7
—¡Qué alegría que hayas venido! —le dijo a
la mañana siguiente—. Ha sido estupendo. Estoy tan contento de
verte.
—No pienses en eso, querido —dijo Ethel,
allí de pie con su aspecto familiar de siempre. Hacía el efecto de
que descansaba su peso en ambas piernas al mismo tiempo, en vez de
echar el peso en una pierna y mecerse con la otra, como hace la
mayoría de la gente. Ethel era una mujer de bastante peso. Aunque
no era gruesa, tenía una cintura maciza, las piernas firmes y los
hombros anchos. Llevaba un traje de tweed, de corte austero, y una
blusa tipo sastre, pero llevaba la cabeza, con el pelo corto y
salpicado de hebras grises, al descubierto. Tenía las manos anchas
y no llevaba anillo ni guantes.
—En buen estado están las cosas —dijo, con
aquella voz suya vigorosa. Tenía unos ojos castaños, muy vivos, en
un rostro que parecía poco acogedor. (De repente se dio cuenta de
que su hermana tenía ya cuarenta y siete años. Ethel se parecía
mucho a su padre)—. ¿Cómo te encuentras? —se interesó ella.
—No me lo preguntes. No te gustaría lo que
te iba a decir. Quiero que vayas a ver a Rosemary...
—Ya he estado con Rosemary.
—¿Ya la has visto? —parecía extrañado.
—Son casi las diez de la mañana —dijo
Ethel—. Yo he salido en avión a medianoche, y «el lechero», o como
se llame ese avión, aterrizó aquí a las cinco de la mañana. He
conocido a tu casero, he visto tu casa, y me he bañado allí. Y he
ido a ver a Rosemary porque está en una habitación privada,
mientras que en esta sala estaban haciendo un montón de cosas
indecentes, o por lo menos eso decían —Ethel miró al hombre que
tenía el tubo en la nariz y que no se inmutó.
El señor Gibson emitió un débil «¡Oh!»,
sintiéndose en cierto modo aplanado por su energía.
—Creo que he despertado a tu señor Townsend,
y debo decir que se ha comportado muy amablemente. Cuando me
identifiqué me dejó entrar sin decir nada.
—Paul es un buen amigo...
—Es encantador —dijo Ethel, secamente—. Es
uno de esos soñadores. Y además es un viudo rico, ¿no? Vives en una
casa muy bonita, Ken.
—¿Verdad que sí?
—He puesto mis cosas en una habitación que
supongo será la de Rosemary—. Su inteligente mirada había entendido
todo.
—Sí —dijo él, débilmente. No podía en
absoluto imaginarse de repente a la sensible, enérgica y activa
Ethel en su casita. Luego dijo con impaciencia, porque ella parecía
un vendaval soplando una brisa que desbarataba el orden y la
cuidada organización de sus pensamientos—. Dime, Ethel, ¿cómo está
Rosemary?
—No tiene ni un rasguño —repuso Ethel
inmediatamente—. Se siente un poco triste. ¡Lamenta tanto lo que ha
pasado! Está preocupada por ti y por lo ocurrido. Tengo entendido
que era ella quien conducía el coche.
—Sí, era su coche... —balbuceó.
—Pues está hecho una pena, al menos eso me
ha dicho el señor Townsend. Pero no puedo entenderlo —dijo Ethel,
frunciendo el ceño—. Casi siempre es el conductor el que sale peor
parado. Al parecer, el otro coche le dio al vuestro justo de frente
en el lado donde tú ibas sentado.
—Otro coche... —parpadeó el señor
Gibson.
—Iban en él dos hombres. Ninguno de ellos
resultó herido, excepto superficialmente. Al parecer, tú te
llevaste la peor parte. Sólo tienes unos cuantos huesos rotos, Ken.
Me parece que has tenido suerte de estar vivo para poder
contarlo.
—Yo no puedo contarlo —dijo, de forma
impertinente—. No puedo recordar absolutamente nada.
—Da lo mismo. Así te evitarás las
entrevistas. Me temo que va a ser una especie de callejón sin
salida. Nadie se va a atrever a' demandar al otro.
—¿Demandar? —se sentía desconcertado.
—Ya ves, iban conduciendo por la izquierda
en medio de la niebla, por donde no debían hacerlo. Pero Rosemary
giró a la izquierda, lo cual fue una equivocación. Y la Policía
notó que a ambos os olía a alcohol el aliento.
—Una gota de coñac —murmuró Gibson
tristemente.
—Los polis tienen una mente muy
suspicaz.
