VII

1

La bala le dio a Tesla en el costado, como un golpe asestado por un campeón de pesos pesados. Se sintió empujada hacia atrás, y el sonriente rostro de Tommy-Ray, fue remplazado por las estrellas, que la miraban a través del techo abierto. Se volvían más y más grandes, se hinchaban como grandes llagas relucientes, bordeando la limpia oscuridad.

Lo que ocurrió a continuación sobrepasó su capacidad de comprensión. Oyó una conmoción, un disparo después y los chillidos lanzados por las mujeres que Raúl le había dicho que se congregarían allí a esa hora. Pero ella no estaba demasiado interesada en lo que ocurría en la Tierra. El feo espectáculo del cielo concentraba toda su atención: una bóveda enferma y llena de estrellas a punto de ahogarla con sus luces coloreadas.

«¿Es esto la muerte? —se preguntó—. De ser así —se dijo—, no es para tanto.» Allí había una historia y se puso a pensar: Acerca de una mujer que…

Pero su pensamiento se desvaneció al mismo tiempo que su consciencia: fuera.

El segundo disparo había sido hecho contra Raúl, que se lanzó a todo correr hacia el asesino de Tesla, saltando por encima de la hoguera. La bala no le acertó, pero Raúl se tiró rápidamente a un lado para evitar otro disparo, con lo que dio tiempo a Tommy-Ray para que escapara por la misma puerta por la que había entrado, entre una muchedumbre de mujeres que le dejaron pasar en cuanto oyeron un tercer disparo apuntado al aire, por encima de sus veladas cabezas. Todas prorrumpieron en gritos y huyeron, arrastrando a sus hijos consigo. Con el Nuncio en la mano, Tommy-Ray salió a todo correr hacia la cuesta donde había dejado el coche. Miró hacia atrás y pudo comprobar que el compañero de la mujer, cuyas deshumanizadas facciones y extraordinaria velocidad le habían desconcertado, no lo perseguía.

Raúl puso su mano en la mejilla de Tesla. Ardía de fiebre, pero estaba viva. Se quitó la camisa, que hizo una bola, y la apretó contra la herida; después colocó la mano fláccida de la joven sobre la tela para que no se le cayera. Entonces salió a la oscuridad, al tiempo que llamaba a las mujeres por sus nombres para que salieran de sus escondrijos. Ellas, que lo conocían y se fiaban de él, fueron saliendo y acercándosele.

—Ciudad de Tesla —les dijo.

Y sin más, salió en busca del Muchacho de la Muerte y de su presa.

Tommy-Ray veía ya su coche, o mejor dicho, su forma fantasmal a la luz de la luna, cuando sintió que se escurría. En su esfuerzo por sujetar el frasco y la pistola, lo único que consiguió fue que los dos le resbalaran de las manos. Y él mismo cayó por tierra pesadamente, con el rostro contra el cortante fango. Las piedras le rasgaron todo el cuerpo: muñecas, barbilla, brazos y manos. Cuando se levantó, sintió que sangraba.

—¡Mi cara! —exclamó, pidiendo a Dios que no se le hubiera echado a perder.

Pero ésa no era la única mala noticia. Oyó los pasos del monstruo que se acercaban a él corriendo cuesta abajo.

—Quieres morir, ¿eh? —gruñó Tommy-Ray en dirección a su perseguidor—. No hay problemas, chico, por mí que no quede. ¡No hay problema!

Buscó la pistola, pero había resbalado en el barro y quedado a bastante distancia de él. El frasquito, sin embargo, lo tenía a mano. Lo recogió. Incluso en su situación observó que el contenido ya no estaba pasivo. Lo sintió caliente en la ensangrentada palma y notó movimiento al otro lado del cristal. Tommy-Ray lo asió con más fuerza, para asegurarse de que no le resbalara de nuevo de entre los dedos. El frasquito reaccionó de inmediato: el líquido que contenía comenzó a brillar, a encenderse.

Habían transcurrido muchos años desde que el Nuncio había actuado en Fletcher y Jaffe. Lo que quedaba de él había estado enterrado, lejos de toda vista humana, entre piedras demasiado veneradas para que fuesen movidas. Se había enfriado, olvidado de su mensaje. Pero volvía a recordarlo. El entusiasmo de Tommy-Ray despertaba su vieja ambición.

Tommy-Ray lo vio apretarse contra el cristal del frasco, reluciente como un cuchillo, como el fogonazo de un arma. Entonces rompió su prisión y fue a él, por entre los dedos —abiertos ahora contra su ataque— subiendo hacia el rostro herido.

Su contacto le pareció bastante ligero: sólo un chorro de calor, como el de semen cuando se masturbaba, que le alcanzó en el ojo y en la comisura de la boca. Pero que lo empujó, tirándole contra las piedras, que le ensangrentaron los codos, y también la espalda y el culo. Trató de gritar, mas no consiguió exhalar sonido alguno. Intentó abrir los ojos, para ver dónde había caído, y tampoco pudo. ¡Dios santo! Ni siquiera podía respirar. Sus manos, tocadas por el Nuncio al saltar del frasquito, estaban pegadas a su rostro, y le tapaban los ojos, la nariz, la boca. Era como estar atornillado dentro de un ataúd hecho para una persona de menor talla que él. De nuevo intentó gritar contra la mordaza de la palma de su mano, aunque era perder el tiempo. En algún lugar al fondo de su cabeza oyó una voz que le decía:

—Déjate. Esto es lo que tú querías. Para ser el Chico de la Muerte, primero tienes que conocer la Muerte. Sentirla. Comprenderla. Sufrirla.

En ésa, como quizás en ninguna otra lección de su corta vida, Tommy-Ray se comportó como buen discípulo. Cesó de resistirse al pánico y se dejó llevar, como a lomos de una ola, hacia la oscuridad de alguna orilla que no constaba en ningún mapa. Y el Nuncio lo acompañó. Tommy-Ray sentía cómo elaboraba una nueva sustancia en él a cada sudoroso segundo que transcurría, saltando sobre las puntas de sus rígidos cabellos, marcando un ritmo, el de la muerte, entre los latidos de su corazón.

De pronto, se sintió lleno del Nuncio; o el Nuncio de él; o ambas cosas al unísono. Las manos se le apartaron del rostro, como ventosas, y volvió a respirar.

Después de una docena de jadeos, Tommy-Ray consiguió incorporarse y mirarse las palmas de las manos. Las vio cubiertas de sangre, tanto de la vertida por su rostro herido como de las propias llagas. Pero la sangre se desvanecía ante una realidad más urgente. Con mirada de cadáver pudo ver cómo su propia carne se corrompía ante sus ojos; la piel, ennegrecida e hinchada de gases, se rasgaba; las heridas manaban pus y agua. Al ver aquello no pudo menos de sonreír, y sintió que su sonrisa se ampliaba, desde las comisuras de sus labios hasta las orejas, mientras su rostro se rajaba. Y no era sólo la osamenta de su sonrisa lo que salía a la superficie: los huesos de sus brazos, sus muñecas, sus dedos, aparecían también a la luz a medida que la putrefacción los desnudaba. Bajo su camisa, su corazón y sus pulmones se transformaron en meras cloacas y se deshicieron; sus testículos se desaguaron con ellos; y su polla, agitada, también.

Entretanto, su sonrisa se hacía cada vez más grande, hasta que todo músculo desapareció de su rostro, y, entonces, su sonrisa se trocó en la verdadera sonrisa del Chico de la Muerte, ancha y abierta como jamás pudo ser sonrisa alguna.

Esta visión duró poco. Desapareció nada más aparecer, y Tommy-Ray quedó allí, arrodillado contra las cortantes piedras, mirándose las palmas de las manos cubiertas de sangre.

—Soy el Chico de la Muerte —dijo mientras se levantaba, volviendo la mirada hacia el afortunado monstruo, que había sido el primero en verle transfigurado.

