11

 

Pasaron tres días Rosemary no vino a él. Ya se había recobrado. Era otra vez la misma.
Él no la presionó para que lo hiciera, o para que le dijera algo. Empezó a temer que no lo hiciera nunca.
En la casa de al lado, Paul Townsend trabajaba en su jardín descuidadamente saludable, sano, alegre, fuerte y visible. La anciana señora Pyne estaba sentada en el porche. La pequeña Jeanie entraba y salía. La casita seguía su curso, al margen de la vida y del cambio, con aquella falsa armonía.
El señor Gibson pasaba mucho tiempo solo con un libro abierto, meditando su inocencia.
Ethel tenía razón. El no tenía ni idea de lo que estaba pasando, ignoraba muchas cosas. Las teorías de la psicología moderna eran para él, sólo eso, teorías. Eran como un juego. El había creído en la poesía, en el honor, el valor, el sacrificio. Palabras anticuadas. ¿Esas cosas servían para algo? Desde mucho tiempo atrás se había refugiado en los libros, en las palabras, pero no en las duras palabras de los hechos. Poesía, ¿por qué? Porque era demasiado débil y no lo suficientemente valiente para soportar la realidad. No se había enfrentado a los hechos.
No sabía ni siquiera cuáles eran. Debía confiar en Ethel, hasta que supiera más.
Había sido extrañamente inocente y ahora lo sabía..., era socialmente inocente. Había extraído un gran placer deshecho de que los estudiantes y profesores hablaran con él por los paseos del campus universitario o en los pasillos, o a veces incluso en una calle de la ciudad. Un saludo, un gesto con la cabeza, el murmullo de su nombre, le habían asegurado su identidad (no estoy perdido en la eternidad, soy el señor Gibson del Departamento de Inglés y hay algunas personas que lo saben).
Pero en el transcurso de un día se había bastado de la gente. Su receptiva audiencia, sus clases, le habían permitido ejercitar su voz. Después estaban las horas de oficina, en las que a veces hablaba a los estudiantes con amabilidad, lleno de optimismo para con ellos y habían sido suficientes las más mínimas precauciones contra su falsedad, sus halagos y sus alardes. Por tanto había sentido una plenitud que llenaba sus días y una confianza prudente en el pequeño mundo que le rodeada. Su intimidad y su soledad, le habían parecido naturales e ilimitadas. Realmente había vivido una vida muy minuciosa, muy protegida y muy inocente. Sabía muy poco de la realidad.
Esta debía de ser la causa por la que había llegado a hacer, a sus cincuenta y cinco años, una cosa tan estúpida, tan loca y tan perversa. Se había casado con una Rosemary enferma, indefensa y confiada. Basándose en la ridícula premisa de que sería un arreglo. Ahora miraba hacia atrás, a los primeros días felices, apenado por su propia y jocosa ignorancia. Los actos de la carne. Las acciones más íntimas. Había ignorado todos los hechos, englobándolos en una nube de románticos desatinos. Sí, la estúpida noción romántica y sentimental de que sería él quien la curara. ¡Qué iluso! Después, peor aún, ¿cómo podría haber pensado, por un momento, que este casamiento quijotesco podía convertirse en un matrimonio de amor? Eso había sido imposible desde el principio y se dedicó a pensar en ello con mentalidad matemática. De treinta y dos a cincuenta y cinco van veintitrés y siempre sería así.
El era su padre... emocionalmente. El era la ayuda, la amabilidad, la protección; ella le quería por todo eso y él lo sabía. Lo que ahora le asustaba era la posibilidad de que Rosalie pudiera seguir con su pacto hasta que él fuera viejo, y nunca se confesaría, ni siquiera a sí misma, cómo deseaba que muriera. Rosemary podría intentar soportarle. Había aguantado durante ocho años al viejo profesor.
Ella no quería herirle. Se había mostrado casi trastornada de dolor, allí en el hospital, cuando se culpó a sí misma por una cosa tan simple como sus huesos rotos.
Ella ni le heriría ni rompería su compromiso. Se quedaría paralizada por su lealtad y se engañaría a sí misma. Era posible que ella no supiera (o consintiera en saber) por qué había caído de forma tan natural en los brazos de Paul.
