18

 

La baja estructura que se levantaba sobre la colina no sólo parecía rústica, sino abandonada. La fachada estaba vacía. Los hierbajos llegaban hasta el escalón de la entrada. En una pequeña terraza de ladrillo rojo invadida de hierba salvaje, había unas cuantas tumbonas de madera roja desvencijadas con los cojines raídos y descoloridos. Un gato bajó saltando de una de ellas y se internó en la maleza.
No se oía ningún ruido, ni de la casa salía señal alguna de vida.
La señora Boatright golpeó la puerta vivamente.
La puerta se abrió hacia adentro sin hacer ruido. Pudieron ver hasta el fondo una enorme habitación, que tenía la pared opuesta a la puerta toda de cristal, de forma que el espacio estaba inundado de claridad y de luz directa. Lo primero que vio el señor Gibson fue un cuerpo.
El cuerpo pertenecía a una mujer que llevaba una chillona falda larga de color azul eléctrico y nada más. Estaba tumbada en un catre sin respaldo. Al tiempo que el señor Gibson parpadeaba, se levantó, el torso desnudo se retorció. Estaba vivo.
—¿Pero qué tenemos aquí? ¡Mary Anne Boatright! ¡Bien! ¿Es esto una tertulia?
—dijo la voz de un hombre.
El torso se estaba poniendo una camiseta suelta, y algo deshilachada por las costuras de los hombros. No pegaba mucho con la costosa falda de seda y el bordado dorado.
—Es una cosa importante —dijo la señora Boatright—, si no, no te hubiera molestado, Theo.
—Espero que lo sea —dijo la voz—. Será mejor así. No importa. Acabo de decidir que estoy cansado. Ponte la camisa, Lavinia.
—Ya lo he hecho —dijo la mujer o la muchacha que había en la tumbona y que ahora estaba sentada como un bulto. Cruzó sus pies desnudos uno sobre el otro. Tenía los ojos enormes, oscuros y tranquilos como los de una vaca.
El señor Gibson arrancó su mirada de ella, para mirarle a él.
—Theodoro Marsh —dijo la señora Boatright, formal, pero rápidamente.
—Estos son: la señora Gibson, señorita Severson, señor Gibson, señor Townsend y el señor Coffey.
—No parece que formen tertulia —dijo el pintor—. ¿Qué son ustedes? Creo que ya he visto antes a alguno de ustedes en algún lugar.
Era alto y delgado como un espantapájaros. Llevaba pantalones de tweed, una camisa rosa y una chaqueta negra. Tenía el pelo completamente blanco y daba la impresión de que no se lo había cepillado nunca, sino que permanecía en su estado natural. Tenía la cara acartonada y astuta y las manos huesudas. Debía de tener setenta años.
Estaba lleno de energía. Se movía ágilmente, todo ángulos, rogándoles que entraran. Tenía los dientes amarillos, todos menos tres, que eran demasiado blancos para entonar con los demás. Era obvio que eran postizos. Su sonrisa hacía recordar una mazorca de maíz blanca y dorada. Estaba claro que no se había envenenado.
—¿Ha encontrado una botella de aceite de oliva? —le preguntó Rosemary de repente.
—Yo, no. Siéntese y explíqueme.
El señor Gibson se sentó. Se encontraba débil y sofocado. La enfermera y el conductor se sentaron uno junto al otro. Paul se quedó de pie según su costumbre, evitando fijar su mirada en los pies desnudos de la modelo.

 

La señora Boatright, de pie, perfectamente encorsetada, le contó al pintor toda la historia de forma sucinta y efi caz. Rosemary, que estaba a su lado, subrayaba todo lo que ella iba diciendo con silenciosos gestos de ansiedad.
Theo Marsh contuvo su energía hasta escuchar el rápido relato. Comprendió la situación de forma completa y rápida.
—Sí. Yo iba en el autobús. Lo cogí delante de la Biblioteca Pública a última hora de la mañana. ¿Es usted el conductor? No había estudiado su cara.
—Pocos lo hacen —dijo Lee, encogiéndose de hombros.
—¿Puede usted ayudarnos? —interrumpió Rosemary, impacientemente—. ¿Ha visto que alguien la cogiera?
