21

 

Ethel Gibson volvió aquella tarde a la casita poco después de las cuatro. Se estremeció al ver las puertas sin cerrar. Todo abierto de par en par y vacío. ¡Qué gran descuido de su hermano! Sin embargo, podía estar en casa de los Townsend, justamente al otro lado de la entrada de coches. A Ethel no le apetecía ir a reunirse con ellos, si estaban allí. Tenía el día mentalmente organizado y no quería romper su plan por una reunión social e inesperada.
Se quitó el traje de chaqueta veraniego y entró en la cocina. ¡Qué desorden! Desde luego, el orden era algo esencial en una casa tan pequeña. A Ethel no le gustaba vivir en aquella casita, un apartamento daría mucho menos trabajo. Pensaba que se mudarían a algún otro sitio antes de que pasara mucho tiempo. Apretó los labios. La lechuga estaba colgando de un armario abierto. El pan no estaba puesto ordenadamente en la panera. El café y el té deberían estar en los estantes. El queso debía estar en la nevera. Una bolsa de papel verde, ¿qué sería? Una botella pequeña de aceite de oliva. ¡Es importada! ¡Demasiado cara!
Movió la cabeza y empezó a guardar las cosas en su sitio. Lavó la lechuga adecuadamente y la puso a escurrir. Puso el queso en su compartimiento de la nevera, tiró la bolsa de papel al cubo de la basura y puso las latas y las botellas en el armario.
Entró un momento en el cuarto de estar, lo suficiente como para conectar la radio. Oír música era para ella un hábito. No le prestaba atención, pero notaba su ausencia.
Después se retiró a su habitación (y la de Rosemary). Cepilló la ropa de trabajo y la colgó. Se puso un vestido de algodón. Después se tumbó en la cama para descansar. La música le llegaba de lejos. Cuando hablaban en la radio, no escuchaba. Nunca escuchaba los anuncios. Repasó mentalmente su primer día en aquella oficina. Aquel trabajo serviría. Se había dado cuenta de que ya había captado algunos indicios de las motivaciones escondidas de su jefe. Preveía una vida ordenada, útil y valiente en aquella tranquila ciudad. Sería excelente para su salud. Se quedó medio dormida.
El teléfono la despertó a las cinco y cuarto. La casa aún estaba vacía.
—¿Sí?
—Le llamamos de los laboratorios Townsend —dijo una voz femenina—. ¿Está el señor Gibson ahí?
—No, no está.
—¿Sabe dónde está?
—No, no lo sé. Me figuro que estará aquí a la hora de la cena.
—¿Cuándo? —la voz se desvanecía débilmente.
—A las seis menos cuarto.
—Está bien, ¿podría decirle que llame sin falta a este número?
Ethel apuntó el número.
—Es algo importante —dijo la voz, desvaneciéndose de nuevo como si estuviera misteriosamente agitada.
—Se lo diré —contestó Ethel, con dulzura.
Ethel colgó. Estaba ligeramente preocupada. ¡Qué desconsiderados! La consideración era la primera regla que se debía cumplir en una familia como ésta. Rosemary debería haber vuelto, no podía tardar. ¿Dónde podría estar Ken? No podía imaginárselo. Bueno, sí podía. Probablemente estaría perdido con un libro en la biblioteca.
La cena era a las seis menos cuarto.
Empezaría a cenar.
Ellos sabían a qué hora era la cena.
La radio seguía funcionando. Se sentía un poco molesta en aquella misteriosa soledad y la apagó, molesta por la situación.
