VI
1
Desconcertado por el incidente en casa de Ellen, Grillo se había refugiado en la escritura, una disciplina cuya necesidad sentía más y más cuanto más profundo se volvía aquel mar de ambigüedades.
Al principio había resultado fácil. Comenzó lanzándose por el terreno seguro de los datos, y Swift hubiera estado orgulloso de la prosa que escribía. En cuanto terminase, extractaría los trozos que enviaría a Abernethy; pero, por el momento, su deber consistía en dejar constancia por escrito de todo cuanto fuese capaz de recordar.
A mitad del proceso recibió una llamada de Hotchkiss, que le propuso pasar juntos una hora bebiendo y charlando. En Grove sólo había dos bares, le explicó: «Starky’s», en Deerdell, era el menos decente, y, por lo tanto, el mejor. Una hora después de la conversación, con el grueso de los sucesos de la noche anterior a buen recaudo en el papel, Grillo salió del hotel y se encontró con Hotchkiss.
El «Starky’s» estaba casi desierto. En un rincón, un viejo, sentado a solas, canturreaba consigo mismo, y en la barra había dos muchachos, que parecían demasiado jóvenes para estar bebiendo allí; por lo demás, la barra era suya. Así y todo, Hotchkiss apenas levantó la voz, que mantuvo en un mero susurro durante toda la conversación.
—No sabes mucho acerca de mí —dijo al empezar—, anoche me di cuenta de ello, pero ya es hora de que te enteres.
No necesitó que Grillo lo animase para hablar de sí mismo. Su relato fue hecho sin emoción alguna, como si la carga del sentimiento fuera tan pesada que ya la hubiera derramado en lágrimas hacía mucho tiempo. Grillo se alegró de ello. Si el narrador era capaz de tal desapasionamiento, también él tenía libertad para serlo, buscando entre las líneas del relato de Hotchkiss algo que pudiera habérsele pasado por alto. Hotchkiss habló en primer lugar de la parte que Carolyn había tenido en la historia, por supuesto sin elogiar ni condenar a la joven, limitándose a describir a su hija y a la tragedia, que le había privado de ella. Luego fue ampliando el hilo de su relato, e incluyendo en él un breve retrato de Trudi Katz, Joyce McGuire y Arleen Farrell. A continuación pasó a relatarle la suerte que habían corrido. Grillo estaba muy ocupado añadiendo en su mente los detalles a medida que Hotchkiss hablaba: así creó un árbol genealógico cuyas raíces iban hasta donde Hotchkiss insistía tanto en su relato: bajo tierra.
—Allí es donde se encuentran las respuestas —repitió—. Estoy convencido de que Fletcher y el Jaff, con independencia de quienes sean, o de lo que sean, tienen la culpa de lo que le ha ocurrido a mi Carolyn. Y a las otras chicas.
—¿Estuvieron todo el tiempo en las cuevas?
—¿No les vimos escapar? —dijo Hotchkiss—. Bueno, sí, creo que esperaron allí todos esos años. —Bebió un buen trago de whisky—. Después de anoche en la Alameda he estado en vela, intentando aclarar las cosas. Tratando de encontrar algún sentido a todo esto.
—¿Y…?
—He decidido bajar a las cuevas.
—¿Para qué diablos?
—Todos estos años, allí encerrados, tienen que haber estado haciendo algo. Quizás hayan dejado pistas. A lo mejor encontramos alguna manera de destruirles allí abajo.
—Fletcher ya no está —le recordó Grillo.
—¿De veras? —preguntó Hotchkiss—. No sé, la verdad. Las cosas tienden a permanecer, Grillo. Dan la impresión de desaparecer, pero duran; lo que ocurre es que no las vemos. Perduran en la mente. Por tierra. Desciendes un poco y estás en el pasado. Cada paso que das son mil años.
—Mi memoria no se remonta tan lejos —bromeó Grillo.
