IV

1

—¿Sí, mamá?

Estaba sentada junto a la ventana, como de costumbre.

—El pastor John no vino anoche, Jo-Beth. ¿De verdad que le avisaste, como me prometiste? —Escrutó el rostro de su hija—. No, no le avisaste —dijo—, ¿cómo pudiste hacer una cosa así?

—Perdona, mamá.

—Sabes cuánto dependo de él. Tengo buenas razones para ello, Jo-Beth. Ya sé que tú no piensas así, pero yo, sí.

—No, no, si te creo. Luego lo llamo. Primero…, primero he de hablar contigo.

—¿No tendrías que estar ya en la tienda? —preguntó Joyce—. Anoche volviste enferma, ¿no? Oí a Tommy-Ray…

—Mamá, escúchame. Tengo que preguntarte algo muy importante.

De inmediato, Joyce pareció preocupada.

—No puedo hablar ahora —dijo—, quiero que venga el pastor.

—Más tarde. Primero quiero que me hables de una amiga tuya.

Joyce no dijo nada, pero su rostro dio sensación de fragilidad. Jo-Beth había visto esa expresión con demasiada frecuencia, y no se dejó impresionar por ella.

—Anoche conocí a un chico, mamá —dijo Jo-Beth, decidida a hablar con toda franqueza—. Se llama Howard Katz. Su madre era Trudi Katz.

El rostro de Joyce perdió toda su delicadeza. En su lugar, una expresión misteriosa apareció en él, como de satisfacción.

—¿No te lo decía yo? —murmuró, como si hablara consigo misma, mientras se volvía hacia la ventana.

—¿No decías tú, qué?

—Que aquello no podía haber terminado, no podía haber terminado para siempre.

—Mamá, haz el favor de explicarte.

—No fue casualidad. Todos sabemos que no fue por casualidad. Ellos tenían sus razones.

—¿Quiénes eran los que tenían sus razones?

—Necesito que el pastor venga.

—¿Quiénes eran los que tenían sus razones?

Joyce se levantó sin contestar.

—¿Dónde está? —dijo, con voz repentinamente profunda. Se dirigió hacia la puerta—. Tengo que verle.

—¡Bien, mamá, muy bien, de acuerdo, anda, cálmate!

Ya en la puerta, Joyce se volvió hacia Jo-Beth. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—No puedes acercarte siquiera al hijo de Trudi —dijo—. ¿Me oyes? No puedes verle, hablarle, ni pensar en él siquiera. Prométemelo.

—No puedo prometer una tontería como ésa.

—No has hecho nada con él, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—¡Dios mío! ¡Lo has hecho!

—No, no he hecho nada.

—No me mientas —suplicó su madre, apretando las manos hasta transformarlas en puños huesudos—. ¡Tienes que rezar, Jo-Beth!

—No quiero rezar. Sólo deseaba que me ayudases, nada más. ¡No necesito rezos!

—Ya se te ha metido dentro. Nunca habías hablado así, hasta ahora.

—¡Pero es que tampoco había sentido así hasta ahora! —replicó ella.

Contenía las lágrimas a duras penas; rabia y miedo, todo mezclado. Era inútil que escuchara a su madre, no iba a darle otra cosa que exhortaciones a rezar. Jo-Beth fue hacia la puerta con tal ímpetu que su madre se dio cuenta de que sería inútil todo lo que intentara para detenerla. En vista de ello no se opuso. Se hizo a un lado, dejándola irse, pero cuando Jo-Beth iba ya por la escalera, la llamó.

—¡Vuelve, Jo-Beth, vuelve! ¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth!

Howie abrió la puerta a su belleza bañada en lágrimas.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, al tiempo que la conducía adentro.

Jo-Beth se llevó las manos al rostro y sollozó. Howie la arropó en sus brazos.

—De acuerdo —dijo—, no te preocupes.

Los sollozos de Jo-Beth fueron disminuyendo, luego se apartó un poco de él, y quedó sola, en medio de la habitación, con aire de desamparo, enjugándose las lágrimas con el revés de la mano.

—Perdona —dijo.

—¿Pero qué ha ocurrido?

—Es una historia muy larga de contar. De la época juvenil de tu madre y de la mía.