Fue a la cocina y empezó a preparar la cena. Sería muy sencilla. A Ethel le parecía bien poner espaguetis para cenar. Los de aquella marca eran baratos. Alimentaban y se hacían fácilmente. Vertió la salsa que había comprado en una sartén. Luego lo pensó mejor. Había que mejorar las salsas ya preparadas, lo sabía muy bien. Troceó finalmente una cebolla y la echó a la salsa. No era buena cocinera. Había estado comiendo durante años lo que le ponían delante en los restaurantes. La comida era la comida. O era cara o era barata. Entonces se dio cuenta de que debía haber salteado las cebollas. ¿Y si lo hiciera con el aceite de oliva? ¿Para qué lo habría traído Ken, de todos modos? En la botella no había suficiente para aliñar una ensalada. A Ethel no le gustaba en el aliño. ¡Se había arreglado tanto tiempo comprando aceite vegetal barato! Seguro que no era para la fruta. No, seguro que habría pensado que el sabor del aceite de oliva iría bien en la salsa de los espaguetis. A lo mejor había sido un capricho de Rosemary.
Hizo una mueca pero cogió la botella y le quitó el tapón. La volcó en la sartén. Esperaba que no supiera demasiado. Fregó la botella y la puso boca abajo para que escurriera. Ethel llenó un cacharro grande de agua para cocer la pasta.
Empezó a cortar la fruta para una ensalada. Dudaba de que la lechuga estuviera en condiciones. Ya eran las cinco y treinta y cuatro minutos y todavía no había llegado nadie.
Ethel empezó a poner la mesa en el comedor que había en un lado del cuarto de estar. Desde allí podía ver la entrada de coches. Oyó el coche de Paul y le vio entrar con un gran cargamento de gente que empezaron a bajar del coche precipitadamente. Ethel apartó la mirada. No se rebajaría a espiar a los vecinos. Tendrían una fiesta, supuso. La palabra fiesta para ella expresaba algo ligero. Una pérdida de tiempo, una charla inútil. (Nadie había invitado a Ethel nunca a una fiesta.)
Ahora ya estaba la mesa puesta. El agua hervía. La salsa ya estaba preparada. Bajó el fuego. Mezcló la ensalada.
Cuando el reloj marcó las seis menos veinte, Ethel se sintió enfadada. Echó la pasta en el agua hirviendo, se fue al cuarto de estar y se sentó de espaldas a la mesa para observar el reloj que había en la pared opuesta. Haría punto durante nueve minutos.
Entonces la comida estaría lista. Ellos deberían recordarlo y tener consideración. Ella siempre era considerada.
A las seis menos once minutos se fue a la cocina. Oyó sus pasos.
—¿Dónde diablos habéis estado? —dijo Ethel vivamente—. Veo que venís juntos...
—Sí —dijo el señor Gibson—, estamos juntos.
Estaba un poco sorprendido de ver a la misma Ethel de siempre allí, de pie, con su aspecto habitual, robusta y segura de sí misma.
—La cena está preparada, exactamente a su hora —dijo Ethel—. Vamos, tenéis el tiempo justo para lavaros. No tienes que hacer nada Rosemary, ya lo he hecho yo todo. Ahora ve a la mesa mientras escurro esto y lo mezclo con la salsa.
—¡Vamos! —dijo Ethel indulgentemente.
Cruzaron dócilmente la cocina, pero se besaron en el vestíbulo.
—Ella no sabe... —dijo el señor Gibson con asombro.
—No, no parece saberlo. No están diciendo tu nombre en la radio.
—Bueno, debemos decírselo.
—Sí...
—No es fácil.
—No —la dulzura era tan suave.

 

El señor Gibson dejó marchar a Rosemary y él fue a su propia habitación. Ahora le parecía antigua. Le recordaba su anterior forma de vida.
¿Podría tener libros en la celda?, pensó. Lástima que no pudiera tener allí a Rosemary. Debía enfrentarse a la realidad. Enfrentarse a la locura malvada. Enfrentarse al amor. Enfrentarse al hecho de ser amado.