—Por supuesto que sí —dijo Hotchkiss, con tremenda seriedad—. Se remonta hasta cuando eras una mota en el mar. Eso es lo que nos obsesiona. —Levantó la mano—. Parece sólida, ¿verdad? Pues es casi agua. —Daba la impresión de que luchaba por conseguir otra idea, mas no conseguía localizarla.
—Las criaturas que el Jaff hizo parecen haber sido sacadas de la tierra —dijo Grillo—. ¿Piensas que es eso lo que vas a encontrar allá abajo?
La respuesta de Hotchkiss fue la idea misma que un momento antes no conseguía localizar:
—Cuando ella murió… —dijo—, me refiero a Carolyn…, cuando Carolyn murió, yo había soñado que se disolvía ante mis ojos. No que se pudría. Se disolvía, como si el mar la recuperase.
—¿Sigues teniendo esos sueños?
—No, ni hablar, ya nunca tengo sueños.
—Todo el mundo los tiene.
—Pues entonces es que yo no me permito ese lujo —replicó Hotchkiss—. Bien…, ¿estás conmigo?
—¿En qué?
—En lo de la bajada.
—¿Pero de verdad quieres hacerlo? Yo pensaba que era prácticamente imposible descender allí.
—Bien, morimos en el intento —dijo Hotchkiss.
—Tengo un artículo que escribir.
—Permíteme que te diga, amigo mío —respondió Hotchkiss—, que ese artículo está allí. El verdadero artículo. Justo debajo de nuestros pies.
—Te advierto que… padezco de claustrofobia.
—Pronto se te pasará, a fuerza de sudar —replicó Hotchkiss, con una sonrisa que a Grillo le hubiera gustado que fuese un poco más tranquilizadora.
2
Aunque Howie luchó con tesón para no dejarse vencer por el sueño durante la mayor parte del comienzo del atardecer, lo cierto era que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Cuando le dijo a Jo-Beth que quería regresar al hotel, la madre de la muchacha intervino, diciéndole que ella se sentiría más tranquila si se quedaba en la casa. Tenía ya arreglado el cuarto de los invitados (Howie había tenido que dormir en el sofá la noche anterior). En vista de ello, el muchacho, se retiró a dormir. Su cuerpo había realizado esfuerzos considerables durante aquellos días, y aún tenía la mano muy magullada, y también la espalda, pues, aunque los mordiscos del terata no eran profundos, todavía le dolían. Nada de eso, sin embargo, impidió que se quedara dormido en unos pocos minutos.
Jo-Beth preparó algo de comer para su madre —ensalada, como siempre—, y también para ella, llevando a cabo las tareas domésticas diarias, como si nada hubiera cambiado en aquella semana; así, consiguió olvidar aquellos horrores por breves períodos de tiempo, tan absorta se hallaba en su trabajo. Pero le bastaba una ojeada al rostro de su madre, o al cerrojo, reluciente de puro nuevo, que había en la puerta trasera, para que los recuerdos volvieran a ella como una oleada. No conseguía ordenarlos: lo único que sentía era humillación y dolor, y más humillación y más dolor.
Y sobre todo cuando pensaba en el Jaff, con aquella cínica sonrisa burlona; cerca de ella, demasiado cerca. E incluso en algún momento, casi llegó a persuadirla de que se uniera a su visión, de la misma manera que había convencido a Tommy-Ray. De todos los temores de Jo-Beth, el que más le angustiaba era el de unirse al enemigo. Cuando el Jaff la explicó que quería razones y no sentimientos, Jo-Beth lo comprendió; incluso se sintió movida por la compasión. Y toda aquella astuta palabrería acerca del Arte, y sobre la isla que quería enseñarle…
—¡Jo-Beth!
—¿Sí, mamá?
—¿Te encuentras bien?
—Sí, claro que sí.
—¿En qué estabas pensando? Por la expresión que tenías…
—Pues… en lo de anoche.
—Lo que debieras hacer es olvidarte de ello.
—Tal vez coja el coche y me vaya a ver a Lois; hablaré un rato con ella, ¿te importa?
—No, estaré bien aquí. Tengo a Howard que me acompaña.
—Entonces me voy.
