16
Había un semáforo en la esquina de la calle
Allen y el Bulevar. Lee Coffey giró a la derecha de Allen. Nadie
dijo una palabra. El coche de Paul recorrió lentamente el primer
bloque. El conductor parecía husmear el aire en busca de un
perfume. El coche pasó un cruce. Entonces, en medio de la segunda
manzana de la calle Allen, se paró.
Lee Coffey analizó la situación en voz alta.
Tenía la cabeza echada hacia adelante y miraba a un lado y a otro.
Hablaba como un conspirador.
—Su casa debe de estar a este lado de la
calle... ¿ven? Si tiene que cruzar, cruzará por el bulevar.
¿Entienden lo que quiero decir?
El señor Gibson, sentado al borde del
asiento, asintió solemnemente. Al mismo tiempo sentía un ligero
placer infantil, como si aquello fuera un juego.
—Vamos —dijo Lee—. El primer bloque es todo
de pisos dúplex de cinco y seis habitaciones. Pero son casas
particulares, lo suficientemente grandes y antiguas como para tomar
inquilinos.
Tenía razón, el segundo bloque era vieja.
Las casas estaban sobrealzadas; tenían tres pisos y Jos tejados
estaban a la altura de las copas de los árboles, y éstos eran
altos: condiciones que no se dan en las nuevas construcciones de
una ciudad de California.
—No creo que tenga mucha pasta —continuó
diciendo—, y supongo que vive sola.
Si tuviera familia, alguno de sus parientes
tendría coche, y alguno tendría que ir a trabajar y ella no tendría
que coger el autobús tantas veces. Tengo una idea bastante precisa
de la gente que viaja conmigo, ya sabe.
—Pero ¿qué podemos hacer, si usted no sabe
cómo se llama? —preguntó Paul.
—¿Qué vamos a hacer, Lee? —preguntó
Rosemary, confiada y ansiosamente. Estaba sentada también al borde
del asiento.
—Esto es lo que vamos a hacer. Vamos a ir
llamando a todas las puertas. Cada uno de ustedes preguntará por
una joven rubia, no muy alta, que debe de ser enfermera. Digo esto
porque... la he visto que lleva medias blancas, y aunque hay muchos
empleos cuyo uniforme es blanco, no hay una sola mujer en la tierra
que lleve medias blancas, a menos que se vea obligada a ello. Bien,
si alguno la encuentra, o sabe algo de ella, que dé una voz, que
haga algún ruido para llamarnos la atención a los demás. Pregunten
si la han visto pasar, y si es así, que hacia dónde iba. Pero no
les digan por qué lo preguntan —sus ojos se encontraron con el
guiño del señor Gibson—. Porque eso llevaría mucho tiempo, ¿está
bien?
Esto le pareció muy lógico y evidente a
todos. Los cuatro bajaron del coche y se desplegaron. Rosemary
retrocedió, a lo largo de la acera, para empezar por el principio
del bloque. Paul caminó a grandes zancadas, hacia la derecha, para
empezar por el final. Lee Coffey empezó por donde estaba. Parecía
que la nariz le temblaba. Debería tener cierta razón, pensó el
señor Gibson, para sospechar de cierta casa. Una razón que no podía
o no sabía explicar. Lee Coffey iba a empezar por la izquierda. El
señor Gibson empezó por la puerta contigua y seguiría hacia la
derecha hasta encontrarse con Rosemary.
Avanzó cojeando por el paseo central hacia
la casa que le había tocado y llamó a la puerta. No contestó nadie.
Parecía que no había nadie en casa. El señor Gibson se quedó de pie
en las extrañas escalerillas y llamó y llamó como en un sueño. (El
señor Gibson, del Departamento de Inglés. No. Estaba loco. No, pero
era un criminal, o era un hombre desesperado que tenía amigos que
luchaban por él contra el destino. ¿Cómo podía traicionarlos o
dejarles ver que estaban condenados? El señor Gibson, que estaba
medio muerto y medio vivo, no estaba seguro de nada.)