Se lavó, reflexionando y pensando que Ethel tenía razón. Al menos en cierto modo. El no había visto claramente sus propios motivos. Lo había racionalizado. Había querido remediar mentalmente con una filosofía barata una herida palpitante de su corazón. Aunque tampoco era así de sencillo. No obstante podían habérsele comido los gusanos..., bueno, ahora sabía algo más. Sabía que había abandonado sus creencias con demasiada rapidez. Debería haber confiado más en sí mismo.
Ethel les había hecho dudar a los dos de sí mismos, pensó. Nos inculcó el terrible sentimiento de que una persona no puede confiar en sí misma. Que no sirve de nada intentarlo. Una duda semejante a ésta, empleada juiciosamente y en cantidad, puede ser un tónico y una medicina. Pero si se toma demasiado, y se traga ciegamente en un mal momento, puede alterarle a uno completamente.
Era una cosa peligrosa.
Se encontró con Rosemary en el vestíbulo. Sus manos se tocaron. Atravesaron el cuarto de estar para ir al comedor.
—Sentaos, niños desobedientes —dijo Ethel con grave indulgencia y benevolencia. Sus ojos inteligentes les contemplaban. Pronto sabría dónde habían estado.
Se sentaron. Ethel sirvió las raciones de espaguetis de aquella masa humeante que había en un recipiente de madera.
—Confesad, ¿qué habéis estado haciendo?
—Ha habido un pequeño lío —dijo el señor Gibson. Miró los espaguetis sin sentir ningún apetito.
Rosemary cogió nerviosamente el tenedor.
—Te lo contaremos lo mejor que podamos —empezó a decir. Su querida Rosemary era lo suficiente valiente como para intentar ayudarle a contárselo.
—¿Supongo que habréis estado hablando? —dijo Ethel, echándoles una de sus miradas—. Bueno, queridos, no es mi problema y no quiero entrometerme. Es privilegio vuestro tener vuestros pequeños secretos.
Rosemary dejó el tenedor bruscamente.
—Cualquier decisión que me afecte —dijo Ethel amablemente—, estoy segura de que me la diréis.
—Sí —dijo Rosemary firmemente.
El señor Gibson se vio en los ojos de Ethel, como un cordero, bondadoso, inocente. El soltero de nacimiento, sin esposa, viviendo su vejez con su afectuosa hermana soltera. Estaba destinado a eso. No era cierto.
—Estamos muy enamorados, Ethel —dijo serena y firmemente—. Rosemary y yo.
Las pupilas de Ethel giraron y puso los ojos en blanco. Pero retorció la boca con diminuta incredulidad, y sus ojos velados estaban asombrados. Pero no habló.
—Lo que hemos dicho es que... —insistió Rosemary.
—¿Qué...?
—Lo que hemos dicho es exactamente lo que queremos decir, Ethel.
—Estoy tan contenta —exclamó Ethel con una agitación que sonaba falsa—. Pero no dejemos que se enfríe la cena...
No les creía. Su rostro permanecía inexpresivo, pero el señor Gibson tuvo una visión de sus pensamientos, retorciéndolos y luchando por descubrir el significado «real» que había detrás de las palabras que él había dicho... Hasta que estuvieron tan enredados... como un cacharro lleno de espaguetis. No podía tragarse aquella sustancia. Sin embargo, sería mejor que se tomara la cena o si no ella se ofendería. Dio la vuelta al tenedor.
El tenedor de Ethel se hundió en los espaguetis.
De repente, oyeron a gente chillar. Asustados todos miraron hacia la ventana.
Seis personas habían salido al porche de Paul y venían gritando cruzando la entrada de coches.
—Gibson, ¡eh!, ¡eh! —gritaba el conductor del autobús.
El señor Gibson se precipitó a la puerta principal rápidamente, cojeando y todo. Se sentía terrible y asombrosamente contento de verles. La vida inundó de repente la casa cuando entraron en masa. Lee Coffey llevaba a Virginia cogida del brazo. Después entre Theo Marsh, ágil y con el rostro arrugado, y la pequeña Jeanie saltando flexiblemente debajo de los brazos gesticulantes del pintor. Y luego estaba Paul sujetando la puerta para que la señora Boatright hiciera su aparición como si fuera un transatlántico.
