XI

1

Tesla pasó bien el encargo. Era una pésima enfermera, pero buena matona. En el momento en que Grillo despertó y la encontró de regreso en su habitación, Tesla le dijo claramente que sufrir en cama extraña era la actitud de un mártir y que le sentaba muy bien. Si quería evitar el lugar común, lo que tenía que hacer era permitirle a ella que le llevase a Los Ángeles y depositase su doliente cuerpo donde pudiera sentirse tranquilo al olor de su propia ropa interior sin lavar.

—No quiero ir —protestó él.

—¿Pero de qué te sirve seguir aquí, aparte de que le estás costando un dineral a Abernethy?

—Pues esto sólo es el comienzo.

—No seas ruin, Grillo.

—Estoy enfermo. Tengo derecho a mostrarme ruin. Además aquí es donde está el artículo.

—Puedes escribirlo mejor en casa que aquí echado, en medio de un charco de sudor compadeciéndote de ti mismo.

—A lo mejor no te falta razón.

—Vaya, ¿acaso el gran hombre reconoce no tenerla?

—Volveré, pero por veinticuatro horas nada más. Venga, recoge mis cosas.

—Te diré que da la sensación de que tienes trece años —dijo Tesla, suavizando el tono de su voz—. Nunca te había visto así hasta ahora. Es como muy cachondo. Me gustas vulnerable.

—Buen momento para decírmelo.

—Son noticias viejas, hombre. Hubo un tiempo en el que me habría dejado cortar el brazo derecho por ti…

—¿Y ahora?

—Lo más que haré será llevarte a casa.

Grove serviría para rodar en él una película sobre el holocausto judío, se dijo Tesla, llevando a Grillo en coche hacia la autopista: las calles estaban desiertas desde cualquier lugar que se las mirase.

A pesar de todo lo que Grillo le había dicho sobre lo que había visto y lo que sospechaba que estaba ocurriendo allí, Tesla abandonaba aquel lugar sin haber tenido el menor atisbo de nada.

«Pero…, un momento, ¿qué es eso?» A cuarenta metros del coche Tesla vio que un muchacho tropezaba al dar la vuelta a la curva y cruzar la carretera a todo correr. Cuando llegó a la acera opuesta, las piernas le fallaron y cayó al suelo, dando la impresión de que encontraba difícil levantarse de nuevo. La distancia era muy grande y la luz demasiado escasa para que Tesla captase la condición real en la que se encontraba, pero era evidente que estaba herido. Había algo deforme en aquel cuerpo; estaba encorvado, o hinchado. Tesla dirigió el coche hacia él. Y Grillo, a su lado, aunque tenía órdenes suyas de dormitar hasta que llegasen a Los Ángeles, abrió los ojos.

—¿Hemos llegado ya?

—Mira a ese sujeto —dijo ella, señalando con la cabeza hacia el jorobado—. Mírale. Parece que está peor que tú.

Por el rabillo del ojo, Tesla vio a Grillo erguirse de golpe y mirar por el parabrisas.

—Lleva algo a cuestas, en la espalda —murmuró.

—No veo.

Tesla frenó el coche a poca distancia de donde el muchacho seguía esforzándose por levantarse, aunque sin éxito, porque, cada vez que lo intentaba, volvía a caer. Grillo tenía razón, era evidente que llevaba algo a la espalda.

—Es una mochila —dijo.

—No, nada de eso, Tesla —repuso Grillo, mientras alargaba la mano para abrir la portezuela—. Lo que lleva a la espalda, sea lo que sea, está vivo.

—Quédate aquí —dijo Tesla.

—¿Bromeas?

Al abrir la puerta —y sólo ese esfuerzo le produjo un tremendo mareo— vio que Tesla buscaba algo a toda prisa en la guantera.

—¿Qué se te ha perdido?

—Cuando mataron a Yvonne —dijo ella, gruñendo mientras sus dedos se hundían entre el batiburrillo de diversos objetos—, juré que nunca más saldría de casa sin un arma.

—¿Pero qué me dices?

Tesla sacó, por fin, una pistola de donde la llevaba escondida.

—Y he cumplido mi promesa.

—¿Sabes manejar eso?

—Preferiría no saberlo —respondió Tesla, apeándose del coche.

Grillo fue detrás de ella, y en aquel momento el coche empezó a retroceder por la suave cuesta que la calle hacía allí. Grillo volvió a sentarse para subir el freno de mano, y esa mínima acción fue lo bastante violenta para él como para acentuar su mareo. Cuando empezó a levantarse de nuevo, fue casi como si resbalase: desorientación total.

A pocos metros de donde Grillo estaba agarrado a la portezuela, esperando a que se le pasase el mareo, Tesla había llegado casi al lado del muchacho. Éste seguía con sus intentos de levantarse. Ella le dijo que esperase, que le ayudaría, pero lo único que recibió a modo de respuesta fue una mirada llena de pánico. Y sus motivos tenía. Era cierto lo que Grillo había dicho. Lo que a Tesla le había parecido una mochila estaba, indudablemente, vivo. Era un animal de alguna especie (o de muchas especies), y su cuerpo relucía mientras se cebaba en su víctima.

—¿Pero qué cojones es eso? —preguntó Tesla.

Esta vez el muchacho respondió con una advertencia envuelta en gemidos.

—Aléjate de… aquí… —le oyó decir—. Vienen… a por mí…

Tesla volvió la mirada hacia donde estaba Grillo, que seguía aferrado a la portezuela, castañeteándole los dientes. De allí no podía esperar ayuda alguna, y la situación del muchacho parecía empeorar. Su rostro se encogía cada vez que el parásito que llevaba encima movía uno de sus miembros, y eran muchos los que tenía.

—Aléjate de aquí… —gruñó el muchacho—. Por favor, vete…, por Dios te lo pido…, vienen a por mí.