De todos sus amigos de Grove ninguno representaba tan bien como Lois la normalidad que su vida no tenía ya. A pesar de todas su prédicas morales, Lois tenía una fe sencilla y fuerte en todo lo bueno. En esencia, lo que Lois quería era que el mundo fuese un lugar pacífico, en el que los hijos, educados en el amor, pudieran, a su vez, educar a los suyos de la misma manera. También conocía el mal. Era una fuerza organizada contra esa visión del mundo. El terrorista, el anarquista, el lunático. Ahora, Jo-Beth sabía que esas fuerzas tenían aliados en un plano más enrarecido del ser, y uno de esos aliados era su padre. Por lo tanto se hacía tanto más imperativo el buscar la compañía de personas cuya definición del bien fuese inalterable.
Oyó ruido y risas en la casa de Lois al bajarse del coche, y aquello la colmó de una sensación de bienvenida después de las horas de miedo e inquietud que había pasado. Llamó a la puerta. El ruido, denso y ronco, continuó sin bajar de volumen. Se diría que había mucha gente allí.
—¡Lois! —llamó Jo-Beth.
Pero era tal el estruendo de la hilaridad que resonaba en el interior de la casa que tanto sus llamadas como sus gritos se disolvieron en el aire, de modo que Jo-Beth llamó al cristal de la ventana. Las cortinas se descorrieron y el sorprendido rostro de Lois, apareció en ella formando con los labios el nombre de Jo-Beth. La habitación, a espaldas de Lois, estaba llena de gente. Diez segundos después Lois apareció en el vano de la puerta, y la expresión de su rostro fue tan insólita que Jo-Beth estuvo a punto de no reconocerla: una sonrisa de bienvenida. A sus espaldas, todas las luces de la casa parecían estar encendidas; una inundación de luz se derramaba portal afuera.
—¡Qué sorpresa! —exclamó Lois.
—Sí, se me ha ocurrido venir a verte, pero ya… ya tienes compañía.
—Algo parecido —contestó Lois—, es difícil en este momento.
Volvió la cabeza y miró al interior de la casa. Parecía como si se tratara de una fiesta de disfraces. Un hombre, vestido de cowboy de pies a cabeza, subía la escalera a buen paso, sus espuelas relucientes a la luz de las bombillas, y pasó rozando a otro disfrazado de militar. Cruzando el vestíbulo del brazo de una mujer vestida de negro, Jo-Beth vio a un invitado con bata de cirujano, y, cosa curiosa, enmascarado. Que a Lois se le hubiera ocurrido celebrar una fiesta sin mencionárselo ni siquiera a Jo-Beth era demasiado extraño, porque Dios bien sabía que les sobraba tiempo libre a las dos para charlar de todo. Pero que se le hubiera ocurrido una idea así —a la seria y formal Lois— era más extraño todavía.
—Aunque la verdad es que da igual —añadió Lois—. Después de todo, eres una amiga. Formarás parte de esto, ¿verdad?
¿Parte de qué?, era la pregunta que Jo-Beth tenía en los labios, pero Lois no le dio tiempo de formularla, porque la arrastró adentro de la casa, asiéndola del brazo con resolución de propietaria, y cerrando luego la puerta de entrada.
—¿Verdad que es estupendo? —preguntó Lois, radiante de contento—. ¿No ha ido la gente a verte también a ti?
—¿Qué gente?
—Los visitantes.
Jo-Beth se limitó a asentir, y ese gesto fue suficiente para que Lois cambiara de terna:
—A los Kritzler, que viven aquí al lado, fue a visitarles la gente de Masquerade, ya sabes, la serie ésa de las hermanas, ¿no te acuerdas?
—¿La de la televisión?
—Sí, exacto, la de la televisión. Y mi Mel…, bueno, ya sabes lo que le gustan las películas del Oeste…
Nada de todo aquello le pareció muy coherente a Jo-Beth, pero prefirió dejar que Lois siguiera hablando, por miedo a que una pregunta suya la denunciase como ignorante de aquel asunto, y entonces, quizá, no se enterase de lo que sucedía.
