18
La baja estructura que se levantaba sobre la
colina no sólo parecía rústica, sino abandonada. La fachada estaba
vacía. Los hierbajos llegaban hasta el escalón de la entrada. En
una pequeña terraza de ladrillo rojo invadida de hierba salvaje,
había unas cuantas tumbonas de madera roja desvencijadas con los
cojines raídos y descoloridos. Un gato bajó saltando de una de
ellas y se internó en la maleza.
No se oía ningún ruido, ni de la casa salía
señal alguna de vida.
La señora Boatright golpeó la puerta
vivamente.
La puerta se abrió hacia adentro sin hacer
ruido. Pudieron ver hasta el fondo una enorme habitación, que tenía
la pared opuesta a la puerta toda de cristal, de forma que el
espacio estaba inundado de claridad y de luz directa. Lo primero
que vio el señor Gibson fue un cuerpo.
El cuerpo pertenecía a una mujer que llevaba
una chillona falda larga de color azul eléctrico y nada más. Estaba
tumbada en un catre sin respaldo. Al tiempo que el señor Gibson
parpadeaba, se levantó, el torso desnudo se retorció. Estaba
vivo.
—¿Pero qué tenemos aquí? ¡Mary Anne
Boatright! ¡Bien! ¿Es esto una tertulia?
—dijo la voz de un hombre.
El torso se estaba poniendo una camiseta
suelta, y algo deshilachada por las costuras de los hombros. No
pegaba mucho con la costosa falda de seda y el bordado
dorado.
—Es una cosa importante —dijo la señora
Boatright—, si no, no te hubiera molestado, Theo.
—Espero que lo sea —dijo la voz—. Será mejor
así. No importa. Acabo de decidir que estoy cansado. Ponte la
camisa, Lavinia.
—Ya lo he hecho —dijo la mujer o la muchacha
que había en la tumbona y que ahora estaba sentada como un bulto.
Cruzó sus pies desnudos uno sobre el otro. Tenía los ojos enormes,
oscuros y tranquilos como los de una vaca.
El señor Gibson arrancó su mirada de ella,
para mirarle a él.
—Theodoro Marsh —dijo la señora Boatright,
formal, pero rápidamente.
—Estos son: la señora Gibson, señorita
Severson, señor Gibson, señor Townsend y el señor Coffey.
—No parece que formen tertulia —dijo el
pintor—. ¿Qué son ustedes? Creo que ya he visto antes a alguno de
ustedes en algún lugar.
Era alto y delgado como un espantapájaros.
Llevaba pantalones de tweed, una camisa rosa y una chaqueta negra.
Tenía el pelo completamente blanco y daba la impresión de que no se
lo había cepillado nunca, sino que permanecía en su estado natural.
Tenía la cara acartonada y astuta y las manos huesudas. Debía de
tener setenta años.
Estaba lleno de energía. Se movía ágilmente,
todo ángulos, rogándoles que entraran. Tenía los dientes amarillos,
todos menos tres, que eran demasiado blancos para entonar con los
demás. Era obvio que eran postizos. Su sonrisa hacía recordar una
mazorca de maíz blanca y dorada. Estaba claro que no se había
envenenado.
—¿Ha encontrado una botella de aceite de
oliva? —le preguntó Rosemary de repente.
—Yo, no. Siéntese y explíqueme.
El señor Gibson se sentó. Se encontraba
débil y sofocado. La enfermera y el conductor se sentaron uno junto
al otro. Paul se quedó de pie según su costumbre, evitando fijar su
mirada en los pies desnudos de la modelo.
La señora Boatright, de pie, perfectamente
encorsetada, le contó al pintor toda la historia de forma sucinta y
efi caz. Rosemary, que estaba a su lado, subrayaba todo lo que ella
iba diciendo con silenciosos gestos de ansiedad.
Theo Marsh contuvo su energía hasta escuchar
el rápido relato. Comprendió la situación de forma completa y
rápida.
—Sí. Yo iba en el autobús. Lo cogí delante
de la Biblioteca Pública a última hora de la mañana. ¿Es usted el
conductor? No había estudiado su cara.
—Pocos lo hacen —dijo Lee, encogiéndose de
hombros.
—¿Puede usted ayudarnos? —interrumpió
Rosemary, impacientemente—. ¿Ha visto que alguien la cogiera?