El hombre se había detenido a unos pocos metros de distancia de él.

—Mírame —le dijo Tommy-Ray—: soy el Chico de la Muerte.

El pobre monstruo no hacía más que mirarle, sin comprender nada. Tommy-Ray rompió a reír. Todo deseo de matarle había desaparecido. Quería que este testigo siguiera vivo, para que prestara testimonio en días futuros. Para que dijera: «Yo estuve allí, y lo que presencié fue terrible: vi cómo Tommy-Ray McGuire moría y resucitaba.»

Tommy-Ray permaneció un instante mirando los restos del Nuncio que quedaban en el frasquito, y unos pocos goterones que relucían entre las piedras. No había suficiente para recogerlo y llevárselo al Jaff. Pero le llevaría algo mejor: a sí mismo, limpio ahora de todo miedo, limpio de carne. Sin siquiera mirar al testigo, Tommy-Ray dio media vuelta y lo dejó allí, a solas con su propia confusión.

Aunque el esplendor de la corrupción lo había abandonado ya, seguía latiendo en él una sutil capacidad de visión del pasado que no comprendió hasta que su pie tropezó con un guijarro y se inclinó para recogerlo: algo bonito para Jo-Beth, quizá. Cuando se lo acercó a los ojos, se dio cuenta de que no era un guijarro, sino un cráneo de pájaro, roto y sucio. Pero a sus ojos relucía.

«La muerte reluce —pensó—. Cuando yo la miro, reluce.»

Se guardó el cráneo en el bolsillo y volvió a buen paso al coche. Condujo cuesta abajo, hasta que la carretera le brindó suficiente espacio para dar la vuelta. Entonces salió de allí a una velocidad que hubiera sido suicida con curvas como aquéllas y en una oscuridad como aquélla; pero el suicidio no era ya más que un juguete en manos de Tommy-Ray.

Raúl posó sus dedos en uno de los goterones del Nuncio que había entre las piedras. El Nuncio se levantó en salpicaduras que le tocaron la mano y le penetraron a través de las espirales de las huellas dactilares, ascendieron por la médula de la mano, la muñeca y el antebrazo, desapareciendo en el codo. Raúl sentía, o creía sentir, alguna sutil reconfiguración de sus músculos, como si su mano, que nunca había perdido del todo sus proporciones simiescas, estuviese acercándose un poco más a lo humano gracias a ese contacto. Pero la sensación lo entretuvo sólo un momento: el estado de Tesla le preocupaba más que el suyo propio.

Cuando empezó a subir hacia la Misión se le ocurrió pensar que las gotas del Nuncio que quedaban en el suelo podrían, de alguna manera, ayudarle a curar a la mujer. Porque si no se le prestaba atención pronto, la que fuera, sin duda, moriría. ¿Qué se perdería permitiendo que la Gran Obra interviniese?

Con esa idea, Raúl volvió hacia la Misión, a sabiendas de que si trataba de tocar el frasquito roto, él recibiría su influencia benigna. Tendría que transportar a Tesla cuesta abajo hasta donde estaban esparcidos aquellos preciosos goterones.

Las mujeres habían encendido velas en torno a Tesla, que ya parecía cadáver. Sin pérdida de tiempo, Raúl dio instrucciones a las mujeres que envolvieron a la joven en chales y lo ayudaron a llevarla un trecho del camino. Tesla no pesaba mucho, y Raúl le sostuvo la cabeza y los hombros mientras dos de las mujeres la levantaban de las piernas y una tercera cuidaba de que la bola de tela que era la camisa, ahora empapada en sangre, no se separa del agujero producido por la bala.

Tardaron bastante tiempo, tropezando en la oscuridad; pero, después de haber sido tocado dos veces por el Nuncio, Raúl no tuvo la menor dificultad en dar de nuevo con el lugar. Era como dos mitades que se reúnen. Advirtiendo a las mujeres que no tocaran el líquido con los dedos y los pies, Raúl sostuvo todo el peso de Tesla con sus brazos y fue bajándola hasta que su cabeza quedó cercada de salpicaduras del Nuncio. Entonces observó que el frasquito contenía aún algo de líquido: suficiente, como mucho, para llenar una cucharilla de café. Con gran suavidad, Raúl volvió la cabeza de Tesla hacia el frasquito. Cuando sintió la proximidad de la joven, el líquido que quedaba comenzó a ejecutar una danza de luciérnagas…

… el brillante veneno que había llovido sobre Tesla cuando cayó ante la bala de Tommy-Ray se solidificó en cuestión de segundos: se convirtió en un lugar gris y sin facciones donde ella permanecía acostada, sin comprender qué hacía allí caída. No recordaba la Misión, ni a Raúl, ni a Tommy-Ray. Ni siquiera recordaba su propio nombre. Todo eso estaba al otro lado de la pared, a donde ella no podía llegar. Quizá nunca volviera allá, pero le daba igual. Como nada recordaba, nada echaría de menos.

Pero, entonces, sintió que algo arañaba la pared desde el otro lado, y oyó su canturreo mientras arañaba, como un amante que horadase la piedra de su celda, decidido a reunirse con ella. Tesla escuchó, y esperó, no tan olvidada ya de todo ni tan indiferente a la fuga. Lo primero que volvió a su memoria fue su nombre, oído entre aquel canturreo que le llegaba del otro lado de la pared. Luego recordó el dolor de la bala, y el rostro sonriente de Tommy-Ray, y a Raúl, y la Misión, y…

Al Nuncio.

Ése era el poder que ella había ido a buscar, y que ahora, a su vez, la buscaba a ella, horadando las paredes de su limbo. Los pensamientos intercambiados con Fletcher acerca de ese genio transformador del Nuncio habían sido demasiado breves, aunque no tanto como para que Tesla no hubiese comprendido su función básica suficientemente bien. Una función que actuaba sobre cualquier envoltorio en el que se introdujese; una carrera contra la entropía hacia alguna conclusión que nadie, ni siquiera su cliente/víctima, adivinaría; mucho menos podría dominar. ¿Estaba ella preparada para dirigir tan milagroso poder? Un poder que había convertido a Jaffe en una fuerza del mal, y a Fletcher, en un santo desconcertado.

¿En qué la transformaría a ella?

En el último instante, Raúl dudó de que aquella medicina fuese eficaz, y alargó la mano para apartar a Tesla del contacto con el Nuncio, pero éste ya saltaba desde los restos del frasquito hacia el rostro de la mujer herida. Ella lo inhaló como aliento líquido. Alrededor de su cabeza, en tanto, las otras gotas que había entre las piedras volaban hacia su cabellera y su cuello.

Tesla boqueó, mientras su cuerpo reaccionaba, tembloroso, ante la entrada del mensajero. Y de pronto, con la misma rapidez, sus articulaciones y nervios quedaron inmóviles.

—No te mueras, no te mueras —susurró Raúl.

Iba a poner su boca sobre la de ella, en un último esfuerzo por mantenerla viva, cuando observó movimiento detrás de los cerrados párpados. Los ojos de Tesla se movían de un lado a otro con violenta presteza, escrutando alguna visión que sólo ella podía ver.

—Viva… —murmuró Raúl.

A su espalda, las mujeres, que habían observado toda la escena sin comprender nada, lanzaron gemidos, rezos y lamentos de gratitud, o, quizás, atemorizadas por lo que acababan de ver. Raúl no lo sabía, pero añadió sus propias plegarias en voz baja, sin saber mejor que ellas la razón que le inducía a hacerlo.

2

Las paredes desaparecieron de pronto. Como una brecha en un dique en un lugar apenas visible, y que después se derrumba de lado a lado por la avalancha del agua que sujeta.