El artista retiró la mirada del conductor del autobús y la posó en Rosemary. Ladeó la cabeza bruscamente hacia la derecha como para mirar a ver qué aspecto tendría boca abajo.
—Puede que la haya visto —dijo tranquilamente—. ¡Veo muchas cosas! Se lo diré en un minuto. Déjeme que recuerde la imagen.
La señora Boatright buscó un sitio. Finalmente dejó caer su peso en una silla tan regiamente que muy bien podía parecer una reina.
—Usted, la de las preocupaciones y la graciosa espalda —dijo el pintor—, siéntese y deje de reírse nerviosamente. Desprecio a las mujeres nerviosas. No deben distraerme, ¡cuidado!
Rosemary se sentó en el único sitio libre que quedaba, en el canapé con la modelo... Se sentó... y su espalda fue ágil... tan silenciosa como un ratón.
(Ratón, pensó el señor Gibson. ¡Oh!, ¿cómo hemos podido llegar hasta aquí tú y yo, que seguramente no queríamos hacerle daño a nadie?)
Los seis, más Lavinia, la modelo, se quedaron mirando solemnemente a Theo Marsh. El disfrutaba con eso. No se sentó. Se movió por todas partes. Era todo ángulos, arriba y abajo.
—Verde —balbuceó el señor Gibson.
—¿Verde? —dijo despectivamente el pintor—. Mire por la ventana.
El señor Gibson miró, parpadeó y luego dijo:
—¿Sí?
—Por lo menos hay treinta y seis tonos diferentes y distintos de verde ahí fuera. Lo sé, los he contado. Los he reflejado en un lienzo. Así que dígame de qué color era la bolsa.
—Era una especie de... —dijo débilmente el señor Gibson—, bueno, verdoso.
—Tienen ojos y no ven —dijo tristemente el pintor—. Está bien —empezó a actuar como una ametralladora disparando palabras.
—¿Verde puro?
—No.
—¿Verde amarillento? ¿Chartreuse? ¿Ha oído hablar de eso?
—No, no era...
—¿Verde hierba?
—No.
—¿Verde Kelly?
—No.
—¡Theo! —exclamó la señora Boatright.
—¿Estoy dando el espectáculo, Mary Ann? —dijo el pintor, sonriendo.
—Sí —replicó la señora Boatright.
—Bueno, entonces, lo dejaré —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Sería verde grisáceo?
—Sí, sí —dijo el señor Gibson—, era pálido, desvaído...
—En otras palabras, verde bolsa de papel —dijo el pintor afablemente. Se fue hacia la izquierda y se detuvo en seco—. Me senté en el lado izquierdo del autobús —dijo soñadoramente—. Durante los primeros diez minutos estuve estudiando un sombrero. ¡Qué flores! Eran de tonos color sandía, y bonitos pétalos, lo cual es inverosímil. Bueno, seguiré. Le vi a usted... el hombre de bellos ojos que no puede distinguir un verde de otro.
—¿Yo? —exclamó el señor Gibson.
—Un hombre infortunado, pensé —siguió diciendo el pintor—. ¡Oh, sí! Usted tenía en la mano izquierda una bolsa verde de papel.
El señor Gibson empezó a temblar.
—Le observé durante un rato. ¡Cómo envidiaba su juventud y su pena! Me dije a mí mismo: ¡ese hombre vive de verdad!
El señor Gibson pensó que uno de los dos se había vuelto loco.
Los ojos del pintor se deslizaban bajo los párpados medio cerrados.
—Le vi poner la bolsa en el asiento —ahora tenía los ojos cerrados, pero, sin embargo, seguía observando—. Sacó de su bolsillo un pequeño cuaderno forrado de negro.
—¿Yo... hice eso?
—Sacó un bolígrafo de oro, de unos diez centímetros de longitud, y se puso a escribir. A pensar y a escribir.
—¿Yo lo hice? —el señor Gibson empezó a palparse los bolsillos.
—Se puso a .cavilar tanto que dejó de escribir. Entonces dejó de interesarme. No había nada más que ver. Además, descubrí una oreja sin lóbulo, dos asientos delante de mí.

 

Rosemary se había levantado de un salto. Se puso al lado del señor Gibson cuando éste sacó de su bolsillo un cuadernito y hojeó las páginas. Sí, tenían marcas de bolígrafo.