El artista retiró la mirada del conductor
del autobús y la posó en Rosemary. Ladeó la cabeza bruscamente
hacia la derecha como para mirar a ver qué aspecto tendría boca
abajo.
—Puede que la haya visto —dijo
tranquilamente—. ¡Veo muchas cosas! Se lo diré en un minuto. Déjeme
que recuerde la imagen.
La señora Boatright buscó un sitio.
Finalmente dejó caer su peso en una silla tan regiamente que muy
bien podía parecer una reina.
—Usted, la de las preocupaciones y la
graciosa espalda —dijo el pintor—, siéntese y deje de reírse
nerviosamente. Desprecio a las mujeres nerviosas. No deben
distraerme, ¡cuidado!
Rosemary se sentó en el único sitio libre
que quedaba, en el canapé con la modelo... Se sentó... y su espalda
fue ágil... tan silenciosa como un ratón.
(Ratón, pensó el señor Gibson. ¡Oh!, ¿cómo
hemos podido llegar hasta aquí tú y yo, que seguramente no
queríamos hacerle daño a nadie?)
Los seis, más Lavinia, la modelo, se
quedaron mirando solemnemente a Theo Marsh. El disfrutaba con eso.
No se sentó. Se movió por todas partes. Era todo ángulos, arriba y
abajo.
—Verde —balbuceó el señor Gibson.
—¿Verde? —dijo despectivamente el pintor—.
Mire por la ventana.
El señor Gibson miró, parpadeó y luego
dijo:
—¿Sí?
—Por lo menos hay treinta y seis tonos
diferentes y distintos de verde ahí fuera. Lo sé, los he contado.
Los he reflejado en un lienzo. Así que dígame de qué color era la
bolsa.
—Era una especie de... —dijo débilmente el
señor Gibson—, bueno, verdoso.
—Tienen ojos y no ven —dijo tristemente el
pintor—. Está bien —empezó a actuar como una ametralladora
disparando palabras.
—¿Verde puro?
—No.
—¿Verde amarillento? ¿Chartreuse? ¿Ha oído
hablar de eso?
—No, no era...
—¿Verde hierba?
—No.
—¿Verde Kelly?
—No.
—¡Theo! —exclamó la señora Boatright.
—¿Estoy dando el espectáculo, Mary Ann?
—dijo el pintor, sonriendo.
—Sí —replicó la señora Boatright.
—Bueno, entonces, lo dejaré —dijo,
encogiéndose de hombros—. ¿Sería verde grisáceo?
—Sí, sí —dijo el señor Gibson—, era pálido,
desvaído...
—En otras palabras, verde bolsa de papel
—dijo el pintor afablemente. Se fue hacia la izquierda y se detuvo
en seco—. Me senté en el lado izquierdo del autobús —dijo
soñadoramente—. Durante los primeros diez minutos estuve estudiando
un sombrero. ¡Qué flores! Eran de tonos color sandía, y bonitos
pétalos, lo cual es inverosímil. Bueno, seguiré. Le vi a usted...
el hombre de bellos ojos que no puede distinguir un verde de
otro.
—¿Yo? —exclamó el señor Gibson.
—Un hombre infortunado, pensé —siguió
diciendo el pintor—. ¡Oh, sí! Usted tenía en la mano izquierda una
bolsa verde de papel.
El señor Gibson empezó a temblar.
—Le observé durante un rato. ¡Cómo envidiaba
su juventud y su pena! Me dije a mí mismo: ¡ese hombre vive de
verdad!
El señor Gibson pensó que uno de los dos se
había vuelto loco.
Los ojos del pintor se deslizaban bajo los
párpados medio cerrados.
—Le vi poner la bolsa en el asiento —ahora
tenía los ojos cerrados, pero, sin embargo, seguía observando—.
Sacó de su bolsillo un pequeño cuaderno forrado de negro.
—¿Yo... hice eso?
—Sacó un bolígrafo de oro, de unos diez
centímetros de longitud, y se puso a escribir. A pensar y a
escribir.
—¿Yo lo hice? —el señor Gibson empezó a
palparse los bolsillos.
—Se puso a .cavilar tanto que dejó de
escribir. Entonces dejó de interesarme. No había nada más que ver.
Además, descubrí una oreja sin lóbulo, dos asientos delante de
mí.
Rosemary se había levantado de un salto. Se
puso al lado del señor Gibson cuando éste sacó de su bolsillo un
cuadernito y hojeó las páginas. Sí, tenían marcas de
bolígrafo.