Volvió la cabeza, medio mareado, para mirar a sus espaldas. Ella siguió la dirección de sus ojos, hacia el extremo de la calle por donde había llegado. Y vio a sus perseguidores. Entonces se arrepintió de no haber seguido su consejo antes incluso de mirar al muchacho al rostro, porque ya no tenía la menor esperanza de hacer el papel de fariseo: ahora, la tragedia del muchacho era también la suya, y no podía volverle la espalda. Sus ojos, avezados a la realidad, trataron de rechazar la lección que veían llegar calle abajo, pero no les fue posible. Era inútil negar el horror que sentían. El horror estaba allí, patente en todo su absurdo: una marea pálida, gruñona, que se deslizaba implacable hacia ellos dos.

—¡Grillo! —gritó—. ¡Métete en el coche!

El pálido ejército la oyó y aumentó su velocidad.

—¡El coche, Grillo, métete en ese jodido coche!

Tesla le vio tantear en busca de la manija, incapaz casi de controlar sus movimientos. Algunas de las bestezuelas menores que iban a la cabeza de la marca se acercaban ya al vehículo a toda velocidad, dejando a sus hermanos más grandes centrar su atención en el muchacho. Había bastantes, y más que bastantes, para encargarse de los tres, para despedazarles enteros, y también al coche. A pesar de su heterogeneidad (se diría que no había dos que fuesen iguales) todos ellos tenían la misma implacable decisión en sus inexpresivos ojos. Eran seres destructores.

Tesla se inclinó y agarró al muchacho por el brazo, evitando como pudo el contacto con los repulsivos miembros del parásito, demasiado pegado a él para poder arrancarlo. Era evidente que cualquier intento de separarles serviría sólo para provocar represalias.

—Vamos, levántate —dijo ella—. Podemos escapar.

—Aléjate —murmuró él. Estaba completamente devastado.

—No —insistió Tesla—. Vamos los dos. Nada de heroicidades. Nos vamos los dos.

Miró a sus espaldas. Grillo estaba a punto de cerrar la portezuela de golpe contra el ejército de infantería que caía sobre el coche, saltando, y subiéndose al techo y al capó. Uno, del tamaño de un zambo, se puso a golpear repetidas veces el parabrisas con su cuerpo. Los otros tiraban de la manija y metían sus púas entre los cristales de las ventanillas y sus marcos.

—Vienen a por mí, sólo a por mí —repitió el muchacho.

—¿Nos seguirán si escapamos? —preguntó Tesla.

Él asintió. Le ayudó a ponerse en pie y, poniéndole el brazo derecho sobre su hombro (vio que tenía la mano muy herida), Tesla disparó la pistola contra la masa que se acercaba, acertando a una de las bestias más grandes, pero sin que eso redujese su velocidad en absoluto. Luego volvió la espalda a los atacantes y comenzó a tirar del muchacho.

Éste le dio instrucciones.

—Bajemos la cuesta —dijo.

—¿Por qué?

—A la Alameda.

—¿Por qué? —preguntó ella de nuevo.

—Es que mi padre… está allí.

Tesla no discutió. Lo único que se dijo fue que ojalá su padre, quienquiera que éste fuera, pudiese ayudarles, porque, en el caso de que consiguieran sacar ventaja al ejército, iban a llegar demasiado exhaustos para defenderse al final de la carrera.

Cuando giraban en la esquina siguiente, mientras el muchacho seguía dándole instrucciones con voz apenas audible, Tesla oyó el ruido producido por el parabrisas del coche al romperse.

A poca distancia de donde este drama tenía lugar, el Jaff y Tommy-Ray, llevando a Jo-Beth consigo, vieron cómo Grillo, medio a tientas, trataba de poner el motor en marcha. Acabó por conseguirlo, y el coche arrancó, arrojando de su capó al terata que había roto el parabrisas.

—¡Hijo de puta! —exclamó Tommy-Ray.

—No importa —lo tranquilizó el Jaff—, hay muchos más donde encontré a éstos. Tú espera a la fiesta de mañana y ya verás qué botín.

La bestia no estaba muerta del todo, exhalaba tenues gritos de dolor.

—¿Y qué hacemos con eso? —preguntó Tommy-Ray, como si hablase consigo mismo.

—Dejarlo ahí.

—Pues sí que va a pasar inadvertido —dijo el muchacho—. En seguida llamará la atención.

—No llegará a mañana —replicó el Jaff—; y para cuando los carroñeros se hayan encargado de él, nadie distinguirá lo que es.

—¿Y qué coño se comerá eso? —preguntó Tommy-Ray.

—Cualquier cosa con suficiente hambre —fue la respuesta del Jaff—, y siempre hay algo con suficiente hambre. ¿No es verdad, Jo-Beth?

Pero la chica no contestó. Había renunciado a llorar y a hablar. Lo único que hacía era observar a su hermano con triste expresión de confusión en el rostro.

—¿A dónde va Katz? —se preguntó el Jaff, en voz alta.

—Alameda abajo —le informó Tommy-Ray.

—Es que Fletcher le llama.

—No me digas.

—Justo lo que yo esperaba. Dondequiera que recale el hijo, allí encontraremos al padre.

—Eso si los terata no lo cogen antes.

—No le cogerán, tienen instrucciones mías de no hacerlo.

—¿Y qué pasará con la mujer que le acompaña?

—¿No te parece que nos viene como anillo al dedo? ¡Menuda samaritana! Morirá, por supuesto, pero qué estupenda muerte la suya, llena de elogios a su increíble caridad.

La observación del Jaff despertó el interés de la chica:

—¿Hay algo que te conmueva? —le preguntó.

El Jaff la observó con mirada atenta.

—Demasiadas cosas —dijo—, demasiadas cosas me emocionan. La expresión de tu rostro. La expresión del rostro de tu hermano. —Echó una ojeada a Tommy-Ray, que sonrió, luego volvió a mirar a Jo-Beth—. Lo único que quiero es ver las cosas con claridad. Ir a las razones, por encima de los sentimientos.

