19
El señor Gibson sentado con su esposa en el
regazo, y aquello le producía una sensación agridulce.
—Rosemary —dijo suavemente al cabo de un
momento, casi en un murmullo—. ¿Por qué dijiste que no te habías
pinchado... cuando lo hiciste?
—¿Por qué creo que lo dije? —su rostro se
había dulcificado y había desaparecido la amargura que reflejaba—.
Simplemente no quería que Ethel supiera... La respiración de ella
le bañaba la frente.
—¿Sabes el qué, ratoncito?
—¡Cuánto me gustaba nuestra casa! —dijo
Rosemary separándose un poco y mirándole a los ojos—. Mis...
sentimientos. A ella no le gustan los sentimientos. Supongo, que yo
soy un poco sentimental, pero no quería irme.
El señor Gibson cerró los ojos.
—Pero tú te fuiste, Kenneth, a partir del
accidente —susurró apoyándose en su cabeza—. ¿Qué te dijo Ethel?
—él escondió el rostro en el pecho de ella y pudo oír cómo le latía
el corazón—. Yo pensé que tal vez tú estabas de acuerdo con Ethel,
en que yo había intentado librarme de nuestro compromiso. Incluso
así habrías sido amable conmigo. Yo no sabía qué pensar.
—Eso fue un accidente —murmuró—, ya te lo
dije, ratoncito...
—Yo te dije cosas..., pero parecía que no te
lo creías. Ella es tu hermana, tú la respetas. Yo creía que te
fiabas de ella, y decías que no te acordabas. Tuve miedo... Ella me
tenía tan confundida...
—Gire a la derecha —ordenó Paul—. Aquí. Eso
es. La tercera casa —Paul parecía que ahora sólo tenía un
propósito. Paul, el que le había dicho que no se preocupara cuando
todo el mundo lo hizo, pero que les obligaba a preocuparse cuando
no tenían por qué hacerlo. Paul, que era tan joven, y bajo cuyos
amables modales se ocultaba un muchacho malhumorado.
—Ethel habrá llegado ya, supongo —dijo
Rosemary, respirando profundamente.
Se movió, aumentando la distancia que había
entre ellos. El coche se detuvo. El señor Gibson abrió los ojos.
Vio a su izquierda el tejado de la casita con su parra. Percibió la
sensación del hogar. Pero él ya no tenía hogar..., nunca más. Había
estado confundido y pensó tristemente que aquella confusión
desesperada había causado su ruina.
Salió cojeando y subió hasta la terraza
principal de la casa de Paul.
Jeanie Townsend, viva y llena de energía,
abrió la puerta y gritó vivamente:
—¡Oh! ¿Lo habéis encontrado?
—Esta no era —gruñó Theo Marsh—. No
creo.
Paul la apretó entre sus brazos.
—Estaba tan asustado, cariño —dijo
jadeando—. Pensé que a lo mejor te habías subido en el mismo
autobús... y creí que tal vez, tú tenías ese veneno.
—¡Oh, Papá, por Dios! —Jeanie se agitaba
indignada para separarse de él—. ¿Crees que soy tan tonta?
—¿Cómo está Mamá? —Paul la dejó y corrió a
meterse en la casa.
Era evidente que allí no había ningún
veneno.
Jeanie observó aquella cuadrilla... media
docena de personas que se abalanzaban sobre la puerta.
—¿Quieren pasar? —les gritó. La niña bien
educada mantenía una lucha con la niña enfadada.
—¿Ha llamado Lavinia? —le preguntó Lee
Coffey; hablaba con ella en el mismo tono que con los mayores.
,
—Alguien llamó. ¿Era Lavinia? Nosotros ya lo
.sabíamos, lo dijeron por la radio —Jeanie inclinó la cabeza.
Llevaba el pelo corto. Tenía puesta una falda roja y una blusa
blanca e iba calzada con unas zapatillas trenzadas, rojas—. Cuando
me acerqué al buzón de las cartas, hace ya bastante rato, lo oí en
la radio de la señorita Gibson. Así que puse la nuestra —se
mostraba muy digna, como si lógicamente supiera lo que pasaba por
el mundo.
El señor Gibson miró a Rosemary y ella le
devolvió la mirada.