Miró lo que había escrito en el autobús. «Rosemary... Rosemary... Rosemary.» Solamente había escrito su nombre tres veces, nada más. Eso era todo.
—Estaba intentando... escribirte una carta —dijo, tartamudeando, y alzó la vista.
Los ojos de Rosemary eran misteriosos... tal vez tristes. Ella movió la cabeza ligeramente, volvió despacio a la tumbona y se sentó. Lavinia cambió los pies de postura, y puso el que tenía arriba, debajo.
—Te vi a ti, Mary Anne —dijo el pintor—, y me hice el distraído; perdóname, pero no quería alborotar ni hacer una exhibición.
—Yo te vi, ya lo sabes —dijo tranquilamente la señora Boatright—; si no, no estaríamos aquí. Es que no era sitio para exhibirte provechosamente en ese momento.
—¿Te ocultaste? —suspiró el pintor—. Somos barcos perdidos en la noche. Soy un hombre vanidoso, ¿verdad? Bueno, veamos, veamos.
—¿Y la bolsa de papel? —insistió Rosemary.
—Silencio, veamos —el pintor torció los ojos—. ¡Ah, sí! El rostro con forma de corazón. La vi.
—¿A mí? —dijo Virginia.
—En el lado derecho, ¿bastante adelante?
—Sí.
—Donde podía volver esos hermosos ojos hacia donde quisiera —dijo el pintor, maliciosamente.
La cara de Virginia se puso de un color rosa pálido intenso. Lee Coffey aguzó el oído.
—No intentaré ver si él la miraba disimuladamente. Por el espejo retrovisor, tal vez —dijo el pintor, y volvió la mirada al conductor—. ¿Lo hizo?
—¿Yo? —estalló Lee, y después dijo suavemente—: ¿Yo?
—Theo —dijo la señora Boatright, serenamente—, ya estás luciéndote otra vez, y comportándote como un niño travieso.
—No me preocupa que se sienta avergonzada —dijo el conductor del autobús tiesamente—. Sigamos con el tema del veneno.
El pintor agitó las manos.
—No me hagan caso —dijo, irritado—.
Veo las cosas, no puedo evitarlo —(El conductor del autobús tomó la mano de la enfermera entre las suyas, aunque ninguno de los dos pareció darse cuenta de ello, ni se miraron.) El pintor se cogió las manos por detrás y arqueó su fino cuerpo y se balanceó sobre las puntas de los pies—. Había una oreja...
—¿La oreja de quién? —preguntó Rosemary, con furia.
—No podría decirlo, sólo me fijé en la oreja. Podríamos anunciarlo. Esperen un minuto... ¿No ha dicho Anne Mary que se llama usted Gibson?
—Sí.
—Entonces, alguien le habló.
—¿Lo hicieron? ¡Es verdad! —dijo el señor Gibson—. Sí, es verdad. Alguien dijo mi nombre dos veces. Una vez, mientras esperaba el autobús, y la otra justo en el momento en que me apeaba. Alguien me conocía.
—¿Quién, Kenneth, quién?
—Yo... no lo sé —dijo, avergonzado—. No le presté atención.
—Estaba deshecho —dijo el pintor, asintiendo enérgicamente; parecía un pavo, con las barbas temblando—. Estaba deshecho. Pude darme cuenta de ello.
—¿Se fijó en quien le habló? —preguntó Rosemary.
El pintor pareció confundido.
—Maldición si lo hice —dijo, preocupado—. Tengo tanta memoria visual, sí, lo oí. Pero no me hice una imagen del que había hablado. No lo relacioné. Sin embargo... —hizo una pausa para atraer su atención, hasta que todos los allí presentes estuvieron pendientes de él—. Creo que vi a alguien coger la bolsa.
—¿A quién?
—¿A quién?
—¿A quién?
Todos estallaron como palomitas de maíz.
—Una mujer joven, una chiquilla. Una joven muy hermosa —dijo el pintor—. Estaba mirándole la cara. Pero creo que cogió la bolsa de papel verde y se la llevó al bajar del autobús. Sí.
—¿Cuándo?
—Después de que él se bajó, inmediatamente después, pero me llamaba la atención aquella oreja por su defecto.
—¿Quién era ella?
El pintor se encogió de hombros.
—La conocería —dijo—, pero tendría que verla. Los nombres, las señales, no significan nada para mí.