—¿Y es así cómo lo haces? ¿Matando a Howie y destruyendo Grove?

—Tommy-Ray ha aprendido a comprender, aunque sea a su manera. También tú comprenderás, si me das tiempo para explicártelo. Es una larga historia. Pero ten confianza en mí si te digo que Fletcher es nuestro enemigo, y que su hijo también lo es. Me matarían si pudiesen.

—Howie, no.

—Sí, también él. Es hijo de su padre, aunque él lo ignore. Y hay un premio que ganar, Jo-Beth. Se llama el Arte. Y cuando yo lo tenga lo compartiré…

—No quiero nada tuyo.

—Te enseñaré una isla…

—No.

—… y una orilla…

El Jaff la aferró, acarició su mejilla. Sus palabras serenaron a Jo-Beth, muy en contra de su buen juicio. No era la cabeza de feto lo que tenía ahora ante ella, sino un rostro que había visto dolor, que estaba surcado por el sufrimiento, y en el que, quizás, hubiera arraigado la sabiduría, la prudencia.

—Más tarde —dijo el Jaff— tendremos tiempo sobrado para hablar. En esa isla de la que te hablo, el día nunca termina.

2

—¿Por qué no nos adelantan? —preguntó Tesla a Howie.

Por dos veces, las fuerzas perseguidoras habían parecido a punto de adelantarles, cercarles y dominarles, y, otras tantas veces, sus filas habían aminorado la velocidad en el momento mismo en que se dieron cuenta de que estaban a punto de realizar su ambición. Tesla comenzaba a sospechar que la persecución estaba siendo orquestada. Y, de ser así, se inquietó, ¿por quién?, ¿y con qué intención?

El muchacho —le había dicho su nombre, murmurándolo apenas, Howie, varias calles antes— pesaba cada vez más. El último tramo que les quedaba hasta llegar a la Alameda se extendía ante los ojos de Tesla como un campo de maniobras de Infantería de Marina. ¿Dónde estaba Grillo, en ese momento que tanto lo necesitaba? ¿Perdido en el laberinto de callejas y callejones sin salida que hacía a esa ciudad tan difícil de cruzar, o habría caído víctima de los extraños seres que atacaron el coche?

A Grillo no le había ocurrido ninguna de ambas cosas. Confiando en que el ingenio de Tesla la mantendría a salvo de la horda el tiempo suficiente para permitirle a él encontrar ayuda, condujo como loco, primero hasta un teléfono público, luego a la dirección que acababa de averiguar allí. Aunque los miembros le pesaban como si fuesen de plomo y los dientes seguían castañeteándole, sus procesos mentales le parecían bastante claros, por más que sabía —a causa de los meses que siguieron a la catástrofe, pasados en un estupor alcohólico ininterrumpido— que esa claridad mental podía muy bien ser engañosa. ¿Cuántas resmas escritas bajo la influencia del alcohol que, al leerlas, le habían parecido la lucidez misma, resultaron tan ilegibles como Finnegans Wake cuando los efectos del alcohol pasaron? Quizá le estuviese ocurriendo en ese momento. Quizás estuviese perdiendo un tiempo que hubiera debido aprovechar mejor llamando a la primera puerta que encontrase para pedir ayuda urgente. Pero su instinto le decía que no la encontraría. La inesperada aparición de un sujeto sin afeitar, hablando de monstruos, bastaría para que le dieran con la puerta en las narices en cualquier hogar que no fuera el de Hotchkiss.

El hombre estaba en casa, y despierto.

—¿Grillo? Hombre, por Dios, ¿qué diablos le ocurre?

Hotchkiss no tenia razón para jactarse, porque parecía tan agotado como el mismo Grillo. Tenía un vaso de cerveza en la mano y varios hermanos de ése en los ojos.

—Acompáñeme y calle —le dijo Grillo—. Se lo explicaré por el camino.

—¿A dónde?

—¿Tiene armas?

—Tengo una pistola.

—Cójala.

—Espere, necesito…

—Ni una palabra más —dijo Grillo—. No sé por dónde han ido, y nosotros…

—Escuche —dijo Hotchkiss.

—¿Qué?

—Sirenas, oigo sirenas de alarma.

Las alarmas entraron en funcionamiento en el supermercado en cuanto Fletcher se puso a romper los escaparates. Sonaban con la misma estridencia en la tienda de alimentación de Marvin como en la de anímales, donde el ruido aumentaba con el que los animales, despertados de su sueño, hacían. Fletcher estimulaba el coro. Cuanto antes saliera Grove de su letargo, tanto mejor, y él no conocía mejor manera de despertarles que asestar un golpe inesperado a su arteria comercial. Una vez empezado el estruendo, Fletcher entró en dos de las seis tiendas en busca de aderezos con que apresurar su trabajo. El drama que había planeado tendría que estar cronometrado a la perfección para que impresione a los espectadores. Si fracasaba, al menos no vería las consecuencias de ese fracaso. Fletcher había tenido demasiados dolores en su vida, y demasiados pocos amigos dispuestos a compartirlos con él. Y de esos pocos, el más intimo de todos había sido, quizá, Raúl. ¿Dónde se encontraría Raúl? Muerto, con toda probabilidad, y su fantasma estaría acechando las ruinas de la Misión de Santa Catrina.

Recortando la Misión, Fletcher se detuvo en seco. ¿Y qué hay del Nuncio? ¿Sería posible que los restos de la gran obra, como el Jaff solía llamarla, estuviesen todavía en lo alto de la roca? De ser así, y si a algún inocente se le ocurría tropezar con ellos, toda aquella historia se repetiría entera. Y, entonces, el martirio voluntario que Fletcher estaba preparando no serviría para nada. Ésa era otra tarea que debería encargar a Howard antes de separarse de él para siempre.