—Entonces Ethel lo sabe —murmuró él. No
podía ver ni un centímetro del futuro. Rosemary se le acercó hasta
rozarle con el hombro.
—Bueno, supongo que no debe saber que era
usted —dijo Jeanie retrocediendo para meterse en la casa—. Porque
no dijeron su nombre en la radio. Fue la abuela la que lo
sospechó.
—Y ¿por qué no fuiste corriendo a decírselo
a Ethel para aclarárselo como buena vecina?, ¿eh? —le preguntó el
conductor del autobús con curiosidad.
—No —repuso Jeanie, parecía que aquello la
hubiera trastornado un poco, pero no supo razonar ninguna excusa.
Era evidente que no había querido ir a comentar nada con Ethel
Gibson—. ¿Es que no van a entrar ustedes?
Entraron todos.
Paul estaba en el cuarto de estar,
arrodillado junto a la anciana señora Pyne. Su hermosa cabeza
estaba inclinada. Resultaba una postura extraña en él..., teatral y
ridícula. La señora Pyne estaba hablándole como a un niño.
—Pero Paul, querido, no tenías que haberte
preocupado ni un momento por Jeanie o por mí...
—Nunca sabrás —gemía Paul. Parecía un gran
actor.
Jeanie echaba chispas por los ojos.
—¿Cómo has podido pensar que iba a tomarme
cualquier comida rancia que me encontrara por ahí o que se lo iba a
dar a la abuela? ¿Crees que no sé lo que hago? ¡Francamente...,
Papá!
Pero Paul seguía ‘allí, de rodillas.
La señora Pyne sonreía ahora a todos los
presentes y su sonrisa desarmó al señor Gibson.
—Me alegro de verle —dijo la vieja dama—. He
estado rezando por usted sin parar desde la última vez que le
vi.
El señor Gibson se acercó a ella y le tomó
su mano frágil y enjuta. Tenía fuerza en la mano. Quería
agradecerle sus plegarias, pero le resultaba violento, como si se
pusiera a aplaudir en la iglesia. Además, para él era una auténtica
extraña, ahora que la veía como el alma de aquella casa.
—Perdóneme —dijo Theo Marsh en tono
profesional—. ¿Estaría usted interesada en posar como modelo? —la
señora Pyne le miró estupefacta.
—Me llamo Helen Pyne —dijo la vieja dama con
voz enojada—. ¿Quién es usted, señor?
—Theodore Marsh, un humilde pintor —Theo
parecía un payaso—. Siempre ando buscando caras interesantes.
—Humilde, ¿eh? —murmuró cómicamente el
conductor del autobús—. Yo soy Lee Coffey, conduzco el
autobús.
—Yo soy Virginia Severson, una
pasajera.
—Yo soy la señora de Walter Boatright —dijo
aquella dama, como si eso lo explicara todo. Se quedó allí de pie,
como si fuera el conferenciante de turno aquella tarde y estuviera
repasando sus notas mentalmente.
Pero fue Rosemary la que empezó a gritarle a
Theo Marsh.
—Si no fue Jeanie a quien usted vio...,
entonces no sabemos...
—No era Jeanie —dijo el artista. Había
inclinado la cabeza como para poder ver a la señora Pyne boca
abajo. El señor Gibson se sintió liberado. El también vio el rostro
de la vieja dama. La dulzura que había en sus ojos, la firmeza de
su delicada barbilla. La señora Pyne no sólo era más hermosa, sino
que incluso era mucho más bonita que Jeanie.
—¿Entonces, quién fue? ¿Entonces, quién fue?
—imploraba Rosemary.
—Tengo mucha confianza en el departamento de
Policía —dijo decididamente la señora Boatright, y se sentó.
Rosemary se la quedó mirando y corrió al teléfono.
Paul salió del trance de oración o de lo que
fuera, en el que se hallaba sumido.
—¿Cómo sabíais todo lo que estaba pasando?
—le preguntó a su madre política, como si la estuviera
adorando.
—Yo sabía que pasaba algo malo, naturalmente
—le dijo la anciana sobriamente —cuando oí la llamada de Rosemary.
Cuando Jean puso la radio, supe inmediatamente quién había dejado
la botella en el autobús. Había visto tanta preocupación en su
rostro, ¿sabes? Aunque yo no podía hacer nada.