—¿Dónde se bajó?
—Oh, no muchas manzanas después de... —la distancia tampoco significaba nada para él.
—¿Era morena? —dijo Paul, tenso.
—Imagino que lo que quiere decir... para ponerlo crudamente... que si su pelo era de un color oscuro. Sí.
—¡Jeanie! —gritó Paul—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Señor! Pudo haber sido Jeanie. ¿Dónde está su teléfono?

 

—No hay teléfono —dijo la señora Boatright—. ¿Quién es Jeanie?
Paul, de alguna forma, era el centro de todo. Era alto y estaba enfadado. Los miró a todos. Era como un león furioso.
—Pero Paul —dijo Rosemary—, ¿qué te hace pensar que fue Jeanie?
—Porque había ido a su clase de música, justamente hacia esa hora. Su profesor vive en el Bulevar. Pudo subirse al autobús cuando él se bajó. Ella le conocía. Le hubiera hablado. Pudo haber ocupado el sitio que él había dejado vacío. ¡Jeanie! —el rostro de Paul se contrajo.
—¿Quién es Jeanie? —quiso saber el pintor.
—¡Mi hija! —gritó Paul—. ¡Mi hija!
—Pero si Jeanie le vio... —Rosemary se estremeció y se puso a pensar.
—¿Cómo podía saber dónde se había sentado? ¿Cómo saber que era él quien había perdido el veneno? —dijo Paul, perdiendo el control de su vocabulario a cause de su nerviosismo—. Puede que ella... ¡Oh, no! Jeanie es una muchacha sensata. Jeanie es una muchacha condenadamente sensata. Todos lo sabéis —clamó lastimosamente—. Pero tengo que llamar a casa. Si le pasó algo a Mamá. ¡Oh, no, Dios mío!... Tengo que encontrar un teléfono. ¿Dice que era guapa?
—Era adorable, que no es lo mismo —dijo el pintor.
—Jeanie es adorable. Eso es seguro. Me voy ahora mismo —Paul estaba fuera de sí—. Escuchen, a mamá le gusta cenar pronto. Jeanie estará preparando ahora la cena de mamá. Van a ser las cinco. Tengo que llamar. Si Mamá se tomara ese veneno, ¿qué haría yo?
—¿Mamá? —la señora Boatright levantó las cejas mirando a los Gibson.
—Es su suegra —dijo Rosemary, muy asustada—. Es una señora mayor..., una anciana impedida...
—Puede que sea muy mayor, pero ha vivido lo suficiente como para saber algo —Paul estaba encolerizado y más preocupado que nunca se le había visto—. Ella ha criado a mi Jeanie, me ha criado a mí, si quieren saber la verdad. Es una anciana maravillosa, el Señor la ama... Toda la casa depende de ella. Yo nunca hubiera podido salir adelante sin ella, cuando Francés murió... Escuche. Lo siento mucho pero tengo que irme y ese es... bueno, mi coche.
—Señor Marsh —dijo Rosemary levantándose—, ¿podría ser su hija?
—Podría ser —dijo Theo Marsh—. No se le parece.
—Jeanie se parece a su madre que ya murió —gritó Paul—. No se parece a mí en nada. Escuche, voy a llevarles de vuelta a la ciudad, pero tendrán que venir ahora.
—Yo conduciré —dijo Leo Coffey con repentina compasión—. Usted está preocupado y yo soy más rápido.
—¿Hay teléfono en el cruce? —gritó Paul.
—Sí, hay un teléfono —dijo Virginia que mantenía su mano en la de Lee.
—¡Oh, sí! —dijo Theo Marsh—, en la gasolinera. Levántate, Lavinia.
La modelo se levantó con su extraña vestidura. Los demás se dirigieron a la puerta.
—Esperemos —dijo el pintor.
—¿Van a venir ustedes? —dijo el conductor del autobús con curiosidad.
—Claro que voy a ir. ¡0 es que cree que no voy a estar presente para ver cómo se resuelve esto! No soy un hombre al que le guste perderse muchas cosas. Vamos, Lavinia. La dejaremos en el cruce. Su padre dirige la gasolinera.
El señor Gibson aún tuvo tiempo para quedarse admirado por ello, al tiempo que se dirigían hacia el coche.
