12
La mañana estuvo llena de alboroto.
Rosemary, arreglada y nerviosa, con su traje azul marino con los
puños blancos, fue la primera en salir.
El señor Gibson la acompañó hasta la puerta.
Llevaba puesta su bata de seda de menudos dibujos, y con ella se
sentía el mismo hombre elegante y honesto que siempre había
sido.
No sabía lo blanco y enfermo que
parecía.
—Adiós —dijo—. ¡Oh!, por favor Kenneth, ten
cuidado... Me preocupas. Yo casi deseo...
—No, no, no debes preocuparte —él la
devoraba con los ojos—. Adiós, Rosemary. Debes recordar... que esto
es lo que yo quería para ti.
—¿Verme bien? —le preguntó—, ¿y robusta? ¿Es
eso lo que querías?
El no contestó. Estaba mirándola a la cara
con mucha atención, ya que era la última vez que la vería. La
quería tanto. En cierto modo era suya.
—¿Eso es todo? —dijo ella de repente.
El señor Gibson intentó recordar qué era lo
que acababa de decir.
—Por encima de todo —le contestó
firmemente—, quiero que además seas feliz.
—Bueno, sí..., yo... ¿Qué puedo hacer para
hacerte más feliz? —exclamó ella—. Estoy tan..., te quiero,
Kenneth. Lo sabías, ¿verdad?
Era curioso que en este último momento
parecieran más unidos, pues reconocía en ella su habitual
sentimiento de agradecimiento.
—Lo sé, querida niña —le dijo amablemente—.
Soy todo lo feliz que se puede ser —añadió con acento
tranquilizador.
Rosemary se estremeció y salió corriendo. El
la observaba, tan erguida, tan flexible, tan saludable, tan joven,
bajando por el camino.
Paul Townsend estaba en el porche olfateando
la mañana. Le saludó, pero Rosemary no le vio. El señor Gibson se
alegró de ello.
Su naturaleza fiel la obligaba a soportarlo
todo.
Ethel salió a continuación.
—Ken, cuando vayas a la compra, compra un
cogollo de lechuga también. Sé buen chico.
—Lo haré —le prometió.
—Y págale a Violette...
—Sí.
—Yo volveré sobre las cuatro...
—Sí, Ethel, adiós, querida. Buena suerte.
Has sido estupenda.
—¡Bah! —dijo Ethel—. Naturalmente. Bueno, me
voy.
El señor Gibson cerró la puerta.
Entró al salón y se sentó. Violette estaba
planchando. Por supuesto, no iba a suicidarse hasta que ella se
hubiera ido.
Era un hombre que se preocupaba y pensaba
mucho (no podía evitarlo). No habría líos con esto. Ni nada
desagradable para que nadie tuviera que limpiarlo. Nada horrible.
Sabía dónde iría y lo que cogería. Era rápido, limpio y con
seguridad. Le encontrarían tumbado en la cama decorosamente en paz.
Creerían durante un rato que estaba dormido. Así la impresión sería
gradual y lo más suave posible.
Pero debía dejarles una carta. La carta
debía ser simplemente eso. Debía expresar todo con la mayor
claridad posible.
Sintió que se le helaba la sangre. Debía
tratar de no ponerse sentimental. Estaba haciendo una elección,
fría y clara. No le daba miedo la muerte. Intentó ver más
allá.
No tenía ningún seguro que pudiera resultar
afectado por el suicidio. Rosemary recibiría las pocas acciones que
tenía y la cuenta corriente. Sí, también tendría que escribir una
carta a tal efecto. Ella quedaría en buena posición. Paul estaría a
su lado (sería libre). Ethel, por supuesto, era auto-suficiente.
Ethel ayudaría a Rosemary a comprenderlo. Debía entender la
decisión que él había tomado. No tenía que preocuparse
absolutamente de nada.
Excepto de la bomba que haría estallar un
día al mundo. Pero eso no podía evitarlo.
El destino de todo el mundo era el
suyo.
El señor Gibson se sentó como en un
sueño.
A las doce ya estaba vestido y preparado
para ir a la ciudad y Violette había terminado. Así que le
pagó.