—Rosemary... —el señor Gibson no continuó
hablando, al darse cuenta de que lo único que quería era seguir
pronunciando su nombre.
—Es una muchacha tan agradable, Ken —dijo su
hermana.
—Sí —repuso él, relajándose.
Ethel le sonrió. Sus ojos tenían una mirada
inteligente, amable e indulgente.
—Supongo que has estado haciendo una obra de
caridad.
—Bueno...
—Ella no paraba de elogiarte. Según ella,
estaba en la ruina, enferma y deprimida. Supongo que eso te
conmovió.
Ethel le estaba tomando el pelo, pero el
señor Gibson se puso muy serio.
—Estaba peligrosamente deprimida. Por eso es
exactamente por lo que quería que vinieras...
—Ha sido repentina, ¿verdad? —Ethel levantó
una ceja.
—¿El qué?
—Tu boda.
—Puede parecerlo... —dijo, muy serio,
poniéndose a la defensiva.
—Ella es joven, ¿verdad? Vamos a ver. Tu
tienes cincuenta y cinco años. Bueno, ella cree que eres un santo
en la tierra, y a lo mejor lo eres —le sonrió cariñosamente.
—No tengo la menor intención de ser un santo
en la tierra ni en ningún otro sitio —dijo, indignado, el señor
Gibson.
Ethel se rio de él.
—Ken, qué bondadoso eres. Yo no tenía que
haberme preocupado. Nunca te hubieras dejado engatusar por una
rubia, ¿verdad? Tenía que ser una pobre chica, una descarriada o
una expósita...
—Yo no diría...
—Está obsesionada por el agradecimiento
—dijo Ethel, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Está consagrada
a ti. Naturalmente... —volvió a recobrar su equilibrio—. Tengo
entendido que estuvo cuidando a su padre durante algunos
años.
—Sí, varios años. Sí que lo hizo.
—Estaba muy encariñada con él, y entonces
apareciste tú, y supongo que habrá transferido...
El señor Gibson movió la cabeza
inquisitivamente.
—La imagen del padre —continuó Ethel.
El bajó los ojos.
—Ella dice que tú le has salvado la vida y
la mente. No me hubiera sorprendido, tampoco. Es propio de
ti.
—¿In loco
parentis? —dijo el señor Gibson, como sin darle
importancia.
—Está muy claro —repuso Ethel,
descuidadamente—, para cualquiera que conozca ligeramente los
principios de la psicología. Bueno, que tengáis buena suerte los
dos.
—Es una muchacha adorable —dijo
tranquilamente el señor Gibson.
—Estoy segura de que lo es, y tú también
eres un cielo. Bueno, pues aquí estoy. He conseguido un mes de
vacaciones y está todo dispuesto para tomar posesión.
—Está bien —murmuró, sintiéndose muy
cansado.
—Vuestra casa es linda como un juguete, Ken,
pero seguramente debe de haber un largo trayecto en autobús hasta
la ciudad. Prefiero viajar cuatro mil quinientos kilómetros en un
avión seguro y agradable. Pero los conductores de autobús son tan
brutos... Tienen una forma tan despiadada de llevar dos toneladas
de esos monstruos destructores de hombres a través de las inocentes
calles... Me tienen aterrorizada.
—¿Te tienen aterrorizada a ti? —intentaba
ridiculizarla y alabarla a la vez—. Venga ya, tú eres Ethel, la
intrépida. ¿Cómo estás, querida?
—Un poco harta —dijo, con franqueza—. Estoy
harta del Metro. De hecho, Ken, estoy pensando que me gusta mucho
este clima —levantó su enérgica barbilla.
—Bueno, podemos hacer de ti una oriunda de
aquí en seis semanas.
—Ya veremos. Ahora, ¿qué quieres? ¿Qué te
puedo traer? ¿Qué puedo hacer por ti?
El, que sentía el corazón un poco encogido,
se liberó y se relajó.
—Quédate aquí —le suplicó—. Vive en mi casa.
Cuida de Rosemary. Hazlo por mí.
—Puedo hacerlo —dijo Ethel, y él sucumbió
ante su fuerza—. Pobre viejo. Ya no somos jóvenes, ¿verdad?...
Aunque tú eres el más inteligente de los dos.
—¿Yo?
—Vivir como tú vives. Alejado del mundanal
ruido. Dejando que el mundo pase junto a ti. Creo que voy a
renunciar a la lucha, y voy a adquirir inocencia.
—¿Inocencia?
—Querido Ken. Tú y tu poesía.