Tesla había pensado que volvería a ver el mundo que había dejado en cuanto aquellos muros se deshicieran en escombros. Estaba equivocada. Allí no había Misión, ni Raúl. En su lugar tenía ante los ojos un desierto iluminado por un sol que aún no había llegado a su más alto grado de ferocidad, suavizado, además, por ráfagas de viento que la recogieron, en el instante mismo en que las paredes cayeron, y la elevaron del suelo. Su velocidad era aterradora, pero no tenía medio alguno de aminorarla, ni de cambiar de dirección siquiera, porque carecía de miembros, y de cuerpo. Estaba siendo pensada; era pura, en un lugar puro.

Luego tuvo delante una visión que desmintió todo aquello. Había huellas de ocupación humana en el horizonte: una ciudad enclavada en el centro de aquel lugar en ninguna parte. Su velocidad no disminuyó al acercarse. Resultaba evidente que aquella ciudad no era su destino, si es que tenía alguno. Se le ocurrió pensar que quizá se pasaría el resto de sus días viajando, viajando sin cesar. Que el estado de su ser era sólo de movimiento, un viaje sin propósito ni conclusión algunos. Tuvo tiempo, mientras sobrevolaba la calle principal, de observar que, aunque aquella ciudad estaba formada con tiendas y casas de sólida construcción, carecía de todo rasgo distintivo, de carácter; es decir, no tenía ni gente ni estilo propios. No había letreros en las tiendas, ni señales en las encrucijadas de las carreteras; ni huella de presencia humana. Para cuando Tesla se hubo dado cuenta de algo tan extraño, se encontraba ya al otro extremo de la ciudad, sobrevolando de nuevo, a toda velocidad, la llanura quemada por el sol. La vista de la ciudad, por breve que hubiera sido, había dado fundamento a la idea que Tesla tenía de que se encontraba sola. Su viaje, además de ser eterno, lo haría sin compañía. «Esto es el infierno —se dijo—. O por lo menos, una buena versión de trabajo del infierno.»

Comenzó a preguntarse cuánto tiempo tardaría su mente en buscar refugio contra este horror en la locura. ¿Un día? ¿Una semana? ¿Habría divisiones de tiempo? ¿Se ponía, acaso, el sol?, ¿volvía a salir? Tesla se esforzó por mirar el cielo, pero como tenía el sol a la espalda, y ella carecía de cuerpo, no arrojaba sombra alguna que le permitiera definir la posición del sol, ni tenía la posibilidad de volver la cabeza y mirar.

A pesar de todo, había algo que ver, algo más curioso que la ciudad: una solitaria torre o poste de señales, de acero, que se levantaba en medio del desierto, con alambres que salían de ella como si fueran a levantar el vuelo de un momento a otro. Y, al igual que la ciudad, esa visión desapareció en cuestión de segundos. Aquello tampoco brindó consuelo alguno a Tesla. Pero, una vez pasado, sintió que una nueva sensación la invadía, le pareció que las nubes y la arena que se extendían debajo de ella huían de algo. ¿Tal vez algún ser había estado al acecho en aquella muda y ciega ciudad, agazapado de modo que nadie pudiera verlo, y ahora, estimulado por la cercanía de una presencia humana, iba tras ella? No podía volverse, tampoco oír; ni siquiera sentía las pisadas en la tierra del que se le acercaba. Pero acabaría por alcanzarla. Si no en ese momento, muy pronto. Era implacable, inevitable. Y el instante mismo en que lo viera por primera vez sería también el último.

De pronto, ¡un refugio! A bastante distancia aún, pero que crecía en volumen a medida que se acercaba a él, Tesla vio algo que le pareció una cabaña de piedra, con las paredes pintadas de blanco. Su aterradora velocidad se redujo. Todo parecía indicar que su viaje, a fin de cuentas, tenía un destino: aquella choza.

Su mirada permaneció fija en aquel lugar, en busca de alguna huella humana. Su visión periférica acabó por captar un movimiento a alguna distancia a la derecha de la choza. Aunque menor, su velocidad seguía siendo considerable, y la imposibilidad que tenía de mover la cabeza la impidió ver algo más que un atisbo insuficiente de la figura que se movía. Pero era humana, y femenina, y vestida de harapos: eso fue todo lo que pudo ver. Aunque la choza estuviera tan deshabitada como la ciudad, por lo menos tuvo el consuelo —por pequeño que fuera— de ver otra alma solitaria vagando por aquellos extremos parajes desiertos. Buscó a la mujer con la vista, pero había desaparecido. Y, además, Tesla tenía una misión más urgente: la choza estaba encima, o casi encima de ella (o era ella la que estaba encima de la choza), y su velocidad seguía siendo lo bastante grande como para destruir la choza y a la visitante con sólo el impacto. Se preparó mentalmente, reflexionando que una muerte así sería preferible al viaje eterno que tanto temía.

Entonces, de pronto, un repentino parón; estaba delante de la puerta. De trescientos kilómetros por hora de velocidad, había pasado a cero en la mitad de tiempo que tarda un latido.

La puerta estaba cerrada, pero Tesla intuyó que una presencia por encima de su hombro entraba en su campo visual (a pesar de que era incorpórea, le resultaba imposible no pensar de términos de encima de y detrás). Era serpentina, del grosor de su muñeca, y tan oscura que incluso a la brillante luz del sol le era imposible ver detalle alguno de su anatomía. No tenía dibujos, y carecía de cabeza, ojos, boca y extremidades. Sin embargo, sí poseía fuerza. La suficiente, al menos para abrir la puerta de un empellón. Luego se apartó, dejando a Tesla pensativa sobre si habría visto la bestia entera o sólo uno de sus miembros.

La cabaña no era grande, con una mirada se la veía entera. Las paredes eran de piedra, sin adornos, el suelo, de tierra apisonada. No había cama, ni otros muebles. Sólo un pequeño fuego, que ardía en medio del suelo, cuyo humo tenía salida por un agujero practicado en el techo, pero, a pesar de ello, insistía en quedarse dentro y ensuciar el aire que mediaba entre Tesla y el único ocupante de la cabaña.

Éste parecía tan viejo como las piedras de las paredes, desnudo y sucio, al igual que ellas; su piel de papel estaba estirada hasta casi romperse sobre huesos de pájaro. Se le había quemado la barba a trechos, dejando en algunos sitios mechones aislados de pelo gris. Tesla se preguntó si esto habría sido idea de él. La expresión de su rostro sugería una mente en avanzado estado catatónico.

Pero apenas entró Tesla, él levantó los ojos, fijó la mirada en ella y la vio a pesar de su completa falta de sustancia tísica Carraspeó, y luego escupió la flema en el fuego.

—Cierra la puerta —ordenó.

—¿Me ve? —preguntó Tesla—, ¿me oye?

—Por supuesto —dijo el otro—; y ahora, haz el favor de cerrar la puerta.

—¿Y cómo quiere que lo haga? —preguntó Tesla—. No tengo… manos. Nada.

—Puedes cerrarla —insistió él—, con sólo imaginártela.

—¿Cómo dice?

—¡Oh, por Dios! ¿Tan difícil es? Ya te has mirado bastantes veces para saber cómo eres. Hazte tangible. Venga. Hazlo por mí. —Su tono de voz variaba entre la amenaza y el halago—. Tienes que cerrar la puerta…

—Ya lo intento.

—No con la suficiente energía —fue la respuesta.

Tesla se detuvo un momento antes de formular una pregunta más.

—Estoy muerta, ¿verdad?

—¿Muerta? No.

—¿No?

—El Nuncio te ha conservado viva. Estás vivita y coleando; pero tu cuerpo sigue en la Misión. Yo lo quiero aquí. Tenemos algo que hacer.