—Señor Gibson, ¿puedo coger esta cuerda
vieja? —le preguntó ella, y le enseñó la que había cogido del cubo
de la basura de la cocina.
—Naturalmente, ¿necesita algo más?
—Tengo que atar muchas cosas —explicó—.
Vamos a llevarnos casi todo en la parte de atrás del camión.
—¿Qué le parece esto? —le dio una madeja de
cuerda color mostaza.
—Esto es de la señorita Gibson —la boca
pequeña y pintada de Violette hizo un gesto de protesta.
—¿Bueno? Seguramente puedo regalarle un
trozo de cuerda.
—No quiero coger nada de ella. Da igual. De
todas formas tengo que ir al banco y puedo pasar a
comprarla...
—¡Tómela! —dijo, imperiosamente—, quiero que
la coja.
—Bueno, entonces... —Violette pareció
entender su necesidad. Empezó a enrollársela en los dedos
extendidos.
—No, llévesela toda. Por favor,
hágalo.
—No quiero llevarme más de la que voy a
usar.
—Ya lo sé —le dijo. Esto era, se imaginó,
una tontería. Una reacción un poco simple. Quería que algo fuera
como acostumbraba a ser antes. Quería sentirse generoso. (O... por
lo que él sabía, quería vengarse de su hermana Ethel como si la
estuviera vendiéndo por un ovillo de cuerda.)
Violette cogió el ovillo entero.
—Siento dejarles a usted y a la señora
Gibson —dijo.
—Lamento que mi hermana le haya molestado
—repuso él, fatigadamente.
—Joe y yo nos vamos a las montañas —dijo
Violette. El se dio cuenta de que aquello era su respuesta—, y
tengo que estar preparada para las cinco...
Dejó de hablar y le miró. El pensó que
aquella mujer sabía lo que se proponía hacer.
—Está bien —dijo con dulzura.
El rostro de Violette se iluminó con una
extraña sonrisa.
—Bueno, entonces, adiós. Dicen que esto
quiere decir: El Señor esté contigo.
—Adiós —contestó el señor Gibson muy
afectuosamente.
Salió por la puerta de la cocina llevándose
el ovillo de cuerda en el bolsillo. Ahora ya estaba sólo.
A las doce y diez salió de la casita y se
fue andando... Lo hacía bastante bien sin el bastón, aunque no
podía evitar dar algún bandazo cuando se apoyaba en la pierna que
tenía más corta... Anduvo dos manzanas hacia el Oeste; cruzó el
bulevar y cogió el autobús que iba a la ciudad. Había dejado tras
de él a Paul Townsend. Seguro que estaba en casa, trabajando en el
césped de su jardín aquella mañana. Por lo tanto, el señor Gibson
sabía cómo obtener lo que buscaba.
No vio ni siquiera a la gente que iba en el
autobús. Ni se fijó en el paisaje familiar que el vehículo recorría
al avanzar por el bulevar y después a través de los barrios
residenciales hasta que llegó a una calle comercial donde el
tráfico era más intenso. El señor Gibson, en un estado de ánimo
amargo y peligrosamente dulce a la vez, empezó a componer una
carta.
Sentía la tentación de mostrarse patético,
pero debía evitarlo. Quería hacer comprender a Rosemary su fría
decisión.
De ninguna forma debía parecer que le echaba
algo en cara. Era una carta difícil. ¿Con qué palabras la
escribiría?
Salió de su ensimismamiento a tiempo para
bajarse del autobús en una esquina.
Esta pequeña ciudad había crecido, como
todas las ciudades de California, de la misma forma que crecen las
semillas salvajes. Había rodeado la Facultad con sU parque, junto
al casco antiguo de la ciudad... y extendido sus tentáculos
irrumpiendo en los valles y las tierras bajas por todos los sitios.
Pero el señor Gibson no iría a la Facultad. Pasar por los caminos
del campus para que le saludaran por su nombre... Esto si que no.
Pensó que no le echarían mucho de menos. Vendría algún hombre
joven...