Miró lo que había escrito en el autobús.
«Rosemary... Rosemary... Rosemary.» Solamente había escrito su
nombre tres veces, nada más. Eso era todo.
—Estaba intentando... escribirte una carta
—dijo, tartamudeando, y alzó la vista.
Los ojos de Rosemary eran misteriosos... tal
vez tristes. Ella movió la cabeza ligeramente, volvió despacio a la
tumbona y se sentó. Lavinia cambió los pies de postura, y puso el
que tenía arriba, debajo.
—Te vi a ti, Mary Anne —dijo el pintor—, y
me hice el distraído; perdóname, pero no quería alborotar ni hacer
una exhibición.
—Yo te vi, ya lo sabes —dijo tranquilamente
la señora Boatright—; si no, no estaríamos aquí. Es que no era
sitio para exhibirte provechosamente en ese momento.
—¿Te ocultaste? —suspiró el pintor—. Somos
barcos perdidos en la noche. Soy un hombre vanidoso, ¿verdad?
Bueno, veamos, veamos.
—¿Y la bolsa de papel? —insistió
Rosemary.
—Silencio, veamos —el pintor torció los
ojos—. ¡Ah, sí! El rostro con forma de corazón. La vi.
—¿A mí? —dijo Virginia.
—En el lado derecho, ¿bastante
adelante?
—Sí.
—Donde podía volver esos hermosos ojos hacia
donde quisiera —dijo el pintor, maliciosamente.
La cara de Virginia se puso de un color rosa
pálido intenso. Lee Coffey aguzó el oído.
—No intentaré ver si él la miraba
disimuladamente. Por el espejo retrovisor, tal vez —dijo el pintor,
y volvió la mirada al conductor—. ¿Lo hizo?
—¿Yo? —estalló Lee, y después dijo
suavemente—: ¿Yo?
—Theo —dijo la señora Boatright,
serenamente—, ya estás luciéndote otra vez, y comportándote como un
niño travieso.
—No me preocupa que se sienta avergonzada
—dijo el conductor del autobús tiesamente—. Sigamos con el tema del
veneno.
El pintor agitó las manos.
—No me hagan caso —dijo, irritado—.
Veo las cosas, no puedo evitarlo —(El
conductor del autobús tomó la mano de la enfermera entre las suyas,
aunque ninguno de los dos pareció darse cuenta de ello, ni se
miraron.) El pintor se cogió las manos por detrás y arqueó su fino
cuerpo y se balanceó sobre las puntas de los pies—. Había una
oreja...
—¿La oreja de quién? —preguntó Rosemary, con
furia.
—No podría decirlo, sólo me fijé en la
oreja. Podríamos anunciarlo. Esperen un minuto... ¿No ha dicho Anne
Mary que se llama usted Gibson?
—Sí.
—Entonces, alguien le habló.
—¿Lo hicieron? ¡Es verdad! —dijo el señor
Gibson—. Sí, es verdad. Alguien dijo mi nombre dos veces. Una vez,
mientras esperaba el autobús, y la otra justo en el momento en que
me apeaba. Alguien me conocía.
—¿Quién, Kenneth, quién?
—Yo... no lo sé —dijo, avergonzado—. No le
presté atención.
—Estaba deshecho —dijo el pintor, asintiendo
enérgicamente; parecía un pavo, con las barbas temblando—. Estaba
deshecho. Pude darme cuenta de ello.
—¿Se fijó en quien le habló? —preguntó
Rosemary.
El pintor pareció confundido.
—Maldición si lo hice —dijo, preocupado—.
Tengo tanta memoria visual, sí, lo oí. Pero no me hice una imagen
del que había hablado. No lo relacioné. Sin embargo... —hizo una
pausa para atraer su atención, hasta que todos los allí presentes
estuvieron pendientes de él—. Creo que vi a alguien coger la
bolsa.
—¿A quién?
—¿A quién?
—¿A quién?
Todos estallaron como palomitas de
maíz.
—Una mujer joven, una chiquilla. Una joven
muy hermosa —dijo el pintor—. Estaba mirándole la cara. Pero creo
que cogió la bolsa de papel verde y se la llevó al bajar del
autobús. Sí.
—¿Cuándo?
—Después de que él se bajó, inmediatamente
después, pero me llamaba la atención aquella oreja por su
defecto.
—¿Quién era ella?
El pintor se encogió de hombros.