Aquella misma tarde, a última hora, Rosemary
fue dada de alta en el hospital.
—Al fin y al cabo —dijo Ethel alegremente—,
hay tan pocas camas y tanta gente que está mucho peor que ella...
Y, además, yo estoy aquí para cuidar de Rosemary. Si lo hubiera
sabido, le hubiera traído la ropa... Pero no importa, cogeremos un
taxi.
Al señor Gibson su voz le sonó como un
charloteo... un charloteo que apenas escuchaba. Tenía su atención
puesta en su esposa Rosemary, en el estado de su cuerpo y de su
alma.
Allí sentada, de pie a los pies de su cama,
con el vestido blanco de las flores rojas. El vestido estaba sucio
y arrugado. Se arropó con la estola roja. Tenía la cara demasiado
pálida, en contraste con el rojo chillón de la estola.
—¿Estás segura...? —dijo. A él no le parecía
que estuviera lo bastante bien como para abandonar el
hospital.
—¡Lo siento tanto, tanto! —estalló
Rosemary—. Oh, Kenneth, hubiera deseado haber sido yo la víctima.
Hubiera hecho cualquier cosa en el mundo antes que herirte.
... Estaba temblando debido a la necesidad
que sentía de decírselo.
—¡Oh!, venga —dijo el señor Gibson, un poco
alarmado—. Hemos tenido un accidente. Ahora, ratoncito... no tienes
que preocuparte de nada.
«Esto le ha hecho recaer», pensó. «¡Qué
lástima!»
—Mira, Ethel ha venido desde muy lejos... Tu
«hermana», Rosemary —tenía que darle algo, y le dio a su hermana
Ethel—. Vosotras dos lo vais a pasar muy bien —quería aparecer tan
radiante y complaciente como fuera posible—. Yo sólo tengo que
quedarme aquí tumbado con la pierna colgando como si fuera la
colada del lunes hasta que mis huesos decidan soldarse. Pero se
soldarán.
No la había adulado con una sonrisa, y
Rosemary dijo:
—Giré a la izquierda, ¿sabes? Pensé...
—No tienes por qué culparte —dijo Ethel, un
poco alto, y con mucha firmeza—. No existe culpabilidad.
—Claro que no —gritó el señor Gibson,
aturdido—. Claro que no tienes que echarte la culpa. ¡Qué idea!
Venga, Rosemary, no pienses en eso. Por favor, quítate eso de la
cabeza. Sé como yo. Sabes que yo no recuerdo nada de nada. Sólo...
y aquí me tienes.
—¿No? —preguntó ella afablemente. Se
humedeció los labios—. ¿Cómo te encuentras?
—Me siento ridículo —dijo con voz quebrada—
y muy humillado, créeme.
Pero era incapaz de leer detrás de aquella
mirada que se advertía en la blanca cara de la joven. Temía que
estuviera aún bajo los efectos del shock, que estuviera luchando
aún contra el hecho del accidente, tratando de no aceptar la
realidad.
—Llévatela a casa, Ethel —suplicó—. Ahora,
Rosemary, quiero que hagas todo lo que Ethel te diga. Quiero que
descanses.
—Sí, Kenneth, lo haré. No he tenido ninguna
herida.
—Entonces, buenas noches —dijo,
amablemente—. Y tú, Ethel, cuida de ella.
Pensó: Oh, sí, sé que ha resultado herida.
Ha recaído. ¡Qué desastre! Y dijo en alto:
—Quiero que te encuentres bien,
Rosemary.
—Sí, voy a estar bien —dijo ella, como si
fuera algo que estuviera dispuesta a hacer para darle gusto.
Entonces se fue.
Ethel la condujo hasta el taxi y luego le
dio conversación. Le daba lástima aquella extraña, su hermana
política (y creía que sólo era eso, política). Sin embargo, ¿se
habría puesto ella en una posición tan falsa? Su hermano Ken era
tan soñador y tan poco realista. Todo el asunto era penoso. Ethel
se dedicó a consolar a Rosemary.
—No debes alentar ese sentimiento de
culpabilidad —dijo Ethel, amablemente—. No existe ninguna culpa,
¿sabes?
—No es eso exactamente lo que siento
—repuso, con voz baja, y en su boca se adivinaba la tristeza—. Lo
siento tanto, no puedo verle así...
—Claro, claro —dijo Ethel, intentando
calmarla—. Ya sé que ha hecho mucho por ti. Es muy propio de
él.
—Kenneth... —empezó a decir su esposa con
voz más decidida.