Era raro que las sirenas sonaran durante mucho rato en Grove. Y seguro que nunca había habido tantas aullando al mismo tiempo. Su cacofonía flotó sobre la ciudad entera, desde el perímetro boscoso de Deerdell hasta la casa de la viuda de Vance, en la cima de la Colina. Aunque todavía era demasiado temprano para que la gente mayor de Grove estuviese ya dormida, casi todos ellos —les hubiera tocado el Jaff o no— se sentían extrañamente trastornados. Hablaban con sus familiares y amigos en susurros, si es que se sentían con fuerza para hablar; se pasaban las horas muertas en los huecos de las puertas o en el centro del comedor de sus casas incapaces por completo de recordar la razón que les había inducido a levantarse de sus cómodos solas. Y si alguien les hubiese preguntado cómo se llamaban, es probable que muchos no hubiesen sabido decirlo.

Pero las sirenas les alarmaron a todos, confirmando lo que sus instintos animales sabían desde el alba: las cosas no iban bien aquella noche; la situación no era ni normal ni racional. Lo mejor, en un caso así era permanecer en casa, con puertas y ventanas bien cerradas y vueltas a cerrar.

No todos eran pasivos, sin embargo. Algunos levantaron un poco las persianas para ver si había algún vecino por las calles. Otros llegaron incluso a acercarse a la puerta de la calle (mientras su cónyuge les pedían que volvieran, les advertían que no tenían necesidad alguna de salir, que no había nada fuera que no pudiesen ver en la televisión). Pero bastó con que uno solo se atreviera a salir a la calle, a despecho de todos los peligros, para que otros lo limitasen.

—¡Inteligente! —exclamó el Jaff.

—¿Qué se propone? —quiso saber Tommy-Ray—. ¿Por qué hace tanto ruido?

—Lo que él quiere es que la gente vea los terata —dijo el Jaff—. Quizás espera que así se rebelen todos contra nosotros. Ya lo ha intentado en otras ocasiones.

—¿Cuándo?

—Durante nuestros viajes por América. Pero entonces no levantó rebelión alguna, y tampoco lo va a conseguir ahora. La gente no tiene bastante fe, ni tampoco sueña lo suficiente. Y a Fletcher le hacen falta fe y sueños. Éste es indicio de que está desesperado. Ha sido vencido, y él lo sabe. —Se volvió a Jo-Beth—. Te gustará saber que voy a liberar a Katz de sus perseguidores. Ya sabemos dónde está Fletcher. Y donde lo encontraremos a él, también hallaremos a su hijo.

—Han dejado de perseguirnos —dijo Tesla.

Era cierto, la horda se había detenido.

—¿Qué diablos querrá decir esto?

Su peso no respondió, porque apenas si tenía fuerza para mover la cabeza. Pero cuando la levantó lo hizo en dirección al supermercado, uno de los comercios de la Alameda las lunas de cuyos escaparates habían sido rotas.

—¿Vamos al mercado? —preguntó ella.

Howie lanzó un gruñido.

—Lo que tú digas —respondió Tesla.

En el supermercado, Fletcher levantó la cabeza, distrayéndose de sus ocupaciones. El muchacho estaba a la vista. Una mujer lo llevaba a cuestas, casi en vilo, por entre un caos de cristales rotos. Fletcher dejó sus preparativos y se acercó a la ventana.

—¡Howard! —llamó.

Tesla levantó la vista. Howie ni siquiera lo intentó, para no desperdiciar la poca energía que le quedaba. El hombre que Tesla vio salir del supermercado no parecía un terrorista. Ni tampoco daba la impresión de ser el padre del muchacho, aunque, a Tesla, nunca se le habían dado bien los parecidos familiares. Era un hombre alto, descolorido, que, a juzgar por lo andrajoso de su atuendo, estaba en una situación tan precaria como la de su hijo. Tenía la ropa empapada, eso saltaba a la vista, y su nariz identificó el acre olor de la gasolina. El hombre goteaba gasolina al andar y Tesla temió de pronto haberse liberado de la persecución para caer en manos de un loco de atar.

—Apártate —le ordenó ella.

—Tengo que hablar con Howard antes de que el Jaff llegue.

—¿Quién?

—Tú le has guiado hasta aquí, a él y a su ejército.

—No he podido evitarlo. Howie se encuentra muy mal de verdad. Eso que tiene pegado a la espalda…

—A ver, déjame ver…

—Nada de llamas —advirtió Tesla—, o me voy de aquí.

—Comprendo —dijo Fletcher, levantando las palmas de las manos como un prestidigitador que quiere demostrar que no prepara truco alguno.

Tesla asintió, y permitió que se acercase.

—Déjale en el suelo —ordenó el hombre.

Tesla le obedeció, y sus músculos vibraron de gratitud. En cuanto Howie estuvo echado en el suelo, su padre asió con ambas manos al parásito, que comenzó a agitarse de inmediato, sus miembros aferrándose más y más a su víctima. Apenas consciente, Howie empezó a jadear, en busca de aliento.

—¡Le está matando! —chilló Tesla.

—¡Agárralo por la cabeza!

¿Cómo?

—¡Ya me has oído! ¡Su cabeza! ¡Sólo agárrala!

Tesla echó una ojeada al hombre, luego miró a la bestia. Después a Howie. Tres latidos. Al cuarto se atrevió a coger la cabeza de la bestia, cuya complicada boca estaba hincada en el cuello de Howie, pero Tesla consiguió que se soltase lo suficiente para, en su lugar, hincarse en su mano. En ese momento, el hombre que apestaba a gasolina dio un tirón y la bestia y el cuerpo del muchacho se separaron.

¡Suelta! —gritó el hombre.

Tesla no necesitó que la convencieran y soltó la mano de la bestial boca, a pesar del sacrificio de carne que eso supuso. El padre de Howie la arrojó al suelo, donde dio contra una pirámide de latas de conserva, quedando enterrada debajo de ellas.

Tesla se miró la mano. La palma estaba agujereada en el centro. No fue la única en interesarse por su herida.