—La conocería —dijo—, pero tendría que
verla. Los nombres, las señales, no significan nada para mí.
—¿Dónde se bajó?
—Oh, no muchas manzanas después de... —la
distancia tampoco significaba nada para él.
—¿Era morena? —dijo Paul, tenso.
—Imagino que lo que quiere decir... para
ponerlo crudamente... que si su pelo era de un color oscuro.
Sí.
—¡Jeanie! —gritó Paul—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh,
Señor! Pudo haber sido Jeanie. ¿Dónde está su teléfono?
—No hay teléfono —dijo la señora Boatright—.
¿Quién es Jeanie?
Paul, de alguna forma, era el centro de
todo. Era alto y estaba enfadado. Los miró a todos. Era como un
león furioso.
—Pero Paul —dijo Rosemary—, ¿qué te hace
pensar que fue Jeanie?
—Porque había ido a su clase de música,
justamente hacia esa hora. Su profesor vive en el Bulevar. Pudo
subirse al autobús cuando él se bajó. Ella le conocía. Le hubiera
hablado. Pudo haber ocupado el sitio que él había dejado vacío.
¡Jeanie! —el rostro de Paul se contrajo.
—¿Quién es Jeanie? —quiso saber el
pintor.
—¡Mi hija! —gritó Paul—. ¡Mi hija!
—Pero si Jeanie le vio... —Rosemary se
estremeció y se puso a pensar.
—¿Cómo podía saber dónde se había sentado?
¿Cómo saber que era él quien había perdido el veneno? —dijo Paul,
perdiendo el control de su vocabulario a cause de su nerviosismo—.
Puede que ella... ¡Oh, no! Jeanie es una muchacha sensata. Jeanie
es una muchacha condenadamente sensata. Todos lo sabéis —clamó
lastimosamente—. Pero tengo que llamar a casa. Si le pasó algo a
Mamá. ¡Oh, no, Dios mío!... Tengo que encontrar un teléfono. ¿Dice
que era guapa?
—Era adorable, que no es lo mismo —dijo el
pintor.
—Jeanie es adorable. Eso es seguro. Me voy
ahora mismo —Paul estaba fuera de sí—. Escuchen, a mamá le gusta
cenar pronto. Jeanie estará preparando ahora la cena de mamá. Van a
ser las cinco. Tengo que llamar. Si Mamá se tomara ese veneno, ¿qué
haría yo?
—¿Mamá? —la señora Boatright levantó las
cejas mirando a los Gibson.
—Es su suegra —dijo Rosemary, muy asustada—.
Es una señora mayor..., una anciana impedida...
—Puede que sea muy mayor, pero ha vivido lo
suficiente como para saber algo —Paul estaba encolerizado y más
preocupado que nunca se le había visto—. Ella ha criado a mi
Jeanie, me ha criado a mí, si quieren saber la verdad. Es una
anciana maravillosa, el Señor la ama... Toda la casa depende de
ella. Yo nunca hubiera podido salir adelante sin ella, cuando
Francés murió... Escuche. Lo siento mucho pero tengo que irme y ese
es... bueno, mi coche.
—Señor Marsh —dijo Rosemary levantándose—,
¿podría ser su hija?
—Podría ser —dijo Theo Marsh—. No se le
parece.
—Jeanie se parece a su madre que ya murió
—gritó Paul—. No se parece a mí en nada. Escuche, voy a llevarles
de vuelta a la ciudad, pero tendrán que venir ahora.
—Yo conduciré —dijo Leo Coffey con repentina
compasión—. Usted está preocupado y yo soy más rápido.
—¿Hay teléfono en el cruce? —gritó
Paul.
—Sí, hay un teléfono —dijo Virginia que
mantenía su mano en la de Lee.
—¡Oh, sí! —dijo Theo Marsh—, en la
gasolinera. Levántate, Lavinia.
La modelo se levantó con su extraña
vestidura. Los demás se dirigieron a la puerta.
—Esperemos —dijo el pintor.
—¿Van a venir ustedes? —dijo el conductor
del autobús con curiosidad.
—Claro que voy a ir. ¡0 es que cree que no
voy a estar presente para ver cómo se resuelve esto! No soy un
hombre al que le guste perderse muchas cosas. Vamos, Lavinia. La
dejaremos en el cruce. Su padre dirige la gasolinera.
El señor Gibson aún tuvo tiempo para
quedarse admirado por ello, al tiempo que se dirigían hacia el
coche.