Era una buena noticia saber que seguía viva, aunque su carne estuviera separada de su espíritu. Tesla estimulada al saberse viva, pensó con intensidad, casi violentamente, en el cuerpo que creía perdido, en el cuerpo en el que ella había crecido durante más de treinta y dos años. No era un cuerpo perfecto, desde luego; pero era todo suyo. Sin silicona, añadidos ni faltas. Le gustaban sus manos y sus muñecas de hueso fino; sus senos, algo bizcos, con el pezón izquierdo el doble de grande que el derecho; su cono; su culo… y, sobre todo, le gustaba su rostro, con sus rasgos y sus risueños hoyuelos.

Con imaginarlo bastaba. Con figurarse lo esencial, para trasladarlo del lugar de donde su espíritu había llegado hasta allí. Tesla pensó que el viejo la estaba ayudando. Su mirada, aunque todavía fija en la puerta, se dirigía hacia dentro. Los tendones de su cuello resaltaban como cuerdas de arpa; su boca sin labios se contraía.

La energía del viejo fue una gran ayuda. Tesla sintió que perdía ligereza, que se volvía tangible en el interior de la cabeza, como una sopa que se condensara al calor de su imaginación. Hubo un instante de duda, durante el que casi sintió perder la alegría de ser mero pensamiento; pero, en ese momento, recordó su sonriente rostro reflejado en el espejo al salir de la ducha por la mañana. Era una estupenda sensación la de madurar en aquella carne, aprendiendo a gozar de ella sin otro objeto que el goce en sí. El sencillo placer de un buen eructo, o, mejor aún, de un sonoro pedo: uno de esos que tanto acomplejaban a Butch. Enseñar a su paladar a distinguir entre dos vodkas; a sus ojos a apreciar a Matisse. Había más ventajas que pérdidas en recuperar su cuerpo y su mente.

—Casi —oyó que el viejo decía.

—Lo noto.

—Un poco más. Haz que aparezca.

Tesla fijó la vista en el suelo, consciente de que ahora tenía la posibilidad de conseguirlo. Sus pies se encontraban allí, firmes en el umbral, desnudos. Y también, solidificándose ante sus ojos, estaba el resto de su cuerpo. Desnudo por completo.

—Ahora —dijo el hombre junto al fuego—, cierra la puerta.

Tesla se volvió para hacerlo, su desnudez no la preocupaba absolutamente nada después del esfuerzo que había hecho para trasladar su cuerpo. Hacía ejercicios en el gimnasio tres veces a la semana. Sabía que su vientre era duro y su culo firme. Además, a su anfitrión le daba igual, pues también él estaba desnudo, y apenas había dirigido a Tesla otra cosa que una mirada rápida e indiferente. Si alguna vez había habido lujuria en aquellos ojos, ya hacía tiempo que no la había.

—Bueno —dijo el viejo—, me llamo Kissoon. Y tú eres Tesla. Siéntate. Habla conmigo.

—Tengo muchas preguntas que hacer —le dijo ella.

—Me sorprendería que no las tuvieses.

—¿Puedo preguntar?

—Pregunta; pero antes, siéntate.

Tesla se sentó en cuclillas al otro lado del fuego, frente al viejo. El suelo estaba caliente; el aire, también. A los treinta segundos, los poros de Tesla empezaron a transpirar. Fue una sensación agradable.

—Primero —dijo ella—. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde estoy?

—En Nuevo México —respondió Kissoon—, y respecto a cómo, resulta algo más difícil de responder. Pero es esto, más o menos: he estado observándote, a ti y a varios otros, en espera de poder traer a alguno de vosotros aquí. Tu casi muerte y el Nuncio me han ayudado a vencer tu resistencia al viaje. También es verdad que no tenías otra opción.

—¿Cuánto sabe sobre lo que está sucediendo en Grove?

El viejo emitió sonidos sordos con la boca, como si tratara de humedecerla con saliva. Y cuando, respondió, lo hizo en un tono de fatiga:

—¡Dios mío, demasiado! Sé demasiado.

—El Arte. La Esencia. ¿Sabe… todo eso?

—Sí —dijo él, con el mismo aire de desánimo—. Sé todo eso. Y fui yo quien lo empezó, ¡tonto de mí! La criatura a la que conoces por el nombre de el Jaff estuvo una vez sentado ahí mismo, donde tú estás sentada ahora. Y entonces era un hombre como los demás. Randolph Jaffe, tipo impresionante a su manera, tenía que serlo para poder llegar hasta aquí, eso desde luego; pero, en fin, era un hombre como los demás.

—¿Y vino del mismo modo que yo? —preguntó ella—, quiero decir si también estuvo al borde de la muerte.

—No. Lo que ocurrió es que tenía más sed del Arte que la mayoría de la gente que lo buscaba, y que no se dejaba engañar por cortinas de humo ni por ficciones ni por esas tretas que despistan a casi todo el mundo. Siguió buscando, sin desanimarse, y acabó por dar conmigo. —Kissoon miró a Tesla a través de los párpados entornados, como si la vista fuera a agudizársele de esa manera y pudiera, así, meterse en el cerebro de la joven—. ¿Qué más se puede decir?

—Habla como Grillo —observó ella—. ¿También lo ha vigilado?

—Una o dos veces, cuando se me cruzó en el camino —dijo Kissoon—. Pero él carece de importancia. Tú, en cambio, sí que la tienes. Eres muy importante.

—¿Cómo lo sabe?

—Para empezar, porque te encuentras aquí. Desde Randolph, nadie ha estado aquí, y mira las consecuencias. Éste no es un sitio corriente. Seguro que ya lo has observado. Esto es una curva; es decir, un tiempo fuera del tiempo, y yo la hice.

—¿Fuera del tiempo? —preguntó ella—. No entiendo.

—La otra cuestión es dónde empezar, ¿no te parece? Primero, qué es lo que se puede decir, y luego, dónde se puede empezar… Bien, te diré. Ya conoces el Arte. Y también la Esencia. ¿Conoces el Enjambre?

Tesla movió la cabeza.

—Es…, mejor dicho, era una de las órdenes religiosas más antiguas del Mundo. Una secta diminuta, nunca fuimos más de diecisiete, que tenía un dogma, el Arte; un cielo, la Esencia; un objetivo, mantener puros a los dos. Éste es su signo —añadió, al tiempo que recogía del suelo un pequeño objeto que estaba delante de él y se lo lanzaba a Tesla.

Al principio, ella pensó que se trataba de un crucifijo. Era una cruz, y en su centro había un hombre abierto de brazos y piernas. Sin embargo, cuando lo miró de cerca, Tesla vio que no era así. El mástil y los brazos del símbolo llevaba otras formas marcadas que parecían formar parte de la figura central.

—¿Me crees? —preguntó el otro.

—Sí, le creo.

Le devolvió el símbolo, extendiendo el brazo por encima del fuego.

—La Esencia tiene que ser preservada, a costa de lo que sea. Eso lo has aprendido de Fletcher, ¿verdad?

—Sí, es lo que me dijo. ¿Era él miembro del Enjambre?

Kissoon la miró, desdeñoso.

—No, nunca habría estado a la altura. Era un simple empleado. El Jaff lo contrató para tener un atajo químico hacia el Arte, y hacia la Esencia.

—Que era lo mismo que el Nuncio.

—Exacto.

—¿Y le sirvió?

—Le hubiera servido si Fletcher no hubiese llegado a tocarlo.

—Ésa fue la razón de su lucha en Grove —dijo Tesla.

—Sí —respondió Kissoon—, por supuesto. Pero si sabes eso tiene que ser porque Fletcher te lo dijo.

—Tuvimos poco tiempo. Me explicó retazos. Muchos de ellos de una forma muy vaga.

—Fletcher no era un genio. Si dio con el Nuncio fue más por suerte que por talento.

—¿Lo conoció usted?

—Ya te he dicho que por aquí no ha venido nadie desde Jaffe. Estoy solo.

