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Vivía Paul Townsend junto con su hija de
diez años y su anciana suegra, en una casa baja de estuco y grandes
dimensiones en una amplia parcela. Junto al camino de entrada
estaba la entrada del hotelito. Este estaba hecho de ladrillo y de
madera de secoya sobre la que crecían unas parras. Los libros y los
papeles del señor Gibson (aunque guardados todavía en cajas) y su
cama turca ya estaban allí, en la gran sala llena de estanterías
situada junto al salón, y el pesado coche que el profesor James
había comprado hacía años ya estaba en el pulcro y pequeño garaje,
cuando el señor Gibson trajo a su mujer a casa en un coche. Abrió
la puerta principal y la acompañó al interior, sin intentar hacer
lo típico en estos casos de pasarla en brazos por el umbral. La
hizo sentar en su butaca azul brillante. Parecía que se iba a
morir.
Pero el señor Gibson tenía sus propias ideas
acerca de la curación y se entregó a ello con alma y cuerpo. Tenía
una semana de vacaciones y se propuso emplearla para instalarse.
Pero el hotelito había despertado en él algunos instintos que no
había conocido anteriormente. También se había propuesto construir
un hogar.
Por eso, durante aquella primera hora,
fanfarroneó. Derramó su entusiasmo, todo hacia fuera. La hizo
observar el color.
¿Le gustaba el amarillo verdoso para la
tapicería? (pensaba para sí que los colores limpios y frescos
colocados en aquella deliciosa habitación, serían por sí mismos
productores de salud). ¿Dónde iba a poner el tocadiscos? Pensó en
alto, obligándola a reconocer la grandeza de la música. Después
trabajó en la cocina. No era muy mal cocinero, pero le suplicó que
le aconsejara. Hizo todo lo que pudo para interesarla y
tentarla.
Rosemary no pudo cenar. No estaba preparada
para el futuro. Se estaba derrumbando después de haber huido del
pasado. Se produciría un vacío. El temía que pudiera morir dé
aquello.
Por tanto insistió en que se acostara en
seguida en el dormitorio, de tonos suaves, que sería sólo para
ella. Cuando supuso que se había acostado, le llevó la medicina.
Tocó la paja seca de su triste pelo y le dijo:
—Ahora descansa —ella volvió la cabeza
débilmente.
Pasó la noche desembalando libros
inquieto... a veces se acercaba de puntillas a la puerta para
escuchar.
Al día siguiente, ella se quedó todo el día
en la cama, incapaz de moverse, como una muerta. Sólo sus ojos le
suplicaban piedad y paciencia.
El señor Gibson tenía muchísima paciencia y
se mantenía impávido. Se afanó haciendo tontos juegos de palabras
cada vez que le llevaba algún bocado para comer. Montó el
tocadiscos de forma que se pudiera oír por toda la casita. Creía en
la fantasía, en la belleza, en el color y en la música y explotó
las creencias más profundas que tenía... porque sabía que podía
curarla.
La mañana del segundo día, cuando fue a
retirarle la bandeja del desayuno vio que estaba tumbada sobre la
almohada con la cara vuelta hacia la ventana. Entre los bordes
blancos y delicados de las cortinas se veía un trozo de jardín
plantado de rosas. Por primera vez desde que la conoció, tenía en
el rostro un gesto de paz.
—De pequeña acostumbraba a sentarme en el
suelo y jugar con la tierra —le dijo—. Hay algo atrayente en el
contacto de la tierra con las manos.
—Sí que lo hay, y en la luz, y en el agua
que corre, también. ¿No crees?
—Sí —replicó, estremeciéndose.
El pensó que aquel «sí» tenía un sentido muy
positivo. Sin embargo, continuó tratándola con dulzura, teniendo
cuidado de no importunarla ni molestarla.
El tercer día Rosemary se levantó y se puso
un vestido de algodón. Comenzó a esforzarse en comer como si
aquello fuera algo que le debiera. Por la tarde, él encendió el
fuego (porque también hay algo de fuego) y le leyó en voz alta.
Leyó algunas poesías. Le llenaba de placer pensar que iba a ser la
mejor alumna que jamás hubiera tenido. Le escuchaba tan
atentamente. También era algo vivo escuchar. Era como un destello
de vida que él fomentaría.
Durante aquella tarde ella le dijo una vez:
«¡Eres tan cuerdo!» Aquello le hizo comprender, con un sobresalto,
lo que habían pesado en ella ocho años de convivencia con alguien
al que no se podía tachar precisamente de cuerdo. No era de
extrañar, se dijo a sí mismo, que aquello casi llegara a
matarla.
Su semana libre empezó a esfumarse a gran
velocidad. Ella le ayudó a desempolvar algunos libros. No podía,
claro, limpiar mucho. El señor Gibson tenía que volver a trabajar
el lunes, así que el viernes llegó Violette.