—¡Lo hemos encontrado! —gritaron todos.
—¡Todo está controlado! —decía a gritos Lee, agitando una hoja de papel—. Los marines han llegado a tierra. ¡Al fin lo conseguimos! —exclamó golpeando enérgicamente la espalda del señor Gibson—. No tenga remordimiento, no va a haber ningún muerto, ¿dónde está...? —susurró.
—Cuéntenoslo —gritó Rosemary por encima del ruido—, uno de ustedes...
—Jeanie. ¡Esta chiquilla! —bramó Theo Marsh—. Esta Jeanie es tan buena y tan inteligente que me tengo que postrar a sus pies. Estoy loco, loco, mi vida, mi trabajo —le arrebató la hoja de papel al conductor del autobús.
—¿Pero qué?
—Bueno, díganselo —insistió la enfermera. Entonces ella se lo dijo—. Jeanie fue la que le pidió a Theo que dibujara la cara que había visto.
—Y lo hizo tan bien —gritó Jeanie fulgurante—, que la abuela la reconoció.
Pusieron el papel ante las narices del señor Gibson. Eran unos pocos trazos a lápiz. Un rostro, una belleza en resumen.
—Mamá dijo que era Violette —gritó Paul—, y yo no podía creerla. Nunca me di cuenta de que era tan condenadamente hermosa.
—Tener ojos... y no ver —dijo monótonamente el pintor. Tenía los pelos de punta. Sostenía el papel con ambas manos y lo movía suavemente atrás y adelante—. ¿No ha trabajado nunca de modelo? —canturreó en voz baja—. ¡Qué nariz tan perfecta!
—Pero ¿qué ha pasado? —carraspeó el señor Gibson.
—Virginia llamó a casa —explicó Lee excitado. A casa de esa Violette o como se llame. Y era esta Violette. Había allí una hermana suya y esa hermana dijo que sí, que ella lo cogió.
—¿Su hermana lo...?
—Violette lo tenía —gritó Paul—. Se ha ido a las montañas. Se lo ha llevado con ella. Pero la señora Boatright llamó a la Policía...
—Ella es amiga de los altos cargos y les dijo lo que tenían que hacer, estupendamente —continuó Lee dándole un manotazo en los hombros a la señora Boatright—. ¿Eh, Mary Anne?
—Van a detener el coche —dijo tranquilamente la señora Boatright—, o el camión, o lo que sea. Les dimos el número de la matrícula, un informe completo. La organización es muy eficaz —la señora Boatright estaba sonriente como un Santa Claus a pesar de su calma.
—Así que ya lo ve —susurró Virginia—. No va a usarlo en el camino. ¿Cómo podría hacerlo? Así que está salvado.
Ethel estaba allí de pie.
—Además —dijo la señora Boatright, mirando a su alrededor como si estuviera en un comité—. No creo que haya motivo en absoluto, puesto que no ha ocurrido ninguna desgracia, para más diligencias. No se servirá a la justicia con la publicidad o con un castigo. El señor Gibson no va a suicidarse. Nunca volverá a repetir tampoco una cosa como la que hizo. Creo que he convencido al juez Miller... Si no es así, lo haré.
—Ya lo ha hecho —gritó Lee—. Se lo metió en la cabeza, Mary Anne. Créame, estuvo estupenda. Bien esta lo que bien acaba. ¿Eh? ¿Eh?
—¿Eh? —dijo Theo uniéndose a ellos.
Rosemary lanzó un pequeño gemido de alivio y tambaleándose, se dejó caer en una silla.
—¿Hay algo de coñac? —dijo la enfermera con ansiedad, observando aquel derrumbamiento con mirada profesional.