—Pero yo sí que he tenido suerte —proseguía Lois—. No sabes cuánta suerte. Han venido a verme toda la gente de Day by Day, La familia entera, vamos: Alan, Virginia, Benny, Jayne… Hasta me trajeron a Morgan. Imagínate.
—¿Pero de dónde han venido, Lois?
—Aparecieron en la cocina de pronto —fue la respuesta de Lois—. Y, claro, me han estado contando todo el chismorreo de su familia…
Sólo la librería obsesionaba a Lois tanto como Day by Day, la historia de la familia favorita de todo Estados Unidos. Solía contar a Jo-Beth a diario todos los detalles del episodio de la noche anterior como si fueran parte de su propia vida. Y parecía que la ilusión se había apoderado por completo de ella. Hablaba a Jo-Beth de los Patterson como si estuvieran invitados en su propia casa.
—Y se muestran tan amables y simpáticos como yo sabía que tenían que ser —explicaba—; aunque, la verdad, yo pensaba que no se llevarían bien con la gente de Masquerade. Ya sabes, con lo corrientes que son los Patterson, y eso es, precisamente, lo que me gusta de ellos. Que son tan…
—Lois, haz el favor de parar un momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Dímelo tú.
—No ocurre nada en absoluto. Todo es estupendo. Los visitantes se encuentran aquí, y yo me siento muy contenta. —Sonrió a un hombre vestido con una chaqueta azul claro que le hizo un ademán de bienvenida—. Ése es Todd, el de The Last Laugh… —dijo Lois.
Los programas satíricos de la noche le hacían a Jo-Beth tan poca gracia como Day by Day, pero lo cierto era que aquel hombre le resultaba familiar. Y también la chica a la que enseñaba trucos de naipes en ese momento. Y el hombre que, evidentemente, competía con él por la conquista de la muchacha, y que, incluso a aquella distancia, podría pasar por el presentador del programa favorito de su madre: Hideaway.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Jo-Beth—. ¿Se trata de una fiesta de dobles o qué?
La sonrisa de Lois, fija en su expresión desde que recibió a Jo-Beth en la puerta, pareció difuminarse un poco al oír sus palabras.
—No me crees —dijo.
—¿Cómo que no te creo?
—Sí, acerca de los Patterson.
—Por supuesto que no.
—Pues es cierto que vinieron, Jo-Beth —insistió Lois de pronto, con gran seriedad en su tono—. Siempre había tenido ganas de conocerlos, y el hecho es que vinieron. —Asió la mano de Jo-Beth y volvió a proyectar su sonrisa—. Ya lo verás, y no te preocupes, si lo deseas con fuerza también te visitarán en tu casa las personas que tú quieras. Es lo que está ocurriendo ahora en toda la ciudad, y no sólo es gente que trabaja en la televisión, sino también de esa que aparece en los carteles y en las revistas. Gente estupenda; maravillosa. No debes asustarte, ellos nos pertenecen, son nuestros. —Se acercó un poco más a Jo-Beth—. Hasta anoche, yo nunca lo había comprendido. Lo que ocurre es que nos necesitan tanto como nosotros a ellos, ¿no es eso? O más quizá, de modo que no nos harán ningún daño…
Abrió la puerta de la que salían casi todas las risas y entró en el cuarto. Jo-Beth la siguió. Las luces que la habían deslumbrado en el vestíbulo eran más potentes aún allí, aunque no vio de dónde procedían. Era como si la gente estuviera iluminada: su cabello relucía; relucían sus ojos, sus dientes. Mel se hallaba junto a la repisa de la chimenea, orondo, calvo, altivo, y observaba la habitación llena de rostros famosos.