—Señora Pyne —dijo el señor Gibson
impulsivamente—. Lo que usted me dijo lo hizo imposible. No creo
que lo hubiera hecho. Pero, naturalmente, entonces el problema ya
era diferente. Ya había perdido el veneno.
—Y no lo ha hallado todavía —dijo ella
tristemente.
—No —sus ojos se encontraron. El aceptó su
culpa y el perdón que ella le otorgaba.
—Debemos rezar todos —dijo la señora
Pyne.
—¿Problemas? —dijo el conductor del autobús.
Volvió los ojos hacia Virginia—. Problemas y lógica..., ¿cómo
pueden ponerse de acuerdo? No creo que lleguemos al fon...
Virginia le hizo callar con un gesto.
Rosemary que estaba en el teléfono se
lamentaba:
—¿Nada? ¿Nada en absoluto? —colgó y se
volvió hacia ellos—. Nada, no hay ninguna noticia en absoluto —dijo
retorciéndose las manos.
—La falta de noticias son buenas noticias
—afirmó Paul.
Pero todos se miraban unos a otros.
—Es un callejón sin salida, ¿eh? —dijo el
conductor del autobús—. Estamos dando vueltas a un sueño y ya no
tenemos dónde ir —exhalaba vapores de energía que se enrollaban sin
tener a dónde dirigirse.
—¡Piensa! —le dijo Virginia fieramente—. Yo
estoy intentado pensar. Piense, señora Boatright —la pequeña
enfermera cerró los ojos.
La señora Boatright cerró los ojos pero
movió los labios. El señor Gibson se dio cuenta de que la señora de
Walter Boatright estaba importunando a alguien superior en el cielo
en nombre suyo.
Pero habían llegado al final. No tenían más
sitios donde ir. Tenía que poner los pies en el suelo. Había
llegado el momento de hacerse cargo de las cosas.
—Todos ustedes han hecho tanto por mí —dijo
con energía—. Han hecho maravillas. Ahora deben volver todos a sus
ocupaciones, con mi agradecimiento y mi amor. Supongo que al fin y
al cabo... todo está en las manos de Dios (¿sería eso lo mismo que
el destino?, pensó). Rosemary y yo debemos ir a ver a Ethel. —este
era su deber.
—Sí —aceptó Rosemary sombríamente.
—¿Está Ethel por aquí cerca? —dijo Theo
Marsh con un brillo de malicia en su mirada.
—¡Theo! —exclamó la señora Boatright
advirtiéndole.
Paul Townsend ya se había recobrado, y
volvió a actuar como anfitrión de la casa.
—¿Qué les parece si tomamos primero una
copa? Creo que necesitamos una. No se preocupe Gibson... —se paró
en seco.
—¡Hurra! ¡Hurra! —dijo el conductor del
autobús—. Cada uno a lo suyo. Eso es lo que hace que ande la muía
—se mordió tristemente la uña del dedo gordo.
—Creo que les he arrastrado hasta aquí para
nada —dijo Paul con aspecto de niño travieso.
—Un trago no me haría ningún daño —dijo
Lee—. A Virginia también le gustaría tomar algo.
Theo Marsh estaba apoyado en el borde de la
mesa como un pájaro inquieto.
—Yo estoy más sediento que el desierto en
agosto —confesó—. ¿Qué hay que hacer ahora?
—Me parece que no seguimos un procedimiento
de actuación claro —señaló la señora Boatright. Reunió toda su
energía—. Voy a llamar a casa para que me envíen un coche y poder
llevar a cualquiera de ustedes donde les apetezca. Pero primero
creo que me gustaría tomar una bebida muy suave. Gracias, Paul.
Mientras tanto podemos pensar en algo —la señora Boatright no
estaba acostumbrada a dejarse vencer por las circunstancias.
—Te ayudaré a servir las bebidas, papi —dijo
Jeanie, y el conductor del autobús empezó a contarle a la señora
Pyne la historia de su búsqueda.
Era curioso pero aquello parecía una reunión
festiva, y en una reunión la lengua se suelta una vez que se ha
roto el hielo. El señor Gibson se sentó en un sofá, junto a
Rosemary, intentando recordar que era un criminal. Alguien en algún
sitio podía estar muerto, o estar muriéndose, por su culpa.