Ya se había decidido a dejar aquella puerta
e ir a llamar a otra cuando oyó un agudo silbido. Miró y vio a Lee
Coffey llamándole y haciendo grandes gestos con sus largos
brazos.
El corazón del señor Gibson le dio un salto.
Le agradó que fuera, entre los cuatro, Lee Coffey quien encontrara
la pista. Le pareció algo mágico. Bastaba casi para hacerle a uno
soñar con que un hombre puede poner su inteligencia y su intuición
362 contra la suerte y hacer progresos, lo cual era romántico e
ingenuo, pero le gustaba. Según iba cojeando hacia la izquierda,
Rosemary se acercaba corriendo para alcanzarle y vio a Paul que
volvía corriendo también.
Se reunieron todos en el porche gris de una
coqueta casa de madera que recordaba el estilo de Nueva Inglaterra.
Había un lilo... que era una planta exótica y difícil de conseguir
allí, en el Oeste, y que crecía junto a la barandilla del porche.
En la puerta había una muchachita rubia de pie, a la que Lee Coffey
miraba con ojos inquietos.
Llevaba una bata larga de algodón azul.
Tenía el pelo revuelto como si acabara de levantarse de la cama. Su
cara era ancha a la altura de los ojos y formaba una curva rápida
que terminaba en una barbilla pequeña. Era una carita atractiva que
no tenía una belleza convencional. Su piel era fina y suave, la
boca seria y los ojos grises y serenos. Lo único «rubio» que tenía,
según la opinión de Ethel, era el color de pelo.
—Aquí está —dijo Lee, como el tercer osito
de la historia.
—Por favor, ¿puede decirme qué pasa? —dijo
la muchacha, con una voz firme.
Estaba claro que no era una persona que se
sorprendiera fácilmente. Para ser una muchachita pequeña y delgada,
parecía fuerte.
Lee habló apresuradamente:
—No estamos aquí para acusarla de nada,
señora. Pero, por casualidad, ¿ha encontrado una botella de aceite
de oliva hoy en el autobús y la ha traído a casa?
—No, no la he encontrado —repuso la rubia
tranquilamente.
La sensación de excitada .y triunfal
esperanza se desinfló y pareció desvanecerse.
—¿Ha visto a mi esposo, a este hombre... en
el autobús? —preguntó Rosemary, obstinada, indicando al señor
Gibson.
—No —dijo la rubia. Sus ojos iban de un
rostro a otro—. ¿Pasa algo malo? Le recuerdo a usted —dijo,
acercándose a Lee Coffey? ¿No es usted conductor? —tenía los ojos
muy claros y juiciosos.
—Sí, señora —el señor Gibson esperaba que
Lee se decidiera a decirle a quién pertenecía aquella rubia, pero
sus rubias pestañas fueron discretas.
Ella frunció el rubio entrecejo.
—¿Quiere, por favor, alguno de ustedes
decirme qué pasa?
Rosemary fue quien lo hizo. Cuando llevaba
explicada una cuarta parte, la muchachita rubia les hizo entrar a
todos en la casa con un gesto, como si al ser un problema tan grave
fuera mejor no estar donde pudiera soplar la brisa y comunicarlo.
Así que se sentaron todos en el salón, en el borde de unos sofás y
unas sillas duras, mientras Rosemary seguía hablando.
La mujercita rubia tenía aspecto tranquilo y
preciso. Escuchaba sin hacer ruidos de alarma, ni siquiera de
comprensión. Pero era evidente que sabía valorar lo que oía, y
estaba asustada.
—Entonces Lee... el señor Coffey aquí... se
acordó de usted —terminó diciendo Rosemary—, y por eso hemos
venido. Esperando que usted la tuviera o hubiera visto algo.