Lee, Virginia y Paul se acomodaron en el
asiento delantero como antes. En la parte de atrás, la enorme mole
de la señora Boatright ocupó sólidamente el centro. A su izquierda
iba Theo Marsh con Lavinia sentada en su regazo. A la derecha el
señor Gibson sujetaba a su esposa, Rosemary. Se sentía confuso y
sofocado, pero inmerso en un lugar agradable y cálido, al abrigo de
la bondadosa y poderosa humanidad de la señora Boatright, sintiendo
el contacto físico de Rosemary, presionándole las piernas mientras
la rodeaba con su brazo.
El coche bajó volando por la colina. Se
detuvo. Todos dieron una sacudida. Paul se había bajado y corría a
llamar por teléfono. Lavinia sacudió su larga falda azul con el pie
desnudo y salió desmañadamente. El señor Gibson le oyó decir
«¡Hola, papá!»
—Te sugiero que te pongas unos pantalones, y
hazte cargo de los surtidores, Lavinia. Tu madre lleva cinco
minutos diciéndome que ya está la comida preparada y estoy muerto
de hambre.
El señor Gibson oyó que Paul decía a gritos
que estaba comunicando. Que podía haber pasado algo terrible.
Theo Marsh le contestó gritando:
—Escuche, el del teléfono. Deje que Lavinia
se ponga al teléfono, se puede confiar en ella completamente. Se lo
aseguro —estaba apoyado en el coche haciendo gestos con sus
huesudos brazos.
—No te pongas nerviosa, Lavinia —dijo el
padre invisible, complacientemente—.
¿Qué pasa?
—Déjela que siga llamando —chilló el
artista—. Mientras vamos hacia allá.
—Se lo diré —dijo Lavinia—. Que no toquen
ningún aceite de oliva y que todos ustedes van para allá.
—Sin nervios, con calma —dijo la triste voz
del hombre de la gasolinera. Estaba oculto pero no obstante el
señor Gibson se lo imaginaba.
—Sí, hágalo —Paul estaba ronco—. No puedo
quedarme aquí —le repitió tres veces el número de teléfono (Lavinia
lo cogió a la primera). Entonces Paul volvió a meterse en el
coche.
—Está bien, Lee —dijo Virginia al conductor
del autobús.
—Vamos para allá —chilló el pintor
alegremente—. Adiós, Lavinia. Es una buena chica. Entiende un
montón de arte.
—¿De verdad? —preguntó Rosemary casi sin
aliento. El coche dio una sacudida y el señor Gibson se apoyó en
ella.
Rosemary se inclinó para mirar a la señora
Boatright.
—Claro que es un artista, señor Marsh —dijo
en un tono sospechosamente amable—. Usted vive lejos de todo para
evadirse de la realidad.
—Eso de evadirme de la realidad, nada —dijo
el artista, enfadado—. ¿Quién le ha dicho eso? —la señora Boatright
se contrajo como para hundir el pecho contra la espalda, puesto que
estaba hablando con ella en el medio—. Veo más la realidad en un
minuto que cualquiera de ustedes en un día entero —continuó el
artista enfurecido—. Ni siquiera conduzco. Yo...
—¿Por su vista? —dijo el señor Gibson
prestamente.
—Exacto —exclamó Theo malhumorado—. Bien por
usted, Gibson, si es usted el que ha hablado —el artista se refugió
en su silencio. El señor Gibson se sentía como si acabara de ganar
un asalto.
—¡Eh! —dijo el conductor del autobús por
encima del hombro—, ¿de qué hablan?
—El que se fija demasiado, por ejemplo en
una oreja, estaría en la cuneta, al menor descuido —explicó el
señor Gibson.
—Apuesto a que sí.
Rosemary ahora se reía ahogadamente otra
vez, como solía hacerlo antes. El señor Gibson regocijado, apretó
la mejilla contra su manga, porque no se quería reír. Al fin y al
cabo seguía siendo un criminal, pero sin embargo en su interior
estaba inundado de gozo.
—Este Gibson es muy sagaz —le dijo el
conductor del autobús a su rubia—. Resulta un cadáver muy animado,
¿eh?
—Conduzca el coche —ordenó Paul
nervioso.
—Eso está haciendo —dijo Virginia en tono
conciliador.
—No te preocupes, Paul —exclamó Rosemary,
bastante alegre —Jeanie es una niña muy sensata.