—Tienes que realizar un viaje —le dijo el hombre.

—¿Qué es esto? ¿Una lectura de la mano?

—Yo quería que el chico lo hiciese por mí; pero ahora veo… que has venido tú en su lugar.

—Eh, oye, ya he hecho todo lo que he podido —dijo Tesla.

—Me llamo Fletcher, y te ruego que no me abandones ahora. Tu herida me recuerda la primera que el Nuncio me hizo… —Abrió la mano; en su palma aparecía una cicatriz, como si alguien le hubiese hincado un clavo en ella—. Tengo muchas cosas que contarte. Howie se resistía a oírlas, pero tú no lo harás. Sé que no te resistirás. Eres parte de la historia. Naciste para estar aquí, ahora, conmigo.

—No entiendo nada.

—Analízalo mañana. Ahora, ayúdame. Tenemos muy poco tiempo.

—Quiero advertirte —dijo Grillo, conduciendo el coche por la Alameda con Hotchkiss a su lado— que todo aquello que vimos salir de la tierra no era más que el principio. Esta noche hay más monstruos en Grove que en ningún otro momento de su historia.

Aminoró la velocidad para dejar cruzar la calle a dos transeúntes que se dirigían a pie hacia el origen de las llamadas. Y no eran los únicos. Otros convergían en la Alameda como si fueran a un carnaval.

—Diles que se vuelvan —dijo Grillo, asomándose a la ventanilla del coche y gritándoles un aviso. Pero ni sus palabras ni las de Hotchkiss sirvieron de nada—. Cuando tengan ante sus ojos lo que yo he visto el pánico se desatará aquí.

—A lo mejor les sirve de algo —observó Hotchkiss, con amargura—. Durante todos estos años han pensado que yo estaba loco porque he cerrado las cuevas y he hablado de la muerte de Carolyn como de un asesinato

—No te entiendo.

—Me refiero a mi hija Carolyn…

—¿Qué le sucedió?

—Te lo contaré en otra ocasión, Grillo, cuando tengas tiempo para llorar.

Había llegado al estacionamiento de la Alameda. Unos treinta o cuarenta habitantes de Grove se habían reunido allí; algunos daban vueltas y examinaban los desperfectos sufridos por varias de las tiendas; otros permanecían quietos, escuchando las alarmas como si fuera música celestial. Grillo y Hotchkiss se bajaron del coche y cruzaron el estacionamiento camino del supermercado.

—Huele a gasolina —dijo Grillo.

Hotchkiss se mostró de acuerdo.

—Debiéramos indicar a esa gente que se fuese de aquí —dijo.

Y, levantando la voz, y la pistola, dio comienzo a cierta técnica primitiva de control de muchedumbres. Sus intentos llamaron la atención de un hombre pequeño y calvo.

—Hotchkiss —le dijo—, ¿estás al cargo de esto?

—No si quieres hacerlo, Marvin.

—¿Dónde está Spilmont? Tiene que haber alguien con autoridad aquí. Me han roto todas las lunas de los escaparates.

—Seguro que la Policía está al llegar —le animó Hotchkiss.

—Esto es puro vandalismo —prosiguió Marvin—. Son chicos de Los Ángeles que se divierten así.

—No lo creo —intervino Grillo. El olor a gasolina estaba mareándole.

—¿Y quién diablos es usted? —preguntó, imperioso, Marvin, chillando, cortante, sus palabras.

Antes de que Grillo pudiera contestarle, otra persona se sumó al griterío.

—¡Hay alguien aquí!

Grillo miró en dirección al supermercado. Aunque los ojos le escocían, comprobó que era cierto. Se veían figuras que se morían en la penumbra del supermercado. Grillo se acercaba al escaparate, entre los pedazos de cristal, cuando una de las figuras se hizo visible.

—¿Tesla?

Ella le oyó, levantó la vista y gritó:

—¡No te acerques, Grillo!

—¿Pero qué ocurre?

—¡Te digo que no te acerques!

Grillo hizo caso omiso, y entró en el supermercado por un agujero que había en el cristal del escaparate. El muchacho que Tesla había salvado estaba echado boca abajo en el suelo, desnudo de la cintura para arriba. Detrás de él había un hombre a quien Grillo conocía y no conocía al mismo tiempo. Era un rostro al que no podía poner nombre, pero reconoció instintivamente su presencia. Tardó varios instantes en localizarle. Era uno de los que se habían fugado por la grieta.

—¡Hotchkiss! —gritó—. ¡Venga aquí!

—Ya basta —intervino Tesla—. No traigas aquí a ninguno de nosotros.

—¿De nosotros? —preguntó Grillo—. ¿Desde cuándo es asunto nuestro?

—Este hombre se llama Fletcher —dijo Tesla, como respondiendo a la primera pregunta que bailaba en la mente de Grillo—, y el muchacho se llama Howard Katz. —Y añadió, en respuesta a la tercera pregunta—: Son padre e hijo. —Y a la cuarta—: Todo esto va a explotar, Grillo, y no pienso moverme de aquí hasta que lo haga.

Hotchkiss estaba al lado de Grillo.

—Mierda jodida —suspiró.

—Las cuevas, ¿no?

—Sí, justo.

—¿Podemos llevarnos al muchacho? —preguntó Grillo.

Tesla asintió.

—Pero que sea rápido; si no, éste será el fin de todos nosotros.

Ya no miraba el rostro de Grillo, sus ojos estaban fijos ahora en el estacionamiento, o en la noche que se extendía más allá. Esperaban a alguien en aquella fiesta. Al otro fantasma, sin duda.

Grillo y Hotchkiss cogieron al muchacho y le pusieron en pie.

Esperad.

