VI

1

Durante el pesado camino desde la Alameda hasta la casa de Jo-Beth, Howie se dio cuenta claramente de por qué ésta había insistido tanto en que lo ocurrido entre ellos —sobre todo el terror que ambos habían sentido en el motel— era obra del diablo. No era de extrañar, dado que Jo-Beth trabajaba en compañía de una mujer tan devota, en una librería donde no había otra cosa que literatura mormona. Por difícil y violenta que hubiera sido su conversación con Lois Knapp, por lo menos le había dado una idea más clara del reto con el que tenía que enfrentarse. De alguna manera, se trataba de convencer a Jo-Beth de que no había crimen contra Dios o contra el hombre en el afecto que sentían el uno por el otro; y de que en él, en Howie, tampoco había nada demoníaco. La verdad era que la tarea se le presentaba difícil.

A pesar de todo, no tuvo mucha oportunidad de persuadir a Jo-Beth. Al principio, ni siquiera consiguió que le abrieran la puerta. Llamó y oprimió el botón del timbre durante cinco minutos por lo menos, convencido instintivamente de que en la casa había alguien que le podía abrir si quería. Pero hasta que no se apartó unos pasos del portal y comenzó a gritar hacia las ventanas empersianadas, no oyó el ruido de las cadenas de seguridad de la puerta. Entonces regresó al portal y dijo a la mujer que se asomó por la rendija, y que, indudablemente, debía de ser Joyce McGuire, que quería hablar con su hija. Por lo general, las madres solían hacerle caso. Su tartamudeo y sus gafas le daban aspecto de estudiante aplicado y algo introvertido. Pero Mrs. McGuire sabía muy bien que las apariencias engañan. El consejo que dio a Howie fue copia exacta del de Lois Knapp:

—No le queremos aquí —dijo—. Haga el favor de volverse a su casa y dejarnos en paz.

—Lo único que quiero es hablar un momento con Jo-Beth —replicó él—, está aquí, ¿verdad?

—Sí, está aquí, pero no quiere verle.

—Me gustaría que ella misma me lo dijera, si a usted no le importa.

—¿Ah, sí? —dijo Mrs. McGuire, y, sin más, con gran sorpresa de Howie, abrió la puerta.

Dentro de la casa estaba oscuro, y en el portal, en cambio, había luz. Howie vio a Jo-Beth de pie, en medio de la oscuridad, en el fondo del vestíbulo. Iba vestida de oscuro, como si estuviera a punto de asistir a un funeral. Esto hacía que pareciera más cenicienta de lo que se sentía. Sólo sus ojos reflejaban algo de la luz que iluminaba el portal.

—Venga, díselo —la apremió su madre.

—Jo-Beth, ¿podemos hablar? —preguntó Howie.

—No debes venir aquí —dijo ella en voz baja. Su voz apenas se oía en el interior de la casa. El aire que había entre ellos estaba muerto—. Es peligroso para todos nosotros —prosiguió—. No debes volver nunca más aquí.

—Pero necesito hablarte.

—No sirve de nada, Howie, ocurrirán cosas terribles si no te vas.

—¿Qué cosas? —quería saber Howie.

Pero no fue ella quien le respondió, sino Joyce:

—No es culpa tuya —dijo, en su voz ya no hubo la agresividad de antes—. Nadie te echa la culpa, pero has de comprender, Howard, que lo que nos ocurrió a tu madre y a mí no ha terminado.

—No, mucho me temo que no lo comprendo —replicó él—. No lo comprendo en absoluto.

—Pues quizá sea preferible así —fue la respuesta—. Lo mejor será que te vayas. Ahora mismo.

Y, diciendo esto, comenzó a cerrar la puerta.

—Es… es… es… —comenzó Howie.

Pero antes de que pudiera terminar la palabra que quería decir: «Espera», se encontró cara a cara con un gran tablero de madera a unos centímetros de su nariz.

—¡Mierda! —consiguió decir, y esta vez sin tartamudear.

Siguió así, mirando la puerta cerrada, durante varios segundos, mientras los cerrojos y las cadenas volvían a su sitio en el interior de la casa. Era imposible imaginar derrota más completa. No sólo Mrs. McGuire lo echaba de allí con cajas destempladas, sino la misma Jo-Beth, cuya voz se añadía al coro. Decidió dejar las cosas así, en lugar de hacer otra intentona, y verla coronada por el fracaso.

Ya tenía pensada su visita siguiente antes incluso de apartarse del portal y echar a andar calle abajo.