Cuanto más pensaba en Paul y en sus virtudes, que eran muchas, el señor Gibson se sentía más seguro de que Ethel tenía razón. Rosemary se había enamorado o iba a enamorarse de él, que no podía recordarle a su padre en absoluto, sino que era de su propia generación, viril, encantador, bueno y amable. No podría evitarlo.
Pensó que era mejor que Rosemary no conociera nunca su locura, porque ¿para qué iba a servir que lo supiera? La piedad no le interesaba lo más mínimo al señor Gibson. No quería nada de eso. Así pues desterró su amor y lo echó para siempre de su corazón. No pensaría más en eso.
Se apartó deliberadamente. Parecía que se hallaba absorto en la lectura y la escritura. Intentó no darse cuenta..., lo que podría ayudarle a no preocuparse de dónde estaba Rosemary o de qué estaba haciendo... Si se sentía deprimido se decía a sí mismo que no era culpa de nadie más que de sí mismo, y se le pasaba.
«La palabra amable, la intención generosa.
»Las cosas razonables que un hombre puede hacer o decir.
»Todas las hice para alegrarla.
»Pero no la pude tocar cuando se fue.»
Cerró el libro. Cátulo también era un loco. Eso era lo único que significaba aquello, y también era un llorón. El señor Gibson decidió no ser un llorón. Ya no leyó más poesías.
La depresión no se le pasó sino que se hizo más profunda. Vivía con ella día y noche yu se le olvidó cómo se sentía antes, Empezó a suponer que eso era a lo que uno se acostumbraba cuando se hace viejo.

 

Pero se avecinaba un cambio. Se acercaba el día en que las mujeres se pondrían, como una vez dijo el señor Gibson, a trabajar. Iban a empezar el mismo día y el señor Gibson en su desgracia no lamentó la coincidencia porque ya no suspiraba por quedarse solo con Rosemary.
Ethel, que era una secretaria consumada, había conseguido un empleo que era una bicoca y del que salía a las cuatro de la tarde. Esto, explicó satisfecha, le permitiría encargarse de la cena.
El horario de Rosemary era algo más largo. Iba a ayudar al propietario de una tienda de modas para colaborar en el inventario al principio y luego llegar a hacerse dependienta. Era un comienzo excelente.
Y había otra coincidencia. El mismo día en que ellas se fueran a trabajar, sería el último día que fuera Violette a asistir.
La víspera de aquel día estaban los tres sentados en el cuarto de estar como de costumbre.
Tenían puesta la radio bajita, estaban oyendo música, lo cual les proporcionaría una cultura musical. Rosemary estaba hilvanando un cuello y unos puños blancos en un vestido azul marino que debía ponerse al día siguiente. Ethel estaba tricotando, cosa que hacía con misteriosa habilidad. (Había pasado horas y horas junto a la radio, oyendo música, discursos políticos y programas educativos. Prefería la radio al tocadiscos. No había tenido nunca un tocadiscos.) El señor Gibson volvía las páginas de un libro. A veces de dos en dos. Tenía en el rostro una expresión tranquila y bondadosa. Era una escena hogareña y armoniosa, pero la sensación que él tenía no lo era..., ya que aquello era el fin del experimento y ahora todo se convertía en polvo. Rosemary no sólo estaba recuperada: estaba a punto de salir y ganarse la vida. No necesitaba nada que él pudiera darle, pero sí mucho de lo que él no podía darle. Así que ahora la dejaría marchar..., su corazón estaba de acuerdo..., cuanto antes mejor.
Con la imaginación se había pintado el futuro. Se veía a sí mismo y a su hermana Ethel ayudándose mutuamente y consagrados el uno al otro, en algún apartamento pequeño, cerca de la Facultad, trabajando durante el día hasta que se cansaran, y después todas las tardes Ethel se pondría a tricotar con la radio puesta. Se decía a sí mismo que podría aguantarlo. Se había arreglado con mucho menos, sin tener a una hermana consagrada a él. Realmente no sabía por qué estaba tan desalentado y se sentía tan desesperadamente infeliz.
—Todo va a salir bien —dijo Ethel—. Aunque me asusta el viaje en autobús. Ir a merced de esos autobuses treinta minutos cada vez. Es realmente una pérdida de tiempo. ¿No sería mejor mudarnos para estar un poco más cerca de la ciudad?
