareció volar, apartándose de él, mientras que una nube de puntos —grises, blancos, rojos— envolvía a Jaffe como una tormenta de polen.
En ese momento oyó al genio reír en su mente, aunque no se reía de él, sino por el alivio que le suponía liberarse de aquella piel de polvo entontecedor que había empezado a acumularse sobre su cuerpo desde su nacimiento, aumentando continuamente, hasta que todos sus atisbos, excepto los más brillantes, cesaron de relucir. Y ahora, liberado del polvo, Fletcher seguía sentado en la silla, como antes, pero se había vuelto incandescente.
—¿Soy demasiado luminoso? —preguntó—. Lo siento. —Diciendo esto, redujo su incandescencia.
—¡También yo quiero ser así! —exclamó Jaffe—. ¡Y lo quiero ahora mismo!
—Lo sé —contestó Fletcher—. Paladeo tu necesidad. Pero es imposible, Jaffe, de todo punto imposible. Eres demasiado peligroso. Pienso que, hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo peligroso que eres. Te veo por dentro. Leo tu pasado. —Se detuvo un instante, después profirió un largo y dolido lamento—: Mataste a un hombre —añadió.
—Se lo merecía.
—Se interpuso en tu camino. Y este otro que veo ahora… Kissoon, ¿no?, ¿también murió?
—No.
—¿Pero te hubiera gustado matarle? Veo tu odio.
—Sí, si hubiera podido lo hubiese matado. —Jaffe sonrió
—Y a mí también, me figuro —dijo Fletcher—. ¿Es un cuchillo eso que llevas en el bolsillo? —preguntó—; ¿o, simplemente, te alegras de verme?
—Quiero el Nuncio —repuso—. Lo quiero. Y él me quiere a mí…
Se volvió para salir, pero Fletcher lo llamó.
—El Nuncio actúa en la mente, Jaffe. Quizás en el alma. ¿No lo entiendes? No hay nada de fuera que no empiece dentro. Nada real que no haya sido soñado antes. ¿Yo? Nunca amé mi cuerpo, sino como un medio. Jamás he querido nada en realidad, excepto ser cielo. Pero tú, Jaffe, ¡tú! Tu mente está colmada de mierda. Piensa en esto. Piensa en lo que el Nuncio va a aumentar en ti. ¡Te lo suplico!
Esa súplica, sentida en su cráneo, hizo que Jaffe se detuviera un momento y escrutase el retrato de nuevo. Se había levantado de la silla, aunque, a juzgar por la expresión de su rostro, le resultaba un tormento alejarse de la ventana.
—Te lo suplico —repitió Fletcher—. No te dejes utilizar por él.
Extendió un brazo sobre los hombros de Jaffe, pero éste se apartó de su contacto y entró en el laboratorio. Sus ojos se dirigieron casi al instante al anaquel y a los dos frasquitos que quedaban, cuyo contenido hervía contra el cristal.
—¡Precioso! —exclamó Jaffe, yendo hacia ellos.
Entretanto, el Nuncio se agitaba ante su cercanía, como un perro que espera lamer el rostro de su amo. Ese halago hacía que los miedos de Fletcher pareciesen carecer de base. El, Randolph Jaffe, se servía de ese intercambio, y el Nuncio era el utilizado.
Fletcher seguía advirtiéndole dentro de su cerebro:
—Tu crueldad, tu miedo, tu estupidez, todo ello dominándote, rehaciéndote. ¿Estás preparado para algo así? No lo creo, te haría ver demasiadas cosas.
—No, no tanto como demasiadas —dijo Jaffe, desoyendo los consejos de Fletcher.
Alargó la mano hacía el más próximo de los frasquitos. El Nuncio no podía esperar. Rompió el cristal, su contenido saltó y se le introdujo en la piel. Su conocimiento (y su terror) fueron instantáneos; el Nuncio le comunicó su mensaje al primer contacto. Y el instante en que Jaffe se dio cuenta de que Fletcher, después de todo, tenía razón, fue el mismo en que se sintió impotente para corregir su error.