—Eso no es cierto —repuso Tesla—. Había alguien fuera.

—¿Te refieres al Lix, la serpiente que te ha abierto la puerta? Eso no es más que una creación mía. Un garabato. Aunque la verdad es que lo he pasado bien criándolos…

—No, no me refería a eso —dijo ella—; había una mujer, en el desierto. La he visto.

—¿De veras? —El rostro de Kissoon pareció ensombrecerse—. ¿Una mujer? —sonrió un poco—. Bien… me había olvidado. Es que todavía sueño alguna que otra vez; y tiempo hubo en el que sabía conjurar ante mí cualquier cosa que deseara con sólo soñar con ella. ¿Estaba desnuda?

—No, no creo.

—¿Bella?

—No la he visto de cerca.

—Vaya, qué lástima. Pero así es mejor para ti. Aquí eres vulnerable, y no me gustaría ofenderte teniendo a tu lado un ama exigente. —Su voz, al decir esto, se hizo más ligera, hasta casi convertirse en frívola—. Si vuelves a verla, te aconsejo que te mantengas a distancia No te acerques a ella bajo ningún concepto.

—No lo haré.

—Ojalá sepa llegar hasta aquí. Y no es que yo pueda hacer mucho ahora. Esta carcasa… —Miró un momento su agostado cuerpo— ha visto mejores días. Pero puedo mirar. Me gusta mirar. Incluso a ti, si no te importa que te lo diga.

—¿Qué significa eso de incluso? —preguntó Tesla.

Kissoon rompió a reír, y su risa era baja y sorda.

—Sí, dispensa, lo he dicho a modo de cumplido. Todos estos años a solas me han hecho perder las buenas maneras.

—Pero puede volver, ¿o no? —dijo Tesla—. Usted me ha traído. ¿No es un viaje de dos direcciones?

—Sí y no —contestó él.

—¿Qué significa eso?

—Significa que podría, pero no puedo.

—¿Por qué?

—Soy el último miembro del Enjambre. El último conservador vivo de la Esencia. Los demás han sido asesinados, y todos los intentos de poner a otros en su lugar han quedado en nada. ¿Te extraña que viva apartado?, ¿que me limite a observar desde una distancia prudente? Si muero sin volver a fundar la tradición del Enjambre, la Esencia quedará indefensa, y pienso que comprendes lo suficiente para darte cuenta del cataclismo que eso supondrá. La única manera posible de volver a salir al mundo e iniciar esa obra vital es con otra forma. Con otro… cuerpo.

—¿Quiénes son los asesinos? ¿Lo sabe?

De nuevo, aquel sutil recelo.

—Tengo mis sospechas —replicó él.

—Pero no lo dice.

—La historia del Enjambre está llena de atentados contra su integridad. Tiene enemigos humanos, subhumanos, inhumanos… Si empezara a contarte nunca terminaríamos.

—¿Está escrito algo de esto que dice?

—¿Para que puedas estudiarlo? No. Pero si sabes leer entre líneas en otras historias, encontrarás al Enjambre por todas partes. Es el secreto que yace bajo todos los secretos. Religiones enteras fueron fundadas y alimentadas para distraer la atención de la gente, para alejar a los buscadores espirituales del Enjambre, del Arte y de lo que el Arte conllevaba. No costó trabajo. A la gente se la despista con facilidad si se les distrae con el aroma adecuado. Promesas de revelación, de resurrección del cuerpo, de cosas así…

—¿Quiere decir…?

—¡No interrumpas! —exclamó Kissoon—. Por favor, ahora empieza a entrar en materia.

—Dispense —respondió Tesla.

«Esto casi parece una feria, —pensó Tesla—. Como si tratara de venderme esta extraordinaria historia.»

—Bien. Como iba diciendo… se puede encontrar el Enjambre en cualquier parte, si se sabe cómo buscar. Y hay gente que supo. A lo largo de los años, varios hombres y mujeres como Jaffe, se las han ingeniado para ver a través de las ficciones y de las cortinas de humo, y rastrearon las pistas, descubrieron las claves, y las claves de las claves, hasta que se hallaron muy cerca del Arte. Entonces, como es natural, el Enjambre se vio obligado a intervenir y actuar como nos pareció oportuno, estudiando caso por caso. Algunos de estos buscadores espirituales, como Melville[3], Emily Dickinson[4], una selección muy interesante, los iniciamos en lo más profundo y sagrado de nuestros secretos; los preparamos para relevarnos cuando la muerte nos diezmara. A otros los juzgamos indignos.

—¿Y qué hicieron con ellos?

—Pues servirnos de nuestras artes para borrar de su memoria toda huella del descubrimiento. Por supuesto, a veces, esto les costó la vida. No es posible arrancarle a un hombre de golpe la búsqueda del sentido de la vida y esperar que siga vivo; sobre todo si ha estado a punto de dar con la respuesta. Yo sospecho que uno, o una, de los que rechazamos recordó, y…

—Y asesinó a los miembros del Enjambre.

—Parece la teoría más razonable. Tuvo que ser alguien que conociese al Enjambre y su manera de actuar. Lo cual me retrotrae a Randolph Jaffe.

—Me resulta difícil pensar en él como en Randolph —dijo Tesla—, e incluso en que sea humano.

—Pues créeme, lo es. Y también el error de juicio más grande que jamás he cometido. Le dije demasiado.

—¿Más que a mí?

—La situación se ha vuelto desesperada —explicó Kissoon—. Si no te lo cuento a ti, y consigo que me ayudes, estamos perdidos. Pero con Jaffe… fue una estupidez por mi parte. Quería compartir mi soledad con alguien, y elegí mal. Si los demás hubiese estado vivos habrían intervenido, y me hubieran impedido tomar una decisión tan estúpida al darse cuenta de lo corrompido que Jaffe estaba. Yo no lo noté. Me alegré de que me hubiera encontrado. Quise su compañía, deseaba dar con alguien que me ayudara a llevar el peso del Arte. Y creé un peso mucho más gravoso. Alguien con el poder necesario para acceder a la Esencia, aunque sin el menor refinamiento espiritual.

—Y con un ejército, además.

—Lo sé.

—¿De dónde lo ha sacado él?

—De donde todo se origina. De la mente.

—¿Todo?

—Ya vuelves a hacer preguntas.

—Es que no puedo remediarlo.

—Pues sí, todo. El Mundo y sus actos, las buenas acciones y las malas, dioses, piojos y calamares. Todo procede de la mente.

—No lo creo.

—¿Piensas que me importa?

—La mente no puede crearlo todo.

—¿He dicho acaso la mente humana?

—Ah.

—Si escucharas con más atención no necesitarías hacer tantas preguntas.

—Pero lo que usted quiere es que comprenda; de no ser así no me dedicaría tanto tiempo.

—Tiempo fuera del tiempo. Pero, sí…, sí, quiero que comprendas. Dado el sacrificio que tendrás que hacer, es importante que sepas por qué.

—¿Qué sacrificio?

—Ya te lo he dicho. No puedo salir de este lugar con mi cuerpo. Me reconocerían y me asesinarían, como a los otros.

A pesar del calor que hacía, Tesla se estremeció.

—No sé si le entiendo —dijo.

—Y tanto que me entiendes.

—¿Quiere que le ayude a salir de aquí de alguna manera?, ¿representarle?

—No es bastante.

—¿No puedo, simplemente, actuar por usted? —preguntó ella—. ¿Ser como su agente? Me las arreglo muy bien por ahí fuera.

—Estoy seguro de ello.

—Bien, explíquemelo, y haré lo que sea necesario.

Kissoon movió la cabeza.

—Hay infinidad de cosas que ignoras —dijo él—. Se trata de un cuadro demasiado vasto, tanto que ni siquiera he intentado descubrírtelo. Dudo que tu imaginación sea capaz, de abarcarlo.