—Ya lo sé —Paul se volvió y los barrió a
todos con una mirada de acoso. Se pasó las palmas de las manos por
el pelo, no para sujetarse la cabeza, sino para alisárselo, pues
una vez más volvía a estar anhelante.
—Ya sé quienes son los demás, pero ¿quién es
Paul? —preguntó el pintor—. El no estaba en el autobús.
—Es un vecino de ellos —dijo la señora
Boatright—. Este coche es suyo. Debíamos haber avisado a la
Policía, ¿saben?
El pintor dijo en voz baja.
—Dudo mucho que fuera su hija la que cogió
la bolsa verde de papel. Ella era distinguida, mientras que
él...
El pintor hizo un ruido indescifrable.
—Paul —explicó Rosemary bastante aturdida—
es tan bueno como guapo.
—Y terriblemente aburrido —le dijo Marsh—.
¿Tengo razón?
Rosemary pasó su brazo sobre el hombro del
señor Gibson para sostenerse, ya que iban a toda velocidad.
—Bueno, es bastante convencional —dijo ella
suavemente—. Es agradable, pero... todo el mundo no puede ser
interesante, como usted —se apoyó en el pecho del señor Gibson para
observar al pintor.
—¡Oh, oh!, claro que soy muy interesante
—dijo Theo Marsh.
El señor Gibson se sintió terriblemente
celoso. Aquel burro engreído tenía sesenta años por lo menos.
—Y también estoy profundamente interesado
por todo, ya se habrá dado cuenta. Dígame, Gibson o como se
llame..., en primer lugar, ¿por qué planeo matarse? ¿No tenía
dinero?
—¡Dinero! —chilló Rosemary.
—¿Por qué no? —dijo el artista—. El dinero
es algo que me preocupa tener. Créame, soy un astuto acumulador de
beneficios, ¿verdad, Mary Anne?
—Es un vividor y un usurero —dijo la señora
Boatright tranquilamente.
—Bueno, el dinero es algo muy serio —dijo
Theo con mala cara como si nadie hablara en serio—. Así que
lógicamente pensé, ¿estará arruinado?
—No —repuso Rosemary brevemente.
—En cierto modo —dijo Lee Coffey, aguzando
su fino oído —estaba arruinado...
—Supongo que algo le preocupa. Quisiera
saber el qué, eso es todo —prosiguió Theo Marsh.
—No quiere contarlo —dijo la señora
Boatright—. Tal vez no puede...
—Sí puede —dijo Theo Marsh—. El puede hablar
y yo estoy escuchando. Me interesa.
—¿Ah, sí? —exclamó el señor Gibson
rencorosamente. Sintió que el cuerpo de Rosemary se tensaba.
—¿Puedo adivinarlo? —dijo ella, con una voz
enérgica y llena de miedo—. Se casó conmigo hace diez semanas...
para salvarme. Le gusta ayudar a las personas que no tienen cobijo,
¿saben? Es su hobby. Pero cuando me curé..., tenía que seguir
cargando conmigo.
—¿Qué? —chilló el señor Gibson, sintiéndose
ultrajado. La agarró con ambos brazos como si fuera a. caerse
debido a su agitación—. ¡No, no!
—¿Entonces qué? —preguntó ella temblando—.
No sé por qué quisiste hacerlo. Sólo supongo... que es algo que
Ethel te metió en la cabeza —se inclinó hacia delante separándose
de él y puso las manos en el asiento delantero, apoyando la cabeza
en su brazo—. Me temo que yo tengo la culpa.
El señor Gibson notó un terrible dolor en el
corazón.
—No sabemos nada —dijo Lee tristemente por
encima del hombro—. Todavía no sabemos qué fue lo que le
pasó.
—Creo que debería decírnoslo. Hemos estado
tan unidos. Por favor, díganoslo —suplicó Virginia. Su carita
parecía la luna en el horizonte del asiento trasero, levantó la
mano y acarició compasivamente el pelo de Rosemary—. Le vendría
bien contárnoslo.
La señora Boatright dijo muy segura:
—Nos lo va a decir dentro de un
minuto.
—Puede acortar si va por Appleby Place
—intervino Paul.
—Ya lo había pensado —dijo Lee—, y Lavinia
ya habrá hablado con ellos por teléfono.
—¡Lavinia! —espetó Paul—. La muchacha
desnuda.
Era evidente que para él era imposible que
pudiera estar desnuda y ser de fiar al mismo tiempo.