El lugar del trabajo de Paul Townsend estaba
a una distancia de una manzana y media en sentido opuesto y el
señor Gibson dio media vuelta con su paso desigual. Empezó a
imaginar sus próximos movimientos... y al hacerlo, se dio cuenta de
que debía haber llevado un recipiente. Se detuvo en una tienda de
comestibles y cogió la primera botella pequeña que vio en el
estante. Resultó ser una botella de sesenta gramos de aceite de
oliva importado y además bastante caro.
—Soy Kenneth Gibson, vecino de Paul
Townsend. Me pidió que me pasara por aquí y cogiera una carta de su
despacho —dijo el señor Gibson, fríamente.
—¡Oh, sí!, ¿puedo traérsela, señor
Gibson?
—Me ha dicho dónde podría encontrarla
exactamente..., si no le importa...
—No, en absoluto —dijo la muchacha—. Por
aquí, señor Gibson. Ella le conocía. Sabía que era el señor Gibson
del Departamento de Inglés... Un hombre en el que se podía confiar.
Aquí —dijo con una sonrisa, y le hizo entrar en el
laboratorio.
No miró a los armarios, sino que fue
directamente a la mesa de Paul. Abrió el cajón de arriba de la
derecha y cogió, al azar, de un montón, una antigua carta.
—Creo que es ésta.
—Bien —dijo ella.
—Esto... —el señor Gibson parecía molesto y
avergonzado—. ¿Por casualidad hay... por aquí un servicio...?
—¡Oh, sí! —repuso ella adoptando un tono un
poco distante y resuelto.
—Allí en frente, señor —y le señaló la
puerta.
—Gracias.
Como él había pensado, ella se fue a otra
parte más alejada.
Entró en el pequeño lavabo y quitó el tapón
de la botella de aceite de oliva y vertió el contenido en el
lavabo.
Salió. Ahora el laboratorio estaba
solitario. Encontró la llave sin dificultad. Cogió el número 333.
Sus manos sostenían firmemente la botella mientras echaba su
contenido en su propio recipiente. Era un trabajo delicado,
verterlo a través de un pequeño orificio a otro también pequeño,
pero lo hizo fríamente y con la cabeza despejada. Apenas derramó
una sola gota.
No se lo llevó todo. Cuando volvió a colocar
el número 333 en su sitio pensó que la cantidad que faltaba en el
envase no sería advertida durante algún tiempo. No intentó limpiar
las huellas dactilares ni hacer nada parecido. Había decidido 348
no llevarse la botella entera del armario solamente porque
necesitaba tiempo. Tiempo para volver a casa. Tiempo para escribir
la carta. No quería que la falta del veneno fuera advertida
demasido pronto y que le preguntaran a la chica y fuera a dar su
nombre y le interrumpieran.
El señor Gibson puso el veneno que había
robado en la bolsa de papel verde. Volvió a cerrar el armario,
escondió la llave y abandonó el lugar. Pensó que podía haber sido
un ladrón frío y con éxito. Podía muy bien haber sido un ladrón
toda su vida. Para lo que le había servido la honradez...
Se quedó de pie en la esquina, esperando el
autobús, sintiéndose completamente aturdido por un momento.
Justamente en ese momento, cuando se subió, le pareció que
pronunciaban su nombre. Pero no estaba seguro, ni tampoco le
importaba si alguien había pronunciado su nombre o no..., así que
siguió adelante y se sentó junto a la ventana.
Tengo un árbol, un injerto de amor que había
echado raíces en mi corazón.
Están tristes los brotes y las flores por
ello y es más amargo el lamento, que es su fruto...
¡Oh!, deja, deja ya esa rima de viejas
palabras sin sentido. Villón lleva muerto mucho tiempo.
Miraba sin ver y por su mente retorcida
cruzó caprichosamente un pensamiento que le pareció en aquel
momento un aviso divino. Pero él sabía lo que estaba haciendo. La
muerte. ¡Y qué! Simplemente iba a escapar a su destino. A él no le
parecía un acto estúpido. Un Dios justo tenía que entenderlo.
¿Cómo podía reflejar eso en una carta?...