El Nuncio tenía poco interés, o casi ninguno por cambiar el orden de sus células. Si eso ocurría, sería sólo como consecuencia de una alteración más profunda. Para él, su anatomía era un callejón sin salida. Cualquier mejora en tono menor que introdujera en el sistema de Jaffe le pasaría inadvertida a éste. No perdería el tiempo perfeccionándole las junturas de los dedos o suavizándole el paso de los intestinos. El Nuncio no era un evangelizador ni un especialista en belleza. Su blanco era la mente. La mente, que utilizaba el cuerpo como vehículo para sus intereses, incluso cuando estos intereses perjudicaban el cuerpo. La mente, que era la fuente del ansia de transformación y su agente más entusiasta y creativo.
Jaffe quiso pedir auxilio, pero el Nuncio ya se había hecho con el control de su corteza cerebral, y no le dejaba pronunciar una sola palabra. Rezar no era plausible. Después de todo, el Nuncio era Dios. Antes, en una botella; ahora, en su cuerpo. No, ni siquiera podía morir, aunque su sistema sufrió un shock tan violento que pareció estar a punto de desintegrarse. El Nuncio impedía todo lo que no fuese su propia actuación. Su terrible trabajo de perfeccionamiento.
Lo primero que hizo fue rebuscar en la memoria de Jaffe, haciendo que retrocediera en su vida hasta el momento de su principio y comenzó a escrutar cada uno de los incidentes hasta el instante en que se vio nadando en el agua del vientre de su madre. Le fue otorgado un momento de angustiosa nostalgia por aquel lugar —su sosiego, su seguridad—, antes de que la vida le sacase de un tirón de él, otra vez fuera, y empezase el viaje de regreso, reviviendo su limitada y pobre vida en Omaha. Desde el principio de su vida consciente, Jaffe había sentido mucho odio contra los ruines y los políticos, contra los triunfadores y los seductores, contra los que conseguían a las chicas y los honores. Y en ese momento volvió a sentirlo, aunque intensificado. Igual que una célula cancerosa, creciendo en un abrir y cerrar de ojos, perturbándole. Jaffe presenció la desaparición de sus padres, y se vio a sí mismo incapaz de retenerlos o cuando se hubieron ido— de llorarlos; pero, a pesar de todo, sintió odio; no se explicaba para qué habían vivido, o por qué se habían molestado en traerle al mundo. Se enamoró dos veces, y en ambas se vio rechazado. Saboreó su dolor, regodeándose en sus cicatrices, dejando que el odio creciera más y más. Y, entre esos bajos estados de ánimo, aparecía el continuo agobio de los empleos en los que no conseguía durar, y de la gente que se olvidaba de su nombre día tras día. Unas Navidades llegaban detrás de otras, sin añadir otra cosa que un año a su edad. Y él seguía sin saber para qué había nacido. Para qué había nacido cualquier persona, no sólo él, si las cosas no eran, después de todo, más que engaños y falsedades, y acababan no siendo nada, sin que importara lo que se hiciera al respecto.
Y luego, en la habitación de la encrucijada, llena de Cartas Perdidas, donde su rabia tuvo repentinos ecos de costa a costa, mientras gente salvaje, desconcertada y abrumada como él, herían su propia confusión con la esperanza de encontrar algún sentido en el momento en que ésta sangrase. Algunos lo habían conseguido, y dado la vuelta a misterios, aunque fuese por poco tiempo. Y él tenia las pruebas. Los signos y las claves. El medallón del Enjambre, que había caído en sus manos. Un momento más tarde vio el cuchillo hincarse en el ojo de Homer, y luego se fue de allí, sin otro botín que un paquete de pistas, a emprender un viaje que a cada paso que daba le hacía más poderoso, hasta llegar a Los Álamos, a la Curva temporal, y, por último, a la Misión de Santa Catrina.
Y seguía sin saber para qué había nacido, pero en esas cuatro décadas se había superado lo bastante para que el Nuncio le diese una contestación provisional: por puro odio, aunque sólo fuese; por pura venganza; para conseguir el poder, para hacer uso del poder.