Fletcher se acercó al trío, y el olor a gasolina creció con su proximidad. Aquel hombre, sin embargo, exhalaba algo más que olor. Algo semejante a una débil descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Grillo cuando le vio coger a su hijo y se estableció contacto entre los tres sistemas. La mente de Grillo se elevó por un instante, olvidada toda su fragilidad corporal, hasta un espacio en el que los sueños colgaban como estrellas a medianoche. Esa sensación desapareció con tremenda rapidez, casi brutal, en cuanto Fletcher apartó la mano del rostro de su hijo. Grillo miró hacia Hotchkiss, y, por su expresión, pensó que también él había sentido ese instante de esplendor. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué va a pasar? —preguntó Grillo, mirando a Tesla.

—Fletcher se va.

—¿Por qué?, ¿a dónde?

—A ningún sitio y a todos —respondió Tesla.

—¿Cómo lo sabes?

Porque se lo he dicho yo —respondió Fletcher por ella—. Es preciso preservar la esencia. —Miró a Grillo, con un levísimo atisbo de sonrisa en el rostro—. Sujetad a mi hijo, caballeros —dijo—, y manténgalo apartado de la línea de fuego.

—¿Cómo?

—Sal de aquí y calla, Grillo —dijo Tesla—, lo que suceda ahora, lo que sea, ocurrirá porque él lo quiere así.

Ambos agarraron a Howie y le sacaron por el escaparate, como se les había ordenado. Hotchkiss salió el primero, para recoger el cuerpo del muchacho, que estaba desmadejado como un cadáver reciente. Cuando Grillo se lo pasó a Hotchkiss oyó a Tesla, que hablaba detrás de él.

Sólo dijo:

—¡El Jaff!

El otro fugitivo, el enemigo de Fletcher, estaba ante ellos, en el otro extremo del estacionamiento. La muchedumbre, que había aumentado en cinco o seis veces, se había separado, sin que nadie se lo hubiera pedido de manera explícita, dejando un pasillo abierto entre los dos enemigos. El Jaff no llegaba solo. Detrás de él iban dos perfectos tipos californianos a quienes Grillo no supo poner nombre. Pero Hotchkiss los conocía.

—Son Jo-Beth y Tommy-Ray —le informó.

Al oír el nombre de uno, o de los dos, Howie levantó la cabeza.

—¿Dónde? —murmuró, pero sus ojos los encontraron antes de que nadie tuviera tiempo de contestarle—. Soltadme —pidió mientras intentaba apartar de sí a Hotchkiss—; la matarán si no los detengo. ¿No lo veis? La matarán.

—Aquí se trata de algo más que de tu novia —dijo Tesla, sumiendo a Grillo de nuevo en dudas sobre cómo había llegado a saber tanto en tan poco tiempo.

La fuente de sus conocimientos, Fletcher, salió en ese momento del supermercado, pasó junto a ellos, Tesla, Grillo, Howie y Hotchkiss, y se situó en el extremo del pasillo humano por donde el Jaff avanzaba.

Éste fue el primero en hablar.

¿Qué ocurre aquí? —preguntó—. Tus juegos han despertado a media ciudad.

A la mitad que tú no has envenenado —replicó Fletcher.

No te vayas aún a ir a la tumba sin charlar un poco. Mendiga. ¿Me das los cojones si te dejo vivir?

Eso, a mí, me dio siempre igual.

¿Los cojones?

Vivir.

Tenías ambición —dijo el Jaff, mientras comenzaba a acercarse, muy despacio a Fletcher—, no lo niegues.

No como la tuya.

Cierto. Yo tenía un objetivo.

No debes apoderarte del Arte.

El Jaff levantó la mano y se frotó el índice contra el pulgar, como si se dispusiera a contar dinero.

Demasiado tarde. Ya lo siento en mis dedos.

Muy bien —suspiró Fletcher—. Si quieres que mendigue mendigaré. Hay que reservar la esencia. Te suplico que no la toques.

—No es para ti, ¿verdad? —dijo el Jaff.

Se había detenido a cierta distancia de Fletcher. Y, en ese momento, el joven, llevando consigo a su hermana, se unió a él.

Mi carne —dijo el Jaff, señalando a sus hijos—; ellos harán por mí lo que yo les diga, ¿verdad, Tommy-Ray?

El muchacho sonrió.

Lo que sea.

Al estar siguiendo con atención el diálogo entre los dos hombres, Tesla no se dio cuenta de que Howie se había desasido de Hotchkiss hasta que le vio acercarse a ella.

—El arma —le susurró el muchacho al oído.

Tesla había sacado su pistola del supermercado. Se la pasó a Howie a desgana, poniéndosela en la mano herida.

—La matará —murmuró Howie.

—Es su hija —susurró Tesla, a modo de respuesta.

—¿Y crees que eso le importa?

Recordando esas palabras, más tarde, Tesla comprendió lo que el muchacho había querido decir. Fueran cuales fuesen los cambios que la gran obra de Fletcher (el Nuncio, como éste la llamaba) había producido en el Jaff, lo cierto era que le habían llevado al borde mismo de la locura. Aunque Tesla había dispuesto de muy poco tiempo para asimilar las visiones que Fletcher le comunicara, y sólo se hacía una idea muy ligera de las complejidades del Arte, de la Esencia, del Cosmos y del Metacosmos, sabía lo suficiente como para estar segura de que tanto poder concentrado en las manos de aquel ente sería un poder maléfico inconmensurable.

Has perdido, Fletcher —continuó el Jaff—. Ni tú ni tu hijo tenéis lo que hace falta para ser… modernos. —Sonrió—. Estos dos, por otra parte, están al borde mismo. Todo es puro experimento, ¿verdad?

Tommy-Ray tenía la mano apoyada en el hombro de Jo-Beth; de pronto la bajó hasta el seno de la joven. Alguien de entre la muchedumbre empezó a decir algo a propósito de ese gesto, pero el Jaff lo acalló con una simple mirada. Jo-Beth se apartó de su hermano, mas Tommy-Ray no estaba dispuesto a soltarla. La atrajo de nuevo hacia sí, e inclinó su cabeza hacia la de ella.