Estoy muy cansado..., escribiría. No, no. Probablemente tendría que
mentir. ¿Qué importaba que mintiera o no?... No estoy tan bien como
parece..., hace mucho que lo sé... ¿Debería decir que había
empezado a dudar de su salud mental? Sí, eso... Rosemary lo
entendería. Y a lo mejor estaba loco. El no sabía ni podía saber,
realmente, por qué estaba realizando este acto. Ni siquiera eso
podía saberlo. El destino. En el iceberg de su subconsciente yacía
el motivo y allí funcionaba.
El señor Gibson se sumergió en una fría
melancolía. No veía nada por la ventana ni dentro del autobús que
recorría el camino que tenía predestinado por las calles de la
ciudad llevando a gente que también estaba predestinada. Si hubiera
podido hacer algo por Rosemary, o por cualquier alma viviente... se
quedaría. Pero todos, todos, estamos predestinados, y ayudarse
mutuamente o quererse mutuamente era sólo otra ilusión.
Tal vez un sentido del tiempo y del espacio
le hizo darse cuenta de que llegaba a la parada que le dejaría en
la esquina del supermercado. Así que se levantó, con tanta pena que
casi no veía y fue hacia la puerta. Cuando se bajó creyó volver a
oír su nombre.
¿Serían los ángeles? Bueno, si estaba a
punto de condenarse para toda la eternidad, iba a hacerlo. Durante
toda su vida había realizado todos los deberes que le habían puesto
por delante. Había hecho aparentemente sus elecciones, y si todavía
tenía ilusión de escoger algo, este hecho aparecía ante él más como
un deber que como un placer..., y lo haría.
Y además el deber..., mantener una
promesa..., hacer la compra que le había prometido hacer a Ethel.
Después llegaría (¡con qué descanso!) al final de sus
obligaciones.
Así pues el señor Gibson entró en el gran
supermercado, cogió un carrito y fue empujándolo por los pasillos.
Escogió una lechuga, cogió cacao, tomó un paquete de pan de molde
blanco..., cogió queso (de la clase que Ethel prefería) y té para
Rosemary (le reconfortaría).
Se quedó de pie delante de la caja. Sordo y
perdido en su propio desamparo, mientras que la dependienta le daba
a las teclas de la máquina y anotaba los precios. Levantó la gran
bolsa de papel en sus brazos y caminó así a lo largo de dos
manzanas hacia el Este y una hacia el Norte...
Las rosas que había en la parte más alejada
del jardín de su casita no estaban en flor.
La anciana señora Pyne estaba sentada en su
silla de ruedas en el porche de los Townsend. Le saludó
amablemente. Vaciló pero dejó la compra para acercarse lo
suficiente para hablar con ella. (Podía preguntarle sobre Paul y lo
que la Iglesia diría sobre el matrimonio y sobre el divorcio...,
pero ¿por qué? El no quería divorciarse de Rosemary y ser, durante
los años que Dios quisiera, su amigo y el de su marido. No, no
quería esa cruz en su vida. Haría como si no estuviera allí. Le
molestaba, pensó amargamente, que aquello lo haría por el bien de
Rosemary.)
—Hola... —dijo débilmente.
—¡Dios mío! —exclamó la anciana inclinándose
hacia adelante—. ¿No pesa eso demasiado para usted, señor
Gibson?
—No pesa demasiado. (Pero sí, pesaba mucho
la bolsa de la comida y de la muerte.) ¿Cómo está usted, señora
Pyne? —y sonrió falsamente.
—Estoy bien. ¿No hace un día espléndido? —su
voz adquirió una energía especial, casi espontánea—. Es tan
maravilloso poder sentarse aquí fuera al sol.
—Sí. Sí..., se está bien.
Pasó vacilando a través de la entrada de
coches. Oyó la voz de Paul, llamándole.
—¡Eh! ¿Qué tal? —el señor Gibson simuló no
oír.
Era maravilloso estar sentado al sol. Sí que
lo era. Claro que lo era.