Ethel permanecía de pie. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. No entendía nada.
—El coñac está en la cocina, en el armario de la izquierda sobre el fregadero... Su rostro adoptó una sonrisa afectada y de sociedad. Esperaba que la presentaran a todos ellos.
Pero la enfermera se fue corriendo a la cocina, llevando a Lee Coffey cogido de la mano.
Sonó el teléfono y la señora Boatright avanzó suave y velozmente a su manera para coger el aparato.
Fue Theo Marsh el que se volvió, con los codos hacia afuera, la barbilla adelantada, la mirada traviesa y dijo en voz alta:
—¿Así que esta es Ethel? ¡Mortífera Ethel!
—Ciertamente —dijo Ethel, poniéndose roja—. ¿Quién es toda esta gente?
El señor Gibson, al que le temblaba todo el cuerpo, se dejó caer también en una silla. Se dio cuenta de que Ethel no sabía qué hacer. No estaba al mismo nivel que los demás. No entendía sus rápidas conversaciones. Además, la habían insultado..., pero él no podía hablar; el condenado había sido salvado y sentía un hormiguillo en los oídos que le impedía articular palabra.
—Íbamos a decírtelo dentro de un momen... —empezó Rosemary, tosió ligeramente y se calló.
Se produjo un silencio pues todos acaban de darse cuenta sorprendidos: ¡Ethel no sabía nada!
La señora Boatright hablaba por teléfono:
—Sí, aquí es, puede darme el recado.
¿Del laboratorio? ¡Ah, sí!, ya, pero ya lo han encontrado, y no ha habido ninguna desgracia..., ¡ah, sí!, ¿lo hizo?... No, no podrá saber en qué momento..., ya entiendo. No, nunca estuvo perdido entre el público. Sólo fue un error.
En la cocina, la enfermera encontró el brandy con rapidez, pero entonces Lee la abrazó con arrojo y permanecieron allí abrazados. Una bolsa de papel verde estaba encima de los desperdicios del cubo de la basura. La botella que tenía la efigie del rey Roberto estaba puesta boca abajo, en el mostrador, pero ellos estaban hablándose al oído y no mirando el paisaje.
En el cuarto de estar, Theo enseñaba sus dientes multicolores a Ethel (la señora Boatright estaba demasiado ocupada para impedírselo, pues estaba hablando por teléfono pidiendo que le enviaran un coche).
—¿Así que usted es Ethel en persona?
¿La muchacha sin retorno, la predicadora del destino, la psiquiatra aficionada?
Parecía que a Ethel le iba a dar un ataque.
—No comprendo —gritó ronca de ira—, por qué un perfecto fantoche, un viejo extraño, se permite venir aquí a insultarme. Hasta que alguien de esta habitación se muestre razonable, tengo la intención de tomarme mi cena que —levantó la voz como si fuera un lamento— se me está quedando fría.
Ethel no podía soportar que su horario fuera interrumpido, ni que se presentara ningún imprevisto. Fue hacia la mesa y se sentó de golpe, hundió el tenedor ciegamente en la masa de espaguetis ya bastante fría. Theo Marsh la siguió. Se apoyó en la pared para observarla, y ladeo la cabeza.

 

El señor Gibson sentado en la silla del cuarto de estar parecía estar recobrando sus sentidos. Los ojos se le aclararon. Había digerido ya las noticias, la fabulosa sorpresa. Estaba salvado. Era libre. Amaba y era amado y nadie iba a morir a causa del veneno, y reconocía que las oraciones son realmente atendidas, en lo que se refiere al ser humano, y miró a su alrededor con placer para percibir el calor del hogar: su querido hogar.
Y se le cortó la respiración.
—Rosemary —gritó—. ¿Qué es eso?, ¿qué hay en la repisa de la chimenea?