Un disparo interrumpió el beso, la bala se incrustó en el asfalto, a los pies de Tommy-Ray.

—Suéltala —le ordenó Howie.

Su voz no era fuerte, aunque resonó firme.

Tommy-Ray obedeció, mirando a Howie con cierta perplejidad. Sacó el cuchillo del bolsillo trasero del pantalón. La muchedumbre husmeó la inminencia de la pelea. Algunos dieron unos pasos atrás, sobre todo los que tenían niños con ellos. Pero casi todos no se movieron de donde estaban.

Detrás de Fletcher, Grillo se inclinó hacia Hotchkiss y le susurró algo al oído:

—¿Podría sacarle de aquí?

—¿Al chico?

—No, al Jaff.

—No te molestes en intentarlo —murmuró Tesla—. No le detendría.

—¿Y qué lo haría?

—Sólo Dios lo sabe.

—¿Vas a matarme a tiros a sangre fría delante de toda esta gente? —preguntó Tommy-Ray a Howie—. Venga, hombre, a ver si te atreves. Vamos, dispara, no tengo miedo. Me gusta la muerte, y a la muerte le gusto yo. Aprieta el gatillo, Katz, si tienes cojones.

Mientras hablaba, se iba acercando despacio a Howie, que apenas conseguía mantenerse en pie. Aunque seguía apuntando a Tommy-Ray con la pistola.

Fue el Jaff quien puso fin a la situación al apoderarse de Jo-Beth. Cuando se sintió sujeta, Jo-Beth gritó y Howie miró hacia ella, momento que Tommy-Ray aprovechó para echársele encima con el cuchillo en alto. Bastó con un empujón de Tommy-Ray para tirar al suelo a Howie. La pistola salió disparada de su mano. Tommy-Ray propinó una fuerte patada a Howie entre las piernas y luego se tiró sobre su víctima.

¡No le mates! —ordenó el Jaff.

Al mismo tiempo, soltó a Jo-Beth y avanzó hacia Fletcher. De los dedos en los que había asegurado que ya casi sentía el Arte, le manaban gotas de poder, como ectoplasma, que estallaban en el aire. Había llegado hasta donde se encontraban los que se peleaban, y pareció a punto de intervenir; pero, en lugar de esto, se limitó a observarles un momento, como quien mira a dos perros que se muerden, y pasó por su lado, continuando su avance hacia Fletcher.

—Lo mejor será que nos echemos atrás —murmuró Tesla a Grillo y a Hotchkiss—, esto no depende ya de nosotros.

La prueba de que ella llevaba razón la tuvieron segundos más tarde, cuando Fletcher metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas con la marca Tienda de Alimentación de Marvin. Ninguno de los espectadores quería perderse lo que estaba a punto de ocurrir. Habían olido la gasolina y sabían su origen, y ahora, además, había cerillas de por medio, lo que indicaba que era inminente una inmolación. Pero nadie retrocedió ni un paso. Aunque apenas entendían lo que estaba ocurriendo entre los dos protagonistas, casi todos los espectadores sentían en lo más hondo que eran acontecimientos de importancia. ¿Cómo iban a apartar la mirada cuando era la primera vez en su vida que se les presentaba la oportunidad de ver de cerca a los dioses?

Fletcher sacó una cerilla. Iba a rascarla contra la caja cuando de la mano del Jaff volaron nuevos dardos de poder, dirigidos contra Fletcher. Le acertaron en los dedos, como balas, y fue tal su violencia que le arrancaron la caja y la cerilla de las manos.

No pierdas el tiempo con trucos —le dijo el Jaff—. Sabes que el fuego no va a hacerme daño. Tampoco a ti, a menos que sea por tu propia voluntad. Y si lo que quieres es extinción, no tienes más que pedírmelo.

Y en esa ocasión él mismo llevó su veneno a Fletcher, en lugar de lanzárselo con la mano. Se acercó a su enemigo y le tocó. El cuerpo de Fletcher se estremeció. Con agónica lentitud volvió la cabeza lo bastante como para ver a Tesla, y ella vio una tremenda vulnerabilidad en aquellos ojos; se había abierto a sí mismo al ataque al llevar a cabo su jugada final, el jaque mate que tenía pensado. Pero la astucia del Jaff había sabido entrar en contacto directo con su esencia misma. La súplica que se leía en su expresión era inequívoca: un mensaje de caos que se extendía por todo su sistema como consecuencia del contacto del Jaff. Para él, la única salvación que había era la muerte.

Tesla no tenía cerillas, pero sí la pistola de Hotchkiss. Sin decir una palabra se la arrancó de la mano. Su movimiento llamó la atención del Jaff, y, durante un gélido instante, Tesla vio fija en ella esa mirada de loco, y una cabeza de fantasma que se hinchaba en torno de aquellos ojos; otro Jaff se ocultaba detrás del primero.

Luego apuntó el cañón de la pistola hacia el suelo, detrás de Fletcher, y disparó. No se produjo una sola chispa, como ella esperaba. Volvió a apuntar, vaciando su cabeza de todo pensamiento que no fuera su voluntad de producir una chispa. No era la primera vez que encendía fuego en sus relatos, para interesar al lector. Pero ahora iba en serio, derecho a la carne.

Exhaló un lento suspiro, como solía hacer por las mañanas cuando se sentaba ante la máquina de escribir, y apretó el gatillo.

Le pareció ver el fuego antes incluso de que éste se encendiera.

Estalló como una tormenta luminosa; la chispa y el rayo que la precedió. El aire en torno a Fletcher se volvió amarillo. Luego, la llama saltó.