Abrió la puerta de su casa y entró,
empezando a darse cuenta de que tal vez no podría hacer las cosas
como las había planeado. Así, pues, durante una noche y una mañana
de profunda depresión había estado poniéndose en ridículo una vez
más. El, Kenneth Gibson, no había nacido para ser un suicida. No.
Estaba destinado a hacer libre a Rosemary y ser buen amigo de ella
y de su marido durante la vida que le quedaba y cojear y aguantarlo
todo. No era su destino morir ese día. No podía cambiar su sino. El
destino no es tal si hay algún medio para evitarlo. Y él estaba
destinado... a seguir siendo el hombrecillo elegante, honrado y
excesivamente delgado, que era para lo que había nacido.
¡Porque era maravilloso poder sentarse al
sol! Eso ya era bastante para mantener a un hombre con vida.
El señor Gibson empezó a sentirse un poco
histérico. No, no, ¡lo haría! Sólo necesitaba un minuto de
decisión. Seguramente podría llevarse la mano hasta la boca, con un
gesto rápido, sin pensarlo...
Pero esperó para escribir la carta. ¡No, no!
Toda su determinación se le estaba escapando, le estaba
abandonando. Pero no podrían los predestinados de Dios pedirle un
poco de amabilidad al demonio. Rápido, entonces. Si no, tendría que
aguantar aquella tragicomedia. Ser un espectador de sus propios
actos con la amarga dimensión que pudiera sacar de ello.
Estaba en la cocina. No tenía —ni quería
tener— ese tipo de valor. Nunca más.
Puso la bolsa marrón grande sobre el
mostrador. Sacó el cogollo de lechuga, el trozo de queso, la barra
de pan, la caja de té y la pesada lata de cacao que estaba al fondo
de la bolsa. Y entonces buscó la botella de la muerte. ¡Lo haría en
seguida!
La bolsa estaba absolutamente vacía.
Rápidamente, sí...
Su mano no encontró nada.
Su muerte sería un misterio. La muerte
siempre lo era. ¿Dónde...?
Pero no había la menor duda de que había
puesto la pequeña bolsa verde de papel, enrollada en torno a la
botellita, en el carrito del supermercado y la chica de la caja la
había puesto en la bolsa con las demás compras. No lo había hecho.
No estaba allí.
Entonces, ¿dónde estaba? ¿Dónde estaba el
terrible veneno que había ido a buscar tan lejos?
Se miró por los bolsillos de la chaqueta.
Allí tampoco. ¿Lo había soñado todo? No. Recordaba con demasiado
detalle cómo había vaciado el aceite de oliva en el lavabo para
haberlo hecho en un sueño. ¿La habría perdido? Pero entonces el
veneno estaría ahora en una botella que tenía una etiqueta de
«aceite de oliva». ¡No habría ningún medio de saber que era
veneno!
No olía, ni sabía, era instantáneo...
¿Qué había hecho?
¡Oh! ¿Qué malvado error había cometido esta
vez?
¿Dónde había dejado una botella de veneno
que parecía tan inofensiva? ¿En qué lugar público por donde la
gente inocente iba y venía?
El susto casi le hizo desvanecerse. Entonces
su sangre se rebeló y gritó: no, no, no, lleno de espanto.
Bueno, este era su fin. El fin de Kenneth
Gibson. El fin de todo el respeto de los demás, para siempre. Pero
alguien más podía encontrar el veneno y morir, a menos que él lo
pudiera evitar.
El cambio repentino de todos sus propósitos
le hizo ir vacilante hasta el teléfono. Marcó y dijo: «Policía». Su
voz no parecía la misma. Los restos del valor que pudiera tener le
hacía enderezar la columna. Tenía que enfrentarse con el hecho.
Está bien. Sin tonterías, vamos. Parecía que se iba a poner
enfermo.
La puerta principal de la casita se abrió.
Rosemary, su mujer, estaba allí. De pie.
—He venido —dijo, absorta en su pensamiento
y en sí misma—, porque tengo que hablar contigo. No puedo portarme
como un conejo —de repente, su rostro cambió—. Kenneth, ¿qué te
pasa?
El había levantado la mano para hacerla
callar. Desechó todos sus pensamientos menos uno.