—¿Se conocían?

Ella afirmó con la cabeza.

—Eran íntimas amigas.

—Entonces estaba escrito en las estrellas —murmuró él, sonriendo.

—Me parece que no es así como mi madre lo ve.

—¿Y por qué no? Hijo de su mejor amiga…

—¿Te contó tu madre alguna vez por qué se fue de Grove?

—Estaba soltera.

—También mi madre.

—A lo mejor es que era más valiente que mi…

—No, me refiero a otra cosa: quizás esto sea algo más que pura coincidencia. Toda mi vida he oído rumores sobre lo que sucedió antes de que yo naciera. Sobre mi madre y sus amigas.

—Yo, de todo eso, lo ignoro todo.

—Sólo sé fragmentos. Eran cuatro. Tu madre; la mía; una chica que se llamaba Carolyn Hotchkiss, cuyo padre vive todavía en Grove; y otra, no recuerdo cómo se llamaba: Arleen no sé qué más. Fueron atacadas, creo que violadas.

Howie ya no sonreía.

—¿Mi madre? —murmuró—. ¿Por qué no me lo habrá dicho nunca?

—Pues porque a nadie se le ocurre decir a un hijo que fue concebido así.

—¡Dios mío!, violada…

—Quizá no fuera así, y lo entendí mal —dijo Jo-Beth, mirando a Howie.

Howie tenía el rostro contraído, como si acabasen de abofetearle.

—Yo he vivido toda mi vida con esos rumores, Howie. He visto a mi madre volverse medio loca por su causa. Hablando del demonio todo el tiempo. Yo me asustaba mucho cuando empezaba así. Y cuando decía que Satanás se había fijado en mí, me ponía a rezar para hacerme invisible y que el diablo no pudiera verme.

Howie se quitó las gafas y las echó sobre la cama.

—No te he contado por qué he venido aquí, la verdadera razón —dijo—, y pienso…, pienso que ya debiera habértelo dicho. Verás, vine porque no tengo la menor idea de quién soy. Quería saber algo sobre Grove, y el porqué mi madre se había ido de aquí.

—Y ahora te arrepientes de haber venido.

—No, eso no, porque si no hubiese venido, no te hubiera conocido. Ni me habría…, habría enamorado.

—¿De alguien que tal vez es tu propia hermana?

La expresión de abofeteado que tenía se suavizó.

—No —dijo—, eso no puedo creerlo.

—Pues yo te reconocí nada más entrar en el restaurante. Y tú a mí. ¿Por qué?

—Flechazo.

—Ojalá.

—Esto es lo que siento, y también tú lo sientes. Sé que es amor.

Y tú misma lo dijiste.

—Esto fue antes.

—Te amo, Jo-Beth.

—No puedes amarme. No me conoces.

—¡Claro que te conozco! Y no pienso renunciar a ti a causa de unos chismes. Ni siquiera sabemos si son ciertos. —Hablaba con tal vehemencia que había dejado de tartamudear—. Todo esto podría no ser más que una sarta de mentiras, ¿no te parece?

—Podría ser —admitió ella—, pero ¿por qué iba alguien a inventar una historia así? ¿Por qué ni tu madre ni la mía nos han dicho nunca quiénes eran nuestros padres?

—Nos enteraremos.

—¿Por quién?

—Pregunta a tu madre.

—Ya lo he intentado.

—¿Y…?

—Me ha dicho que no me acerque a ti. Que ni siquiera piense en ti…

Había dejado de llorar mientras hablaba. Y ahora, al pensar de nuevo en su madre, las lágrimas volvieron a brotar.

—Pero esto no puedo pararlo ya, ¿verdad?

Lo dijo como si pidiera ayuda a la fuente misma que acababa de serle prohibida.

Howie, mirándola, pensó que le gustaría ser tan loco como Lem decía que era, porque así se sentiría libre de toda censura, como les ocurre a los animales, a los idiotas y a los bebés; la besaría, y la arrullaría. No era posible descartar que fuese realmente su hermana, pero la libido de Howie se reía de los tabúes.

—Debo irme —dijo ella, como si sintiera su emoción—, mi madre desea ver al pastor.

—¿Quieres decir que con cuatro rezos a lo mejor desaparezco?