Tal como Lois había prometido, las estrellas habían invadido Palomo Grove. La familia Patterson —Alan y Virginia, Benny y Jayne, e incluso su perro, Morgan— estaba en el centro de la estancia, como si fueran los reyes de la fiesta, junto con otros personajes de la serie: Mrs. Kline, su vecina, la pesadilla de la vida de Virginia; y los Hayward, que eran dueños de la tienda de la esquina los acompañaban. Alan Patterson se encontraba envuelto en una animada discusión con Hester d’Arcy, heroína muy difamada de la serie Masquerade. Su «supersexual» hermana, que había envenenado a la mitad de la familia para apoderarse del control de una fortuna incalculable, estaba en la esquina, haciendo carantoñas a un hombre que salía en un anuncio de calzoncillos, y que había ido con la ropa que le había hecho famoso: casi desnudo.
—¡A ver, todo el mundo! —dijo Lois, levantando la voz por encima del tumulto—. Todo el mundo, por favor, quiero presentaros a una amiga mía. Una de mis mejores amigas…
Los familiares rostros se volvieron hacia ella, como recién salidos de una docena de Guías de Televisión, y fijaron su mirada en Jo-Beth. Ésta hubiera querido desaparecer de aquella escena de locura antes de que también la contagiase, pero Lois la tenía bien asida de la mano. «Además —se dijo Jo-Beth—, esto no es más que una parte de la locura general.» Para comprenderla tenía que permanecer allí.
—… os presento a Jo-Beth McGuire —concluyó Lois. Todos sonrieron; incluso el cowboy.
—Pareces necesitar una copa —dijo Mel, cuando Lois acabó de presentar a Jo-Beth a todos cuantos se encontraban en la habitación.
—No bebo alcohol, Mr. Knapp.
—Lo que digo es que tienes aspecto de necesitarlo —fue la respuesta—; además, creo que, a partir de esta noche, todos vamos a tener que cambiar de costumbres. ¿No te parece? O quizás a partir de anoche. —Fijó los ojos en Lois, cuya risa se volvía carcajadas en ese momento—. La verdad es que nunca la he visto tan contenta, y eso también me alegra a mí.
—¿Pero sabe usted de dónde ha llegado toda esta gente? —preguntó Jo-Beth.
Mel se encogió de hombros.
—Lo sé tanto como tú. Ven por aquí, ¿quieres? No sé si necesitarás una copa, pero yo, sí. Lois se ha negado siempre estos pequeños placeres, y yo le decía: Dios no está mirando. Y si lo hace. Le tiene sin cuidado.
Se abrieron camino entre los invitados hasta llegar al vestíbulo. Allí se había congregado mucha gente para evitar el apretujamiento del cuarto de estar. Entre ellos había varios miembros de la Iglesia: Maeline Mallet, Al Grigsby, Ruby Sheppherd. Todos sonrieron a Jo-Beth, sin que sus expresiones mostraran en absoluto que la reunión les pareciera mal. ¿Habrían llevado también a sus propios visitantes?
—¿Fue usted a la Alameda anoche? —preguntó Jo-Beth a Mel mientras éste le escanciaba un vaso de zumo de naranja.
—Y tanto que fui —dijo Mel.
—¿Y Maeline? ¿Y Lois? ¿Y los Kritzler?
—Creo que también. La verdad es que no recuerdo bien quiénes fueron. Pero, sí, estoy seguro de que casi todos… ¿Seguro que no quieres un poco de algo en el zumo?
—Bien, sí, lo tomaré —dijo ella con vaguedad, mientras intentaba colocar mentalmente las piezas de aquel misterio.
—Vaya, menos mal —dijo Mel—. Dios no mira, y si lo hace…
—… le tiene sin cuidado.
Jo-Beth cogió el vaso.
—Exacto, le tiene sin cuidado.
Ella tomó un sorbo; luego le dio un buen trago.
—¿Qué tiene esto?
—Vodka.
—¿Está el mundo volviéndose loco, Mr. Knapp?
—Yo creo que sí —fue la respuesta—. Y es más, lo prefiero así.