Marsh dijo alegremente con su elevada e
incisiva voz:
—Creo que a Gibson le gusta su razón
secreta. La acaricia en su corazón. No nos la enseñará. ¡Oh, no!
Podríamos estropearle su diversión.
—¡No diga eso! —gritó Rosemary,
enderezándose—. Se parece a Ethel.
Entonces todo el mundo se puso a hablar al
mismo tiempo explicándole al pintor quién era Ethel.
—Una aficionada —gruñó el pintor. Tenía un
pie puesto en el asiento delantero. Llevaba los calcetines
amarillos—. Cómo detesto y desprecio a esos aficionados. Corredores
aficionados, críticos aficionados. Los psicólogos aficionados son
de lo peor que hay. Sacan un montón de conclusiones de un artículo
que leen en una revista de veinticinco centavos... y entonces creen
que ya lo saben todo. Así que tratan a sus vecinos y a sus amigos a
través de su «profundo conocimiento». Hunden su mano pesada en
lugares donde ni un delicado estilete puede entrar y escarban y
desgarran. No hay nadie más cruel que un aficionado. Me gustaría
estrangular a unos cuantos.
El señor Gibson se estremeció.
—No —dijo—. No. Quiero que sean justos con
Ethel. Tendré que intentar hacerles comprender. Es solamente que...
tal vez Ethel me hiciera darme cuenta de ello..., pero es el
destino que está ahí.
Ya lo había dicho.
—¿El destino? —preguntó la señora Boatright
animándole.
Tendría que explicárselo.
—No somos libres —dijo seriamente—.
Simplemente estamos predestinados. Esto..., bueno, esto me afectó
repentinamente muchísimo. El darme cuenta de..., quiero decir creer
y empezar a aplicar que el hecho de la elección sólo es una
ilusión. Que estamos a merced de cosas que hay en nuestro interior
y que ni siquiera conocemos. Que somos incapaces de ayudarnos a
nosotros mismos o a los demás.
Estaban todos callados, así que
continuó.
—Somos unos incautos, unos títeres.
Lo que cada uno de nosotros hace ya está
programado de antemano. Como lo de la bomba..., por ejemplo..., es
inevitable que estalle, siendo la naturaleza humana lo que
es...
—Tonterías —gritó el pintor—. Las tristes
tonterías de siempre. Pronostíqueme algo, Gibson. Le desafío a que
lo haga.
¿Va a decirme que llegó a creerse esas
anticuadas tonterías?
—Sí, ya lo entiendo. Sí, lo sé. Yo también
lo hice —intervino Rosemary.
Entonces todos en el coche se pusieron a
hablar de repente. Todos menos Paul.
La voz del conductor se elevó por encima de
las demás.
—Miren —gritó—, desde donde están sentados
no pueden verlo, no pueden predecir nada. Ya se lo he dicho. ¡Los
accidentes! Lo que existe es el enorme universo donde está todo
mezclado...
—¿Por qué yo no puedo predecirlo?
—dijo el señor Gibson, en cierto modo
defendiendo visceralmente su posición —un experto...
—No, no. Somos todos ignorantes —gritó la
enfermera—. Pero los expertos son los que lo saben. No hacemos más
que conjeturas. Saben que cada vez hacemos mejor las conjeturas,
porque ellos intentan comprobar esas suposiciones. Debe creer eso,
señor Gibson.
El señor Gibson se sintió repentinamente
conmovido. El corazón se le estremeció como si algo hubiera llegado
hasta él y le hubiera tocado.
La señora Boatright se aclaró la
garganta.
—El esfuerzo humano organizado... —empezó a
decir.
—Esto no es la Asociación de Padres de
Familia, Mary Ann —dijo el artista severamente—. Esto es
simplemente un hombre inteligente. Déjeme que le dé una prueba. —Se
había inclinado tanto hacia delante para observar al señor Gibson
que parecía que estaba agachado como si estuviera jugando al
cricket—. Escuche, Gibson. Tomemos a un hombre de las
cavernas.
—Sí —dijo Gibson, desesperadamente como si
sus sentimientos se estuvieran deshaciendo—. Ya estoy pensando en
uno.
—¿Podría él predecir que sus descendientes
sobrevolarían al Polo Norte para ir de aquí a Europa?
—Naturalmente que no.
—Entonces..., ¿cómo puede usted tener tan
poco talento como un hombre de las cavernas?
—¿Poco talento?