—¿El qué, querido? —Rosemary, que se había levantando, agitada por la alegría, se movió, borracha de satisfacción—. ¿Esto? Cogió un ovillo de cuerda color mostaza y lo levantó en la mano—. Aquí hay dinero —dijo con asombro—, en el sitio donde estaba el jarrón azul.
Entonces el señor Gibson, con todos sus sentidos trabajando más rápidamente que lo habían hecho en toda su vida, se apresuró aterrorizado, lanzándose como un jugador de rugby entre Paul y Jeanie pasando junto al cuerpo de Theo Marsh para quitarle a su hermana el tenedor de la mano.
—¡Violette ha estado aquí —gritó.
—Realmente, Ken, no sé qué decir —exclamó Ethel—, pero te habías dejado todas las puertas sin cerrar y podrían habernos robado... —estaba lívida de rabia.
—¡Aceite de oliva! —gritó—, ¡una botella de aceite de oliva! ¿Dónde está?
—En la salsa —dijo Ethel—. Supuse que lo habías traído para la salsa. ¿Te has vuelto loco? —le preguntó fríamente.
En ese momento, la enfermera y el conductor del autobús llegaron rápidamente, pisando fuerte.
—¿Qué es esto? —dijo Virginia. Tenía en una mano un vaso de coñac y en la otra una botella pequeña de cristal vacía, que agitó para que la vieran.
—¿Y esto? ¿Eh? —dijo Lee Coffey resoplando, enseñándoles la bolsa de papel verde.
—Aquí está —dijo el señor Gibson—. ¡No lo toques Ethel, es un veneno mortal!
—¿Veneno? —dijo ésta reaccionando.
El señor Gibson vació los espaguetis de los tres platos en el bol, y después lo cogió con mano firme.
—Debió de ser Violette quién me llamó en el autobús —les dijo—. Tenía que ir al banco. Recuerdo que me lo dijo. Tomó el autobús para ir y volver. Me habló la segunda vez cuando vio que me lo dejaba en el asiento. Sabía que era mía, y la trajo cuando vino a devolver el ovillo de cuerda.
—Es tan honrada... —dijo Rosemary aterrada.
—¡Ya está! —gritó Theo—. ¿Tiene el veneno ahí?
—Está aquí. Ha estado aquí toda la tarde —dijo el señor Gibson y cogió el recipiente con ternura y fue a sentarse sosteniéndolo en su regazo e inclinando la cabeza.
—Tenemos que informar a la Policía —dijo la señora Boatright, secamente, pero con profundo placer.
—Todos somos unos héroes —afirmó el conductor del autobús.
Pero Jeanie Townsend, la niña heroína, estaba allí con todos los héroes y se estremeció.
—Pero ¿por qué la señorita Gibson no sabía nada del aceite de oliva envenenado? —preguntó—. Yo oí que lo decían... en su radio. En esa que está ahí.
—Yo..., no entiendo..., ¿qué veneno? —dijo Ethel levantándose y tambaleándose—. No lo entiendo. ¿Qué es eso del aceite de oliva?
—Llamaron del laboratorio hace un rato —dijo la señora Boatright severamente—. Estaban haciendo lo que debían. Habían descubierto que faltaba el veneno. La Policía aún no había ido por allí. Pero seguramente, hablarían de que su hermano había sido el único que tuvo la oportunidad...
—Yo cogí el recado —dijo Ethel con voz pastosa—. Nadie mencionó... ¿veneno? ¿Ha tomado Ken veneno? —los ojos le daban vueltas.
—Iba a suicidarse —dijo el conductor del autobús confidencialmente—. Pero lo ha pensado mejor.
—¿Suicidarse?... ¿qué? Por favor...
—Lo ha pensado mejor —intervino Rosemary agitada—. ¡Oh!, cariño, ¿de verdad lo hemos encontrado?
—Aquí mismo —dijo el señor Gibson—. Lo tengo —apretó los dedos tensos. De repente, Rosemary tenía un aspecto angélico, como si fuera a echarse a volar hacia el techo con grandes alas.