Howie se despertó algo después de las diez; no porque hubiera descansado lo suficiente, sino que, al darse una vuelta en la cama, dormido, se había cogido la mano herida bajo el cuerpo. El dolor no tardó en sacarle del sueño. Se incorporó y revisó sus palpitantes nudillos a la luz de la luna. Las heridas se le habían abierto de nuevo. Se vistió y fue al cuarto de baño a lavarse la sangre; luego salió en busca de una venda. La madre de Jo-Beth le proporcionó una, y, además, le vendó hábilmente la mano, dándole además la información de que Jo-Beth había ido a casa de Lois Knapp.
—Y tarda demasiado —dijo la madre.
—Todavía no son las diez y media.
—Aun así.
—¿Quiere que vaya a buscarla?
—¿Me harías el favor? Puedes ir en el coche de Tommy-Ray.
—¿Está lejos?
—No.
—Entonces iré a pie.
Lo cálido de la noche y el sentirse libre, sin sabuesos pisándole los talones recordaron a Howie su primera noche en Grove: cuando vio a Jo-Beth en el restaurante «Butrick»; habló con ella y se enamoró en cuestión de segundos. Las calamidades que habían caído sobre Grove desde entonces eran resultado directo de aquel encuentro. Pero, por importantes que fueran para él los sentimientos que Jo-Beth le inspiraba, lo cierto era que no acababa de creer que hubieran tenido tales consecuencias. ¿Era posible que, más allá de la enemistad existente entre el Jaff y Fletcher, más allá de la Esencia y de la lucha por su posesión, hubiese un complot mayor aún? Él había pensado siempre con cierta inquietud en imponderables, cómo tratar de imaginar el infinito, o qué se sentiría al tocar el sol. El placer no estaba en la solución, sino en el esfuerzo que requería tantear el problema. La diferencia, en este caso, estaba en el lugar que él mismo ocupaba en el problema. Soles e infinitos ocupaban mentes más grandes que la suya, pero lo que sentía por Jo-Beth no le ocupaba más que a él, y si —como algún instinto oculto en su interior le sugería (¿el eco de Fletcher, acaso?)— el que ellos dos se hubieran conocido era una parte diminuta, pero esencial, de tan sorprendente fenómeno, resultaba evidente que no podía dejar su solución en mentes más grandes que la suya. La responsabilidad, por lo menos en parte, recaía sobre él; no, sobre los dos, aunque hubiera sido mejor que no fuese así, porque él hubiera preferido cortejar a Jo-Beth con la misma tranquilidad intrascendente que cualquier otro noviecillo de pueblo, y hacer planes con ella para el futuro, sin necesidad de sentir el peso de un pasado inexplicable sobre ellos. Pero no podía ser, de la misma manera que no se podía «desescribir» lo escrito, o «desdesear» lo deseado.
Y si hubiese querido ver pruebas más concretas de lo que pensaba en esos momentos, no hubiera encontrado nada mejor que le escena que le esperaba al otro lado de la puerta de Lois Knapp.
—Alguien que quiere verte, Jo-Beth.
Ésta se volvió y se encontró con la misma expresión que ella debió de poner hacía mucho más de dos horas, cuando entró por primera vez en aquel salón.
—Howie —dijo Jo-Beth.
—¿Pero qué ocurre aquí?
—Una fiesta.
—Oh, sí, eso ya lo veo. Pero ¿de dónde han salido estos actores? Todos no pueden vivir aquí, en Grove.
—No, si no son actores —dijo ella—, son gente de la televisión, y de unas pocas películas. No son muchos, pero…
—Espera, espera. —Howie se acercó más a Jo-Beth—. ¿Son amigos de Lois? —preguntó.
—Pues claro —respondió ella.
—Esta ciudad no para, ¿eh? Justo cuando uno pensaba que ya estaba al cabo de todo…
—Pero no son actores, Howie…
—Acabas de decirme que lo eran.
—No. Te he dicho que era gente de la televisión. Mira, ahí tienes a la familia Patterson, ¿no los ves? Hasta el perro ha venido con ellos.
—Morgan —dijo Howie—. Mi madre solía ver ese programa.
El perro, un chucho encantador, perteneciente a una larga tradición de chuchos encantadores, oyó su nombre y se acercó a todo correr, seguido por Benny, el más pequeño de los Patterson.