Consiguieron a Violette gracias a Paul
Townsend. Era una mujer de la limpieza; por las tardes iba a casa
de los Townsend. Pero era una mujer joven, delgada y rápida. Con el
pelo negro brillante y una piel suave del color del melocotón y un
aspecto de dulzura y tranquilidad extraños. Al menos había algo
extranjero y no típicamente americano en su aspecto. Tal vez fuera
del Cercano Oriente. No se la podía situar.
A Violette no le preocupaba que la situaran.
Era fría y despegada, sombría y eficiente. Estaba claro que podría
mantener limpia aquella casita simplemente con el dorso de una de
aquellas manos delgadas y fuertes de comí tostado. El señor Gibson
pensó que lo haría admirablemente. Gracias a Dios, no era una de
esas viejecitas parlanchinas que siempre se están quejando de tener
que hacer aquellas tareas ingratas debido a las adversidades de la
vida. Era fuerte y digna. Resultaría bien. Rosemary la aceptó, pero
temía que saliera muy cara.
—Hasta qué estés perfectamente bien —le dijo
él—. Violette es un ahorro, estoy convencido de ello.
—Al menos haces que lo parezca —repuso
Rosemary con un toque de viveza e imaginación.
El iba en autobús a trabajar. No era muy
buen conductor, ya que para él un coche era algo de lo que había
prescindido toda su vida. Así que dejó el viejo coche en el garaje
hasta que Rosemary quisiera usarlo. Ella lo comprendió, y él pasaba
treinta minutos en el autobús cavilando y sonriendo ligeramente
ante sus pequeños proyectos. Estaba poseído por la alegría de
cuidar a alguien que está íntimamente ligada, si no es idéntica,
con la profunda alegría de la creación. El nunca había conocido
nada semejante. Y le absorbió por completo.
Rosemary estaba comiendo bien. Se había
propuesto agradarle (y lo hizo). Cuando volvía a casa, la casita
relucía gracias a los cuidados de Violette, y Rosemary le contaba
cuántos huevos había tomado, cuántos vasos de leche, cuántas
tostadas... Y él le decía que se iba a poner en seguida gorda como
un cerdito y notaba que le escocían los ojos.
Una tarde que regresaba a casa recorriendo a
pie las dos manzanas que había desde la parada del autobús, la vio
sentada en el suelo, en la parte de atrás de la casa, junto a las
rosas. Cambió el ritmo de su marcha y dio unos pasos por el césped
para acercarse. Ella le miró y su rostro estaba manchado por
haberse limpiado la nariz con las manos sucias de tierra. Estaba
alisando y peinando la tierra en torno a un rosal, con los
dedos.
La tierra estaba húmeda y era muy oscura.
Ella le dijo que era un buen terreno para el cultivo. El señor
Gibson se agachó para mirarla y al mismo tiempo para probar,
pronunciar y gozar de una palabra nueva para él. ¡Qué palabra tan
hermosa «cultivo»! La entendió inmediatamente.
Ella dijo que había que abonar los rosales y
él aprendió a abonar. Ella le enseñó de qué forma tan delicada
había podado este rosal y cómo había que dejar crecer los brotes
hacia afuera. Parecía que comprendía lo que la planta necesitaba. A
él le pareció que ella sentía por aquella planta, en la medida en
que aún podía sentir, lo mismo que él había experimentado hacia
ella. Pero no se lo dijo. Cuando la ayudó a levantarse, le pareció
que se había incorporado con más ligereza. Aquello le hizo
feliz.
Un sábado por la mañana estaba él trabajando
en su habitación, cuando se dio cuenta de que mientras oía a
Violette andando en la cocina, echaba de menos otra presencia en la
casa. Miró por la ventana y vio a Rosemary sentada en la hierba del
patio, al sol, con un cepillo en la mano. Se estaba cepillando el
pelo con un ritmo lento y mientras él la observaba no dejó de
cepillárselo. Había algo en aquella escena que le chocó. El ritmo,
el ritmo sensual, el rito que ponía en ello, era extraño...
Rosemary era una mujer. Era un misterio. Un día, cuando le hubiera
devuelto una vida y una salud plena, como pensaba hacerlo, no iba a
saber con quién estaba viviendo en aquella casa. No conocía a
Rosemary.
Paul Townsend resultó un casero ideal. Era
simpático y complaciente, pero no se entrometía en su vida. Un día,
sin embargo, cuando habían pasado tres semanas y ya podía decirse
que los Gibson estaban instalados, Paul les invitó a cenar.
Fue su primer acontecimiento social.
Rosemary se puso el mejor vestido que tenía.