—Un..., un momento —dijo Theo Marsh. Miró a Lee Coffey—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Pólvora?
—¡Pólvora! ¡Pólvora! —gritó el conductor del autobús—. Ya lo entiendo. Y está cogida en su propia red —agitó un brazo en el aire.
—¡Eh, Eh! —dijo Theo—. Será mejor que analicemos esto. A ver Ethel... —dio una vuelta alrededor de ella—. Naturalmente, sabrá que todos nos movemos en virtud de las fuerzas del subconsciente. Bajas y primitivas, ¿eh? (había copiado los «eh» del conductor del autobús).
Ethel parecía estar completamente atontada.
—¿Dice que no «oyó» el aviso? ¡Eh, eh, eh! —el artista produjo un sonido triste—. Pero, querida, el subconsciente lo oye todo. Usted ya lo sabe. Entonces, ¿llamaron del laboratorio, pero no le dijeron nada? ¿Y usted tampoco lo preguntó?
—Es una historia muy verosímil. Está bien —dijo Lee jovialmente—. ¿Dónde estaba su subconsciente..., eh? Todos los hijos de Dios tienen subcons...
—Su subconsciente estaba atando cabos —dijo Theo, haciéndole callar—. Por lo tanto es evidente. ¿Verdad, Ethel? Usted quería matar a su hermano y a su mujer. Pudo haberlo hecho.
Ethel se le quedó mirando.
—Porque casi los mata, ¿sabe? —dijo Theo—. En esa salsa hay un veneno mortal. No intente decirnos que nunca quiso hacerlo —se metió los dedos en los ojales de la chaqueta. Parecía el sheriff de una película del Oeste.
—Yo... —gruñó Ethel—. No me habían avisado, no comprendo... Por favor —pareció recobrar la razón—. ¿Quiere decir que nos hubiéramos puesto enfermos?
—Se hubieran muerto —dijo el conductor del autobús.
—Ha fallado en esto —afirmó Theo—. Era evidente también que usted quería suicidarse —Theo se volvió al conductor del autobús—. Dígame, ¿cómo explica esto?
—Podemos imaginárnoslo —replicó el conductor del autobús con entusiasmo—. Vamos a decirle cuáles eran sus motivos.
—El sexo —dijo Theo, aguzando el ingenio.
El señor Gibson permanecía silencioso.
Rosemary dijo indignada.
—No sigan. Déjenla ya los dos.
—Subconscientemente... —empezó a decir el artista, examinando a su víctima con su mirada brillante y maliciosa.
—¡Theo! —avisó la señora Boatright.
—¡Lee! —dijo Virginia exactamente en el mismo tono. El conductor del autobús hundió los hombros, moviendo los brazos hacia afuera con un gesto que parecía implorar su perdón. Pero estaba sonriendo.
Sin embargo, el señor Gibson observaba a su mujer con adoración. Amada mía, pensó. Es verdaderamente amable y compasiva de corazón. Y si esto es inocencia, qué dulce es esta inocencia. ¡Qué hermosa! Rosemary estaba de pie junto a Ethel, defendiéndola fieramente.
—Ethel no escucha las palabras cuando oye la música. Se ha acostumbrado a no hacerlo. Seguramente no habrá oído el aviso. No estaba intentando matar a nadie. No tenía intención de hacerlo. No podía tenerla. Habría sido un accidente. Y ustedes lo saben —desafió al artista—, y no sea usted tan mezquino, vamos.
—Rosemary —dijo Ethel desesperadamente, acercándose a ella—. No entiendo esto..., honradamente. Yo no quería hacerle daño ni a ti ni a nadie..., palabra.
—Claro que no —dijo Rosemary, acariciándola como si estuviera consolando a un niño pequeño y asustado—. No hagas caso a estos payasos. Vamos, yo no creo que quisieras hacerlo, Ethel.