—Eso no es justo.

—Haz el favor de quedarte un rato —dijo él, persuasivo—. No hablaremos. No haremos nada. Quédate aquí, sólo eso.

—Estoy cansada.

—Bien, entonces, dormiremos.

Se acercó y acarició con suavidad el rostro de Jo-Beth.

—Ninguno de los dos ha dormido bastante esta noche —dijo.

Jo-Beth suspiró, movió afirmativamente la cabeza.

—A lo mejor todo esto se aclara sólo con que lo dejemos estar.

—Eso espero.

Howie se excusó y fue corriendo al cuarto de baño, a vaciarse la vejiga. Cuando volvió, vio que Jo-Beth se había quitado los zapatos y estaba echada en la cama.

—¿Hay sitio para dos?

—Sí —susurró ella.

Howie se tendió junto a ella, tratando de no pensar en lo que había esperado que harían los dos juntos entre aquellas sábanas.

Jo-Beth volvió a suspirar.

—Todo se arreglará —dijo Howie—; anda, duerme un poco.

2

Casi todo el público reunido allí para presenciar el último espectáculo de Buddy Vance se había marchado ya cuando Grillo volvió al bosque. Al parecer habían decidido que no valía la pena seguir esperando. Una vez dispersados los espectadores, los guardias que formaban la barrera habían relajado bastante la vigilancia. Grillo saltó por encima de la cuerda y se acercó al policía que parecía estar al frente de la operación. Se presentó y explicó su objetivo.

—No le puedo contar mucho —contestó el hombre a las preguntas de Grillo—. Tenemos cuatro escaladores buscando por allá abajo, pero sólo Dios sabe cuánto tardaremos en sacar el cadáver. Todavía no lo hemos encontrado. Por lo que Hotchkiss nos ha contado, ahí abajo hay todo tipo de ríos subterráneos. El cadáver podría estar ya en el Pacífico.

—¿Van a seguir trabajando durante toda la noche?

—Sí, me parece que no tendremos otro remedio. —Se miró el reloj de pulsera—. Todavía quedan cuatro horas de luz. Después necesitaremos recurrir a las linternas.

—¿Ha explorado alguien esas cuevas? —preguntó Grillo—. ¿Hay mapas de ellas?

—No creo que se sepa. Mejor será que pregunte a Hotchkiss. Es ese sujeto de negro que está ahí delante.

Grillo volvió a presentarse. Hotchkiss era un individuo alto y ceñudo, con la ropa holgada y el aire de quien acaba de perder mucho peso.

—Me han dicho que usted es un experto en esas cuevas —dijo Grillo.

—Sólo por defecto —contestó Hotchkiss—. No hay nadie aquí que sepa más que yo. —Sus ojos apenas se fijaron en Grillo. Giraban de un lado a otro, como si buscaran dónde reposar—. ¿Qué hay debajo de nosotros? —añadió Hotchkiss—. Eso es algo que nadie parece preguntarse.

—¿Y usted?

—Yo sí que me lo pregunto.

—¿Ha hecho algún tipo de estudio sobre ello?

—Sólo como aficionado —explicó Hotchkiss—. Hay cosas que se apoderan de uno, por decirlo así. Y ésta se apoderó de mí.

—O sea, que usted ha estado allá abajo.

Los ojos de Hotchkiss dejaron de vagar y se posaron en Grillo durante unos segundos.

—Hasta esta mañana, estas cuevas permanecieron selladas, Mr. Grillo. Yo mismo las cerré hace muchos años. Eran, bueno, son un peligro para la gente inocente.

«Inocente —anotó mentalmente Grillo—. Curiosa palabra.»

—El policía con el que he hablado…

—Spilmont.

—Sí, justo, me dijo que allá abajo hay ríos.

—Allá abajo hay todo un mundo, Mr. Grillo, del que lo ignoramos casi todo. Y cambia constantemente. Seguro que hay ríos, pero también muchas cosas más. Especies enteras que nunca han visto el sol.

—No parece muy divertido.

—Se adaptan —dijo Hotchkiss— como todos hacemos. Viven dentro de sus limitaciones. Al fin y al cabo, tenemos nuestra casa sobre una falla del terreno que puede abrirse en cualquier momento, y nos adaptamos.