El calor fue repentino, e intenso. Tesla soltó la pistola y corrió hacia otro sitio para observar lo que iba a ocurrir. Fletcher la vio a través del incendio, y en su expresión hubo una dulzura que Tesla recordaría a lo largo de las aventuras que el futuro le tenía reservadas como un recordatorio de lo poco que ella entendía el funcionamiento del Mundo. Que un hombre pudiera gozar estando en llamas; que sacase algún beneficio de arder; que el fuego fuera el modo de sentirse realizado, todo ello constituía una lección que ningún maestro hubiera podido enseñar jamás. Pero ésa era la realidad, y creada por su propia mano.

Más allá del fuego, Tesla vio al Jaff alejarse de allí con un encogimiento de hombros lleno de ridículo. El fuego le había prendido los dedos con los que tocaba a Fletcher en ese momento. El Jaff se las apagó de un soplo, como quien apaga velas. Detrás de él, Howie y Tommy-Ray se apartaron del calor, aplazando su odio. Pero esa escena retuvo la atención de Tesla sólo un instante, que en seguida volvió a concentrarla en el espectáculo del incendio de Fletcher. En ese cortísimo instante, el status de Fletcher había cambiado. El fuego, que lo rodeaba como a una columna, no le consumía, sino que le transformaba. Durante ese proceso despedía relámpagos de materia brillante y luminosa.

La respuesta del Jaff a esas luces, retroceder como un perro rabioso cuando le echan agua, dio a Tesla una idea de la repugnante naturaleza de «aquello». Esas luces eran para Fletcher lo que las gotas de poder que le habían arrancado las cerillas eran para el Jaff: algún poder esencial liberado, y por eso el Jaff odiaba esas luces. La claridad hacía más visible el rostro que ocultaba tras la careta. Y al ver ese rostro, y el cambio milagroso que se producía en Fletcher, Tesla se acercó al fuego más de lo que la seguridad aconsejaba. Percibió el olor a quemado de su propio cabello, pero se sentía demasiado intrigada para retroceder. Ésta, después de todo, era su obra. Ella era la creadora. Como el primer mono que alimentó una llama, y, con ello, transformó a su tribu.

Ésa, comprendió Tesla, era la esperanza de Fletcher: la transformación de la tribu. O sea. No se trataba de un mero espectáculo. Las motas ardientes que el cuerpo de Fletcher desprendía llevaban en sí la intención de su progenitor. Salían de la columna como semillas luminosas, y tejían una búsqueda de terreno fértil en el aire. Los habitantes de Grove eran ese terreno, y las luciérnagas les encontraron esperándolas. Lo que le pareció milagroso a Tesla fue que ni uno de ellos huyó. Quizá la violencia recién presenciada había espantado ya a los medrosos, y los que quedaban estaban dispuestos a participar en la magia, hasta el punto de que algunos incluso avanzaron para saludar a las luces, como devotos que se acercan al altar a recibir la comunión. Primero los niños, cogiendo las motas en el aire, y comprobando así que no hacían daño. La luz se rompía contra sus manos abiertas, o contra sus rostros, que le daban la bienvenida, mientras el fuego se reflejaba un instante en sus ojos. Los padres de estos audaces fueron los siguientes en sentir el contacto. Algunos, golpeados por las motas, volvieron corriendo junto a su cónyuge.

—Es agradable —decían—. No hace daño. ¡Sólo es… luz!

Pero se trataba de algo más que eso, y Tesla lo sabía. Era Fletcher mismo. Y al dar así su propia sustancia física, él mismo iba extinguiéndose. Pecho, manos e ingle habían desaparecido ya casi por completo. La cabeza y el cuello estaban apenas sujetos a sus hombros, y éstos a la parte inferior del torso, todo ello unido por hilos de materia polvorienta a merced del más leve capricho de las llamas. Tesla los vio desaparecer también, romperse, tornarse luz. Ese espectáculo le recordó un himno de su niñez. Su mente rompió a cantar: Jesús quiere hacer de mí un rayo de sol. Una canción vieja para una nueva edad.

El primer acto de esa nueva edad llegaba a su fin. La esencia de Fletcher estaba consumida casi por entero; su rostro, corrido en torno a los ojos y a la boca; su cráneo se fragmentaba, su cerebro se fundía transformándose en luz y volaba de su cuenco como la cabeza de un diente de león a impulsos del viento de agosto.

Al arder, los pedazos de Fletcher que aún quedaban desaparecieron en el fuego. Carentes de combustible las llamas se apagaron. No hubo un momento intermedio, ni tampoco cenizas, ni siquiera humo. Sólo un instante de luz, de calor y de asombro. Después, nada.

Tesla había presenciado la transformación de Fletcher demasiado de cerca para contar el número de testigos que fueron tocados por su luz. Muchos, sin duda. Todos, quizá. Tal vez fuera su mismo número lo que impidió que el Jaff tomara represalias. Después de todo, tenía un ejército esperando en la noche. Pero el hecho es que no lo avisó. En vez de eso se marchó de allí llamando la atención lo menos posible. Y Tommy-Ray se fue con él. Pero Jo-Beth no. Howie se había situado junto a ella, pistola en mano, durante la cremación de Fletcher. Lo único que Tommy-Ray pudo hacer, en vista de ello, fue proferir unas cuantas amenazas poco coherentes y seguir los pasos de su padre.

Ésa fue, en lo esencial, la última actuación de Fletcher el Brujo. Desde luego, aquello tendría repercusiones, pero sólo cuando los que recibieron su luz hubieran tenido tiempo de asimilar ese don durante unas pocas horas. Sin embargo, hubo algunas consecuencias inmediatas. Para Grillo y Hotchkiss, la satisfacción de saber que sus sentidos no les habían engañado en las cuevas; para Jo-Beth y Howie, la unión, después de los sucesos que les habían llevado al borde mismo de la muerte; y para Tesla, el conocimiento de que, con la desaparición de Fletcher, un gran peso de responsabilidad había pasado a ella.

Sin embargo, el depositario de la mayor parte de la magia de aquella noche fue Grove. Sus calles habían visto horrores. Aunque sus ciudadanos habían sido tocados por espíritus.

Pronto, la guerra.