—¿Policía? Aquí Kenneth Gibson. He perdido
una botellita llena de un veneno mortal —articulaba las palabras
con mucha claridad y hablaba fuertemente—. La botella lleva una
etiqueta de aceite de oliva. Tiene la forma de una pirámide, como
de unos diez centímetros de altura, y está en una bolsa de papel
verde. Nadie puede saber que es veneno. ¿Pueden hacer algo? ¿Pueden
encontrarla? ¿Pueden lanzar un aviso?
Rosemary se echó hacia atrás y se apoyó en
la puerta.
—Lo he robado... de un laboratorio..., no
puedo darle el nombre del producto. No huele, ni sabe..., es
mortal..., sí, señor. Cogí el autobús número cinco en la esquina de
Main y Cabrillo, aproximadamente a la una y cuarto. Me bajé en la
esquina de Lambert y Boulevard. Debió de ser a la una cuarenta y
cinco. Estuve en el supermercado aproximadamente diez o quince
minutos. Ahora acaban de dar las dos... Sí, vine andando hasta mi
casa... y justamente ahora acabo de descubrir que no la tengo...
No, estoy absolutamente seguro... Yo la puse en la botella de
aceite..., ¿de qué marca? No tengo ni idea... Sí, sí, yo lo hice...
¿por qué? Porque iba a usarlo yo —le dijo al que le gritaba al otro
lado del teléfono—. Tenía la intención de matarme.
Rosemary sollozó. El no la miró.
—Ya, ya sé que puede matar a alguien. Por
eso es por lo que les llamo... —la voz le sermoneó de forma
controlada—. Sí, soy un criminal —dijo el señor Gibson—. Diga lo
que quiera. Encuéntrelo. Por favor, haga todo lo que pueda para
encontrarlo.
Volvió a dar su nombre, sus señas y su
número de teléfono. Puso el auricular en su sitio.
—¿Por qué? —preguntó Rosemary.
Nunca había pensado volver a verla.
—Kenneth, yo no lo he hecho, no lo he hecho.
Perdóname, no he...
El apenas oía lo que ella decía. Habló
duramente.
—Vuelve a tu tienda. Haz como si no lo
hubieras oído. No te metas en esto. Déjame. Puedo haber causado la
muerte de alguien. Puedo ser un asesino. Ahora ya no soy bueno para
ti. Déjame.
Rosemary se separó del quicio de la puerta y
se quedó allí de pie.
—No, no te dejaré. Eso no va a ocurrir.
Nadie se va a envenenar. Iremos y lo encontraremos.
El hizo un gesto de desesperación.
—¡Oh!, no ratoncito, no sirve de nada
soñar.
—Esto es una equivocación —dijo Rosemary—.
Es mentira. Podemos encontrarlo. Yo puedo hacerlo y lo haré. Y tú
vendrás también. Paul nos ayudará —dio media vuelta y abrió la
puerta—. Ven... —dijo, imperativamente.
—Está bien —aceptó el señor Gibson—. Supongo
que podemos intentarlo.
Salieron fuera al sol. Hacía mucho frío. Se
sentía como si estuviera muerto. Era un hombre destrozado por aquel
golpe inesperado del destino o lo que fuera. Le parecía que había
sobrevivido de la forma más desafortunada.
Rosemary corría, llamando:
—¡Paul, Paul!
Paul salió desde detrás de un seto.
—¿Qué pasa? —dijo alegremente.
—Ayúdanos, Kenneth tenía veneno... y se lo
ha dejado en algún sitio. Tenemos que encontrarlo.
—¿Veneno? ¿De qué hablas?
—Tu coche, por favor, por favor, Paul. Está
en una botella que tiene una etiqueta de aceite de oliva. Alguien
puede cogerla. Se la ha dejado en el supermercado. O en el autobús.
Tenemos que ir allí.
Paul cogió unas llaves.
—Saca el coche —dijo, agarrando por el brazo
al señor Gibson—. ¿De qué está hablando...?
—Es el número trescientos treinta y tres
—dijo el señor Gibson muy claramente—. Bajé a la ciudad y se lo
robé del armario.