—Yo trato de no pensar en ello.

—Ésa es su manera de resolver el problema.

—¿Y la suya?

Hotchkiss sonrió apretada y levemente, entornando los ojos al mismo tiempo.

—Hace unos años pensé irme de Grove. Tenía… malas asociaciones para mí.

—Pero se quedó.

—Descubrí que yo mismo era la totalidad de mis… adaptaciones —contestó Hotchkiss—. Cuando la ciudad se hunda…, bien, yo me hundiré con ella.

—¿Y cuándo ocurrirá eso?

—Palomo Grove está edificado sobre un terreno muy malo. La tierra que tenemos bajo nuestros pies parece lo bastante sólida, pero se mueve.

—De modo que tal vez toda la ciudad acabe siguiendo el camino de Buddy Vance, ¿es eso lo que quiere decir?

—Puede citarme, pero sin dar mi nombre.

—Muy bien, de acuerdo.

—¿Tiene ya todo lo que necesitaba?

—Más que suficiente.

—Pues nosotros no —observó Hotchkiss—, todavía nos quedan malas noticias. Dispénseme, haga el favor.

Se había producido una súbita galvanización de fuerzas en torno a la fisura. Hotchkiss se alejó a grandes zancadas a inspeccionar la subida del cadáver de Buddy Vance, dejando a Grillo con una frase que cualquier comediante le hubiera envidiado.

Tommy-Ray estaba en su dormitorio, y sudaba. Lo había dejado a oscuras, ventanas cerradas y cortinas corridas. Todo cerrado, el cuarto se había convertido en un horno, pero el calor y la sombra le sentaban bien. En su abrazo no se sentía tan solo y tan expuesto como al aire brillante y claro de Grove. Allí podía oler sus propios jugos, que los poros exudaban; su rancio aliento cuando salía de la garganta y se le esparcía rostro abajo. Si Jo-Beth le había engañado, tendría que buscar otra compañía, ¿y qué mejor comienzo que a solas consigo mismo?

Al comienzo de la tarde la había oído volver a casa, y hablar con su madre, pero no trató de cazar al vuelo las palabras que se decían. Si su patético romance había terminado, ¿y qué otra causa podían tener sus lágrimas cuando bajaba las escaleras?, era culpa de ella y sólo de ella. Él, por su parte, tenía cosas más importantes en qué pensar.

Echado en la cama, con aquel calor, acudían a su mente las imágenes más extrañas. Y todas surgían de una oscuridad con la cual, aun con las cortinas corridas de su cuarto, no podía competir. ¿Era ésta, quizá, la razón de que, hasta entonces, las imágenes fueran incompletas? Fragmentos de un esquema que deseaba apasionadamente comprender, pero que seguía escapándosele. En él había sangre, roca, un ser pálido que se retorcía y que sólo de ver se le revolvían las tripas. Y había un hombre al que no llegaba a distinguir bien, pero estaba seguro de que si seguía sudando de esa forma acabaría por aparecérsele.

Y en cuanto eso ocurriera, la espera de Tommy-Ray habría terminado.

Primero fue un grito de alarma desde el fondo de la fisura. Los hombres se situaron en torno al agujero, entre ellos Spilmont y Hotchkiss, preparados para tirar de la cuerda y sacar a los que estaban abajo, pero lo que ocurría en el fondo era demasiado violento para que pudieran controlarlo desde la superficie. El policía más próximo a la hendidura lanzó un grito cuando se dio cuenta de que la cuerda que estaba sujetando se tensaba en su mano enguantada y lo impulsaba hacia el borde mismo, como a un pez que ha mordido el anzuelo. Spilmont le salvó agarrándole por detrás el tiempo suficiente para permitirle que se quitara los guantes. Cuando los dos cayeron de espaldas al suelo, los gritos de abajo se multiplicaron, suplementados por las advertencias de los de arriba.

¡Está abierto! —gritó alguien—. ¡Por Dios bendito, si está abierto!