—Hola —dijo el pequeño—, me llamo Benny.
—Y yo Howie, y ésta es…
—Jo-Beth. Ya nos conocemos. ¿Quieres salir a jugar conmigo a la pelota, Howie? Me aburro.
—Está oscuro ahí fuera.
—No, ni hablar —repuso Benny—. Señaló a Howie las puertas del patio, que estaban abiertas. La noche, como Benny había dicho, distaba mucho de ser oscura. Era como si la luz difusa que empapaba la casa, y acerca de la que Howie no había tenido tiempo de hablar con Jo-Beth, se filtrara también al patio.
—¿Lo ves? —dijo Benny.
—Lo veo.
—¿Salimos?
—Dentro de un momento.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Y, a propósito, ¿cómo te llamas de verdad?
El niño pareció desconcertado.
—Benny —dijo—. Siempre me he llamado así. —Él y el perro salieron a todo correr a la iluminada noche.
Antes de que Howie empezara a dar forma a las incontables preguntas que hervían en su cabeza, sintió un amigable golpecito en la espalda, al tiempo que una voz gruesa le preguntaba:
—¿Una copa?
Howie levantó la mano vendada como disculpa por no estrechar la del otro.
—Me alegro de verte aquí, a pesar de todo. Jo-Beth ha estado hablándome de ti. Soy, Mel, por si no lo sabías, el marido de Lois. Me parece que ya la conoces.
—Sí.
—No sé dónde se ha metido. Creo que se la está follando uno de esos cowboys. —Levantó el vaso—. Y yo digo: menos mal que es él y no yo. —Puso expresión de fingida vergüenza—. ¿Pero qué es lo que digo? Mi deber sería echar a ese hijo de puta a la calle. Matarle a tiros, ¿verdad? —Sonrió—. Pero ya ves, éste es el Nuevo Oeste. Uno no puede ser un jodido marido molesto. ¿Otra vodka, Jo-Beth? Y tú, Howie, ¿quieres beber algo?
—¿Por qué no?
—Tiene gracia, ¿verdad? —dijo Mel—. Uno no se da cuenta de quién es de veras hasta que tiene un sueño de ésos. Yo… soy un cobarde. Yo no la quiero. —Se apartó de ellos—. Nunca la quise —añadió, mientras se alejaba, con paso incierto—. Puta. Jodida puta.
Howie lo vio desaparecer entre la muchedumbre; entonces se volvió hacia Jo-Beth.
—No tengo ni la más remota idea de lo que está ocurriendo aquí, ¿y tú? —dijo él, muy despacio.
—Sí.
—Cuéntamelo. Con palabras sencillas.
—Esto es consecuencia de anoche. De lo que tu padre hizo.
—¿El fuego?
—O lo que se derivó de él. Toda esta gente… —Jo-Beth sonrió—. Lois, Mel, Ruby, la que está allí… Todos estuvieron anoche en la Alameda. Lo que salió de tu padre…
—Baja la voz, ¿quieres? Están mirándonos.
—No estoy hablando alto, Howie —dijo ella—. No seas tan paranoico.
—Te digo que nos están mirando.
Howie sentía la intensidad de las miradas de todos: rostros que él había visto sólo en revistas de modas y del corazón, o en la pantalla de la televisión, lo miraban con ojos extrañados, casi turbados.
—Déjales que miren —dijo Jo-Beth—, no lo hacen con mala intención.
—¿Cómo lo sabes?
—Llevo aquí toda la velada, es una fiesta como cualquier otra.
—Arrastras las palabras al hablar.
—A ver, ¿por qué no voy a pasarlo bien, de vez en cuando?
—No he dicho nada de eso. Sólo que no te encuentras en estado de saber si tienen mala intención o no.
—¿Pero qué te propones, Howie? —dijo ella de pronto—; ¿quedarte con toda esta gente para ti solo?
—No, claro que no.
—No quiero ser una parte del Jaff…
—Jo-Beth…
—Aunque sea mi padre, eso no significa que me guste su forma de ser.