Pero Ethel la cortó.
—Es un cielo. Pero es tan vulnerable. Desde
luego, hay personas que son así. La caridad les ayuda a expresar
alguna deficiencia suya.
Rosemary dijo, casi sin respiración:
—Quiero mucho a tu hermano. Creo que es
maravilloso. Odio...
Ethel la miró y le dio pena de ella.
—Naturalmente —dijo—, sólo podemos odiar
aquello que amamos, ya sabes.
—Pero yo no le odio a él —dijo Rosemary—, yo
no podría hacerlo. Me sería imposible.
—Claro que no. Ese es el problema.
Probablemente no podrías. Pero eres una mujer joven todavía,
Rosemary. Eso es solamente un hecho, y no es culpa tuya. Realmente,
no tienes por qué sentirte culpable de eso.
—Pero...
—Ya lo entendemos —entonó Ethel—. Entendemos
estas cosas. Ahora, querida, intenta descansar. No le des vueltas
al accidente. Dime, ¿qué son esos increíbles montones de flores?
¿Geranios? Nunca he visto una cosa parecida. Vamos, estoy aquí para
verte descansar y que te repongas. Francamente, estoy encantada.
Para mí supone un cambio que estaba deseando desde hacía mucho
tiempo. Ya ves, soy muy egoísta. Rosemary, todos lo somos.
—Supongo que sí.—dijo Rosemary,
desanimada.
—Pronto te encontrarás fuerte y
bien...
—Sí.
Ethel era la que se sentía fuerte y bien, y
satisfecha, con la idea de tener el timón en la mano.
El señor Gibson yacía pensando en Rosemary.
Habían mantenido una conversación casi estúpida entre ellos.
Lúgubre. También algo convencional. No era como lo que habían
deseado. Pero de qué otro modo podría ser allí, en aquella sala
llena de gente, con los ojos descarados del hombre que tenía el
tubo, y los ojos curiosos del hombre del otro lado, ambos fijos en
el espectáculo que era Rosemary. Y Ethel también estaba allí.
El señor Gibson se cruzó de brazos. Entonces
esperó. En un sitio público como aquél, no declararía su amor. Ni
lo declararía en absoluto hasta que no se sintiera menos inseguro
de sí mismo de lo que se sentía hoy. ¿Qué sabía él del amor, de
todas formas? Podía haber confundido un sentimiento paternal con
otra cosa. Sabía demasiado poco de esto, soltero como había sido.
(Inocente.) Y, por supuesto, además podía haber cometido también
otra falta. Sea lo que fuere lo que «él sintiera», Ethel podía
tener razón respecto a Rosemary. Ethel era una mujer ruda y
mundana, y debía prestar atención a su opinión. A lo mejor él había
interpretado un gesto suyo de amable agradecimiento de forma
completamente equivocada. Naturalmente, Rosemary le estaba
agradecida. Sólo de pensarlo se le encogía el corazón. La había
hecho callar, pero eso podía haber contribuido a aumentar su
obsesión, como Ethel lo llamaba. Bueno, tendría que librarse de
eso. Asegurarse de que no estaba interfiriendo y tergiversando la
situación.
El corazón le latía con un ritmo lento, como
un canto fúnebre.
«Porque si la viera tan sólo un
minuto.
Mi voz enmudecería inmediatamente.»
Se daba perfectamente cuenta de que se
encontraba roto y de la dura realidad del hospital, de cómo le
quemaba la estirada sábana sobre la piel, la luz incómoda. La
escena del restaurante le parecía muy lejana en el tiempo... al
otro lado de la niebla... lejos y desvaneciéndose como un
sueño.
Ciertamente, lo último que haría sería
preocupar a Rosemary más de lo que ya estaba. No quería preocuparla
nunca. Tener un padre adoptivo... (la mente del señor Gibson evitó
terminar este pensamiento; era demasiado aborrecible). Sería mejor
que se tragara lo que podía ser sólo una locura suya... por lo
menos de momento. Pobre chica, acusarse a sí misma porque había
sido ella la que conducía... Pero Ethel era muy considerada. El
conocido buen sentido común de Ethel la haría salir de aquello. El
no podía. No podía estar allí.
El señor Gibson suspiró y le dolieron las
costillas.
A veces se sentía, más que ridículo, digno
de compasión por estar tan atrapado y amarrado como estaba. Tan
quieto... justo en medio de todo lo que había emprendido. Pero
tenía que resistir. Por lo menos había venido su hermana Ethel...
Que Dios la bendiga.