—Haga la prueba —dijo ella.

—¿Estás segura?

—Muy segura.

—Bien, pues la cuestión no es sólo el Jaff. Puede que mancille la Esencia, pero no acabará con ella.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Tesla—. Sólo sabe hablar de esa mierda sobre la necesidad de sacrificio. ¿Por qué, si la Esencia sabe defenderse sola?

—¿Por qué no te limitas confiar en mí?

Tesla le lanzó una fija y dura mirada. El fuego había bajado mucho, pero sus ojos se habían acostumbrado a aquella penumbra ámbar. Una parte de ella deseaba ardientemente tener fe en alguien; pero había pasado la mayor parte de su vida adulta aprendiendo el peligro que eso conllevaba. Hombres, agentes, directores de estudios, ¡tantos!, la habían pedido que confiara en ellos, y ella les había hecho caso, ¿pero para qué? Para que la jodieran bien jodida. Era demasiado tarde para aprender ahora nuevas maneras de conducirse. Tesla se había vuelto cínica hasta la médula. Y si alguna vez cambiaba en eso, dejaría de ser Tesla, y a ella le gustaba ser Tesla. La conclusión lógica, era, por consiguiente, clara como el día: ese cinismo perduraba en ella. Por eso, Contestó:

—No. Lo siento pero no puedo tener fe en usted. No lo tome como algo personal. Le respondería lo mismo a cualquiera que me dijera lo mismo. Quiero enterarme de todo, hasta el fondo.

—¿Y qué significa eso?

—Pues que deseo saber la verdad, o no le daré nada a cambio.

—¿Estás segura de que podrías negarte? —preguntó Kissoon.

Tesla, que miraba hacia un lado, se volvió con los labios apretados, la actitud de sus heroínas favoritas cuando reaccionaban ante una acusación.

—Eso era una amenaza —dijo.

—Pues, sí, podrías entenderlo como tal —observó él.

—Entonces, que le den por el culo…

Kissoon se encogió de hombros. Su pasividad —la manera casi indolente de mirarla— sirvió sólo para irritar aún más a Tesla.

—¡No tengo por qué seguir sentada, escuchando!

—¿No?

—¡No! Además me esconde algo.

—Estás comportándote de un modo ridículo.

—No lo creo.

Tesla se levantó. Los ojos de Kissoon no siguieron sus movimientos, pero se lijaron en su ingle, y ella se sintió violenta de pronto por hallarse desnuda en su presencia. Quiso ponerse su ropa, que, sin duda, seguiría en la Misión, maloliente y ensangrentada. Si quería volver allí, sería mejor que se pusiera en marcha. Se volvió hacia la puerta.

A su espalda, Kissoon le dijo:

—Espera, Tesla. Haz el favor de esperar. El error ha sido mío. Te doy la razón. El error ha sido mío. ¿Quieres tener la bondad de volver?

El tono de su voz era conciliante, pero Tesla captó una siniestra marea en ella. «Está irritado —pensó—. A pesar de todo su equilibrio espiritual, está irritadísimo.» Para ella fue una lección en el arte del diálogo, el haber captado las púas bajo el ronroneo. Se volvió, dispuesta a seguir escuchándole, insegura de conseguir la verdad de aquel hombre. Con una sola amenaza le bastaba para dudar.

—Bien, pues prosiga —dijo.

—¿No te sientas?

—Estoy bien de pie —repuso ella. A pesar de que pretendía no asustarse, de pronto se dio cuenta de que lo estaba. Decidió pensar que su piel era ropa y permanecer de pie, desnuda—. No quiero sentarme.

—Pues entonces trataré de explicártelo todo lo más de prisa posible —dijo él. Y lo cierto fue que prescindió de toda ambigüedad en sus maneras, para mostrarse considerado, aun humilde—. Incluso yo, y eso lo entenderás, no tengo todos los datos a mi disposición; aunque dispongo de los suficientes para convencerte del peligro que nosotros corremos.

—¿Y quiénes son nosotros?

—Los habitantes del Cosmos.

—¿Otra vez?

—¿No te lo explicó Fletcher?

—No.

Kissoon suspiró.

—Imagínate la Esencia como un mar.

—Me lo imagino…

—A un lado de ése está la realidad que habitamos. Un continente de vida, si te parece, cuyos perímetros son el sueño y la muerte.

—De momento va bien.

—Ahora… imagínate que hay otro continente, situado al otro lado del mismo mar.

—Otra realidad.

—Sí. Tan vasta y compleja como la nuestra. Y tan llena de energías, de especies y de apetitos. Pero dominada, como el Cosmos, por una especie concreta, llena de extraños apetitos.

—No me gusta oír esto.

—Dijiste que querías la verdad.

—No estoy diciendo que le crea.

—Ese otro lugar es el Metacosmos. Y esa especie son los Uroboros del Iad. Existen.

—¿Y sus apetitos? —preguntó Tesla, no muy segura de querer enterarse.

La pureza. La singularidad. La locura.

—Pues ya es hambre.

—Tenías razón cuando me has acusado de no estar diciéndote la verdad. No te dije más que una parte de ella. El Enjambre montaba guardia en las orillas de la Esencia para impedir que el Arte fuera mal utilizado, tergiversado por la ambición humana; también vigilaba el mar…

—¿Por si había una invasión?

—Eso era lo que temíamos. Quizás incluso lo esperábamos. No se trataba de una paranoia nuestra. Los más profundos sueños del mal son aquellos en los que husmeamos al Iad, al otro lado de la Esencia. Los terrores profundos, las imaginaciones más horribles que acechan a la mente humana son los ecos de sus ecos. Te estoy dando más razones para que tengas miedo, Tesla, de las que oirías de cualesquiera otros labios. Te estoy diciendo lo que sólo los espíritus más fuertes son capaces de oír.

—¿Y no hay ninguna buena noticia? —preguntó Tesla.

—¿Quién te ha prometido alguna buena noticia? ¿Quién dijo, incluso, que iba a haber buenas noticias?

—Jesucristo —replicó ella—, Buda, Mahoma…

—Fragmentos de historias, amasados por el Enjambre para hacer cultos con ellos. Distracciones.

—Eso sí que no puedo creerlo.

—¿Y por qué? ¿Eres cristiana?

—No.

—¿Budista?, ¿mahometana?, ¿hindú?

—No. No. No.

—Pero insistes en creer las buenas noticias —dijo Kissoon—. Muy práctico.

Tesla sintió como si hubiese sido golpeada muy fuerte en pleno rostro por un maestro que hubiera estado siempre tres o cuatro pasos por delante de ella durante toda la discusión, guiándola con firmeza y a hurtadillas, a una situación en la que ya no podría decir más que absurdos. Y absurdo era asirse a esperanzas celestiales cuando, al mismo tiempo, se reía de todas las religiones que pasaban ante su puerta. Pero si vaciló ante esas palabras no fue porque Kissoon la hubiera dejado sin argumentos. Ella estaba acostumbrada a salir perdiendo en innumerables discusiones sin que eso la preocupase demasiado. Lo que le dolía en el estómago era ver que sus defensas contra tantas otras cosas dichas por Kissoon se venían abajo al mismo tiempo. Si una parte de lo que Kissoon le había dicho, fuese verdad, y el mundo en que ella vivía —el Cosmos— se hallaba en peligro, la consecuencia lógica era: ¿qué derecho tenía ella a poner su vida por encima de tan desesperada necesidad de ayuda? Incluso en el supuesto de que pudiera salir de aquel tiempo fuera del tiempo, no podría regresar al mundo sin preguntarse a cada momento si, al dejar a Kissoon abandonado a sus recursos, no echaría a perder la única oportunidad que el Cosmos tenía de sobrevivir. Debía seguir allí; entregarse a Kissoon. Y no porque creyera todo lo que el viejo le había dicho, sino porque no podía arriesgarse a equivocarse.