La habitación había quedado en silencio a la sola mención del Jaff. Y todos los que estaban en ella —cowboys, estrellas de telenovelas, bellezas—, todos los miraban.
—Mierda —murmuró Howie—. No deberías haber dicho eso. —Pasó revista a todos los rostros que les rodeaban. Entonces se dirigió a ellos—: Ha sido una equivocación. No ha querido decir eso. No es…, no pertenece… Bien estamos juntos, ella y yo. Estamos juntos, ¿os dais cuenta? Mi padre era Fletcher, y el suyo… el suyo no lo era. —Le dio la sensación de hundirse en arenas movedizas. Y cuanto más forcejeaba, tanto más se hundía.
Uno de los cowboys habló el primero. Los periódicos calificarían al color de sus ojos como azul helado.
—¿Tú eres hijo de Fletcher?
—Sí, lo soy.
—Entonces, tú sabes qué vamos a hacer.
De pronto, Howie comprendió el significado de las miradas que se habían concentrado en él desde que penetró en aquel lugar. Todos aquellos seres —alucigenia, los llamaba Fletcher— le conocían; o, al menos, eso pensaban ellos. Él mismo se había identificado, y la necesidad que sus rostros expresaban no podía estar más clara.
—Dinos qué debemos hacer —dijo una de las mujeres.
—Estamos aquí por Fletcher —añadió otra.
—Fletcher se ha ido —respondió Howie.
—Pues entonces por ti. Tú eres su hijo. ¿Qué tenemos que hacer aquí?
—¿Quieres que destruyamos la hija del Jaff? —preguntó el cowboy, con la mirada de sus ojos azul helado clavada en Jo-Beth.
—¡Por Dios bendito, no!
Alargó la mano para asir el brazo de Jo-Beth, pero la joven se había apartado ya, y se alejaba hacia la puerta.
—Vuelve —le dijo Howie—. No te harán daño.
A juzgar por la expresión de Jo-Beth, estas palabras fueron pobre consuelo para los allí reunidos.
—Jo-Beth… —repitió Howie—, no permitiré que te hagan daño.
Trató de acercarse a ella, pero las criaturas de su padre no estaban dispuestas a permitir que la única esperanza de guía que tenían desapareciera de allí. Antes de que pudiera llegar a donde Jo-Beth se encontraba, Howie sintió que una mano lo agarraba por la camisa, y luego otra, y otra más, hasta que estuvo completamente rodeado por rostros suplicantes, llenos de adoración.
—No puedo ayudaros —gritó—. ¡Dejadme en paz!
Por el rabillo del ojo vio que Jo-Beth corría, espantada, hacia la puerta, la abría y escapaba por ella. La llamó, pero el ruido de las súplicas crecía de tal manera en tomo a él que ahogaba todas sus palabras. Empezó a abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Tal vez no fuesen más que sueños, pero no cabía duda de que eran sólidos, y calientes, y al parecer, estaban asustados. Necesitaban un jefe, y le hablan elegido. Pero él no estaba dispuesto a aceptar aquel papel; sobre todo si ello suponía tener que separarse de Jo-Beth.
—¡Dejadme en paz de una puñetera vez! —exigió, mientras se abría paso a manotazos, a arañazos, entre aquellos rostros relucientes, como iluminados por detrás.
Pero el fervor de la gente no disminuyó, al contrario: crecía en proporción a su resistencia. Sólo pudo escapar de sus admiradores inclinándose y saliendo de entre ellos medio a gatas, como quien va por un túnel. Lo siguieron hasta el vestíbulo. La puerta de la calle estaba abierta. Howie salió al sprint de la casa como una estrella de cine rodeada por sus fans, y se vio en plena noche, antes de que pudieran darle alcance. Un oscuro instinto les impidió salir en pos de él, al aire libre, aunque uno o dos, con Benny y el perro Morgan a la cabeza, lo siguieron.
—¡Vuelve a vernos pronto!
El grito del niño, lo persiguió calle abajo como una amenaza.