En algún lugar del bosque, en el otro extremo de Grove, estaba el paraje donde Mrs. McGuire y su madre y el comediante habían encontrado sus respectivas desgracias, y cuyo signo eran la violación, la muerte y el desastre. Quizás hubiera en algún sitio una puerta que no su le cerrase.

—Es lo mejor que cabía hacer —dijo su madre cuando los pasos de Howard Katz dejaron de oírse.

—Lo sé —repuso Jo-Beth, mirando todavía a la puerta cerrada.

Su madre tenia razón. Si los sucesos de la noche anterior —la aparición del Jaff en la casa y la captura de Tommy-Ray— demostraban algo, era que no se podía confiar en nadie. Un hermano al que creía conocer, y que había querido, le había sido arrebatado, en cuerpo y alma, por una fuerza que volvía del pasado. Howie también regresaba del pasado: del pasado de su madre. Fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo ahora en Grove, Howie formaba parte de ese pasado. Tal vez fuese su víctima, o su exorcizador. Pero, inocente o culpable, permitir que Howie cruzase el umbral de su casa era poner en peligro la pequeña esperanza de salvación que habían ganado en el ataque de la noche anterior.

Nada de eso hacía más fácil la tarea de cerrar la puerta en las narices de Howie. Incluso en ese momento, los dedos de Jo-Beth ardían en deseos de descorrer los cerrojos y abrir la puerta de par en par; llamarle a gritos y darle un abrazo; contarle, quizá, cosas que les reconciliaran. Pero de nada valía la reconciliación en ese momento. ¿Acaso les serviría para volver a estar juntos, para vivir de nuevo la aventura que su corazón anhelaba con toda su fuerza, para recuperar y besar a ese muchacho que, posiblemente era su propio hermano? ¿O para, en esa situación tensa como una inundación, asirse a las viejas virtudes que le arrebataba una más con cada oleada?

Su madre tenía la respuesta; la respuesta de siempre en situaciones adversas:

—Necesitamos rezar, Jo-Beth; rezar para liberarnos de nuestros opresores. Y entonces el Maligno se verá descubierto, y el Señor le consumirá con el espíritu de Su boca, y le destruirá con la luz de Su llegada.

—No consigo ver ninguna luz, mamá, ni creo haberla visto nunca.

—Llegará —insistió su madre—, y todo se aclarará.

—No, no lo creo —dijo Jo-Beth.

A su mente acudió la imagen de Tommy-Ray, que había vuelto tarde a casa la noche anterior, sonriendo, con aquella sonrisa inocente suya, cuando ella le preguntó por el Jaff, como si no hubiera ocurrido nada. ¿Era Tommy-Ray uno de los malignos por cuya destrucción rezaba su madre con tanto fervor? ¿Le consumiría el Señor con el espíritu de Su boca? Jo-Beth esperaba que eso no sucediera. Más aún, al arrodillarse con su madre para hablar con Dios rezó porque no fuese así, rezó para que el Señor no juzgase a Tommy-Ray con demasiada severidad, ni tampoco a ella por querer seguir al muchacho que había acudido a su puerta e irse con él a dondequiera que fuese.

2

Aunque la luz del día asestaba sus golpes sobre el bosque, la atmósfera que reinaba bajo su follaje era la de un lugar dominado por la noche. Los pájaros y los demás anímales que vivían allí seguían cobijados en sus guaridas o en sus nidos. La luz, o algo que latía a la luz, los había acallado. A pesar de todo, Howie sentía su escrutinio. Seguían con gran atención cada paso que daba, como si fuera un cazador llegado entre ellos bajo una luna demasiado brillante. Howie no se sentía bien recibido. Y, sin embargo, el impulso de seguir adelante crecía en él con cada paso que daba. Un susurro le había conducido allí el día anterior; un susurro que él había desechado luego, como si no fuera más que una treta de su mente confusa. Pero ahora no había una sola célula en todo su cuerpo que pusiese en duda la autenticidad de la llamada. Allí había alguien que quería verle; encontrarle; conocerle. Ayer había rechazado su llamada. Pero ya no le rechazaría.

