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Empezó a levantarse.
—Espere un minuto — Le dijo el conductor del
autobús—. Escuchen amigos...
—¿Sí, Lee? —dijo alerta la señora
Boatright.
—Si vamos a hablar libremente no nos vamos a
quedar en lo superficial. No se vaya todavía, Gibson. Quiero que me
conteste a una pregunta que me tiene preocupado. Rosemary...
—¿Sí, Lee?
El señor Gibson se sentó. Estaba temblando.
El conductor del autobús era un hombre astuto, a su manera.
—Vamos a ver. Ethel opina que usted en su
subconsciente quiere librarse de él. Es así, ¿verdad? Dígame, ¿qué
razón dice ella que tiene su subconsciente para hacerlo?
Rosemary se puso colorada.
—¿Ella descubrió una razón?
—Sí —repuso Rosemary—, claro que lo hizo
—Rosemary se puso a hacer girar el vaso con los dedos—. Estos
casamientos nunca salen bien, ya sabe. Kenneth me lleva veintitrés
años. ¿No es terrible? Ethel cree, que subconscientemente... yo
debía desear a un compañero más joven —finalizó con tono tranquilo
pero a la vez desafiante y valiente.
—¿Cómo quién?, ¿eh? —dijo el conductor del
autobús con los ojos vivarachos y sus rubias pestañas alertas. El
pintor se sentó. La señora Boatright, de repente, tenía el aspecto
de ser muy dulce y tranquila.
—Como Paul —dijo Rosemary.
—Ahora estamos llegando al fondo —le dijo el
conductor del autobús muy satisfecho.
—¡Ajá! —exclamó el pintor.
—¡Oh, vamos! Escucha, Rosie, tú sabes que...
—dijo Paul completamente rojo.
—Creí que lo sabía —dijo Rosemary y le
sonrió.
—Si vamos a hablar abiertamente —intervino
Jeanie claramente—, me parece bien. Les diré una cosa. Es demasiado
mayor para mi padre.
El señor. Gibson sintió que le invadía una
oleada de agitación.
—¡Rosemary, demasiado vieja!
—A él le gustan regordetas, con unos cinco
años más y cinco centímetros menos que yo —dijo Jeanie
descaradamente—, por lo que yo he deducido basándome en mis
experimentos. Al menos, hasta ahora.
—Bueno, tú..., cállate, por favor —dijo
Paul, que estaba muy violento—. Lo siento, Rosie, pero al fin y al
cabo tú eres su esposa. Realmente, yo...
—No te preocupes —dijo Rosemary amablemente.
Su rostro, al levantarlo, estaba sereno—. Has sido muy amable,
Paul. Has tratado de consolarme. Me decías que no me preocupara.
Pero soy demasiado vieja para ti, naturalmente... Además eres...,
perdóname Paul querido..., eres un poco aburrido para mi gusto. Ya
ves. Me gusta un hombre interesante.
—¡Bien! —dijo Theo Marsh complacido—. Eres
una mujer inteligente.
—Sólo que Ethel no quería creerlo —le dijo
Rosemary tranquila y triste—. Es algo tan simple. Lo cierto es que
me casé con el hombre que amaba.
El señor Gibson, mirando su vaso, vio los
dedos, delgados y rubios de Rosemary acariciando su propio
vaso.
—Sin embargo —dijo el señor Gibson, saliendo
de su ensimismamiento, intentando hablar fríamente aunque un poco
alterado—, aún así, es posible que yo represente para Rosemary,
como dice Ethel, la imagen de su padre.
Rosemary le miró con dulce extrañeza.
—De mi padre, no —dijo tranquilamente—.
Desde el día en que nací, mi padre fue demasiado miserable,
autoritario, injusto, mezquino, vicioso e infantil. No quiero
parecer desleal, pero esa es la verdad. Kenneth no se parece en
nada a mi padre —les explicó a todos con sencillez.
—De todas formas es un poco ridículo —dijo
el señor Gibson locuazmente (esta era la reunión más extraña que
había visto)—. Yo tengo cincuenta y cinco años, ya lo ven. Para mí,
estar enamorado por primera vez en mi vida, es muy... cómico, en
cierto modo, hace que la gente se ría.
—¿Reírse? —dijo Virginia—. ¡Claro!, ¡porque
es hermoso, es agradable verlo!
—Yo hubiera dicho... que se reían de
mí.
—¿Quién se ríe de usted? —gruñó el conductor
del autobús.
—Nada de eso —dijo el artista—. Yo me
enamoré el invierno pasado, y si alguien se hubiera reído de mí, le
habría escupido en los ojos. Seguro que lo hubiese hecho.
Todo el mundo le creyó.
—¿Cómo llegó esa Ethel a influir tanto en
ustedes dos? —preguntó el conductor del autobús—. ¿Cómo llegó a
inquietarles eso? Cualquiera puede ver que están ustedes enamorados
—era un hombre amable y duro al mismo tiempo.
—Yo era cobarde como un conejito —dijo
Rosemary—, debía haberle escupido a los ojos. Yo tengo la
culpa.
El señor Gibson se encontraba exhausto pero
también muy tranquilo.
—Yo también —dijo—. Pero yo soy viejo. Estoy
cojo. Me siento inseguro... y soy terriblemente estúpido. Dejé que
ella me trastornara. Es culpa mía. Yo soy el culpable —quería
llorar. Bebió con ansiedad.
—Mientras que nuestro Paul —dijo el pintor—
es tan hermoso como el héroe de una revista. Es tan bueno como
hermoso. No quiero ofenderle en absoluto. Sería el sexo, supongo,
según la mortífera Ethel.