La joven Jeanie parecía haber comprendido la
atmósfera de distensión. Sosteniendo la bandeja, les dijo a los
Gibson:
—Siento haberme puesto así, pero papá debía
haber confiado en mí. ¡Dios mío! Siempre se preocupa demasiado por
mí.
—Está tan encariñado contigo, querida —dijo
Rosemary—, y con tu abuela también.
—Está terriblemente pegado a las faldas de
la abuela —dijo Jeanie con impaciencia—. Me gustaría que se
casara.
—¿De verdad? —dijo Rosemary
bruscamente.
—Claro, a los dos nos gustaría. ¿Verdad,
abuela?
—¿Que si queremos que Paul se case? —la
señora Pyne suspiró—. No hemos sido unas casamenteras muy
acertadas.
—Mirad, soy feliz —dijo Paul pasándoles las
bebidas.
Rosemary se inclinó hacia delante y dijo
deliberadamente.
—Pero señora Pyne, ¿no se sentiría Jeanie
terriblemente celosa de su madrastra? ¿No debería estarlo una
adolescente?
—¿En su subconsciente? —le dijo Virginia,
articulando la palabra con disgusto con su boquita bien
formada.
El señor Gibson se sentía muy raro. Su
rostro permanecía impasible pero estaba convencido de que Lee
Coffey, Theo Marsh y todos ellos podían leer a través de su
piel.
—Aquí llega Ethel, ¿eh? —dijo Lee—. ¡Oh,
amigo! ¡Esta dichosa Ethel!
—Jeanie quiere verdaderamente a Paul —dijo
la señora Pyne.
—De todo corazón —saltó Jeanie—. ¿Cómo puede
pensar ella eso de mí, si ni siquiera me conoce? Y yo conozco las
verdades de la vida. Llevo cuatro años intentando casar a papá.
Perfectamente a sabiendas —estaba resplandeciente.
—Pero Ethel lo sabe todo, ¿verdad Rosemary?
—dijo el conductor del autobús y le guiñó un ojo.
—No creo que sepa mucho sobre los
adolescentes —dijo Jeanie—. Somos un grupo muy inteligente.
—Es cierto —intervino la señora Boatright—.
Hay que adquirir la práctica de oír a los jóvenes. Sigue,
querida.
—Hasta hemos oído hablar de Edipo —dijo
rápidamente lanzando a la señora Boatright una mirada de orgullo—.
No somos estúpidos. Le pregunto a todos ustedes ¿qué será de papá
cuando yo me vaya? Y me iré, algún día.
—Y yo —dijo la señora Pyne asintiendo
tranquilamente.
—Si no tiene a nadie, se encontrará perdido
—continuó Jeanie—. Es un hombre terriblemente cariñoso.
—Estas mujeres... me fastidian —dijo Paul
con ojos repentinamente inescrutables. El señor Gibson probó su
bebida. Era fría y sin sabor, pero de repente le supo
deliciosamente.
—Bueno, claro —dijo Rosemary
maliciosamente—. Ethel tiene también sus ideas propias sobre las
pobres ancianas impedidas, señora Pyne.
Paul parecía muy enfadado.
La señora Pyne levantó la mano, como para
impedir su cólera y sonrió.
—Pobre Ethel —dijo—. Bueno, debe vivir su
vida lo mejor que pueda y pensar en algo que la consuele, supongo.
No se ha casado nunca. No tiene hijos. Su experiencia de la vida es
muy limitada.
El señor Gibson exteriorizó su
asombro.
—¿Ethel limitada? Nunca había pensado en
eso.
—No creo que tenga mucha relación con la
gente auténtica —dijo la señora Pyne—. Es decir, con otras
personas.
De otra forma, ¿cómo podría juzgarlos en
bloque?
—No mira..., no sabe ver —dijo Theo
Marsh.
—Son un grupo salvaje y maravilloso —dijo el
conductor dando palmadas en la mano de Virginia.
—Si los considera uno por uno, y así es como
me gustan —Virginia se echó a reír.
—Aún así —dijo el señor Gibson, aclarándose
la garganta—. Ethel ha triunfado en su carrera profesional. Ha
sabido afrontar los hechos toda su vida (se le había soltado la
lengua. Estaba casi disfrutando de la reunión). Mientras que yo, he
sido el que ha tenido una existencia más limitada. Un poco de
poesía. Un remanso académico. Incluso durante la guerra,
yo...