Un impulso que no era suyo por entero lo indujo a caminar con la cabeza echada hacia atrás, de modo que el sol que pasaba entre el follaje le diese como un golpe diurno en el rostro, vuelto hacia arriba. No vaciló ante su luz, sino, por el contrario, abrió más los ojos para recibirlo. La luz y la manera rítmica con que golpeaba su retina parecían fascinarle. En cualquier otra circunstancia, Howie se hubiera negado a dejar de controlar sus propios procesos mentales. Sólo bebía cuando sus iguales le obligaban a ello; se detenía en el momento en que sentía ceder su dominio sobre sí mismo; las drogas, para él, eran impensables. Pero en esta ocasión recibía la embriaguez con anhelo; invitaba al sol a extinguir en su interior la realidad a fuerza de luz y calor.

Y dio resultado. Cuando volvió la vista a la escena que le rodeaba, se sintió medio cegado por colores que ninguna brizna de hierba podría ostentar. Su vista mental captó rápidamente el espacio que dejaba vacío lo palpable. De pronto, su vista comenzó a llenarse, a desbordarse de imágenes que indudablemente sacaba de algún lugar no explorado de su córtex, porque no guardaba el menor recuerdo de haberlas vivido. Vio delante una ventana, tan sólida —no, más sólida— que los árboles por entre los que pasaba. La ventana estaba abierta, y, a través de ella, se veían el cielo y el mar.

Esta visión dejó paso a otra, menos apacible. En torno a él había hogueras en las que parecían arder hojas de libros. Howie anduvo entre las hogueras sin el menor miedo, sabiendo que esas visiones no podían hacerle daño alguno; al contrario, las deseaba más y más.

Y le fue otorgada una tercera visión, mucho más extraña que las anteriores. A medida que las hogueras se iban extinguiendo, se formaban tenues peces con los colores de su ojos, lanzándose hacia delante en bancos de color del arcoiris.

Howie rompió a reír alto ante lo absurdo de su visión, y su risa dio lugar a otra maravilla más, pues las tres alucinaciones se sintetizaron, introduciendo en su estructura al bosque mismo que él estaba cruzando, hasta que, finalmente, hogueras, peces, cielo, mar y árboles se fundieron en un solo y brillante mosaico.

Los peces nadaban con fuego en lugar de aletas. El cielo se volvía verde y brotes de flores de estrella de mar surgían de él. La hierba se agitaba en olitas, como una marea bajo sus pies; o, mejor dicho, bajo la mente que veía los pies, porque sus pies se le volvieron de pronto completamente extraños; y lo mismo cabía decir de sus piernas, o de cualquier otra parte de su máquina. En aquel mosaico, él no era más que mente: un guijarro que saltaba sobre el suelo, y buscaba.

En medio de su alegría una pregunta vino a turbarle. Si él era más que mente, ¿qué era la máquina?, ¿algo que había que descartar para que se ahogase con los peces o ardiese con las palabras?

En algún lugar de su interior comenzó a sentir un cosquilleo de pánico.

«He perdido el control —se dijo—, he perdido mi cuerpo y estoy descontrolado. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!»

Silencio, murmuró alguien en su cabeza, no ocurre nada malo.

Howie dejó de andar, o, por lo menos, esperó haber dejado de andar.

«¿Quién va?», dijo, o, por lo menos, esperó haber dicho.

El mosaico seguía en su sitio, en torno a él, inventando nuevas paradojas de momento en momento. Howie trató de romperlo con un grito; para ver si podía trasladarse de aquel lugar a algún otro más sencillo.

—¡Quiero ver! —gritó.

¡Estoy aquí! —fue la respuesta—. Howard, estoy aquí.

—¡Páralo! —suplicó.

¿Qué es lo que tengo que parar?

—Las imágenes, ¡haz que las imágenes paren!

No tengas miedo. Son el mundo real.

—¡No! —replicó él, a gritos—. ¡No lo son!, ¡no lo son!

Se llevó las manos al rostro, esperando así borrar la confusión, pero ellas —sus propias manos— conspiraban con el enemigo.

Allí mismo, en medio de sus palmas, estaban sus ojos, devolviéndole la mirada. Eso fue demasiado para él. Howie soltó un aullido de horror y comenzó a caer. Los peces se hicieron más brillantes; las hogueras llamearon; él sintió que estaban listas para consumirle.

Al tocar el suelo con la frente, todo aquello desapareció, como si alguien hubiese apretado un botón.

Siguió inmóvil durante un momento para estar seguro de que no se trataba de otra treta; luego volvió las palmas de las manos hacia arriba, para comprobar que no estaban dotadas de vista; entonces se levantó. Incluso entonces, por precaución, se agarró a una rama baja, para seguir en contacto con el mundo.

Me decepcionas, Howard —dijo su emplazador.