El señor Gibson pensó confundido: Rosemary y yo tenemos que intentar ayudar a la pobre Ethel..., pobre, valiente, infeliz Ethel, desleal y defraudada por el amor. Durante un minuto o dos le pareció que se iba a desmayar. Parecía que todo el mundo le estaba contando a Ethel toda la historia y él no podía aguantarlo. Se reanimó y se encontró que estaba sentado todavía en la silla, sujetando fuertemente con las manos el bol de comida envenenada.
Miró a su alrededor.
Ahora Ethel estaba sentada sola.
La señora Boatright estaba al teléfono diciéndole a la Policía exactamente lo que tenía que hacer ahora (y lo harían, sin duda).
La pequeña enfermera, al no encontrar nadie a quien le interesara el brandy, estaba en el suelo, sentada junto a la silla de Ethel bebiéndoselo pensativamente a pequeños sorbos.
El conductor del autobús y el pintor se frotaban las manos; el artista literalmente saltaba arriba y abajo con intelectual deleite y seguía murmurando para sí.
—No se debe juzgar, ¿eh? —dijo el conductor del autobús—. El mordedor mordido. Amargo mordisco.
Jeanie había ido corriendo a la puerta como un rayo, hacía un momento (ahora lo recordaba) gritando: «Voy a decírselo a la abuela.» Y Paul, que la había estado abrazando debido a su alegría, abrazaba ahora a Rosemary (a cualquiera, a cualquier cuerpo suave que se encontrara. El señor Gibson lo comprendió perfectamente).
El abrazó el bol que tenía en la mano y pensó con deleite: ¿Quién hubiera podido imaginar una escena como ésta?
Pero no lo contempló mucho tiempo. Sosteniendo aún el cacharro, se unió también a la celebración.
Un coche de Policía había entrado por la rampa, y un agente se bajó de él.
Era joven, y no estaba muy seguro de para qué le habían mandado allí. Se acercó a la puerta de la casita. Antes de que pudiera llamar fue conducido velozmente al interior de la casa con un tremendo clamor de bienvenida, empujado por un hombre pequeño y robusto de ojos danzarines. Este hombre llevaba a una mujer morena y de ojos alegres cogida con su otro brazo. Ella también estaba sonriendo y ayudaba a mantener, equilibrado entre ellos, lo que parecía ser un bol de madera lleno de espaguetis. Ambos retrocedieron al unísono como una pareja de bailarines y le invitaron a entrar.
En el pequeño salón había un caballero delgado y atractivo hablando en voz baja por teléfono.
—Está bien, cariño, es cierto. Todo está bien y pronto volveré a casa. (El policía no podía ni imaginar que estaba hablando con su suegra.)
En el cuarto de estar, un caballero viejo y tieso con una camisa rosa silbaba desentonadamente a través de los dientes y andaba majestuosamente con sus piernas delgadas, dirigiendo entusiásticamente la mole majestuosa de una matrona con una chaqueta beige y blanca, mientras bailaban un vals. Ella pisaba ligeramente.
Otro hombre, con una chaqueta de cuero, estaba agachado con el propósito de besar a una rubia nórdica pequeña y fría que estaba sentada en el suelo. Algo que había en el vasito de cristal le cayó por el cogote, pero no le importó.
El policía captó todo esto con la mirada. Había ido allí, suponía, para hacer preguntas.
—No sé mucho de esto —confesó, mirando a la mujer de mediana edad, sin atractivo, que estaba sentada en medio de toda aquella alegría, quieta y afligida, con la mirada fija en la alfombra (como si hubiera sufrido una gran impresión, pensó).
—¿Es ésta —dijo aparte con pena— la que no tuvo cuidado con el veneno?
El hombre de la puerta dudó.
—No, fui yo. Pero afortunadamente... Pase, pase —dijo el señor Gibson cordialmente—. Ahora ya estoy bien.