Las manos y el cuello de Rosemary temblaron.
—¿Mudarnos? —murmuró.
—Al fin y al cabo —dijo Ethel—, esto naturalmente es agradable, pero cuando estés trabajando, Rosemary, no tendrás todo el día... ¿Te has pinchado en el dedo, querida?
Rosemary dijo tranquilamente:
—No, Ethel, no me he pinchado.
—¡Ah!..., bien. Tenemos que pensar también en Ken. ¿Le convendrá a él ir en autobús cuando venga el otoño con esa pierna?
—No había pensado —dijo Rosemary deprisa y se puso colorada.
—Creo que puedo ir en el autobús sin... —dijo el señor Gibson, pero se calló de repente, porque vio claramente una mancha roja en el cuello blanco y en los dedos de Rosemary.
—Lo lavaré —dijo Rosemary débilmente, se levantó y caminando muy tiesa, llevó su labor a la cocina.
El señor Gibson se preguntó lo que significaba aquello.
—Supongo —dijo, observando la chimenea apagada y sintiéndose helado— que se habrá pinchado el dedo y ha manchado el cuello porque no quiere ir mañana a trabajar.
Esperó tímidamente a ver si Ethel estaba de acuerdo.
—No creo —dijo Ethel—. ¿Por qué iba a mentir por eso? (el señor Gibson se enfrentó a aquello: Rosemary había mentido). Claro que ha sucedido —dijo Ethel bajando la voz— cuando yo he hablado de irnos de aquí.
—¿De irnos?
—De irnos lejos de él, me imagino —insistió Ethel en voz baja—. ¡Cómo se delata a sí misma!
El la oyó suspirar, pero por dentro se estaba hundiendo y estremeciéndose de disgusto. Suponiendo que nada es lo que parece; ni siquiera así, podía imaginarse lo que pasaba realmente. En los viejos poemas el hombre era dueño de su alma, y él, que estaba tan empapado de ellos, no aprendería nunca. ¿Cómo podía aprender? Era viejo. Su corazón estaba abatido. El señor Gibson se sentía firme; sentía la traición, también, no podía evitarlo, y lo odiaba. Volvió a mirar al libro y no levantó la mirada cuando Rosemary regresó.
—¿Has empleado agua fría? —preguntó Ethel.
—Naturalmente —dijo Rosemary suavemente.
—No es nada —había empezado a coser, y el señor Gibson podía verla de reojo por encima de la montura de sus gafas. ¿Sabía Rosemary por qué se había pinchado con la aguja? Le daba pena pensar que quizá no lo supiera.
—Vamos, Ken, ¿estarás bien mañana?
—le preguntó su hermana con inquietud—. Violette vendrá para repasar tus camisas y puede quedarse y prepararte la comida.
—No, no —dijo. No quería que se quedara Violette. Estaba deseando estar solo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Rosemary, tímida e impaciente a la vez—. No hay nada que te preocupe, ¿verdad, Ken? En cierto modo, no tienes tan buen aspecto como tenías. ¿No te parece, Ethel?
—Estoy pensando si no perderé mi trabajo —dijo, enderezándose los hombros—. Estoy acostumbrado a trabajar...
Rosemary inclinó la cabeza sobre la costura. Desvió la mirada de la silla.
—No debéis pensar en mí —dijo—. En primer lugar, he vivido solo durante casi medio siglo, en mi época..., y además, los Townsend están en la casa de al lado, y Paul anda por ahí —se despreciaba a sí mismo por pronunciar el nombre de Paul.
—Así es —dijo Ethel—. La nueva mujer de la limpieza que va a venir a casa de Paul, no lo hará hasta el viernes y, claro, Violette ya se habrá ido. Paul, a no ser que le deje todo el peso de la casa a Jeanie, va a quedarse aquí junto a la anciana señora Pyne —parecía que disfrutaba con malicia de aquella situación.
—Paul es muy bueno con la anciana —dijo el señor Gibson (por los celos no se rebajaría a no ser generoso y justo como siempre).
—Creo que es extraordinario.
Rosemary levantó la vista y sonrió fugazmente.
—Eso creo yo —dijo cálidamente.