Por primera vez desde que había oído la voz pudo localizar un claro punto de origen: un lugar a unos diez metros de distancia de él, donde los árboles formaban un claro dentro de un claro, y en su centro un charco de luz en el que se bañaba un hombre con el cabello recogido en una cola de caballo y un ojo muerto. Su gemelo vivo escrutó a Howie con gran intensidad.

¿Me ves con bastante claridad? —preguntó el otro.

—Sí —dijo Howie—, te veo bien. ¿Quién eres?

Me llamo Fletcher —fue la respuesta—, y tú eres mi hijo.

Howie se asió con más fuerza a la rama.

—¿Qué es lo que dices que soy?

Al devastado rostro de Fletcher no afloró sonrisa alguna. Era evidente que lo que acababa de decir, por extraño que pareciera, no había sido una broma. Salió del círculo de árboles.

No me gusta nada esconderme —dijo—, sobre todo de ti. Pero ha pasado por aquí mucha gente, de un lado para otro. —Hizo una serie de violentos ademanes—. ¡De un lado para otro! Y todo para ver una exhumación. ¿Te lo imaginas? ¡Qué día más desperdiciado!

—¿Has dicho que soy tu hijo? —preguntó Howie.

Y tanto —respondió Fletcher—. ¡Mi palabra favorita! Abajo ha de ser igual que arriba, ¿verdad?, una pelota en el cielo. Y dos entre las piernas.

—Estás de broma —dijo Howie.

De sobra sabes que no —replicó Fletcher, completamente en serio—. Llevo mucho tiempo llamándote: de padre a hijo.

—¿Y cómo te las has arreglado para entrar en mi cerebro? —quiso saber Howie.

Fletcher ni siquiera se molestó en responder a esa pregunta.

Te necesitaba aquí abajo, para que me ayudases —dijo—. Pero te obstinabas en resistirte. Me imagino que en tu lugar yo habría hecho lo mismo. Volver la espalda al arbusto en llamas. En eso somos iguales. Aire de familia.

—No te creo.

Hubieras debido dejar que las visiones siguieran durante más tiempo. Pero supongo que a partir de ahora las cosas irán a mejor. Tu padre, por si no lo sabías, tenía el vicio de la mezcalina. Las visiones me hacían una falta tremenda. Y también a ti te gustan. O, por lo menos, te gustaron un rato.

—Me daban náuseas.

Demasiadas, y demasiado pronto. Ésa es la explicación. Y no eran un regalo, sino una lección.

—¿Una lección de qué?

Una lección de la ciencia del ser y el devenir. Alquimia, biología y metafísica en una sola disciplina. Tardé mucho tiempo en captarlo, pero eso fue lo que hizo de mí el hombre que soy ahora. —Fletcher se golpeó los labios con el dedo índice—. Y no creas que no sé el lamentable aspecto que ofrezco. También me doy cuenta de que hay mejores maneras de encontrar a tu progenitor, pero hice lo que pude para que saborearas el milagro antes de que vieras en carne y hueso al que lo hizo.

—Esto no es más que un sueño —dijo Howie—, lo que ocurre es que me he quedado demasiado tiempo mirando al sol y me ha hervido los sesos.

También a mí me gusta mirar al sol —dijo Fletcher—. Y te aseguro que esto no es un sueño. Los dos estamos aquí en realidad en este mismo momento, compartiendo nuestros pensamientos como personas civilizadas. La vida nunca es más real que esto. —Abrió los brazos—. Hale, Howard, ven y dame un abrazo.

—Ni hablar.

¿De qué tienes miedo?

—Tú no eres mi padre.

Bien, de acuerdo —dijo Fletcher—, no soy más que uno de tus padres. Pero, créeme, Howard, soy el más importante de todos ellos.

—No sé si te das cuenta de que sólo dices tonterías.

¿Por que te enfadas tanto? —quiso saber Fletcher—. ¿Es por los amores desesperados que tuviste con la hija del Jaff? Lo mejor será que la olvides, Howard.

Howie se quitó las gafas y entornó los párpados, mirando a Fletcher:

—¿Cómo sabes que conozco a Jo-Beth? —preguntó.

Todo lo que bulle tu mente, hijo, bulle en la mía. Por lo menos desde que te enamoraste. Déjame que te diga. Me gusta tan poco como a ti.

—¿Dices que a mí no me gusta?

Nunca me enamoré, en toda mi vida, pero, a través de ti, estoy empezando a saber lo que es la verdad, me parece muy dulce.