—Lo siento. No la había cogido, aunque la
hubiera visto. No se me hubiera ocurrido —la mano inmaculada y sin
anillo de la rubia se golpeó la rodilla—. No vi ninguna bolsa de
papel ni ninguna botella.
Aquella personita no había estado nunca en
peligro a causa del veneno perdido. Pero ahora no había forma de
continuar. Habían llegado al final. Habían encontrado a la rubia
por arte de magia, pero no el veneno. No estaba allí.
El señor Gibson se estremeció. Se encontró a
sí mismo irremediablemente del lado de la magia.
—Debe decirnos su nombre —dijo
impulsivamente. Quería que el conductor del autobús supiera cómo se
llamaba.
Dijo que su nombre era Virginia Severson.
Resultaba adecuado. Tenía un aspecto virginal, tranquilo, limpio y
frío, a la manera escandinava. Rosemary se rehízo y le dijo el
nombre de todos. Una vez más la ceremonia social de las
presentaciones pareció calmar a Paul Townsend. Era
encantador.
Pero aquello sólo era un retraso. El salón
rígido, raído y limpio parecía sin aire y mohoso.
—Yo me senté bastante adelante en el
autobús. Usted debió sentarse detrás de mí —dijo la señorita
Severson, y examinó con sus profundos ojos grises al señor Gibson—.
Lo siento —volvió el rostro hacia Lee Coffey—. Ha sido bastante
listo encontrándome.
—Un día —dijo Lee— la vi oliendo unas
lilas...
—¿Es usted también del Este para que se
fijara en las lilas?
—Ya le diré en otro momento cómo llegué a
fijarme en las lilas —dijo suavemente el conductor del
autobús.
La muchacha rubia bajó las pestañas.
—Me hubiera gustado poder ayudarles
—murmuró.
—Digo yo que si la Policía ha estado
transmitiendo un aviso durante todo este tiempo, tal vez deberíamos
llamar... —dijo Paul, nervioso.
—Llama —pidió Rosemary, con los puños
apretados. Virginia Severson mostró el teléfono a Paul. El señor
Gibson volvió a su silla; su esperanza se apagó. Todo el
encantamiento pertenecía al conductor del autobús. El veneno seguía
perdido, todavía amenazante.
La muchacha volvió mordiéndose los
labios.
—Soy enfermera, ¿saben? Esto... bueno...
esto me ha extrañado mucho.
—Un hombre tiene sus razones —dijo
gentilmente Lee Coffey—. Es muy fácil decir que está loco, y además
resulta inútil.
Virginia Severson inclinó la cabeza y le
lanzó una mirada repentina de alerta.
—En este momento no son sus razones lo que
importa, ¿verdad? —dijo—. Me refiero al veneno sin etiqueta, señor
Coffey, circulando por ahí. Eso es lo que me extraña. Me han
enseñado a tener mucho cuidado con las drogas.
—Nos gustaría encontrarlo, señorita
Severson. Nos gustaría muchísimo —repuso, tartamudeando. Su mirada
era intensa y desafiante.
—Claro que les gustaría —dijo ella—.
A mí me gustaría —parecía que sentía la
fuerza del desafío—. Déjeme ver si se me ocurre algo... —añadió con
seriedad, y se sentó, tapándose sus lindos pies con la bata
azul.
Paul regresó y dijo de mala gana, mirando el
rostro anhelante de Rosemary:
—Nada —se le veía nervioso y deshecho—. Ni
una palabra. Son las tres y media. ¿Dónde estará esa pócima?
—Tiene que estar en algún sitio —dijo
Rosemary, con un leve carraspeo—. En algún sitio.
El señor Gibson volvió a encontrarse dándole
vuelta a su mente, intentando imaginarse la botella en la bolsa de
papel verde... en algún sitio, pero ¿dónde?
—Rosie, esto es muy duro —dijo Paul—. Creo
que no estamos consiguiendo nada.