Lee, Virginia y Paul se acomodaron en el asiento delantero como antes. En la parte de atrás, la enorme mole de la señora Boatright ocupó sólidamente el centro. A su izquierda iba Theo Marsh con Lavinia sentada en su regazo. A la derecha el señor Gibson sujetaba a su esposa, Rosemary. Se sentía confuso y sofocado, pero inmerso en un lugar agradable y cálido, al abrigo de la bondadosa y poderosa humanidad de la señora Boatright, sintiendo el contacto físico de Rosemary, presionándole las piernas mientras la rodeaba con su brazo.
El coche bajó volando por la colina. Se detuvo. Todos dieron una sacudida. Paul se había bajado y corría a llamar por teléfono. Lavinia sacudió su larga falda azul con el pie desnudo y salió desmañadamente. El señor Gibson le oyó decir «¡Hola, papá!»
—Te sugiero que te pongas unos pantalones, y hazte cargo de los surtidores, Lavinia. Tu madre lleva cinco minutos diciéndome que ya está la comida preparada y estoy muerto de hambre.
El señor Gibson oyó que Paul decía a gritos que estaba comunicando. Que podía haber pasado algo terrible.
Theo Marsh le contestó gritando:
—Escuche, el del teléfono. Deje que Lavinia se ponga al teléfono, se puede confiar en ella completamente. Se lo aseguro —estaba apoyado en el coche haciendo gestos con sus huesudos brazos.
—No te pongas nerviosa, Lavinia —dijo el padre invisible, complacientemente—.
¿Qué pasa?
—Déjela que siga llamando —chilló el artista—. Mientras vamos hacia allá.
—Se lo diré —dijo Lavinia—. Que no toquen ningún aceite de oliva y que todos ustedes van para allá.
—Sin nervios, con calma —dijo la triste voz del hombre de la gasolinera. Estaba oculto pero no obstante el señor Gibson se lo imaginaba.
—Sí, hágalo —Paul estaba ronco—. No puedo quedarme aquí —le repitió tres veces el número de teléfono (Lavinia lo cogió a la primera). Entonces Paul volvió a meterse en el coche.

 

—Está bien, Lee —dijo Virginia al conductor del autobús.
—Vamos para allá —chilló el pintor alegremente—. Adiós, Lavinia. Es una buena chica. Entiende un montón de arte.
—¿De verdad? —preguntó Rosemary casi sin aliento. El coche dio una sacudida y el señor Gibson se apoyó en ella.
Rosemary se inclinó para mirar a la señora Boatright.
—Claro que es un artista, señor Marsh —dijo en un tono sospechosamente amable—. Usted vive lejos de todo para evadirse de la realidad.
—Eso de evadirme de la realidad, nada —dijo el artista, enfadado—. ¿Quién le ha dicho eso? —la señora Boatright se contrajo como para hundir el pecho contra la espalda, puesto que estaba hablando con ella en el medio—. Veo más la realidad en un minuto que cualquiera de ustedes en un día entero —continuó el artista enfurecido—. Ni siquiera conduzco. Yo...
—¿Por su vista? —dijo el señor Gibson prestamente.
—Exacto —exclamó Theo malhumorado—. Bien por usted, Gibson, si es usted el que ha hablado —el artista se refugió en su silencio. El señor Gibson se sentía como si acabara de ganar un asalto.
—¡Eh! —dijo el conductor del autobús por encima del hombro—, ¿de qué hablan?
—El que se fija demasiado, por ejemplo en una oreja, estaría en la cuneta, al menor descuido —explicó el señor Gibson.
—Apuesto a que sí.
Rosemary ahora se reía ahogadamente otra vez, como solía hacerlo antes. El señor Gibson regocijado, apretó la mejilla contra su manga, porque no se quería reír. Al fin y al cabo seguía siendo un criminal, pero sin embargo en su interior estaba inundado de gozo.
—Este Gibson es muy sagaz —le dijo el conductor del autobús a su rubia—. Resulta un cadáver muy animado, ¿eh?
—Conduzca el coche —ordenó Paul nervioso.
—Eso está haciendo —dijo Virginia en tono conciliador.
—No te preocupes, Paul —exclamó Rosemary, bastante alegre —Jeanie es una niña muy sensata.