—Esto es un sueño —repitió Howie—. No tiene más remedio que serlo. Un sueño de los cojones.

Bueno, pues prueba a despertar —dijo Fletcher.

—¿Cómo?

Pues, eso, que si es sueño, chico, trata de despertar. Y entonces podremos prescindir del escepticismo y ver si podemos hacer algo útil.

Howie volvió a ponerse las gafas, enfocando de nuevo el rostro de Fletcher. No vio sonrisa alguna en él.

¡Vamos, anímate! —dijo Fletcher—. Pon en orden de una vez tus dudas, porque no disponemos de mucho tiempo. Esto no es un juego. Ni tampoco un sueño. Esto es el mundo. Y si no me ayudas, te advierto que correrá peligro algo más que tu lío de faldas de tres al cuarto.

—¡Que te jodan! —exclamó Howie, cerrando el puño—. ¡Claro que puedo despertar! ¡Mira! —Hizo acopio de toda su fuerza, y dio tal puñetazo al árbol que tenía al lado que agitó todo el follaje de la copa.

Unas cuantas hojas cayeron en torno a él. Volvió a dar un puñetazo a la áspera corteza. El segundo golpe le hizo daño, como le había hecho el primero. Y también el tercero. Y el cuarto. Pero la imagen de Fletcher seguía impávida: se mantuvo serio e inalterable bajo la luz del sol. Howie volvió a dar un puñetazo al árbol, sintiendo que la piel de los nudillos se le rompía y comenzaba a sangrar. Aunque el dolor que sentía iba en aumento con cada golpe, la escena en torno a él no le brindaba indicio alguno de rendición. Decidido a desafiarla, siguió golpeando el árbol una y otra vez, como si se tratara de un nuevo ejercicio cuyo objeto no fuese reforzar la máquina, sino herirla. Donde no hay dolor no hay victoria.

«Un sueño, sólo un sueño», se dijo.

No vas a despertar —le advirtió Fletcher—. Haz el favor de parar ahora, porque vas a romperte algo. No es fácil encontrar dedos de repuesto. Tardamos unos pocos milenios en conseguir los que tenemos.

—No es más que un sueño —insistió Howie—, un puro sueño.

¿Quieres hacer el favor de estarte quieto?

En el ímpetu de Howie había algo más que un deseo urgente de romper el sueño. Media docena de furias más habían surgido para dar impulso a aquellos golpes. Ira contra Jo-Beth y su madre, y también contra su propia madre, ahora que se ponía a pensar en ello; y contra sí mismo por su ignorancia, por ser tan tonto cuando los que lo rodeaban eran tan listos. Si pudiera romper el dominio que esa ilusión tenía sobre él, nunca más volvería a ser tan tonto.

Te vas a romper la mano, Howard…

—Lo que voy es a despertar.

Pero con una mano rota, ¿y qué harás, pobre de ti, cuando tengas ganas de tocar a tu amiga?

Howie se paró, y volvió la vista hacia Fletcher. El dolor se le hizo insoportable. Por el rabillo del ojo veía la corteza del árbol, teñida de escarlata reluciente. Sintió náuseas.

—No qui… qui… quiere que la to… to… toque —murmuró—, me… me echó de… de su casa…

Su mano herida cayó contra su costado. Goteaba sangre. Howie se daba cuenta de ello, pero no conseguía hacer el esfuerzo de mirar con sus propios ojos. El sudor que le bañaba la frente se le volvió súbitamente pinchazos de agua helada. Sus articulaciones también se habían transformado en agua. Mareado, aturdido, apartó su mano palpitante de los ojos de Fletcher (oscuros, como los suyos; incluso el ojo muerto) y la elevó al cielo.

Le encontró un rayo de sol, que salió de entre las hojas, como un disparo dándole en pleno rostro.

—No es… no es… un sueño —murmuró.

Hay pruebas más sencillas —oyó observar a Fletcher a través del gemido que llenaba su cabeza.

—Vo… vo… voy a vo… vo… vomitar —dijo—, me da asco el espectáculo…

No te oigo, hijo.

—Me da asco el espectáculo de mi pro… pro… propia…

¿Sangre?

Howie asintió. Todo aquello era un error. Su cerebro daba vueltas dentro del cráneo, las conexiones se equivocaban. Su lengua ganaba vista, sus orejas saboreaban la cera, sus ojos sentían el tacto húmedo de sus párpados al cerrarse.

«Estoy fuera de aquí —pensó—, cayendo por tierra.»