—¿Cómo puede leer poesía y no percibir el
mundo? —dijo Lee indignado—. ¿Sabe quién está verdaderamente
limitado? El tipo que no lee nada más que el periódico, que no
observa nada más que sus propias palabras y luego ve la televisión
por la tarde. Sólo trabajan por el dinero, lo único que se compran
con ese dinero es un coche o una chuleta, hacen lo mismo que creen
que hace el vecino y no se fijan en el universo —se echó hacia
atrás y se tomó su bebida a pequeños sorbos—. Yo nunca he conocido
a nadie así.
—Habré leído algo sobre esa gente en el
periódico —dijo Theo Marsh.
—¿En qué guerra estuvo, señor Gibson?
—preguntó Virginia.
—¡Oh!..., en las dos guerras. En la de Corea
ya era muy mayor...
—¡Ah, sí! —dijo Rosemary con cariñoso
sarcasmo—. ¡Ha tenido tan poca experiencia! Sólo dos guerras. Ya lo
ven. Luego vino la Depresión, los años en que estuvo cuidando de su
madre, cuando le pagó los estudios a Ethel. Y eso fue una debilidad
por parte suya, ¿verdad? Los años que ha dedicado a la
enseñanza..., ¿quién los cuenta? Ethel, no. No sé por qué. ¿Por qué
cuando un hombre ha sido útil durante cincuenta y cinco años de su
vida y es generoso y bueno...? ¿Por qué Ethel se empeña en hacerle
parecer tan ingenuo y tan...
—¿Inocente? —sugirió el señor Gibson, con
los ojos apretados (lo estaba pasando maravillosamente).
—¿Remansos? —saltó Theo Marsh— ¿Qué quiere
decir con eso? ¿En qué cree que consiste la vida? ¿En ver aparecer
su nombre en los periódicos de la ciudad? ¿En asistir a las
reuniones de sociedad?
—No, no, los hechos —dijo el señor Gibson—.
La maldad. La gente que te clava un cuchillo por la espalda. Los
egoístas y los ladrones...
—Por favor —el pintor le hizo detenerse con
un fuerte gruñido—. ¿Por qué se dice que es un hecho lo que es
detestable y desagradable? Yo creí que la palabra hecho era otro
nombre que se le daba a la verdad. Y las verdades diabólicas puede
que lo sean..., pero la verdad no es igual a la maldad. Le diré una
cosa: no se puede pintar un buen cuadro si no se refleja en él la
verdad.
—Ni tampoco escribir un buen poema —dijo el
conductor del autobús—, o dar una clase como es debido. Ni ganar un
duro honradamente, ¿saben?, creo que él es un inocente —miró a su
alrededor de forma beligerante.
—Creo que es un cielo —dijo Virginia
cálidamente.
La señora Boatright asentía
juiciosamente.
—Theo —dijo—, me parece que el Club de los
Martes te escucharía con atención si hablaras de este tema...
—¿Por ciento cincuenta asquerosos pavos?
—dijo Theo—. ¡Bah! ¡Esos tacaños!
El señor Gibson intentó enérgicamente no
divertirse tanto. Allí, junto a Rosemary, en aquella habitación
limpia, confortable y encantadora, donde la verdadera anfitriona
era aquella elegante dama en su silla de ruedas, donde todas
aquellas personas que estaban realmente vivas, abrían su mente. No,
no, debía recordar que tenía que afrontar las consecuencias de sus
hechos.
A veces, sin embargo, pensaba con un
estallido de placer, no podía negarlo, que existían compensaciones.
Eso era lo divertido. Este grupo de personas, la forma en que
hablaban con él, cómo discutían con él, le contradecían, intentaban
estimularle; él les gustaba, se preocupaban por él, luchaban con él
contra el 386 destino y le inculcaban su propia fe..., eso le
conmovía y le hacía sentir música en el corazón. Pensó que ningún
hombre había vivido nunca una experiencia tan maravillosa como la
que él estaba experimentando el día de su suicidio.
Pero este placer era sólo robado. Tenía que
irse. Tenía que enfrentarse a lo que ocurriera, y que no sería
música, indudablemente.