—¡Qué demonios...!
—Iba a suicidarme —dijo el señor Gibson, sin
disculparse—. Ahora puede que mate a alguien más.
Paul retrocedió y separó su mano de él como
si fuera a contagiarse. Se volvió y llamó a gritos a
Rosemary.
—¿Llamasteis a la Policía?
Ella estaba entrando en el garaje de
Paul.
—Sí, sí, corre, corre —gritó.
—Tengo que decírselo a mamá y ponerme una
camisa —dijo Paul—. No vengas conmigo —gritó por encima del hombro.
El señor Gibson se quedó parado. Rosemary estaba en el garaje
intentando poner en marcha un coche desconocido para ella.
El tranquilo vecindario aún estaba en calma.
Aquella crisis era como una daga hundida en la carne que aún no ha
sentido la herida. El, que era la causa, se quedó parado oliendo a
lavanda y notando el peso del calor del sol. Experimentó un
instante fuera del tiempo. Podía también haberse matado, porque
sabía que estaba perdido. Pero también había vuelto a nacer. Cerró
los ojos y volvió el rostro a la caricia del sol.
Entonces el De Soto de Paul salió dando
botes y saltando.
—¡Subid!
El señor Gibson se acercó dócilmente y se
instaló en el asiento delantero. Ella parecía estar muy segura de
que Paul conduciría.
Paul llegó en seguida, abrochándose una
camisa azul sobre su pecho desnudo. Metió sus largas piernas debajo
del volante.
—¿Adonde vamos, Rosie?
—Al mercado —dijo ella con decisión.
El señor Gibson se sentó en el medio. Podía
haber sido un muñeco de cera.
—He llamado a Jeanie para que vuelva a casa
—dijo Paul, hablando como si los dientes fueran a castañetearle—.
Está en clase de música. Mamá estará bien sola durante una media
hora. La he ayudado a acostarse. No le he dicho por qué. No la
podía dejar con esa impresión... ¿Qué bicho le ha picado? —dijo
Paul, de mal humor.
—He debido estar loco —repuso el señor
Gibson tranquilamente. Era lo más fácil que se le ocurrió
decir.
Estaba más allá del horror y de la
pena.
—Ojalá esté en el super —dijo Rosemary— y la
hayan encontrado. Paul, ¿sabes lo que es? Es veneno.
—Es una cosa peligrosa, ya se lo dije. ¿Cómo
lo consiguió? —preguntó Paul, enfadado.
El fantasma que era en ese momento el señor
Gibson explicó lo sucedido y Paul hizo un gesto como si estuviera
apretando los dientes. Parecía darse por sentado que el señor
Gibson podía hablar y ser oído, y que, sin embargo, no estaba
totalmente presente. Paul estaba sudando. El coche avanzaba dando
tirones. Estaban sólo a tres manzanas del supermercado.
—¿Qué hacías en casa, Rosie? —dijo Paul,
explotando nerviosamente.
—Quería hablar con él, a solas. No me
gustaba... Hoy es el primer día que Ethel está...
Habían dado la vuelta a la esquina.
—Mira, un coche de Policía.
Si el señor Gibson sintió una punzada, fue
sólo de asombro. Lo que se estaba preguntando era ¿qué iba a pasar
a continuación?
Intentó deshacerse de ese pensamiento y
poder sentirse vivo. ¿Qué estaba haciendo dando vueltas por las
calles? ¿Quién era él? ¿Quiénes eran estas personas jóvenes,
laboriosas, gente con energía? Rosemary saltó al pavimento del
aparcamiento del supermercado y Paul echó el freno y se bajó
vacilante por el otro lado.
El señor Gibson se quedó sentado un momento,
abandonado y extrañamente expuesto, ya que ambas puertas del coche
de Paul estaban abiertas de par en par. Entonces sintió un
sobresalto en algún sitio del fondo de su ser, de algo
extraordinariamente simple. Era curiosidad.
Así que se deslizó por debajo del volante y
salió tan ágilmente como pudo del coche. Entró cojeando rápidamente
detrás de ellos en el supermercado.