Gibson la admiró en voz alta. Pero protestó un poco. En cuanto ella
quisiera, le dijo, tenía que comprarse por lo menos dos vestidos
nuevos..., tal vez tres. Rosemary le prometió tranquilamente que lo
haría. Ella aceptaba todo lo que él le decía en aquellos días, sin
aquella debilidad que tenía anteriormente y que le hacía derramar
lágrimas de agradecimiento. De hecho, estaba en una buena
disposición en cuanto a recibir se trataba.
Pasaron a través de la doble entrada de
coches para llegar a casa de los Townsend.
Aunque no era grandiosa, sí era la casa de
un hombre solvente. Paul Townsend, ingeniero químico, poseía la
instalación y el laboratorio situado junto a la universidad, y si
no le producía una fortuna por lo menos le permitía vivir
holgadamente.
Era viudo. El señor Gibson nunca conoció a
su mujer viva. Su foto estaba por toda la casa. Era un poco triste
ver lo joven que era en las fotos. No parecía que su hija fuera a
ser como aquella Jean de quince años cuando estaba en la
universidad. Su hija era una niña agradable, con el pelo moreno y
enmarañado, con unos dientes blancos y pequeños siempre dispuestos
a sonreír, y que tenía unos modales exquisitos.
Después estaba su suegra, la señora Pyne,
una pobre inválida que iba en una silla de ruedas.
La cena no fue de etiqueta pero sí servida
agradablemente y algo envarada. Comieron con comedimiento. El señor
Gibson observaba a Rosemary. ¿Estaba nerviosa? ¿Estaría cansada?
¿Estaba lo suficientemente fuerte para esto?
La anciana, amablemente, le hizo preguntas
vulgares y les contó cosas de su familia y de ella misma. Tenía un
rostro agradable, bastante delgado y huesudo, y tuvo cuidado de no
mencionar sus propias dolencias. La niña ocupó su lugar entre los
mayores. Sirvió la cena, después quitó la mesa y luego se disculpó
porque tenía que hacer los deberes. Paul fue un anfitrión
considerado, lleno de buenas intenciones y de afán de trato
social.
Pero había demasiados lugares comunes. El
señor Gibson se empeñó en disolver la rigidez de este primer
encuentro entre Rosemary y sus vecinos más próximos. Estaba
decidido a que Rosemary se encontrara a gusto y le agradara moverse
en un mundo de agradables encuentros. De hecho, durante algún
tiempo habló mucho sobre eso. Al final, indagando y buscando
intereses comunes descubrió cómo incitar a Paul hablándole de su
jardín. Rosemary empezó a escuchar y a participar en la
conversación. El señor Gibson estaba ansioso por aprender. Una vez,
Paul les hizo un juego de palabras... para ver si el señor Gibson
tenía sentido del «humus». El señor Gibson se sintió inspirado y
contestó: «No, ni rastrillo», y Rosemary soltó una risita. La
anciana sonrió con indulgencia y continuó escuchando mientras la
velada iba creciendo en animación.
Se fueron a las diez. El señor Gibson no
quería que Rosemary se cansara demasiado. Después de desearle las
buenas noches y pronunciar unas amables frases de despedida,
cruzaron el porche descubierto que había delante de la casa de
Paul. Bajaron los cinco escalones, y cruzaron la entrada de coches,
en el aire fresco de la noche. Entraron por la puerta de atrás de
su casa, sorteando los cubos de basura nuevos y relucientes que
eran el símbolo de una casa en funcionamiento.
Atravesaron la cocina perfecta,
tremendamente iluminada y entraron en el salón, donde había una
lámpara encendida. La impresión de encontrarse en su hogar inundó
el corazón del señor Gibson.
—Ha sido muy divertido, ¿verdad? —dijo—.
Creí que lo estabas pasando muy bien.
Rosemary se quedó allí de pie, quitándose
despacio la rebeca oscura que se había echado por los hombros.
Estaba fuerte y robusta.
—Nunca podía imaginarme —dijo con voz
vibrante— que se pudiera pasar tan bien. Nunca, nunca me lo había
imaginado.
Aquello le extrañó mucho. No supo qué
contestar. Ella tiró el jersey sobre la silla, se sentó, le miró y
sonrió.
—Lee para mí, Kenneth; por favor, sólo diez
minutos, hasta que me tranquilice.
—Si te tomas la leche con las
galletas.
—Sí, tráeme cuatro.
Así que fue a buscarle la leche y las
galletas. Abrió su libro y leyó para ella.
Después se chupó una miga de galleta que
tenía en un dedo y le dio las gracias con una somnolienta
sonrisa.
Kenneth Gibson se fue a su habitación, que
ya había adquirido el aspecto de todos los lugares donde había
vivido mucho tiempo, con su moderado orden, su comodidad masculina.
Se acostó un poco confundido. Estaba empezando a no
comprenderla.