Cuánto tiempo, hijo, cuánto tiempo esperando en la roca para vislumbrar la luz. Y ahora que estoy aquí, no se me brinda la menor oportunidad de disfrutarla. No hay tiempo para pasarlo bien en su compañía, como los padres suelen disfrutar la compañía de sus hijos.

Howie gimió. El mundo se le perdía de vista, eso era todo. Si quisiera abrir los ojos, lo encontraría allí mismo, esperándole. Pero Fletcher le aconsejó no intentarlo con demasiada energía.

Te tengo —le dijo.

Y era verdad. Howie sentía que los brazos de su padre le rodeaban en la oscuridad, envolviéndole. Al tacto parecían enormes. O quizá lucra que él se había encogido, que se había vuelto de nuevo un bebé.

Nunca tuve idea de ser tu padre —estaba diciéndole Fletcher—. La verdad es que me fue impuesto casi por la fuerza de las circunstancias. El Jaff decidió hacer unos cuantos niños, ¿te das cuenta?, para tener agentes de carne y hueso. Y yo no tuve más remedio que imitarle.

—¿Jo-Beth? —murmuró Howie.

¿Qué?

—Que si es tuya, o de él.

De él, por supuesto.

—¿De modo que ella y yo no somos… hermanos?

No, por supuesto que no. Ella y su hermano son obra de él. Y tú eres mi obra. Por eso tienes que ayudarme, Howie. Él es más fuerte que yo. Sólo soy un soñador drogado. Siempre lo fui. Y él ya está allí, adiestrando a sus condenados terata.

—¿Sus qué?

Sus criaturas. Su ejército. Eso es lo que consiguió del comediante: algo que lo enardeciera. ¿Y yo? Yo no conseguí nada. Los moribundos no tienen muchas fantasías. Todo ello es miedo. A él le encanta el miedo.

—¿Quién es él?

¿El Jaff?, mi enemigo.

—¿Y quién eres tú?

Su enemigo.

—Eso no es contestar. Quiero una respuesta mejor que ésa.

Llevaría demasiado tiempo. Y no tenemos tiempo, Howie.

—La Esencia. —Howie sintió la sonrisa de Fletcher dentro de su cerebro.

Bien…, la Esencia sí que puedo dártela, Howie —dijo su padre—. Esencia de pájaros y de peces. Cosas enterradas. Recuerdos, por ejemplo. De vuelta a la primera causa.

—¿Es que soy tonto o estás diciendo tonterías?

Tengo muchísimas cosas que contarte, pero poquísimo tiempo. Lo mejor, posiblemente, será que te lo haga ver. —Su voz tenía un tono forzado; Howie percibió una nota de angustia en ella.

—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó.

Voy a abrirte mi mente, hijo.

—Tienes miedo…

Va a ser una aventura. Pero no se me ocurre ninguna otra manera.

—Pues yo no quiero participar.

Demasiado tarde.

Howie sintió que los brazos de Fletcher, se aflojaban, y que se soltaban del contacto de su padre. Ésa era sin duda, la primera de todas las pesadillas: soltarse. Pero la gravedad funcionaba sesgada en ese mundo del pensamiento. En lugar de ver que el rostro de su padre se alejaba de él al soltarle, ocurrió lo contrario: ese rostro apareció, grande y creciendo sin cesar, al caer Howie de lleno contra él.

Ya no había palabras con las que reducir el pensamiento: sólo los pensamientos mismos, y además en abundancia. Demasiado que comprender. A Howie le costaba trabajo no ahogarse en ellos.

No te esfuerces —oyó decir a su padre—. No intentes siquiera nadar. Suéltate. Húndete en mí. Sé en mí.

«Dejaré de ser yo mismo —replicó—. Si me ahogo dejaré de ser yo mismo. Seré tú, y no quiero ser tú.»

Arriésgate. No hay otra solución.

«¡No quiero!, ¡no puedo! Tengo que dominar.»

Comenzó a forcejear contra el elemento que le rodeaba. Ideas e imágenes se rompían sin cesar, a pesar de todo, contra su mente. En su mente otra mente fijaba pensamientos que iban más allá de su actual capacidad de comprensión.

Entre este mundo, llamado Cosmos —también llamado la Arena, y también el Incendio de Helter—, entre este mundo y el Metacosmos —también llamado la Coartada, y también el Exordio y el Lugar Solidario—, hay un mar llamado Esencia…

En la mente de Howie apareció una imagen de ese mar, y en medio de la confusión percibió algo que conocía. Había flotado hasta aquí durante el breve sueño compartido con Jo-Beth. Habían sido arrastrados por una suave marea, el cabello de ambos entrelazado, sus cuerpos rozándose el uno al otro. El reconocimiento calmó sus miedos. Escuchó con más atención las instrucciones de Fletcher.