—Sí, sí que conseguimos algo. Cálmese —le
dijo respetuosamente Lee Coffey—. Virginia está pensando —la
enfermera le sonrió. Tenía una sonrisa encantadora, y el conductor
del autobús la miró con afecto.
—Lee... —exclamó Rosemary, con la voz que le
temblaba—. Señorita Virginia, no es momento para...
—No lo es —dijo rápidamente el conductor del
autobús.
El señor Gibson lo comprendió perfectamente,
pero Paul Townsend no. Su gran corpachón tapaba la entrada y su
hermoso rostro tenía una expresión como si fuera a decir «¿Pero de
qué estáis hablando?». El señor Gibson pensó que Virginia también
lo había comprendido, al ver cómo entornaba otra vez las pestañas,
y pareció estar de acuerdo.
¡Con qué rapidez pueden comunicarse las
cosas!, pensó Gibson. Lee Coffey le ha dicho a esta muchacha que
hace mucho que se ha fijado en ella, que le ha gustado su aspecto,
que le sigue agradando y que espera mucho de ella. Y ella le ha
dicho que... no le desagrada. Incluso a ella le gustaría merecer la
buena opinión de él. Ya se ha dado cuenta de que es un hombre
interesante. Aunque ambos han decidido que no van a perseguir este
hechizo... que primero me ayudarán, si pueden. Un conductor de
autobús, y una rubia. De repente los ojos le escocieron.
No habló nadie. Hasta que, al fin, la
enfermera dijo con su voz tranquila y sin nervios:
—Iba una persona que yo conozco en el
autobús. ¿Servirá eso de algo?
—¡Oh, sí!, puede servir —gritó Rosemary,
poniéndose de pie de un salto—. ¡Oh, bien por usted!
—¿Lo ve? —exclamó Coffey.
—La señora Boatright iba en ese autobús —les
dijo la enfermera, poniéndose de pie—. La señora Boatright. Ahora
lo recuerdo. Pensé que cómo teniendo tres o cuatro coches podían
estar todos ocupados al mismo tiempo. Además, llevaba un montón de
paquetes. Me pareció extraño verla en el autobús. Es muy rica,
¿saben? Por lo menos, su marido lo es. Vive en una casa enorme, en
la colina. Estoy segura de que era ella. La conocí una vez en la
sede central de la Cruz Roja.
—Walter Boatright... —dijo Lee Coffey. Se
levantó y fue al recibidor, regresando con una guía de teléfonos en
la mano.
—Pero me temo que su teléfono no viene en la
guía —dijo Virginia—. Estoy segura de ello.
—¿Sabe cuál es su número? —dijo el conductor
del autobús, dejando la guía.
—No, lo siento.
—¿Conoce la casa?
—Sí, pero tampoco sé el número de la
calle.
—¿No podemos ir allí? —gritó Rosemary. Paul
empezó a protestar y el conductor del autobús miró a su
rubia.
—Vayan saliendo —dijo Virginia, que ya se
había levantado y estaba delante de una puerta blanca, al otro lado
de la habitación—. No me esperen, les cogeré en el coche.
Lee Coffey sonrió y miró el reloj. Entonces
cogió al señor Gibson por un brazo.
—¿No es una rubia de una vez? —murmuró,
arrastrando casi al señor Gibson por las escaleras del porche, y
pasando junto al arbusto de las lilas—. ¿Me lo reprocha?
—Es una rubia encantadora —dijo el señor
Gibson, abrumado—. Es usted tan amable...
—Y, además, no lo hace por dinero dijo
Rosemary mordazmente— ni por ninguna ventaja material.
El señor Gibson miró a su mujer, que iba
agarrada del otro brazo. Tenía los ojos azules brillantes.
—Escucha. Ya le hemos hincado el diente
—dijo Lee, encantado.
—Vamos a encontrarlo —contestó
Rosemary.
El señor Gibson casi se lo creyó.