—No tengas miedo —le oyó decir—. La situación no está peor ahora que hace cinco minutos… Discutes muy bien, y ahora ya sabes la verdad.

—No resulta nada cómoda —dijo ella.

—No, la verdad es que no —respondió Kissoon, bajo—, de eso me doy perfecta cuenta. Tú te la darás de lo duro que tiene que ser llevar este peso uno solo, y también de que, sin ayuda, acabaré por derrumbarme.

—Sí, me doy cuenta —admitió ella.

Se había apartado un poco del fuego, y se hallaba en pie, contra la pared de la cabaña, tanto para apoyarse en ella como para sentir el frescor de la piedra contra su espalda. En esa postura, Tesla miraba al suelo, dándose cuenta de que Kissoon había empezado a levantarse. No lo miró, pero oyó sus gruñidos, seguidos de su petición:

—Necesito ocupar tu cuerpo —dijo él—. Lo que significa, mucho me temo, que deberás desocuparlo.

El fuego había quedado reducido casi a cenizas, pero su humo se condensaba y se apretaba contra la nuca de Tesla, lo que le imposibilitaba levantar la cabeza y mirar a Kissoon aunque hubiera querido hacerlo. Comenzó a temblar. Primero, las rodillas; luego, las manos. Kissoon seguía hablando mientras se acercaba a ella. Tesla oyó sus pies, que se arrastraban al andar.

—No te dolerá —dijo él—, lo único que has de hacer es permanecer quieta, fijar los ojos en el suelo…

Un lento pensamiento la invadió: ¿no sería Kissoon el que, de alguna manera, estaba condensando el humo, para que ella no pudiera mirarle?

—En un momento habremos terminado…

Tesla se dijo que el viejo hablaba como un anestesista. Su temblor aumentó. El humo intensificaba su presión cuanto más se le acercaba Kissoon. Tesla estaba segura de que él era el causante. No quería que lo mirase. ¿Y por qué? ¿Estaría acercándose a ella con cuchillos en la mano, para vaciar su cerebro, y así deslizarse detrás de sus ojos?

Resistir a la curiosidad nunca había sido uno de sus fuertes. Cuanto más se le acercaba Kissoon, tanto más quería Tesla romper la cortina de humo y mirarle a los ojos. Pero era difícil. Su cuerpo estaba débil, como si su sangre se hubiera convertido en agua. El humo parecía un sombrero de plomo: la cinta demasiado apretada en torno a su frente. Y cuando más la empujaba Tesla, tanto más pesada se hacía.

«Eso es, no quiere que lo mire», pensó; y esa idea intensificó su deseo de hacerlo. Se apretó contra la pared para coger carrerilla. Kissoon se hallaba a unos dos metros de distancia de ella: olió su sudor, acre y rancio. «¡Lánzate! —se dijo Tesla—. ¡Lánzate! No es más que humo, quiere hacerte creer que estas siendo aplastada, pero sólo es humo.»

—Relájate —murmuró él; de nuevo el anestesista.

En lugar de relajarse, Tesla hizo acopio de fuerzas para levantar la cabeza. El plomo se le incrustaba en las sienes, el cráneo le crujía bajo aquel peso. Pero consiguió mover la cabeza, temblando por sus esfuerzos contra tanto peso. Una vez comenzado el movimiento, éste se hacía más fácil. Fue levantando la barbilla, centímetro a centímetro, elevando la vista al mismo tiempo, hasta que logró mirar los ojos de Kissoon.

Éste, de pie ante ella, estaba encorvado por completo; las articulaciones un poco ladeadas: el hombro contra el cuello, la mano contra el brazo, el muslo contra la cadera, un verdadero zigzag, con una sola línea recta que le salía del bajo vientre. Tesla lo miró, aterrada.

—¿Para, qué cojones es eso? —preguntó Tesla.

—No pude remediarlo. Lo siento.

—¿Ah, sí?

—Cuando he dicho que quiero tu cuerpo no ha sido esto lo que quería significar.

—¿Dónde he oído eso antes?

—Créeme —insistió él—. Sólo se trata de mi carne, que responde a la tuya. Es algo automático, y debieras sentirte halagada.

Tesla, en una situación distinta, se hubiera reído. Por ejemplo, si le hubiese sido posible abrir la puerta y salir de allí en lugar de quedarse, perdida, fuera del tiempo, con una bestia en el umbral, y el desierto ante ella. Cada vez que creía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, perdía el hilo de nuevo. Aquel hombre le había resultado una caja de sorpresas; y ninguna de ellas era agradable.

Kissoon alargó la mano hacia ella; sus pupilas, enormes, cubrían el blanco de los ojos. Tesla pensó en Raúl, en la belleza de su mirada, a pesar del rostro híbrido. Pero en ese momento no encontró belleza, no había nada que fuese remotamente legible. Ni apetito ni ira. El sentimiento, si lo hubo, se había eclipsado ya.

—No puedo hacer eso —dijo ella.

—Debes hacerlo. Renuncia a tu cuerpo. Tengo que tener tu cuerpo o el Iad gana. ¿Quieres que eso ocurra?

—¡No!

—Pues entonces deja de resistirte. Tu espíritu estará a salvo en Trinidad.

¿Dónde?

Por un instante, los ojos de Kissoon expresaron algo: un destello de ira, que a Tesla le pareció dirigida contra sí mismo.

¿Trinidad? —repitió Tesla, arrojándole la pregunta para retrasar el momento en que la tocara y la invadiera—. ¿Qué es Trinidad?

En el momento de hacer la pregunta varias cosas ocurrieron al mismo tiempo, y su velocidad superó con mucho a su poder de distinguirlas unas de otras; pero lo esencial del conjunto era el hecho evidente de que el control de Kissoon sobre la situación se había reducido al preguntarle Tesla qué era Trinidad. Ella sintió primero que sobre su cabeza el humo se disolvía, y su peso ya no la forzaba a mirar al suelo. Aprovechando la oportunidad mientras duraba, Tesla asió el picaporte. A pesar de todo, sus ojos seguían fijos en Kissoon, y en el instante mismo que ella se liberó, lo vio transfigurado. Sólo fue un atisbo, pero tan lleno de fuerza que nunca lo olvidaría. La parte superior del cuerpo de Kissoon aparecía cubierta de sangre, que le salpicaba hasta el rostro. Y él se dio cuenta de que Tesla lo veía, porque levantó las manos para taparse la sangre, pero sus manos y sus pies también estaban ensangrentados. ¿Era suya aquella sangre? Antes de que Tesla pudiera fijarse bien para localizar la herida, Kissoon volvió a dominar la situación; pero, en el caso de un prestidigitador que trata de tener demasiadas pelotas al mismo tiempo, en el aire, coger una significaba perder otra. La sangre desapareció, y Kissoon volvió a aparecer incólume ante ella, mas eso lo forzó a desvelar otro secreto que hasta entonces había conseguido mantener oculto.

Y este secreto fue mucho más detonante que las manchas de sangre: la onda expansiva golpeó contra la puerta que había detrás de Tesla. Fue demasiado fuerte, hasta para el Lix, y lo hubiera sido de todas formas, incluso si en lugar de uno hubiese habido muchos, agolpados contra la puerta. Era una fuerza que, evidentemente, aterrorizaba a Kissoon. Su mirada se apartó de Tesla para fijarse en la puerta, las manos le cayeron a lo largo de los costados y la expresión desapareció de su rostro. Tesla sintió, intuyó más bien, que todas sus partículas de energía estaban concentrándose en un solo objetivo: calmar, acallar lo que se agitaba en el umbral, fuera lo que fuese. Eso también tuvo consecuencias, porque el control que Kissoon había ejercido sobre ella hasta entonces —llevándola hasta allí, impidiéndola marcharse— acabó por ceder. Tesla sintió que la realidad que había abandonado por un momento volvía ahora a aferrarse a su espina dorsal, y tiraba de ella. No trató de resistirse. Eso sería tan imposible de evitar como la fuerza de la gravedad.