… y en ese mar hay una isla…

La percibió, aunque lejana.

Se llama Efemérides

Bella palabra, y bello lugar. La cabeza de Howie estaba envuelta en nubes, pero había luz en sus laderas inferiores. No era luz solar, sino luz espiritual.

«Quiero estar allí —pensó Howie—. Quiero estar allí con Jo-Beth.»

Olvídala.

«Dime lo que hay allí. ¿Qué hay en Efemérides?»

El Gran Espectáculo Secreto. —Los pensamientos de su padre volvieron a él—. Lo vemos tres veces: al nacer, al morir, y una noche que pasamos durmiendo junto al amor de nuestra vida.

«Jo-Beth.»

Ya te he dicho que te olvides de ella.

«¡Pero si iba con Jo-Beth!, flotábamos allí, juntos.»

No.

«Sí. Eso quiere decir que es ella el amor de mi vida. Tú mismo acabas de decirlo.»

Lo que te he dicho es que te olvides de ella.

«¡Eso es lo que quiere decir!, ¡y tanto que sí!, ¡eso es lo que quiere decir!»

Lo que engendró el Jaff está demasiado podrido para poder ser amado. Demasiado corrompido.

«Jo-Beth es la cosa más bella que he visto en mi vida.»

Te rechazó —le recordó Fletcher.

«Pues, entonces, la recuperaré.» La imagen que Howie tenía de ella estaba clarísima en su mente; más clara que la isla, o que el mar onírico sobre el que flotaba. Howie buscó el recuerdo de la joven, se asió a él, y se levantó, liberándose de la presa de la mente de su padre. Entonces la náusea volvió a él, y luego la luz, salpicando a través del follaje por encima de su cabeza.

Abrió los ojos. Fletcher ya no le asía, si es que alguna vez lo había hecho. Howie estaba echado de espaldas sobre la hierba. Tenía el brazo dormido, desde el hombro hasta la muñeca, pero se sentía la mano como si tuviera el doble de su tamaño normal. El dolor que sentía en ella era la primera prueba de que no soñaba. La segunda prueba fue que acababa de despertar de un sueño. El hombre de la cola de caballo era real; de eso no le cupo la menor duda. Era su padre, para bien o para mal. Levantó la cabeza de la hierba al oír la voz de Fletcher:

No entiendes lo desesperada que es nuestra situación —dijo Fletcher—, el Jaff invadirá la Esencia si yo no lo detengo.

—No quiero saber nada de eso —replicó Howie.

Tienes una responsabilidad —afirmó Fletcher—. Yo no te hubiera engendrado sí hubiese pensado que no ibas a ayudarme.

—Vaya, muy emocionante —dijo Howie—, eso sí que me hace sentirme querido. —Comenzó a ponerse en pie, evitando la vista de su mano herida—. No debieras haberme enseñado la isla, Fletcher, porque ahora sé que lo que hay ente Jo-Beth y yo es lo verdadero, lo auténtico, y, además no es mi hermana, o sea, que puedo recuperarla.

¡Obedéceme! —exclamó Fletcher—. Eres mi hijo. ¡Tienes la obligación de obedecerme!

—Lo que quieres es un esclavo, búscale uno —dijo Howie—. Tengo cosas mejores que hacer.

Volvió la espalda a Fletcher, o, por lo menos, eso pensó que hacía, hasta que Fletcher reapareció delante de él.

—¿Cómo diablos lo has hecho?

Yo sé hacer muchas cosas. Pequeñeces. Ya te las enseñaré. Lo único que te pido, Howard, es que no me dejes solo.

—A mí nadie me llama Howard —dijo Howie.

Levantó la mano para echar a Fletcher a un lado, olvidando por un instante su herida: pero ésta apareció ante sus ojos. Tenía los nudillos hinchados, el dorso de la mano y los dedos empapados en pegajosa sangre. Briznas de hierba pegadas a ella surcaban de verde el espeso y oscuro rojo. Fletcher dio un paso atrás, rechazado.

—Ah, de modo que no te gusta ver sangre, ¿eh? —dijo Howie.