Permaneció un momento en suspenso, observando la escena desde arriba, y se vio abajo, en el suelo, acurrucado entre un montón de pedazos de cristal que se asían a su cráneo como para impedir que se rompiese. Fletcher se unió a la escena. Parecía como si estuviese arengando a su cuerpo, pero Jaffe no oía sus palabras. Algún discurso Heno de lugares comunes sobre la rectitud o sobre la flaqueza de la conducta humana, sin duda. De repente, Fletcher se lanzó sobre su cuerpo con los brazos alzados, bajó entonces los puños y lo golpeó. El cuerpo se desintegró, como el retrato en la ventana. Jaffe aulló mientras su descoyuntado espíritu se confundía con el líquido que había por el suelo, y el líquido desaparecía en su anatomía nunciesca.
Abrió los ojos, miró al hombre que había arrancado su corteza a golpes, y, en ese momento, vio a Fletcher con una nueva comprensión.
Desde el comienzo de todo aquello, los dos habían formado una difícil asociación, cuyos principios fundamentales eran muy incómodos para ambos. Pero ahora Jaffe veía el mecanismo con mucha claridad. Cada uno de ellos dos era la némesis del otro. No había dos entidades tan completamente opuestas en la Tierra. Fletcher amaba la luz como sólo un hombre lleno de terror a la ignorancia podía amarla. Hasta había perdido un ojo por mirar a la superficie solar. Y él no era ya Randolph Jaffe, sino el Jaff, uno y único, enamorado de la oscuridad, donde su odio había encontrado sustento y expresión. La oscuridad, donde el sueño aparecía, y el viaje al mar onírico, más allá de donde el sueño comenzaba. A pesar de lo dolorosa que había sido la educación del Nuncio, era bueno recordar la propia identidad. Más que recordarla, engrandecerla a través de su propia historia. Y no en la oscuridad, sino como parte de ella, capaz de dominar el Arte. La mano le palpitaba de impaciencia, y con esa impaciencia le llegó el conocimiento de cómo apartar el velo y entrar en la Esencia. No necesitaba ningún ritual. Ni súplicas o sacrificios. Él era, después de todo, un alma evolucionada. Su necesidad no podía serle denegada. Y necesidad tenía en abundancia.
Pero, al haber alcanzado su nuevo yo, Jaffe, por accidente, había creado una fuerza, y si no la detenía en ese instante y allí, se opondría a él en cada paso de su camino. Se puso en pie. No necesitaba seguir escuchando lo que los labios de Fletcher decían para darse cuenta de que la enemistad entre ambos quedaba ya perfectamente clara. Jaffe leyó la misma repulsión en los ojos de su enemigo. El genio sauvage, el obseso de droga Fletcher, se había disuelto y vuelto a formar, triste, soñador y brillante. Unos minutos antes se mostraba dispuesto a sentarse a la ventana, anhelando ser cielo, hasta que el anhelo o la muerte hicieran su trabajo. Pero ya, no.
—Ahora lo comprendo todo —anunció Fletcher, hablando con su propia voz, pues los dos eran iguales y opuestos—. Me indujiste a elevarte, de forma que fueses capaz de llegar fraudulentamente a la revelación.
—Y lo voy a hacer —contestó el Jaff—. Ya me encuentro a mitad del camino.
—La Esencia no se abre a seres como tú.
—No hay otra alternativa —contestó el Jaff—. Ahora soy inevitable. —Levantó la mano. Gotas de fuerza, de poder, como pequeñas burbujas, caían de ella—. ¿Lo ves? Soy un Artista.
—No, no lo serás hasta que uses el Arte.
—¿Y quién va a impedírmelo?: ¿tú?
—No tengo otra solución. Soy el responsable.
—¿Y cómo? Una vez te dejé hecho trizas. Volveré a hacerlo.
—Yo haré surgir visiones que se opongan a ti.
—Inténtalo.
En la mente del Jaff, mientras hablaba, germinó una pregunta, y el otro comenzó a contestarla antes incluso de que el Jaff la formulase con palabras.