—Eso está bien, mortífera Ethel —dijo con
enfado el conductor del autobús—. Eso es muy apropiado.
—Seguramente la gente sabe cuándo está
enamorada —dijo Virginia y se mordió los labios.
Rosemary se echó hacia atrás con una pequeña
y amable sonrisa en el rostro.
—¿Sabe una cosa? Hay un hecho que nunca se
tiene en cuenta, ni en las revistas ni en las películas... que yo
he visto. ¿Por qué quieres estar en el mismo sitio que alguien
está? ¿Por qué? No puede ser sólo porque ese alguien sea guapo
(aunque Kenneth lo es, y mucho). Tampoco puede ser sólo porque sea
joven. Para mí —siguió hablando y mirando a la lámpara que había
junto al sofá—, lo más importante de todo es cómo lo pasáis cuando
estáis juntos, y no me refiero al sexo. Sin embargo —Rosemary tragó
saliva y continuó—, ¿me comprenden? Quiero decir... disfrutar de la
compañía mutua. Lo hemos pasado tan bien... como nunca lo había
pasado antes. Nos reíamos juntos —se inclinó hacia adelante con
repentina viveza—. ¿Por qué la gente no habla de eso como si fuera
algo atractivo? Lo es. Es algo poderosamente atractivo. Creo que es
la atracción más fuerte de todas.
—Y la más permanente —dijo la señora Pyne,
suavemente.
—Absolutamente de acuerdo —dijo la señora
Boatright—. O la raza no podría soportarlo. Todas las amadas
esposas no usan la talla treinta y ocho —se balanceó ligeramente
con indignación sobre sus amplias caderas.
—Mm... —dijo el artista—. Mi cuarta
esposa... fue una compañera deliciosa, todo el tiempo. Y aunque no
tuviera unas caderas perfectas, es a la única que echo de menos...,
es un dato —parecía estar levemente aturdido.
—Yo... estoy de acuerdo —suspiró Virginia.
El conductor del autobús deslizó los ojos bajo las pestañas.
El señor Gibson batiéndole vivamente en las
venas... y con vergüenza y dolor también, pero con una férrea
determinación, decidió que el resto de aquello era un asunto
particular suyo aunque les quisiera mucho. Sí, claro que les quería
a todos ellos... Cogió a Rosemary de la mano y se levantó.
—Muchas gracias a todos por lo que han hecho
y dicho. Pero ahora nos vamos —dijo con una sencillez que creó
repentinamente una sensación de intimidad.
—Si pudiera rezar por nosotros... para que
aparezca el veneno...
—Lo haré —le prometió.
—Estoy seguro de que todo saldrá bien —dijo
Paul avergonzado y nervioso.
—¡Oh, eso esperamos todos! —exclamó
Jeanie.
La señora Boatright señaló:
—La Policía aún puede encontrarlo. No
debemos subestimar esta institución.
—Puede estar en un montón de basura en algún
vertedero y nunca volverá a saber nada de él. ¿Se da cuenta?
—añadió el pintor.
—Por favor..., sean felices —dijo la
enfermera. Toda su personilla fría y responsable se deshacía en
lágrimas sentimentales.
El conductor del autobús dijo
seriamente:
—Hay un montón de libros estupendos que han
sido escritos en la cárcel. Quiero decir que los muros de piedra
no...
—Me acordaré de eso, Lee —dijo cariñosamente
el señor Gibson. Porque aquel hombre era el que había sacado el
tema. El único que había establecido al principio que no había
bombones. Ahora, desde luego no le estaba ofreciendo ninguno.
El señor Gibson pasó una mano por la cintura
de Rosemary y la condujo fuera de la casa.
Dejaron allí a siete personas.
—¡Es un cielo! —sollozó Virginia—. Es un
amor..., ¿no podemos salvarle? Pensad todos.
Los siete se quedaron en aquella habitación
en silencio, callados y tristes, pero seguían luchando.
El señor Gibson y su esposa Rosemary,
caminaron muy lentamente hasta el final de la terraza. Bajaron los
escalones y cruzaron la doble entrada de coches. Eran las seis
menos cuarto. Hacía una tarde maravillosa. Pasaron junto a los
relucientes cubos de basura. Más allá de los escalones de la cocina
había un arbusto y el señor Gibson empujó suavemente a su esposa
hasta el extremo de aquella mata verde familiar a dónde no daba
ninguna ventana.
La tomó en sus brazos y se acercó a ella. La
besó despacio y luego volvió a besarla, no tan despacio. Ella apoyó
la cabeza en su hombro.
—¿Te acuerdas del restaurante,
Kenneth?
—Sí, sí.
—¡Cómo nos reímos! Pensé después de que
resultaras herido que no podías..., que no te acordabas.
Pero el dolor que recordaban ya estaba muy
lejos. Ella suspiró simplemente.
—Recuerdo también la niebla —murmuró él—.
Dijimos que era hermosa.
—Pero no nos referíamos a la niebla,
¿verdad?
—No —la besó una vez más, muy tiernamente—.
Es un argumento pasado de moda, ratoncito, ¿verdad? Un
malentendido. Pero bueno, yo soy un hombre que está pasado de
moda.
—Te quiero tanto —dijo Rosemary—. Pase lo
que pase, no me dejes.
—Pase lo que pase —prometió. Era un asesino.
Debería dejarla, aunque no lo hiciera «realmente». Había amargura y
había dulzura.
Pocos minutos después, le hizo dar la vuelta
poco a poco y empezaron a subir los escalones que llevaban a la
puerta de la cocina.