Grillo era cobarde hasta que olía alguna noticia; pero, en cuanto eso ocurría, se sentía dispuesto a enfrentarse con lo que fuese. Pasó, empujando a Hotchkiss y al policía, para ver mejor lo que estaba ocurriendo. Nadie lo detuvo, ya todos estaban bastante ocupados con atender a su propia seguridad. De la fisura abierta salía polvo, que cegaba a los hombres que hacían de ancla y sostenían las cuerdas de las que dependía las vidas del equipo de salvamento. Mientras Grillo miraba, uno de los hombres fue arrastrado hacia la hendidura de cuyo fondo subían gritos que hacían temer una matanza. El hombre que era arrastrado añadió los suyos al coro general cuando vio que la tierra bajo sus talones se pulverizaba. Alguien se abalanzó hacia él, pasando junto a Grillo en medio de la confusión reinante y tratando de agarrarle, pero llegó demasiado tarde. La cuerda tiraba y el hombre desapareció de la vista de todos. Grillo adelantó tres pasos hacia el superviviente, sin apenas distinguir el suelo, o la ausencia del mismo, que había bajo sus pies, pero sintiendo sus temblores, los cuales le subían por las piernas hasta la espina dorsal, sembrando el caos en sus pensamientos. Con las piernas bien abiertas para mantener el equilibrio, alargó la mano boquete abajo en un intento de auxiliar al caído. Era Hotchkiss, el rostro ensangrentado por haberse golpeado con la tierra y la mirada llena de desconcierto. Grillo gritó su nombre, y el otro contestó asiéndose al brazo que Grillo le alargaba, mientras el suelo se resquebrajaba en torno a los dos.

El uno junto al otro, en la cama del motel, ni Jo-Beth ni Howie despertaron, aunque jadeaban y se estremecían como dos amantes que se han salvado de morir ahogados. Los dos habían soñado con agua. Agua de un mar oscuro que los llevaba a un lugar maravilloso. Pero su viaje se había visto interrumpido. Algo que acechaba bajo sus sueños los había aferrado, les había sacado de aquella marea sosegada y arrojado a un túnel de roca y de dolor. Oyeron a hombres que gritaban a su alrededor mientras ellos caían, al encuentro de la muerte, seguidos por sogas como culebras obedientes.

En medio de la confusión, se oyeron el uno al otro, llamándose por sus nombres entre sollozos, pero no tuvieron tiempo de encontrarse en la caída, porque, de pronto, sintieron una oleada ascendente, y helada: agua torrencial de un río que nunca había visto el sol, pero que se elevaba hasta salir por la hendidura, impulsando consigo hombres muertos, soñadores y todo cuanto flotase en su masa antes de esta pesadilla. Las paredes se hicieron borrosas cuando los dos sintieron que ascendían al encuentro del cielo.

Grillo y Hotchkiss se encontraban a cuatro metros de la fisura cuando las aguas brotaron con tal violencia que les hizo dar un salto bajo una lluvia helada. Hotchkiss salió de su aturdimiento. Se agarró fuerte al brazo de Grillo, y gritó:

—¡Mira! ¡Mira!

Había algo vivo en la marea. Grillo lo vio durante un fugaz instante. Era una forma —o formas— que parecía humana en el momento de mirarla; pero que, a pesar de todo, dejó una impresión completamente distinta, como lo que queda en la retina del deslumbramiento de unos fuegos artificiales. Rechazó esa imagen y miró de nuevo, pero lo que había visto, fuera lo que fuese, había desaparecido.

—¡Tenemos que salir de aquí! —oyó gritar a Hotchkiss.

El terreno seguía resquebrajándose. Se arrastraron hacia arriba, escarbando con los pies y las manos en el barro en busca de asidero. Corrieron a ciegas entre la lluvia y el polvo, y no se dieron cuenta de que hablan llegado al perímetro exterior hasta que tropezaron con la cuerda. Uno del equipo de salvamento, con la mano casi destrozada, yacía donde el primer chorro le había lanzado. Más allá de la cuerda y del cadáver, a cubierto de los árboles, se hallaban Spilmont y unos cuantos guardias. Allí, la lluvia era ligera, y repiqueteaba contra el toldo como un chaparrón de verano, mientras, algo más alejada, la tormenta eruptada por la tierra amainaba de forma estentórea.