El señor Gibson pasó la hoja, lo cual era ridículo, ya que ni siquiera parecía que la hubiera leído.
—He estado pensando —dijo Ethel con aquel gesto suyo un poco hosco—. ¿Estás seguro de que la casa es suya y que no es de la señora Pyne? Me imagino que Paul es su heredero.
—A veces pareces terriblemente cínica, Ethel —dijo Rosemary, sonriendo.
—¡No, en absoluto!, sólo soy realista —repuso Ethel afectadamente—. Al menos me gusta pensar que puedo enfrentarme con un hecho.
—Pero, ¿es que no puede un hombre ser bueno y amable, sin más? —preguntó Rosemary.
Parecía que el corazón del señor Gibson iba a desvanecerse.
—¿Y también guapo? —dijo Ethel con una sonrisa maliciosa.
—Imagino que es posible. A lo mejor es tan bueno como guapo —levantó la cabeza y contó los puntos.
—Pero Paul tiene un negocio próspero. ¿Verdad, Kenneth? —insistió Rosemary—. Gana dinero.
—Es químico —dijo el señor Gibson—. Sí... (de repente, vio ante sí el laboratorio de Paul como una aparición, y una hilera de botellas en un armario. La visión tintineó y desapareció).
—Por lo tanto, no necesita el dinero de la señora Pyne, si es que tiene algo —dijo Rosemary—. Simplemente, no creo que sea un mercenario.
—Yo tampoco —dijo el señor Gibson, valerosamente.
—Naturalmente, no lo es, al menos a sabiendas. Hay mucha gente que no admite los hechos más elementales. Sin embargo, casi todo el mundo haría lo que fuera por las ventajas materiales... —dijo Ethel—. Podemos engañarnos a nosotros mismos, ¿verdad?, y pensar que es por cualquier otra razón. Pero siempre cuenta si uno come, si se está a gusto, si se siente uno seguro. Por supuesto que importa. Siempre.
—Supongo que sí —dijo Rosemary, poniéndose colorada. Se inclinó sobre su labor. Parecía estar vencida.
El señor Gibson empezó a temer lo que ella pudiera tener en su mente. Rosemary había ido a él en busca de comodidad y seguridad... ¡Oh!, ella no había podido evitarlo, pero ahora se daba cuenta de eso y él también. El lo había provocado. Lo había dado a entender.
—Naturalmente que cuenta —dijo en voz alta, amablemente—. Es muy natural —volvió la página.
—¿Por qué piensas que lloran los bebés? —dijo Ethel con un pequeño bufido—. Lloran porque quieren estar calientes y porque quieren comer, y eso es todo. Vamos a hablar del tiempo. Me pregunto si hará calor mañana.

 

El señor Gibson pensó para sí mismo: estar caliente, estar alimentado; para mí, estar a gusto... ¿es eso lo que está en el iceberg? ¿Es que no sabe ninguno de nosotros por qué hacemos las cosas? ¿Por qué no vamos a admitir que somos animales? ¡Ah! Entonces ¿para qué estamos aquí? ¿Estamos siempre, y en cada momento, obligados? ¿Tenemos todos nosotros su propio destino en toda esta situación cambiante?
No le gustó la idea. Intentó enfrentarse a ella. Ethel lo hacía. Ella era lo suficientemente fuerte. El tampoco se escondería ante ningún hecho..., nunca más. ¿Era este hecho el que le tenía tan deprimido? Se aferró a esto.
En la radio estaban hablando sobre las pruebas de una bomba con la esperanza piadosa de que aquel terrible poder nunca se desatará contra el prójimo.
Ethel escuchaba y dijo:
—Naturalmente se desatará.
—¿La bomba? —preguntó Rosemary asustada.
—¿Crees que no lo harán?
Ethel ladeó la cabeza que empezaba a grisear.
—Puedes estar segura de que lo harán.
—¿Cómo puedes...? —exclamó Rosemary, suspirando.