La última visión que tuvo Tesla de Kissoon fue, una vez más, su cuerpo ensangrentado. Estaba en pie, el rostro carente aún de expresión, frente a la puerta, que, de pronto, se abrió sola.

Por un momento, Tesla tuvo la seguridad de que lo que había golpeado la puerta la esperaba fuera, para devorarla, y también a Kissoon. Incluso creyó ver su brillo: luminoso, cegadoramente luminoso, que rebotaba contra las facciones de Kissoon. Pero la voluntad de éste venció en el último momento, y la luz cedió en el instante mismo en que el mundo que Tesla había abandonado tiraba de ella y la arrancaba de allí.

Se sintió lanzada por el mismo camino de su llegada, pero a una velocidad diez veces mayor. Tanta que ni siquiera podía interpretar las vistas que pasaban por debajo de ella: la torre de acero, la ciudad desierta, hasta que las tenía a kilómetros de distancia.

En esta ocasión, sin embargo, no se hallaba sola. Alguien, cerca de ella la llamaba por su nombre:

—¡Tesla! ¡Tesla! ¡Tesla!

Reconoció la voz. Era Raúl.

—Te oigo —murmuró. A través de la confusión impuesta por la velocidad, Tesla incluyó otra realidad, vagamente visible, horadada por puntos de luz —llamitas de vela, quizás— y rostros.

—¡Tesla!

—Ya llego —jadeó ella—. Ya llego. Ya llego.

El desierto desaparecía; la oscuridad tenía prioridad sobre él. Tesla abrió los ojos cuanto pudo para ver a Raúl con más claridad, y se encontró con una gran sonrisa. Raúl se inclinó sobre ella para saludarla.

—Has vuelto —dijo.

El desierto había desaparecido. Todo era noche ahora. Debajo de ella, piedras; arriba, cielo. Y, como había supuesto, velas, en manos de un círculo de mujeres asombradas.

Entre su cuerpo y el suelo estaba la ropa de la que se había desprendido cuando llamó a su cuerpo, recreándolo en la Curva del tiempo de Kissoon. Alargó la mano para tocar el rostro de Raúl, y lo hizo, no sólo para cerciorarse de que había vuelto al mundo tangible, sino también por el contacto. Las mejillas de Raúl estaban húmedas.

—Has estado trabajando con dureza —dijo Tesla, pensando que era sudor. Pero en seguida se dio cuenta de su error. No se trataba de sudor, en absoluto, sino de lágrimas.

—Pobre Raúl —exclamó al tiempo que se incorporaba para abrazarle— ¿Desaparecí por completo?

Raúl se apretó contra ella.

—Primero fue como una niebla —dijo—; luego… nada.

—¿Y por qué estamos aquí? —preguntó Tesla—. Yo me encontraba en la Misión cuando me dispararon.

Al pensar en ello se miró en la parte del cuerpo que la bala la había acertado. No había herida; ni siquiera sangre.

—El Nuncio me curó —dijo.

Ese hecho no pasó inadvertido a las mujeres. Cuando vieron la piel sin cicatriz alguna se pusieron a rezar, apartándose de Tesla.

—No… —murmuró ella, sin dejar de mirarse el cuerpo—, no fue el Nuncio. Éste es el cuerpo que yo imaginé.

—¿Imaginado? —preguntó Raúl.

—Conjurado —se corrigió ella, apenas consciente siquiera de la confusión de Raúl; tenía otro enigma en su cuerpo acerca del que pensar.

Su pezón izquierdo, el doble de grande que el derecho, lo tenía ahora a la derecha. Tesla no hacía más que mirarlo, mientras movía la cabeza, desconcertada. Ése no era el tipo de cosas en que uno se equivoca. De alguna manera, durante el viaje de ida a la espiral del tiempo, o en el de regreso, había tenido lugar el cambio. Levantó las piernas, para mirárselas. Varios arañazos de Butch que tenía en una de las espinillas aparecían en la otra.

—No lo entiendo —le dijo a Raúl.

Pero este, que ni siquiera comprendía la pregunta, no supo qué responder, de modo que se limitó a encogerse de hombros.

—Bien, dejémoslo —dijo Tesla, y comenzó a vestirse.

Sólo entonces preguntó qué había ocurrido con el Nuncio.

—¿Me pusiste todo?

—No, el Chico de la Muerte se lo llevó.

—¿Tommy-Ray? ¡Dios mío! De modo que ahora el Jaff tiene hijo y medio.

—Pero también tú lo tocaste —dijo Raúl—, y yo. Lo tuve en la mano. Me subió hasta el codo.

—De modo que somos nosotros contra ellos.

Pero Raúl movió la cabeza.

—Yo no puedo servirte de ayuda —dijo.

—Puedes y debes —repuso Tesla—. Hay muchas preguntas cuyas respuestas necesitamos, y yo no puedo hacerlo sola. Necesito que me acompañes.

La resistencia de Raúl resultaba comprensible, sin que tuviera que explicarla.

—Sé que tienes miedo. Pero, por favor, Raúl, tú me has sacado de entre los muertos.

—Yo no he sido.

—Pero has ayudado. No querrás que todo esto se eche a perder ahora, ¿verdad?

En su propia voz captó un deje de las persuasiones de Kissoon, y eso no le agradó en absoluto. Pero también era cierto que nunca hasta entonces había experimentado un acceso tal de conocimientos súbitos como durante el tiempo que estuvo con Kissoon. Éste le había dejado su huella sin siquiera rozarla con la punta del dedo. Pero si alguien le hubiese preguntado si Kissoon era un mentiroso o un profeta, un salvador o un lunático, Tesla no hubiera sabido qué contestar, y posiblemente esta ambigüedad fuese la parte más ardua de la espiral en el tiempo, aunque tampoco hubiese podido decir qué había ganado con ella.

Sus pensamientos volvieron a Raúl y a su negativa. No había tiempo que perder en discusiones.

—No tienes más remedio que venir —le dijo—, no puedes negarte.

—Pero la Misión…

—… está vacía, Raúl. El único tesoro que contenía era el Nuncio, y ya no está.

—Yo tenía recuerdos —dijo Raúl, en un murmullo, y el uso del pretérito en su respuesta indicaba que había aceptado.

—Habrá otros recuerdos. Y mejores tiempos que recordar —lo animó ella—. Y ahora… si tienes alguien de quien despedirte, hazlo, porque nos vamos.

Raúl asintió y comenzó a hablar a las mujeres en español. Tesla sabía un poco de ese idioma, lo bastante para cerciorarse de que, en efecto, se estaba despidiendo de ellas. Se apartó de él y descendió por la cuesta hacia donde había dejado el coche.

Por el camino dio con la solución del enigma de su cuerpo cambiado, sin necesidad de pensar en él. En la cabaña de Kissoon, Tesla se había imaginado a sí misma como se veía siempre: reflejada en el espejo. ¿Cuántas veces, en los treinta y tantos años de su vida, se habría mirado reflejada, contemplando así un retrato en el que la derecha era la izquierda, y viceversa?

Volvía de la Curva Temporal convertida en otra mujer. Una mujer que antes sólo había existido como reflejo en un cristal. Y, ahora, esa imagen era carne y sangre, y andaba por el Mundo. Pero detrás de su rostro seguía la misma mente, al menos eso esperaba. Aunque hubiera sido tocada por el Nuncio, y conocido a Kissoon. O sea, dos influencias nada desdeñables.

Entre unas cosas y otras, era toda una historia. Y ella no tendría mejor momento que el presente para contarla.

Porque quizá no hubiera futuro.