—¿Que por qué toqué tu cuerpo? Lo ignoro, la verdad. Me pedía que lo tocase. Traté por todos los medios de hacerle callar, pero él insistía. —Hizo una pausa, luego añadió—: Quizá los signos opuestos se atraigan hasta en nuestras circunstancias.
—Pues, entonces —dijo el Jaff—, cuanto antes mueras, mejor. —Y se adelantó para coger a su enemigo por la garganta.
En la oscuridad que se iba cerniendo sobre la Misión desde el Pacífico, Raúl oyó el primer ruido del comienzo de la pelea. Comprendió, gracias a los ecos de su propio sistema nunciesco, que la destilación seguía actuando al otro lado de las paredes. Su padre, Fletcher, había salido de su propia vida para introducirse en algo nuevo. Lo mismo le había ocurrido al otro hombre, del que siempre había desconfiado, incluso cuando palabras como mal no eran para él más que sonidos emitidos por la voz humana. Pero ya las comprendía, o, por lo menos, las relacionaba con su reacción animal ante Jaffe: repulsión. Aquel hombre estaba enfermo hasta lo más hondo de su ser, era una fruta podrida. A juzgar por los sonidos de violencia que le llegaban del interior, Fletcher había decidido combatir contra la corrupción. El corto y agradable tiempo que había pasado con su padre había terminado. Ya no habría más lecciones de civismo, ni más sesiones junto a la ventana mientras escuchaban al «sublime Mozart» y miraban cómo cambiaban las nubes de forma.
Cuando las primeras estrellas aparecieron, los ruidos cesaron en la Misión. Raúl aguardó, en espera de que Jaffe hubiera sido destruido, pero temiendo, también, la desaparición de su padre. Después de una hora de frío decidió aventurarse y mirar. A dondequiera que hubiesen ido: cielo o infierno, él no podría seguirlos. Lo mejor que podía hacer era ponerse sus ropas, que siempre había despreciado (lo rozaban y lo apretaban), pero que ahora serían un recuerdo de las enseñanzas de su maestro. Las llevaría siempre puestas, para no olvidar a Fletcher el Bueno.
Cuando llegó a la puerta pudo ver que la Misión no estaba vacía. Fletcher seguía allí. Y también su enemigo. Los cuerpos de los dos hombres se parecían a los de antes, pero algún cambio había operado en ellos. Sobre cada uno de los dos se cernía una forma: sobre Jaffe, la de un niño de cabeza gigantesca, del color del humo; sobre Fletcher, una nube con el sol reposando sobre ella como en un almohadón. Los dos se agarraban mutuamente por la garganta y mantenían los ojos fijos el uno en el otro. Sus sutiles cuerpos estaban perfectamente entrelazados. Perfectamente combinados. Ninguno de ellos conseguiría la victoria.
La entrada de Raúl rompió esa situación sin salida aparente. Fletcher miró al muchacho con su ojo sano y, en ese mismo instante, Jaffe aprovechó aquella ventaja para empujar a su enemigo contra la pared del fondo.
—¡Vete! —gritó Fletcher a Raúl—. ¡Vete!
Raúl obedeció. Corrió entre las mortecinas hogueras y se alejó de la Misión, cuyo suelo temblaba bajo sus pies descalzos como si nuevas furias se hubieran desatado tras él. Tuvo tres segundos de gracia para recorrer un pequeño camino colina abajo antes dé que la parte de la Misión que daba al mar —muros que habían sido construidos para sobrevivir hasta el fin de la fe— temblaran a causa de una erupción de energía. Raúl no se tapó los ojos para protegerse de ella, sino que miró. Divisó las formas de Jaffe y Fletcher el Bueno, dos poderes gemelos encerrados juntos en el mismo viento, alejándose del centro de la ráfaga que rugía sobre sus cabezas, y desapareciendo en la noche.
La fuerza de la explosión había desperdigado las fogatas. Cientos de pequeños fuegos ardían ahora alrededor de la Misión. El tejado había volado casi por entero. Las paredes tenían boquetes.
Ya solo, Raúl regresó, cojeando, a su único refugio.