—Claro. Usted ha calculado el futuro a
partir de lo que sabemos ahora, ha prolongado los viejos métodos de
pensar. Lo que no ha tenido en cuenta han sido los
imprevistos.
—¡Eh, eh! —dijo el conductor del autobús—.
¡Eh, eh!
—Cada paso importante que se da constituye
una sorpresa, una revelación. La desintegración del átomo. ¿Quién
podía imaginar que eso llegaría?
—Exactamente —gritó Virginia—. O la rueda, o
la televisión. ¿Cómo podemos saber lo que vendrá después? —estaba
completamente excitada—. Tal vez haya una enorme apertura en una
dirección en la que difícilmente hayamos pensado...
—Buena chica! —dijo Theo Marsh— ¿Ha hecho
alguna vez de modelo?
—Y también en lo espiritual —intervino la
señora Boatright— y en lo mental. El hombre ha desarrollado ideales
desconocidos para la antigüedad. Esto es innegable. ¿Entendería su
hombre de las cavernas lo que significa la Cruz Roja?
—O la Sociedad Protectora de Animales —dijo
el conductor del autobús—. El y sus amigos de la prehistoria. El
destino..., tonterías. Además, si quieres lo haces. Demos un salto,
estoy hablando de la bomba atómica...
—Entonces puede que no tiren la bomba —dijo
Rosemary.
Levantó las manos que tenía crispadas en una
especie de éxtasis.
—Ya que el hombre puede descubrir algo que
sea mejor incluso que el sentido común, mañana mismo. ¿Quién sabe?
No. Ethel, Ethel es demasiado...
—Demasiado rígida, supongo —dijo el pintor—.
La muerte también es demasiado rígida. El rigor es mortis. Mantenga
los ojos abiertos, se quedará sorprendido.
Ese era su credo. El señor Gibson se
sorprendió intentando estirar los músculos de los ojos.
—Caerá si te sientas en tu trasero a esperar
que caiga —dijo el conductor del autobús—. Eso es seguro. Pero todo
el mundo no se queda sentado, diciéndose a sí mismos que son tan
inteligentes que pueden ver acercarse su destino. Miren, sabremos
las últimas noticias de hoy cuando miremos hacia atrás dentro de
cincuenta años. Y no antes. El presente nos asusta. Nos preocupa.
Debe preocuparnos. Pero estas tendencias se disipan como la niebla
sin que nos demos cuenta.
—¡Muy bien! —gritó el artista—. Ni siquiera
sabe lo que está pasando en su propio pueblo.
—Además. También la gente puede ayudarse
mutuamente —intervino Rosemary. Estaba sentada encima de las
piernas del señor Gibson y se había dado la vuelta para mirarle—. Y
yo soy la prueba viviente de esto. Me ayudaste porque quisiste
hacerlo, Kenneth. No había ningún otro motivo.
—Hemos ganado —dijo el pintor—. Usted está
dominado, Gibson. No tiene la más mínima razón. Lógicamente no
puede suicidarse basándose en esa estúpida premisa —se recostó
hacia atrás en el asiento y cruzó las piernas
complacientemente.
—Sin embargo, la lógica... —dijo el
conductor del autobús dubitativamente.
La enfermera, de repente, apoyó la frente en
su brazo.
—Si ve que estaba equivocado, debe
admitirlo; es la única manera de progresar —dijo la señora
Boatright con energía.
Y entonces esperaron.
La mente atormentada del señor Gibson se
calmó, triste y lenta como una pluma.
—Pero a causa de mi error —dijo
tranquilamente—, puedo ser el causante de una muerte.
—Si le pasa algo a Mamá o a Jeanie, nunca se
lo perdonaré —exclamó Paul sin poderse controlar.
—No diga «nunca» —dijo Virginia amablemente,
levantando la cabeza.
—No resulta científico decir «nunca», ¿eh?
—dijo el conductor del autobús. Se inclinó y le besó en la
oreja.
El coche dejó el bulevar y se metió en una
calle pequeña.
Todos estaban callados. Ya no estaban
excitados. El veneno seguía perdido. No lo habían encontrado.
Se aprende a base de errores, en la culpa
hay responsabilidad; en la ignorancia hay esperanza y en la vida,
sorpresas, y aunque en el Destino hubiera esos fallos, no habían
logrado aún poner las manos en esa botella llena de muerte,
etiquetada inocentemente con aceite de oliva. Aquello no era una
simple imaginación.