—Ya lo sé —Paul se volvió y los barrió a todos con una mirada de acoso. Se pasó las palmas de las manos por el pelo, no para sujetarse la cabeza, sino para alisárselo, pues una vez más volvía a estar anhelante.
—Ya sé quienes son los demás, pero ¿quién es Paul? —preguntó el pintor—. El no estaba en el autobús.
—Es un vecino de ellos —dijo la señora Boatright—. Este coche es suyo. Debíamos haber avisado a la Policía, ¿saben?
El pintor dijo en voz baja.
—Dudo mucho que fuera su hija la que cogió la bolsa verde de papel. Ella era distinguida, mientras que él...
El pintor hizo un ruido indescifrable.
—Paul —explicó Rosemary bastante aturdida— es tan bueno como guapo.
—Y terriblemente aburrido —le dijo Marsh—. ¿Tengo razón?
Rosemary pasó su brazo sobre el hombro del señor Gibson para sostenerse, ya que iban a toda velocidad.
—Bueno, es bastante convencional —dijo ella suavemente—. Es agradable, pero... todo el mundo no puede ser interesante, como usted —se apoyó en el pecho del señor Gibson para observar al pintor.
—¡Oh, oh!, claro que soy muy interesante —dijo Theo Marsh.
El señor Gibson se sintió terriblemente celoso. Aquel burro engreído tenía sesenta años por lo menos.
—Y también estoy profundamente interesado por todo, ya se habrá dado cuenta. Dígame, Gibson o como se llame..., en primer lugar, ¿por qué planeo matarse? ¿No tenía dinero?
—¡Dinero! —chilló Rosemary.
—¿Por qué no? —dijo el artista—. El dinero es algo que me preocupa tener. Créame, soy un astuto acumulador de beneficios, ¿verdad, Mary Anne?
—Es un vividor y un usurero —dijo la señora Boatright tranquilamente.
—Bueno, el dinero es algo muy serio —dijo Theo con mala cara como si nadie hablara en serio—. Así que lógicamente pensé, ¿estará arruinado?
—No —repuso Rosemary brevemente.
—En cierto modo —dijo Lee Coffey, aguzando su fino oído —estaba arruinado...
—Supongo que algo le preocupa. Quisiera saber el qué, eso es todo —prosiguió Theo Marsh.
—No quiere contarlo —dijo la señora Boatright—. Tal vez no puede...
—Sí puede —dijo Theo Marsh—. El puede hablar y yo estoy escuchando. Me interesa.
—¿Ah, sí? —exclamó el señor Gibson rencorosamente. Sintió que el cuerpo de Rosemary se tensaba.
—¿Puedo adivinarlo? —dijo ella, con una voz enérgica y llena de miedo—. Se casó conmigo hace diez semanas... para salvarme. Le gusta ayudar a las personas que no tienen cobijo, ¿saben? Es su hobby. Pero cuando me curé..., tenía que seguir cargando conmigo.
—¿Qué? —chilló el señor Gibson, sintiéndose ultrajado. La agarró con ambos brazos como si fuera a. caerse debido a su agitación—. ¡No, no!
—¿Entonces qué? —preguntó ella temblando—. No sé por qué quisiste hacerlo. Sólo supongo... que es algo que Ethel te metió en la cabeza —se inclinó hacia delante separándose de él y puso las manos en el asiento delantero, apoyando la cabeza en su brazo—. Me temo que yo tengo la culpa.
El señor Gibson notó un terrible dolor en el corazón.
—No sabemos nada —dijo Lee tristemente por encima del hombro—. Todavía no sabemos qué fue lo que le pasó.
—Creo que debería decírnoslo. Hemos estado tan unidos. Por favor, díganoslo —suplicó Virginia. Su carita parecía la luna en el horizonte del asiento trasero, levantó la mano y acarició compasivamente el pelo de Rosemary—. Le vendría bien contárnoslo.
La señora Boatright dijo muy segura:
—Nos lo va a decir dentro de un minuto.
—Puede acortar si va por Appleby Place —intervino Paul.
—Ya lo había pensado —dijo Lee—, y Lavinia ya habrá hablado con ellos por teléfono.
—¡Lavinia! —espetó Paul—. La muchacha desnuda.
Era evidente que para él era imposible que pudiera estar desnuda y ser de fiar al mismo tiempo.