Había algo en el aspecto de Fletcher en plena retirada que no era como antes, algo demasiado sutil para que Howie pudiese captarlo. ¿Sería que había entrado de lleno en un trecho empapado de sol, y la luz, de alguna manera, lo atravesaba?, ¿o que un trecho de cielo encerrado en su vientre se le había desprendido y ahora flotaba ante sus ojos, penetrando en ellos? Fuera lo que fuese, en un instante, desapareció.

—Te hago una proposición —dijo Howie.

¿Cuál es?

—Que me dejes en paz; y yo te dejaré…

Nos hallamos solos, hijo, solos contra el mundo entero.

—Estás loco de atar, ¿no te das cuenta? —dijo Howie.

Apartó los ojos de Fletcher y los fijó en el camino por donde había venido.

—De ahí es de donde me viene toda esta mierda de santidad de los cojones. ¡Pero se acabó! ¡Se acabó! ¡Hay gente que me quiere!

¡Yo te quiero! —dijo Fletcher.

—¡Mentira!

De acuerdo, muy bien, pues aprenderé.

Howie comenzó a alejarse de él, alargando el brazo ensangrentado.

¡Aprenderé!, ¡soy capaz de aprender! —oyó decir a su espalda—. Howard, escúchame, ¡te aseguro que soy capaz de aprender!

No corrió. No tenía fuerza. Pero llegó a la carretera sin caer, y eso ya fue una victoria de su mente sobre su cuerpo, teniendo en cuenta lo débiles que sentía las piernas. Allí estuvo descansando un poco de tiempo, contento de que Fletcher no lo hubiera seguido hasta terreno tan abierto. Aquel hombre tenía secretos que Howie no quería que ojos humanos viesen. Mientras descansaba, hizo sus planes. Primero volvería al motel y se curaría la mano. ¿Y luego? Pues iría de nuevo a casa de Jo-Beth. Tenía buenas noticias para ella, y encontraría alguna manera de dárselas, aunque necesitara pasar la noche entera en vela esperando la oportunidad de hacerlo. El sol era cálido y luminoso. Al andar, Howie vio que su sombra lo precedía. Iba con los ojos fijos en la acera, contemplando su forma, delineada paso a paso, de regreso hacia la cordura.

En el bosque que se extendía a sus espaldas, Fletcher se maldecía por no haber sabido estar a la altura de las circunstancias. Nunca se le había dado bien eso de persuadir a la gente, solía saltar de lo banal a lo visionario sin una idea clara del intervalo que debe haber entre ambos extremos: las sencillas tretas sociales que la mayor parte de la gente domina para cuando llega a los diez años. No había sabido ganarse a su hijo por medio de argumentos directos, y Howard, a su vez, se había resistido a revelaciones que pudieran haberle hecho comprender el peligro que su padre corría. Y no sólo su padre: el mundo entero. Fletcher no tenía la menor duda de que el Jaff era tan peligroso ahora como en la Misión de Santa Catrina, cuando el Nuncio le había rarificado. Más peligroso todavía. Él y sus agentes del Cosmos: criaturas suyas que sólo a él obedecerían, porque sabía manejar bien las palabras. Howard volvía ahora, a pesar de lo ocurrido, a abrazar a uno de esos agentes. Ya podía darle por perdido. Y esto dejaba a Fletcher sin otra alternativa que ir solo a Grove en busca de alguien a quien extraer alucigenia.

No tenía sentido alguno aplazar ese momento. Todavía quedaban unas horas para el anochecer, cuando el día se entregaba a la oscuridad, y entonces el Jaff tendría más ventaja todavía que ahora. Por más que no le hiciese mucha gracia ir a pie por las calles de Grove, exponiéndose a la vista y a la observación de todos, ¿qué otra alternativa tenía? A lo mejor conseguía sorprender a alguien soñando a plena luz del día.

Levantó la vista al cielo y pensó en su habitación de la Misión, donde había pasado tantas horas dichosas en compañía de Raúl, escuchando a Mozart y viendo cómo cambiaban las nubes al surgir del océano. Cambio, siempre cambio. Un fluir de formas en las que se encontraban ecos de cosas terrenales: un árbol, un perro, un rostro humano. También él se uniría un día a esas nubes, cuando terminase su guerra contra el Jaff. Entonces desaparecería la tristeza que sentía ahora por la ausencia de Raúl, la ausencia de Howard, la ausencia de todo, todo se le iba de entre las manos.

Sólo los inmutables sentían dolor. Los proteicos vivían en todo, siempre. Un solo país, un solo día inmortal. ¡Poder estar allí!