Empapado en sudor, Tommy-Ray miró al techo y rompió a reír. No había tenido una experiencia como aquélla desde hacía dos veranos, en Topanga, cuando una marea monstruosa levantó un oleaje impresionante. Él, Andy y Sean cabalgaron sobre las olas durante cuatro horas, embriagándose de velocidad.

—Ya estoy listo —dijo, mientras se secaba el agua salada de los ojos—. Listo y dispuesto. Ven de una vez y cógeme, quienquiera que seas.

Howie parecía muerto, echado sobre la cama, encogido, los dientes apretados y los ojos cerrados. Jo-Beth se apartó de él, la mano contra la boca, para detener el pánico.

¡Dios mío, perdóname! —Las palabras salieron de su boca apagadas por los sollozos.

Habían hecho mal incluso en estar echados en la misma cama. Era un delito contra las leyes de Dios tener el sueño que ella había tenido (con Howie, desnudo, a su lado, en un mar cálido, los cabellos de ambos entrelazados como a ella le hubiera gustado que hubiesen estado también sus cuerpos). ¿Y qué le había traído ese sueño? ¡Un cataclismo! Sangre, roca y lluvia terrible que habían matado a Howie mientras dormía.

—¡Dios mío, perdóname!

Howie abrió los ojos tan de repente que Jo-Beth interrumpió su plegaria.

—¡Howie! ¿Estás vivo? —dijo.

Él se estiró, se incorporó para coger sus gafas, que estaban junto a la cama. Se las puso, y entonces se dio cuenta del sobresalto de Jo-Beth.

—¿También has soñado tú? —preguntó.

—¡No era un sueño! ¡Era algo real! —Jo-Beth temblaba de pies a cabeza—. ¿Qué habremos hecho, Howie?

—Nada —respondió, carraspeando un refunfuño—. No hemos hecho nada.

—Mamá tenía razón. No debí…

—Olvídalo —dijo él, alargando las piernas hasta el borde de la cama y levantándose—. No hemos hecho nada malo.

—¿Pues qué era eso, entonces? —preguntó Jo-Beth.

—Una pesadilla.

—¿Los dos al mismo tiempo?

—Quizá no haya sido igual —dijo él, tratando de calmarla.

—Yo flotaba a tu lado, después me hundí. Había hombres que gritaban…

—¡Basta! —exclamó él.

—¡Era lo mismo!

—Sí.

—¿Lo ves? —dijo ella—. Cualquier cosa que haya entre nosotros… está mal. Quizá sea obra del diablo.

—No puedes creer una cosa así.

—La verdad es que ya no sé lo que creo —dijo ella.

Howie se le acercó, pero Jo-Beth lo detuvo con un ademán.

—No, Howie, no está bien. No debemos tocarnos. —Se dirigió hacia la puerta—. He de irme.

—Esto es… es… es —dijo Howie.

Pero ni sus tartamudeos podían impedir que ella se fuese. En ese momento intentaba abrir el cerrojo de seguridad que Howie había echado al entrar ella en el cuarto.

—Yo te abro —dijo, adelantándose para hacerlo.

Howie prefirió el silencio a pronunciar cualquier palabra de consuelo, y ella lo rompió con una sola:

—Adiós.

—No nos das tiempo a pensar bien todo este asunto.

—Tengo miedo, Howie —dijo Jo-Beth—. Llevas razón, no creo que esto sea cosa del diablo. Pero, entonces, ¿de quién es? ¿Se te ocurre alguna respuesta?

Jo-Beth apenas podía contener sus emociones. Abría la boca, ansiosa, como si intentara tragar algo sin conseguirlo. El espectáculo de su angustia llenó a Howie de deseos de abrazarla, pero lo que se le pedía la noche anterior ahora estaba prohibido.

—No —respondió, al cabo de unos segundos—, no se me ocurre ninguna.

Jo-Beth aprovechó esas palabras para salir dejando a Howie junto a la puerta. Él contó hasta cinco, desafiándose a seguir allí, inmóvil, y dejar que se fuera, a pesar de que se daba perfecta cuenta de que lo ocurrido entre ellos dos era lo más importante que le había sucedido en los dieciocho años que llevaba respirando el aire del planeta Tierra. Al llegar a cinco, cerró la puerta.