Marsh dijo alegremente con su elevada e incisiva voz:
—Creo que a Gibson le gusta su razón secreta. La acaricia en su corazón. No nos la enseñará. ¡Oh, no! Podríamos estropearle su diversión.
—¡No diga eso! —gritó Rosemary, enderezándose—. Se parece a Ethel.
Entonces todo el mundo se puso a hablar al mismo tiempo explicándole al pintor quién era Ethel.
—Una aficionada —gruñó el pintor. Tenía un pie puesto en el asiento delantero. Llevaba los calcetines amarillos—. Cómo detesto y desprecio a esos aficionados. Corredores aficionados, críticos aficionados. Los psicólogos aficionados son de lo peor que hay. Sacan un montón de conclusiones de un artículo que leen en una revista de veinticinco centavos... y entonces creen que ya lo saben todo. Así que tratan a sus vecinos y a sus amigos a través de su «profundo conocimiento». Hunden su mano pesada en lugares donde ni un delicado estilete puede entrar y escarban y desgarran. No hay nadie más cruel que un aficionado. Me gustaría estrangular a unos cuantos.
El señor Gibson se estremeció.
—No —dijo—. No. Quiero que sean justos con Ethel. Tendré que intentar hacerles comprender. Es solamente que... tal vez Ethel me hiciera darme cuenta de ello..., pero es el destino que está ahí.
Ya lo había dicho.
—¿El destino? —preguntó la señora Boatright animándole.
Tendría que explicárselo.
—No somos libres —dijo seriamente—. Simplemente estamos predestinados. Esto..., bueno, esto me afectó repentinamente muchísimo. El darme cuenta de..., quiero decir creer y empezar a aplicar que el hecho de la elección sólo es una ilusión. Que estamos a merced de cosas que hay en nuestro interior y que ni siquiera conocemos. Que somos incapaces de ayudarnos a nosotros mismos o a los demás.
Estaban todos callados, así que continuó.
—Somos unos incautos, unos títeres.
Lo que cada uno de nosotros hace ya está programado de antemano. Como lo de la bomba..., por ejemplo..., es inevitable que estalle, siendo la naturaleza humana lo que es...
—Tonterías —gritó el pintor—. Las tristes tonterías de siempre. Pronostíqueme algo, Gibson. Le desafío a que lo haga.
¿Va a decirme que llegó a creerse esas anticuadas tonterías?
—Sí, ya lo entiendo. Sí, lo sé. Yo también lo hice —intervino Rosemary.
Entonces todos en el coche se pusieron a hablar de repente. Todos menos Paul.
La voz del conductor se elevó por encima de las demás.
—Miren —gritó—, desde donde están sentados no pueden verlo, no pueden predecir nada. Ya se lo he dicho. ¡Los accidentes! Lo que existe es el enorme universo donde está todo mezclado...
—¿Por qué yo no puedo predecirlo?
—dijo el señor Gibson, en cierto modo defendiendo visceralmente su posición —un experto...
—No, no. Somos todos ignorantes —gritó la enfermera—. Pero los expertos son los que lo saben. No hacemos más que conjeturas. Saben que cada vez hacemos mejor las conjeturas, porque ellos intentan comprobar esas suposiciones. Debe creer eso, señor Gibson.
El señor Gibson se sintió repentinamente conmovido. El corazón se le estremeció como si algo hubiera llegado hasta él y le hubiera tocado.
La señora Boatright se aclaró la garganta.
—El esfuerzo humano organizado... —empezó a decir.
—Esto no es la Asociación de Padres de Familia, Mary Ann —dijo el artista severamente—. Esto es simplemente un hombre inteligente. Déjeme que le dé una prueba. —Se había inclinado tanto hacia delante para observar al señor Gibson que parecía que estaba agachado como si estuviera jugando al cricket—. Escuche, Gibson. Tomemos a un hombre de las cavernas.
—Sí —dijo Gibson, desesperadamente como si sus sentimientos se estuvieran deshaciendo—. Ya estoy pensando en uno.
—¿Podría él predecir que sus descendientes sobrevolarían al Polo Norte para ir de aquí a Europa?
—Naturalmente que no.
—Entonces..., ¿cómo puede usted tener tan poco talento como un hombre de las cavernas?
—¿Poco talento?