—Simplemente, es cuestión de darse cuenta de que los seres humanos son los que son —dijo Ethel—. Y créeme, tener un arma en la mano es lo mismo que arrojarla. ¿No crees que cualquier cosa puede hacer que caiga? Los seres humanos son tan primitivos... esencialmente. Ellos no quieren serlo. No puede decirse que sea culpa suya, sino de su naturaleza. Porque ninguno de nosotros somos culpables. Pero se enfadan, y una vez que están enfadados empiezan a llamar monstruos a la parte contraria. Al parecer no hay ninguna razón por la que no sea correcto, honrado, valeroso y bueno matar a un monstruo. No esperan e intentan discutir la razón de sus diferencias. Sencillamente, no lo hacen. E incluso si fueran a intentarlo la razón humana es tan penosamente nueva y es un factor tan insignificante... La gente siempre actúa en virtud de su sangre y de sus instintos animales.
—¿Cómo te enfrentas a un hecho semejante? —le preguntó tranquilamente el señor Gibson.
—¿Que caiga la bomba? —preguntó sin entenderle—. En cuanto a lo que a mí me concierne, me quedaré donde estoy y estallaré con el mundo que conozco. Ni siquiera quiero sobrevivir. ¿No me digas que tú, sí?
—No —repuso el señor Gibson pensativo —no... especialmente. No, pero claro, soy viejo.
Es el destino, pensó. Bueno, entonces todos estamos predestinados. El no estaba pensando en la bomba.
—No comprendo ¿cómo tienes el valor de pensar como lo haces? —dijo Rosemary a Ethel.
—El valor —dijo Ethel— es el único rasgo útil. Lo mejor que podemos hacer es confiar en nuestros nervios y tratar de comprender.
¿Y para qué sirve comprender pensó Gibson, si de todas formas ya estamos predestinados?
—Entonces todos nuestros hermosos juguetes intelectuales... —dijo, viendo cómo las palabras por las que había vivido se precipitaban hacia el limbo.
—Juguetes. Eso está bien —dijo Ethel, comprensivamente—. Disfruta de tu poesía mientras puedas, Ken. Cuando, o si alguien, sobrevive, cuenta con que no quedará mucho tiempo para la poesía. De momento, todavía no ha ocurrido —hizo un gesto como para tranquilizarle—, y me gustaría vivir el tiempo que me queda igual que tú lo harías. Tenemos en nuestro interior un deseo de sobrevivir que nos gobierna a este lado de la catástrofe. Así que, esperemos.
—Tú no tienes hijos —dijo Rosemary en voz baja.
—Tú, tampoco. Démosle gracias a Dios —repuso Ethel.

 

Pero el señor Gibson pensó: Es cierto. Estamos predestinados. Y el destino está en el iceberg. Es la parte que está dentro del mar. Ninguno de nosotros ha averiguado nunca por qué hacemos lo que hacemos. Sólo tenemos la ilusión del conocimiento, la ilusión de la elección. Realmente estamos a merced de las cosas ocultas, de impulsos desconocidos. Somos ciegos e incautos. Eso es lo que Ethel llama realidad. ¡Oh!, sí, y es verdad. Violette tenía que romper el jarrón. Paul tiene que casarse con alguien. Rosemary debe enamorarse de Paul. Y yo he hecho el tonto. Pero tenía que hacerlo. No fue culpa mía. Mis elecciones, todas, estaban hechas por los genes que heredé de mi madre. Ethel heredó más de papá y por eso es diferente..., pero ella tiene ideas claras. Ella por lo menos puede ver.
Toda mi vida ha sido una ilusión. La vida de todo el mundo es una ilusión. Estamos a merced de lo desconocido y que no se puede conocer.
Un día saltaremos todos por los aires. Haremos saltar a la tierra de su órbita, posiblemente. Eso es tan seguro como que Rosemary se irá con Paul, como que yo la enviaré con él...
Dejó caer la cabeza sobre el pecho. Paul era viudo, químico, católico... Paul también estaba predestinado. Predestinado para ser feliz y hacer feliz a Rosemary durante un corto tiempo, antes de que el mundo explotara.
Mientras él, Kenneth Gibson, viviría con su hermana y envejecería..., cojo, durante quince o veinte años. ¡Eso no!
Había un acto de rebelión en el que podía pensar. Sólo uno. Esto le elevó el ánimo tremendamente. Un poco de valor y escaparía.
Y podía recordar el número de la botella.
Estuvo durmiendo por la mañana hasta bastante tarde. Cuando despertó supo que aquel era el día. Iba a estar sólo.