—Claro. Usted ha calculado el futuro a partir de lo que sabemos ahora, ha prolongado los viejos métodos de pensar. Lo que no ha tenido en cuenta han sido los imprevistos.
—¡Eh, eh! —dijo el conductor del autobús—. ¡Eh, eh!
—Cada paso importante que se da constituye una sorpresa, una revelación. La desintegración del átomo. ¿Quién podía imaginar que eso llegaría?
—Exactamente —gritó Virginia—. O la rueda, o la televisión. ¿Cómo podemos saber lo que vendrá después? —estaba completamente excitada—. Tal vez haya una enorme apertura en una dirección en la que difícilmente hayamos pensado...
—Buena chica! —dijo Theo Marsh— ¿Ha hecho alguna vez de modelo?
—Y también en lo espiritual —intervino la señora Boatright— y en lo mental. El hombre ha desarrollado ideales desconocidos para la antigüedad. Esto es innegable. ¿Entendería su hombre de las cavernas lo que significa la Cruz Roja?
—O la Sociedad Protectora de Animales —dijo el conductor del autobús—. El y sus amigos de la prehistoria. El destino..., tonterías. Además, si quieres lo haces. Demos un salto, estoy hablando de la bomba atómica...
—Entonces puede que no tiren la bomba —dijo Rosemary.
Levantó las manos que tenía crispadas en una especie de éxtasis.
—Ya que el hombre puede descubrir algo que sea mejor incluso que el sentido común, mañana mismo. ¿Quién sabe? No. Ethel, Ethel es demasiado...
—Demasiado rígida, supongo —dijo el pintor—. La muerte también es demasiado rígida. El rigor es mortis. Mantenga los ojos abiertos, se quedará sorprendido.
Ese era su credo. El señor Gibson se sorprendió intentando estirar los músculos de los ojos.
—Caerá si te sientas en tu trasero a esperar que caiga —dijo el conductor del autobús—. Eso es seguro. Pero todo el mundo no se queda sentado, diciéndose a sí mismos que son tan inteligentes que pueden ver acercarse su destino. Miren, sabremos las últimas noticias de hoy cuando miremos hacia atrás dentro de cincuenta años. Y no antes. El presente nos asusta. Nos preocupa. Debe preocuparnos. Pero estas tendencias se disipan como la niebla sin que nos demos cuenta.
—¡Muy bien! —gritó el artista—. Ni siquiera sabe lo que está pasando en su propio pueblo.
—Además. También la gente puede ayudarse mutuamente —intervino Rosemary. Estaba sentada encima de las piernas del señor Gibson y se había dado la vuelta para mirarle—. Y yo soy la prueba viviente de esto. Me ayudaste porque quisiste hacerlo, Kenneth. No había ningún otro motivo.
—Hemos ganado —dijo el pintor—. Usted está dominado, Gibson. No tiene la más mínima razón. Lógicamente no puede suicidarse basándose en esa estúpida premisa —se recostó hacia atrás en el asiento y cruzó las piernas complacientemente.
—Sin embargo, la lógica... —dijo el conductor del autobús dubitativamente.
La enfermera, de repente, apoyó la frente en su brazo.
—Si ve que estaba equivocado, debe admitirlo; es la única manera de progresar —dijo la señora Boatright con energía.
Y entonces esperaron.
La mente atormentada del señor Gibson se calmó, triste y lenta como una pluma.
—Pero a causa de mi error —dijo tranquilamente—, puedo ser el causante de una muerte.
—Si le pasa algo a Mamá o a Jeanie, nunca se lo perdonaré —exclamó Paul sin poderse controlar.
—No diga «nunca» —dijo Virginia amablemente, levantando la cabeza.
—No resulta científico decir «nunca», ¿eh? —dijo el conductor del autobús. Se inclinó y le besó en la oreja.
El coche dejó el bulevar y se metió en una calle pequeña.
Todos estaban callados. Ya no estaban excitados. El veneno seguía perdido. No lo habían encontrado.
Se aprende a base de errores, en la culpa hay responsabilidad; en la ignorancia hay esperanza y en la vida, sorpresas, y aunque en el Destino hubiera esos fallos, no habían logrado aún poner las manos en esa botella llena de muerte, etiquetada inocentemente con aceite de oliva. Aquello no era una simple imaginación.